TRAZAS, tercera parte

 

TERCERA PARTE

 

OTRO TIEMPO

 

 

 

Creo que hasta acá llego, sí.

No sé cuánto caminé, pero este es el final de la calle. Delante de mí un canal, más allá un bosquecito. Me paro al borde del terraplén y veo el agua que corre. Corre hacia mi izquierda, y hasta donde llega mi vista se extienden los árboles. Bosquecito… no fue feliz el diminutivo. Son Eucaliptos. Buenos para cortar una tormenta, traicioneros en la calma. Todo cambio en el paisaje es bienvenido.

En alguna manera, la vista parece un espejo o, en su defecto, un televisor, que son continentes de algo mucho más grande que sus formas, tal vez una excepción en las reglas físicas, como también ocurre con una cinta grabada, una fotografía o un libro.

Los días ya son de casi trece horas. Aún es invierno aunque no por mucho, solo un mes más. El cielo saturado en púrpura llama a volver. No conté las cuadras, pero no me amedrentan, es igual que siempre y en cualquier lugar. Hubo un tiempo en que una alarma interna me indicaba el punto sin retorno, pero eso fue hace mucho. Tanto que parece otra vida.

Pasa un chico en bicicleta por la esquina, levanta su mano y me saluda. Respondo alzando mi cabeza y con una sonrisa, como si fuésemos compañeros de tribuna en una cancha de fútbol, pero acá no nos separa ninguna multitud. Me hace bien que los chicos estén donde deben estar:afuera.Para chamuscados y vigilantes estamos nosotros. No hay casi nadie en la calle, el temor está aún muy fresco. De vez en cuando alguien se tilda y volvemos a tener otro suspendido. Pero acá no hay Patrullas y los dejamos estar. Sé de personas que se encargan de ellos, que velan por sus transcursos, pero desconozco qué hacen. Días como el de hoy no me sorprendería si el cielo se abriera y una mano omnipotente agregara otra pieza al Legoque me rodea. Suelto un resoplido suave y recuerdo aquella vez en el Bajo Belgrano, cuando en una de mis caminatas me crucé con Milena, cerca de 10 años después de nuestro último momento juntos ¿Por qué no nos paramos a charlar, a preguntarnos sobre nuestros caminos? No pudo haber sido porque yo estaba felizmente casado con aquella que di en nombrar mi primera mujer, no hubiera sido razón suficiente.Presentí un reconocimiento tácito, un destello, que bastó para una mirada furtiva y plena, cargada de palabras, sensaciones y sentimientos, todos imprudentes, de un tiempo sin retorno. ¿Y eso en cuánto, 3, 4, 5 segundos? ¿O la imaginación es tan capaz de manipular la realidad a su gusto? Ah, gran moldeador de historias, cuéntame un cuento camino de mi casa (más no enturbies mi atención).

 

El verano estaba pleno, rechoncho, habíamos dicho que iba a ser la última pasada, pero la verdad era que estábamos tan a gusto zanganeando por ahí que íbamos a extender el tiempo hasta lo que se nos permitiera. Y a vos te gustaba el perfume de los jazmines por la noche yyo me deleitaba sintiéndote tan adulta, aun siendo más joven que yo. Ya pasaría esa temporada y volveríamos al llano.

 

Sin embargo, las hojas empanadas de realidad de este libro son lo que me interesa ahora. Digamos: ¿qué si estoy caminando en bucle y la vista es solo un buen diseño, el paisaje son ceros y unos, el horizonte un punto de fuga móvil? En lo que a mí respecta, si estoy ligado a un pulso que dispara desde mi inconsciente una imaginería tan precisa, me da igual. Se que hay quienes preferirían una realidad en la que todo es  lucha, oscuridad, supervivencia... ¡qué egos más desmesurados, por favor! Tal vez sí me gustaría aprender a manejarlo a gusto y placer. Sí, claro. Y no correr riesgo alguno. Entonces, puede que el momento de escribir haya llegado. Tal vez haya estado escribiendo desde siempre. Fabulando.

Me río: hay mucho para regatear cuando uno vaga solo por las calles vacías.

Las luces del alumbrado se encienden con pereza, corren varias cuadras hacia abajo y luego ascienden: es la electricidad que pervierte el cruce de caminos de Don Ata. O de Robert Johnson. Esta es la forma en que la noche cobra vida. También van apareciendo sus hermanitas menores como luciérnagas dentro de las casas ¿Por cuánto tiempo seguirán encerrados? ¿O el temor les es tan familiar que no pueden dejarlo ir? ¿Siempre fue así? (¡Sí, sí!) ¿Es que no vamos a recuperar nunca la normalidad? Yo creo que nunca seremos capaces de hacer frente a ninguna situación inesperada.

Esos charquitos en el asfalto... me agacho y dejo que mi mano se hunda en el agua, para admirarme una vez más cuando la retiro seca.

 

 

––Entonces, ¿vas a decirme quién era?

Eli está sentada sobre un almohadón, envuelta en una de las frazadas que encontramos en el armario, y fumando uno de sus Gitanes (aquel que siempre parece el último).

––Tenía la buena data de que ese tipo, desde su remaldita carnicería, era uno de los más virulentos provocadores de El Pueblo. La NWO se hizo viral por él, aunque nunca supimos de dónde la sacó, porque un tipo tan corto no tiene posible acceso a la deep web. Ni soñar con la dark, ¿te lo imaginás con TOR y buscando sitios onion? Se lo plantó alguien. Eso es lo que me picaba. Pero bueno, muchos de los que pasaban por el mercado eran luego sus víctimas, tal vez solo por vestir o actuar de una manera determinada, o simplemente por no haberle caído en gracia. No te sorprendas de que el ataque a tu edificio se haya debido a tu pasada por la feria.

––Quiero pensar que no.

––Estás en tu derecho.

––¿Y fuiste a enfrentarlo sola? ¿Heroína?

––No seas pavote. Tenía la impresión equivocada de que al acusarlo ante todos, la gente iba a saltar en mi defensa. Otra ingenuidad.

––¿La cámara te la habían dado los de la Résistance?

––Sí. Pero solo la cámara, la grabación se hacía en otra parte.

––Me di cuenta.

––Yo yirabay filmaba. A veces me colaba en lugares imposibles,y nada más que por ese bichito investigador. Pero no era yo sola. Estaban Nico, Pau, Gabi…

Me siento su gemelo, pero de pronto dejo de sentirme escogido y único. Pregunto:

––Entonces me viste en esa esquina.

Eli cambia de posición, ahora recoge la otra pierna.

––¿Cuál esquina?

––Donde estaba la mujer suspendida: miraste en esa dirección.

––No me acuerdo.

––Pasaste, la enfocaste, seguiste tu ruta.

––…

––¿Y cuando escapaste del mercado? ¡Yo estaba ahí! ––Ya mi solipsismo es despreciable.

––No tenía tiempo de ver a nada; ya te dije cómo te conocí.

En ese momento Gosha pasa entre nosotros con su cola a modo de mástil. Huele uno de los almohadones y lo elige como colchón. Desde nuestro arribo mi mochila no es más su cuna. Ella también ama los cambios. Eli la acaricia; yo digo:

––Es una suerte que, al menos, hayamos encontrado estos almohadones en la despensita.

––Y que vos hayas sabido coser.

Sí, de muy chico había aprendido a zurcirme las medias y algún siete en un pantalón o remera. De más grande me había amigado con las roturas y rasgones en la ropa. Luego había buscado una costurera. Eli dice:

––Me enteré por algún viejo sabedor del barrio que acá vivía un matrimonio ya mayor, sin hijos.

––¿Mayor que quiénes?

––Qué ganso…

––¿Te dijo a qué se dedicaban?

––El tipo era tapicero.

––¿Y la mujer?

Se agacha en mi dirección con el índice frente a los labios.

––Dicen que leía la fortuna en las heces del inodoro.

Sonrío. Eli me pregunta:

––¿Sabés hacer una omelette?

 

 

Otra vez pierdo la cuenta de las cuadras. Pero no es solo eso,habremos dejado atrás el día del amigo hace… tal vez una semana, o un siglo ¿Es que acaso importa? No tengo noticias de nadie. Tampoco quise… no quiero saber sobre nada, no necesito volver atrás, no quiero molestar ni ser molestado, quiero que todo descanse en la urna,vuelto cenizas. Les rendiré culto a su debido momento, cuando sea. Desinstalé mi sistema de mensajería celular, me manejo con datos y solo conservo el chip con mi línea para un caso de necesidad extrema, o recargar. Dani me habría aplaudido de pie. De todas formas, mientras ese aparato cumplió su función como teléfono, nadie llamó. Solo algún mensaje de voz, anónimo. De mi familia soy el último y no pienso regresar a alguna de mis bases; no al menos por ahora. El tiempo me dirá qué hacer con el que fue mi departamento, aunque lo imagino vandalizado, tal vez tomado por alguna célula radical. O abandonado. A veces me pregunto qué habrá sido de todo, mis guitarras, mis pcs, mis archivos… ¿alguien disfrutará con eso? De ser así, firmo la cesión. De todas formas, el pasado inmediato me parece tan lejano como la infancia pre consciente. ¿Que si extraño algo? Mi colección de películas. Mi música. Puntualmente a Hitchcock y a Van der Graaf Generator, Peter Hammill. Mis libros, todos y cada uno. Pero ya aprendí que el artista es parte de la obra, y que la obra puede prescindir del artista. También que el volumen es independiente del peso específico.

Veo el nombre de la calle en la placa de la esquina y no es un reflejo, aunque algo me impide deletrearlo. Igual no le doy importancia y prosigo. Nado en líquido amniótico.

Mis paramnesias se han esfumado (¡aleluya!). Tal vez ya no sean necesarias, o yo haya pasado al fin del otro lado; a alguno de ellos. Con haber descargado ese peso que creí siempre necesario para ser yo mismo recuperé mi buen paso, y cualquier presión, cuestionamiento, duda, seguramente haya quedado (¿sido?) junto con la carga. Toda culpa, de ser tal, es pagada de maneras muy distintas a las que podemos aprender, concebir o imaginar, y las manos se ponen en el fuego solo si hay riesgo. De otra forma no tiene gracia.

Entonces no, no recuerdo particularmente el viaje de la huída hasta nuestro arribo.Fue la transición entre dos sueños donde, tal vez, haya ocurrido algo que en mi terquedad no quiero aceptar. Si me pedís que novele, viajamos abrazados y Gosha nos dio calor durmiendo sobre nosotros, pero eso es muy barato. Sí, tengo grabado un momento que sigue a nuestro descenso del camión, y que es tal como si los tres colores primarios que habían desaparecido por horas de grises hubieran vuelto a ensamblarse en una larga mirada. Una toma muy veloz reproducida a tempo normal. 240 cuadros en 30. Y ya todo es nuevo. Otra vez. No me quejo, al contrario, ¿quién nos garantizaba un mañana? Y henos aquí.

Oigo detonaciones. No muy lejos. Y sé que en todo sueño late una pesadilla.

Recuerdo al viejo Mel (que se llamaba Alfredo, pero yo lo había rebautizado por su parecido con Mel Brooks) en su cuartucho de Ecuador y Santa Fe. En su juventud, antes de yo haber nacido, había noviado con una de las tías de mi madre. Luego, en mi adolescencia y a pedido de esa tía que recién comenzaba con su enfermedad (que iba a llevársela demasiado rápido), yo había ido a buscarlo, y él, galantemente, había regresado a verla con flores y bombones. Más adelante, yo había tomado la costumbre de ir a visitarlo a su pensión para tomar una gaseosa acompañada de sus historias y anécdotas. Otro gran forjador de realidades. Admito que en los años de mi primer trabajo ––ahora yo también noviando–– lo dejé bastante de lado. Luego, cuando volví a pasar, el caserón ya había sido demolido, y nadie sabía algo de él.

La tía Carmen se había hundido en su dolencia y nunca algún médico supo explicar el por qué. Uno, soberbio, dijo que había sido a causa de una esclerosis múltiple e indeterminable. Otro, más romántico, que se debía a un gran dolor callado, no compartido. A mí, su muerte me golpeó duro. Y así fueron mi tristeza y su pérdida compañeros de luto por un largo tiempo. Y nunca se me ocurrió tratar de explicar los por qué.

Hoy, una realidad semejante a la del tío Mel es más palpable que en los diez o doce años precedentes. El maremoto de fin de siglo finalmente nos había arrastrado como desechos a la bancarrota, dejando un tendal de cadáveres tecnológicos que ni siquiera servirían como abono de la tierra para las generaciones futuras (todo lo contrario). Las últimas olas nos habían abandonado en la arena, boqueando como peces fuera del agua, en busca devolvernos anfibios. Cuando lo aconsejado hubiese sido no confiarse (y esto porque la gran mayoría nos habíamos vuelto semejantes sin desearlo), seguimos empecinados en perpetuar la misma regla que, complaciente y constructora del desmoronamiento, nos destetaba de manera impiadosa. Se debe salir del pozo despacio y con cautela. Luego, en el momento preciso, se da el salto. Así se corta el cable y uno sale disparado, evitando el desmoronamiento.

Pero basta de cháchara, que ya estoy frente a mi puerta.

 

 

––¿Mañana?

––Tempranito, como siempre.

Eli está viendo algo (vaya uno a saber qué) en su celular que aún es teléfono. No me mira. Dice:

––¿Querés que vaya con vos?

––Voy a salir tipo madrugada. Estoy repodrido de hacer cola. Si tenés ganas...

––Podemos ir en mi bici. No va a ser la primera vez que cargo con alguien. Y no creo que vos seas muy pesado. Físicamente, digo. Luego se ríe.

Apenas llegados e instalados, Eli, en una primera excursión de reconocimiento, había encontrado una vieja bicicleta de paseo (y de hombre) algo herrumbrada, en un baldío. Con muy poco de mis conocimientos de colegio y mucho de su escuela deportiva, la había vuelto a la vida, restaurada.

––Entonces aprovechá que ahora no cargás con nadie y fijate si encontrás marlo por ahí ––y antes de que me pregunte devuelvo abajo, al fleje––: es el corazón seco del choclo. Lo mejor para hacer fuego. El sueño del pirómano. Ya casi no nos quedan ramitas.

De madrugada salgo a eso de las cinco, caminando, en busca de ese nuevo lugar común a nuestras vidas. Llego mucho antes de la salida del sol.En una primera aproximación, el edificio me había parecido el de una vieja escuela. Y en efecto, debió haberlo sido en su tiempo. O un Registro Civil. Ya desde el primer día supe reconocer un escudo provincial en su frente, pero no pude distinguir su pertenencia, ni tampoco alguna de las inscripciones borroneadas. Ahora es un despacho más de una nueva coalición, esta local, tal vez de gobierno, de líderes desconocidos.Pero es ley, y parece inevitable para el hombre establecer un orden. Acá venimos muchos de nosotros para ver si hay algo por hacer, aunque no registro necesidades severas.Lo siento más un rebote de otra realidad que algo imperioso. Tampoco hace mella, entonces por qué buscarle vueltas.Será por ley positiva.

Hoy por hoy, aquel que conserva dinero solo lo usa eventualmente. Hacemos canjes a suerte o verdad con personajes que parecen ligados al mercado negro pero que, para ser cierto, no sabemos de donde vienen. Si fuese una situación posiblemente atada a un supuesto poder en las tinieblas, tampoco sería lícito enjuiciarla. Enroscarse en elucubraciones, al igual que en el pasado, no nos cambiaría en nada esto que vivimos. ¿Saberlo? Para mí no difiere de tomar conciencia del funcionamiento de todos mis órganos.

Mi dinero, aquel que ni recordaba en mi morral y bajo la panza de Gosha, aún está intacto. Imagino que gracias a mi dólar de la buena suerte, ese que conservo en mi billetera.

Hoy parece que hubiera venido hasta aquí mañana tras mañana tras mañana, desde los albores de la creación.

Ya son unos cuantos los que hacen fila esperando por que abran las puertas. Luego buscaremos qué mesa nos corresponde por aptitudes e intereses y veremos qué hay ––si hay–– para cada uno. Si no, volveremos a llenar las mismas planillas que pasarán a engordar los folios apolillados en esos arcaicos ficheros, que solo volverán a ser abiertos para una nueva provisión. Desde mi arribo no recuerdo haber tomado ningún puesto, o emprendido algo que no haya sido solo para nosotros. Pero sigo viniendo aquí. Esa parece mi asignación.

Comienza a amanecer y llega Eli, pedaleando. La cola ha crecido a mis espaldas, así que se acerca solo a saludarme y se ubica a un costado, sin formar parte.

De aquellos que siempre aparecemos conozco a unos pocos. De los que estamos hoy, a nadie. Las primeras veces no fuimos tantos y llegamos a hacer migas. Hoy ya somos una plebe. Me pregunto dónde estarán aquellos de los primeros días. Espero que contenidos. Al menos, bien. Aunque, si le doy una vuelta más,voy a reconocer que me importa un pito.

Siempre es así: lo que en un principio fue agua fresca para unos pocos ya se hizo caldo insípido para una masa. ¿No sería ya tiempo de emprenderla por otro lado? Me duele adelante, ahí debajo de mis costillas, a la izquierda... ¿el bazo? Pero ese dolor es una broma comparado con aquel que nace en el plexo y se expande a todo el torso. Decididamente, de no encontrar mi función hoy, voy a llenar la planilla por última vez y apuntar a otros rumbos.Veremos qué pasa. Creo que Eli está conforme, o contenta... aunque yo todavía no sepa nada sobre su día allá en la estación central. De paso y al oído: es un lugar que aún no conozco. Una vez quise pasar por allá, por ella, y no me dejó hacerlo. En eso fue terminante. Tal vez sea por eso que jamás camino en esa dirección.Igual, un día a la semana, ella me acompaña en mi búsqueda. No hay emociones por remarcar.

Me río para adentro. Es impensado, después de tanto tiempo (¡ya más de 15 años!),encontrarme remando en colas otra vez¿por trabajo? Vaya pregunta. Las necesidades hoy son otras, y muy diferentes. Aquellas primeras filas de mi juventud habían sido apenas independizado de mi familia, muy escaso de recursos, después de los inesperados fracasos a dúo con Milena y antes de encauzar ––al fin––mi carrera como músico. Igualmente, el desagrado del roce inevitable con la gente, el verme obligado a escuchar y responder las mismas preguntas de aburrido compromiso y solo por cortesía... las quejas de hoy podrían ser iguales a las de mis 18 años.Y aquello había sido justo a la mitad de mi vida. Una mitad que se irá corriendo hacia adelante con el paso del tiempo, pero siempre a mediocompás.

Para no pensar más en mí, me concentro en dos personajes que, aun separados por algún otro cuerpo, parecieran conformar una sola entidad. A ver: los dos son altos, pero ambos, respectivamente, afectan la postura de un enano y un gigante. Tienen el pelo algo cano y tupido, pero en una mirada rápida el primero parece al borde de la calvicie, mientras el segundo aparenta necesitar de un corte urgente. No están fuera de forma, no, pero uno transmite solidez mientras que el otro pareciera estar licuándose. Ambos están raspando el medio siglo ––eso parece––, pero mientras uno se muestra arcano, atávico, el otro emula a un adolescente que se ha negado a la adultez. Entonces imagino a uno como un escritor maldito y al otro… ¡sí, jajá!, un periodista. Lo extraño es que los siento imprescindibles uno para el otro. Y que, de rozarse, el equilibrio y la estructura del universo entero podrían verse seriamente comprometidos. Cuando disponga de tiempo voy a delinear un boceto sobre ellos. Lo podría llamar Un Dios Vindicativo. Sí.

Ya hace bastante que no tengo tabaco para armar. Alguna de esas mañanas de cola habría dado mis ahorros por un armado, pero ahora el tabaco ya no está a nuestro alcance, y lo que fuman los empedernidos de siempre son unas raras hierbas secas con un alto contenido de algún alcaloide similar a la nicotina, que, francamente, son espantosas.

Se abre la puerta y es el revuelo de siempre, empujones, gritos, arañazos y golpes. De pronto una mujer embarazada cae de espaldas delante de mí y ya no puedo soportarlo. Hay un grandullón que está abriéndose camino a merced de su fuerza, me acerco ciego de rabia y lo golpeo con todo lo que tengo. Retrocede algo aturdido pero no se cae, y yo creo haberme roto la mano. De pronto siento una explosión a la derecha de mi cabeza y solo veo una luz cegadora. Creo que estoy derivando hacia mi izquierda hasta que alguien me abraza. Ahí oigo la voz de Eli que me dice vámonos.

Sentado al cordón de una vereda recupero a gatas la visión. Mi oído sigue en brumas y chillando. Pregunto a Eli qué me pasó y me dice que me golpearon desde atrás con un pedazo de baldosa.Que deberíamos ir a la asistencia más cercana. Le pregunto si estoy lastimado al tiempo que tanteo mi mandíbula. Me dice que es solo una raspadura y un chichón, que seguro va a ponerse morado, pero que por dentro… ¿Y en la salita me van a hacer una tomografía? Luego ayuda a levantarme y, un brazo alrededor de mi cintura, la otra mano en la bici, salimos hacia donde pareciera que está nuestro hogar, dejando a espaldas una trifulca generalizada, de película de cowboys, de saloon.

 

 

Ahora está respondiendo mensajes desde su celular. Yo estoy sentado sobre la mesada, con una bolsa de nylon llena de hielo y envuelta en un repasador. Busco en mi antes teléfono ese maldito calendario que parece que desinstalé. Digo:

––No creo que imagines lo feliz que me siento alejado de las redes. Primero corté con las más bastas, luego abandoné hasta la mensajería.

––Sin embargo, y gracias a tus redes tan odiadas, conseguimos el televisor, nos mantenemos informados sobre cómo abastecernos, dónde puede haber otra oferta, si alguien fue atacado, o si alguno más entró en suspensión.

Tiene razón. Porque algunas cosas nunca cambian. Pero sigo pensando en que todos nuestros logros y vanaglorias nos llevaron a esto. Y no voy a dar mi alma a torcer.

A nuestro arribo, en medio de ese embotamiento, nos fueron dejando al paso por grupos, pero nunca nos dijeron qué sector nos correspondía. Luego cada célula tomó posesión de alguna de las casas abandonadas y de su contenido, y así comenzó la (nueva) vida. Ahora, entre los conocidos de una cierta confianza, se han conformado grupos de mensajería celular con los que unos a otros se mantienen alertas e informados.

––¿Algún nuevo ajusticiamiento?

––Un colgado más. Dicen que había salido a vagar ––me mira por debajo de sus lentes (que no recuerdo haber visto antes).

––Rumbo equivocado, supongo. ¿Y?

––Nada nuevo en el frente. Marchando. Son gente buena.

––Todos son iguales.

––Deberías dejar de hacer el ridículo enfrentándote al mundo entero.

Tiro el hielo en la bacha, casi con fastidio.

––¿Ahora también vos me sermoneás?

Eli baja su mano derecha junto con el celular y me toma de la barbilla con la zurda.

––No, gruñón.

(No se te van a caer los dientes por darme un beso.)

 

 

Mientras Eli hace nuestras compras, yo me subo al techo a improvisar alguna antena con un cable encontrado en la despensa y los alambres de un viejo tendedero desvencijado. Así obtengo la sintonía de algunas señales de aire en alta definición. De interés nulo, para variar. Pero vale porque eso me dice que hay una cabeza, aunque me sea invisible. Algo que, antes que tranquilizarme, me inquieta. Aunque no sepa por qué.

Entre lo poco de mobiliario que encontramos en la casa, destaqué desde un principio a la heladera a kerosén, pero por sobre todo a la cocina económica, no solo por su independencia de los combustibles fósiles y sus gases, sino también porque su calor es el equivalente de una buena estufa, y eso fue algo que en el invierno de nuestro contento agradecimos casi con aplausos. También supe que con muy poco podría revivir esa extensión de caños para obtener agua caliente, cosa que coroné improvisando una ducha en el lavadero. Igual, por ahora, calentamos agua y nos bañamos por turno parados sobre un fuentón, al frente de la económica, a resguardo y en la cocina. Me gustaría que lo hiciéramos juntos, pero hasta el momento Eli no se da por aludida.

Aparte de esos hallazgos, de los cacharros y algunos utensilios, de un colchón algo despanzurrado y sus mantas, nada más me sedujo. De haber encontrado solo una pequeña radio AM… pero en su lugar Eli consiguió un moderno televisor. Tenemos cajones por banquetas, pero el televisor es LCD y HD.

Su idea de una huerta en nuestro patio me parece más que válida. Por eso, ahora que lo recuerdo, con una lata vacía remuevo algo de tierra y veo que es humus, y del rico. Las lombrices se retuercen a rabiar y siento que debemos estar en plena Pampa Húmeda. También podría improvisar una parrillita en un costado; leña podemos conseguir sin molestarnos; carne… por qué no. Gosha ataca el montoncito removido y lo usa como baño. El sol en el medio del cielo sonríe. Yo le levanto mi pulgar. Luego me pongo firme, choco mis talones, le hago una venia. En broma. Por supuesto.

 

 

Estoy sentado en el suelo, recostado a una pared, sobre una frazada vieja que también me cubre las piernas. Estoy mirando la televisión en mute. Es un informativo, y la pantalla muestra una toma callejera que parece de la gran ciudad. Se ve parte de una plaza. Se observan corridas y gente que pelea. No se distinguen dos o más bandos, más bien parece un todos contra todos, que contradice a la regla no escrita que hace de la supervivencia del más apto un juego de jerarquías, de oficiales y soldados. Me asquea. Recorro el cuarto con la vista y vuelvo a decirme que no me gustan las paredes blancas, me resultan asépticas, estériles. Quisiera poder pintar, pero no dispongo de los materiales. Sí me gusta esa plataforma invertida en el techo que hace que la luz llene los espacios por reflexión, indirecta, agrisando en varios grados al blanco, respetando la privacidad de los rincones. Si no fuera porque es el único ambiente de la casa, habría jurado que este cuarto rectangular fue en su momento la recepción de algún consultorio médico. A la derecha del televisor se abre un pasillo que da a una cocina, despensa y lavadero, a un baño y a la puerta de entrada. Ya dije que no hay sillas ni mesa, solo cajones y estos almohadones recuperados, raídos e hilachentos. Y sobre una pared ––la derecha, la de la puerta al patio–– hay una sola foto, y es esa de una chica muy rubia y pelicorta, aura sumeria, cuello egipcio, junto a su bicicleta, con un trofeo en su mano izquierda y empilchada de ciclista. Sinceramente, Eli me gusta mucho, y el tiempo que pasamos juntos es el tiempo en que le encuentro un verdadero sentido a todo esto. Espero que no sea unilateral. Aunque ya llevamos un buen trecho juntos y nada ha pasado.

Entre los vivos, Gosha, a mi lado, bosteza y engancha una de sus manitas en la frazada. Me mira como si nada hubiera pasado. Se lengüetea la mano izquierda, luego la frota por su cara. Esa noche maldita en que los de la Résistance difundieron la señal por su nuevo canal de aire interfiriendo todos los aparatos de televisión, incluso aquellos en las marquesinas de la calle y que repiten solo publicidad en bucle, nosotros no fuimos testigos. Y no sé por qué jamás quise saber algo más sobre lo poco que me dijo Eli de quién o quiénes propiciaron nuestra huída. Tal vez me guste que ese sea su secreto. Tal vez solo sea capaz de amar (¿por qué uso esa palabra?) a una mujer con secretos (insondables). O, más acá, en nuestro terreno, que esté esperando a que ella me lo cuente por propia voluntad, tal vez como coronación de ese deseado momento glorioso en que hagamos el amor (o tengamos sexo, qué va). Volviendo: cuando pienso en que, de cierta manera, yo ayudé en el desarrollo de esa señal, me invade la náusea. Aun así, supongo que era algo de todas formas inevitable, tan ineludible como nuestra naturaleza. También me consuela el saber que la transmisión solo fue efectiva en aquellos con una cierta tendencia al prejuicio y la condena; esos que nunca habrían actuado por falsa prudencia o cobardía. También es cierto que los de El Pueblo ya habían cobrado dimensiones inesperadas… no, esa no es la expresión correcta: altamente peligrosas, y había sido preciso ponerles algún tipo de freno. Con el sacrificio de la masa se había conseguido esta lucha que estaba diezmando a la turba: El Pueblo, Las Patrullas y los ahora llamados Nuevos Dispensables, hijos dilectos de La Résistance. Voluntad y marabunta. Todos una misma especie, tan necesarios como un tiro en la cabeza. Enemigos sin necesidad de causa.

Y los generales en su búnker.

Si es que queda alguno.

Particularmente, creo que todo lo que nos ocurre ya es autónomo.

Recuerdo que hubo un primer momento ––y seguramente un día de aquellos––en quela idea de apostarme en el techo y disparar desde ahí a toda la creación supo sobrevolar y aterrizar en mis pensamientos, y no me resultó para nada disparatada. Pero cada vez que me dejaba llevar, guionándola desde mi aburrimiento, inevitablemente terminaba con Eli asomándose al sueño y destronándome de una realidad egocéntrica. Eli desde su lugar ubicuo. Eli indicándome esa nueva dependencia, y acompañándome a mi primera cola.

Ya dije que aprovisionarse hoy no asemeja ni de lejos a como cuando había estallado la depresión, pero todavía no parece que hubiera algún riesgo de desabastecimiento, al menos por estos lares. ¿Hasta cuándo? (¿Desde cuándo?) Aún no podemos hacer nada a favor de los Suspendidos. Solo han descubierto (y esto antes del pandemónium) que esa fijación, en contados casos, puede llegar a ser transitoria. Así que muchos de los que había encarcelado La Patrulla podrían haberse salvado de no haber caído en esa reclusión salvaje que hizo que la mayoría muera por frío o hacinamiento. Autoridades sanitarias no corruptas y enfrentadas a Las Patrullas, habían descubierto por accidente a un recuperado: una niña. La encontraron llorando, acurrucada entre cuerpos inertes y casi muerta de frío. Luego, cuando habían conseguido estabilizarla, y que se calmase y hablara, esa misma niña había contado que quería regresar al juego con sus amigos, como hasta entonces, y que lloraba porque no quería volver a estar entre la gente mala. Por supuesto que esa historia se volvió mito urbano en apenas días y ya nadie se atreve a aseverar su veracidad. Luego habían logrado aislar en condiciones proto-humanas a los que aún estaban en suspensión, recuperando a algunos de ellos. Nunca se dijo a cuántos, ni en qué estado. Solo supimos que, luego, la mayoría buscó escaparse o terminar con sus vidas. Igual, esto no consiguió que la coalición al gobierno pusiera un límite a Las Patrullas, que habían seguido haciendo a placer, aprovechándose de las tropelías de El Pueblo. La gente común continuó sin reacción, escudados tras las rejas, atentos a sus televisores. Y así la transmisión, emitida desde esa seductora nueva señal, luego de explotar en todos los receptores, se había encontrado con una tropa numerosa y fértil, pronta y dispuesta a todo, sin otra meta que la eliminación del otro, del diferente.

Me suena conocido.

En el teatro de la realización humana ––la televisión––, un helicóptero o dron ahora nos muestra una batalla en la terraza de un edificio. Todos quieren hacer caer al otro, algunos lo consiguen. Me pregunto si habrá algún inocente entre ellos, uno que luche por el solo sabor de la sangre, así sea la suya.

Apago el aparato y abro mi cuaderno de sueños; hace ya mucho que no apunto alguno. Y la verdad es que no los he tenido, o se me olvidan antes de lo esperado.

Eli entra a la habitación. Trae un cuenco con ensalada. Responde a mi gesto de ¿y eso? con otro que dice es lo que hay. Se sienta a mi lado, pone el pote entre los dos y me pasa un tenedor. Mira al televisor que apagué hace un instante.

––¿Nada para ver?

––Más de lo de siempre. Refritos de cocina, manualidades, algún oficio, todo como una rueda sin fin. Cada vez extraño más mi colección de películas.

––Otra vez con lo mismo. Cerrá la puerta, hacete a la idea de que ese pasado ya no está.

––Pero yo sigo de duelo ––suspiro––: ¿la calle?

––Bastante tranquila… al menos por acá.

––¿Alguna nueva? ¿Suspendidos?

––Acá y allá… siempre alguno se atranca, pero pareciera que cada vez son menos. Lo que haya sido o sea, ya no tiene la fuerza de al principio.

Principio, fin: qué palabras más graciosas. Desde que tengo la desgracia de utilizar mi razón, de esas dos palabras solo una tiene sentido. La otra… dejame ser inconsciente.

––¿Quién lo abastece ahora a Juano? Sé que al último lo saquearon por allá, al oeste, haciendo el reparto ––acompaño con un gesto de mi mano hacia afuera.

––Sí. Pero no eran ni de El Pueblo ni NDs. Fue gente común.

––Y que no mira la tv.

––Siempre existieron y van a existir…

Me da un beso. Mejilla. Dije haber perdido la cuenta exacta del tiempo que llevamos juntos. Aunque no sea tanto, creo que ya pasamos del mes. Lungo. También podría ser toda una vida, la eternidad o el día corriente. Sigo sintiendo que Eli por momentos se evapora, o que, al menos, está en un plano donde no puedo alcanzarla. Gosha también parece parte de ese todo que me rodea pero que no consigo abrazar.Ahora está frente a la puerta a mi derecha, la que da a nuestro patiecito, y su gesto es aquel de quiero ir al baño (en el departamento tenía su cajita con arena siempre al alcance). Salgo un momento al frío y miro al cielo. El silencio es de campo. Es para valorar una noche tan tranquila. No se oyen vecinos. No recuerdo si los tenemos por acá. Volvemos adentro y ella ha encendido un pequeño objeto que proyecta formas de luz a las paredes: me encanta. Ahora los tres estamos bañados por colores. Algo más salido de su Bolso de Pandora y, nuevamente, como hace ya muchísimo tiempo, siento que no preciso nada más. Eli vuelve a la cocina, echa algo más de leña de la pila a la económica; ¿vamos a necesitar otra frazada? Creo que no.

Entonces me recuesto, y ella enciende el televisor.

 

Camino entre escombros. Todo lo conocido y por conocer yace ahora en ruinas. Bajo mis pies, a mis costados, alzando la vista. Estoy donde fue el cruce de dos calles y me veo desde el extremo opuesto. El interior de casas y departamentos parece las entrañas de algún animal prehistórico que aún no se ha descompuesto. Me adentro en una de esas bestias evisceradas y me encuentro frente a algo que fue mío: una PC con la pantalla hecha trizas y el teclado a medio arrancar, dos guitarras, una despanzurrada y la otra partida en dos. Entre las piezas diseminadas como residuos por el piso hay un disco duro extraíble pisoteado, estallado, y algo que brilla en un rincón resulta ser ese viejo pendrive que supo ser mi primera copia de seguridad para lo esencial.Parece intacto. Y es que resulta muy difícil destruir algo tan pequeño. Lo levanto con dos dedos y, en efecto, está sano. Entonces lo conecto a un aparato portátil que llevo en mi cintura y que es algo así como un pequeño monitor y, casi de inmediato, comienzan a reproducirse fragmentos de mi vida registrados en video, pequeñas trazas de lo que alguna vez fue, los que ya han desaparecido, alguna vieja mascota, mi biblioteca y mis discos, un concierto allá en mi adolescencia, un beso robado, otro ofrecido y rechazado, una reunión familiar, los restos destrozados de un accidente, una bacha en la que estoy quemando fotos, una botella de vodka barato… la reproducción se detiene al tiempo que oigo ruidos y golpes muy cerca.Pero no sé de dónde vienen.

 

Entonces despierto y descubro que los ruidos son reales y vienen de la calle. Algo más acá: están golpeando a la puerta. Gritan. Más que gritar gruñen o graznan. Sé que quieren entrar. Siento que la chapa de la puerta a la calle cede y reacciona; solo defiende lo que su condición le permite. Me incorporo y Eli está sentada, las piernas en posición de loto, dándome la espalda y mirando al televisor. En la pantalla solo hay ruido blanco, y ese ruido la enmarca y la imagen me inquieta. Mucho más porque me asumo despierto. La tomo por los hombros y la sacudo pero no obtengo respuesta. Gosha se sobresalta. Hincha el lomo, clava sus cuatro patas en el almohadón, pero es incapaz de contener un bostezo. Me mira como siempre, pero muy alerta. Creo que la puerta está cediendo. Puedo sentir como se comba hacia adentro, hacia nosotros. Sacudo a Eli por los hombros una vez más pero no me responde. Entonces salto frente a ella y la veo con los ojos abiertos, pero su foco está en algún plano que no consigo ubicar. Sé que no puedo cargarla. Auguri. Me echo encima un pullover viejo que está a mi lado y salgo al patio buscando una vía de escape. Gosha sale conmigo, salta al tapial y se pierde por los techos. Bye. Buenas cazas. Al otro lado de la pared, tres metros más abajo, comienza un descampado. Nunca salí en esa dirección. Es el momento de arriesgar mi vida en orden de salvarme. Salto al pasto y corro en dirección opuesta a los invasores. Huyo hasta que doy con otro bosque (¿es que todo este bendito lugar está rodeado de árboles?) Pero acá se puede entrar, no hay canal que haga de barrera. Ahora sí que veo casi nada, en el apuro mi celular quedó allá atrás. Me adentro en el monte para eludir la persecución aunque parezca que no me han seguido, que ni saben hacia dónde huí. De a poco mis ojos se van acostumbrando a la penumbra y ya puedo distinguir las siluetas de los árboles. Unos pocos están marcados. Parece una marca hecha por el hombre: triángulos verdes de algún acrílico reflejan alarmados la luz tenue de la luna desde algunos troncos. ¿Representan flechas? ¿Alguna observación o advertencia? Comienzo a seguir las supuestas indicaciones una a otra y viene a mi memoria un laberinto de mi infancia, señalizado de la misma manera. También recuerdo que así se indicaba la salida. Camino y camino y caigo en la cuenta de que siempre fue igual. Siempre desandando un laberinto con muy diversas encrucijadas, jamás encontrando la salida. ¿Por qué iba a hallarla ahora? En un movimiento calculado y teatral de cansancio extremo me dejo caer de rodillas y agacho la cabeza. Un último acto. La soledad me hace pensar en el derecho inalienable a una muerte digna. No sé cuánto permanezco así, pero mi cuerpo empieza a entibiarse. Entonces abro los ojos y descubro que está amaneciendo, que el bosque termina ahí, y que luego se extiende un campo de grama muy verde hasta juntarse con el cielo. Me sorprende que la luz no me haga bizquear y que la sensación sea tan pero tan confortable. Doy apenas unos pasos, me paro de frente al sol ya despuntado, dejo caer mis brazos a ambos flancos y, tan relajado como me siento, lleno de paz, me quedo mirando fijo, sin pestañear, al horizonte.

 

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