Irremediable I - Vuelta a casa (Inhalar)
La historia no es más que una sucesión de sorpresas, y solo puede enseñarnos a estar preparados para una vez más.
Vuelta a casa
(Inhalar)
Es una tarde pesada y calurosa de verano en otro paseo turístico de la ciudad. En un rincón apartado un cuarteto callejero de free jazz toca, indiferente a todo. La guitarra y el bajo están descascarados, descoloridos, pero sus cuerdas brillan relucientes; la batería de dos cuerpos, hi-hat y un crash enorme que también hace las veces de ride, parece rescatada de alguna demolición o desastre urbano; el saxo tenor ya no es dorado pero desgarra cada nota desde su lengüeta. No es seguro apostar sobre las edades de quienes performan, sí decir que todos llevan ropas muy gastadas como alguna vez fuera moda entre el rock ascético o el punk, y que calzan gafas de sol de armazón gruesa. Algunos caminantes son curiosos y se acercan, pero la energía es tanta que solo dejan caer algún billete y retiran la mano, como si le dieran galletas a una fiera o sospecharan quemarse. Así, entre los músicos, unos pocos pesos juguetean por la brisa y con retraimiento. Entonces un trueno estalla y se desata la tormenta. El dinero vuela con el viento pero ellos siguen como si nada, enfrentados y posesos, sin prestar atención a algo que no corra por sus venas, y los elementos se hacen parte de su sesión.
Maxi no está a más de siete metros de esa esfera de cuatro ángulos, sin embargo no siente necesario ––o correcto–– hacer alguna foto. Algo le dice que no va a capturar el aura del momento, o que eso será insuficiente; que, como máximo, va a involucrarse en la manipulación de un posible recuerdo aún no establecido. Él consiente agregando que perpetuarse en una imagen es en vano y que todos los retratos representan a su Dorian Gray. Algo asiente; luego se encoje de hombros y vuelve a sus mazmorras.
Ah: alguien le dijo alguna vez que no es cierto que toda su vida vaya a pasar frente a sus ojos en el momento de morir; o que no es exactamente así. Y él lo cree. Pero, tan solo… supongamos que existiese una remotísima posibilidad y la muerte llegara a presentarse de esa forma, sería algo imposible de soportar, convirtiéndose en el bulk dump sin filtro del infierno tan temido, así hayas sido todo un santo. Cabe entonces pensar en que después de tal atrocidad alcanzar la paz sea altamente probable. Por eso, ante tamaña circunstancia, que el documento no sea corte del Director, sino del Actor.
En solo unos minutos la temperatura ha bajado varios grados. Los tipos recogen algunos billetes mojados que no han conseguido escapar, enfundan sus instrumentos y parten por una de las cortadas laterales, eso le dice a Maxi que son del barrio. Por un tiempo él también lo fue, pero hoy ya es el futuro de aquel momento y todo es muy, pero muy diferente.
Después de la lluvia la humedad es alta, pero la polinización se ha vuelto moderada.
La tormenta corre enloquecida hacia el río y ahí se reagrupa, parece ordenarse, recobrar carácter y formar líneas para volver a embestir. No es lógico. Pero hoy también es arriesgado apoyarse en aquello que supo ser obvio, natural, físico. Maxi bien sabe de las licencias meteorológicas que otorga el mar, aunque por acá el agua todavía sea dulce, pero también ha visto ocurrir transformaciones inexplicables con el progreso séptico del tiempo; por eso ante la traición ya no pronostica.
Decide entrar en uno de los bares a tomar algo pero todos están de bote a bote ¿no es el momento de disfrutar de la calle para él solo? Sin embargo, tuerce en la esquina camino del viejo campito de fútbol para descubrir que el club que hace años frecuentaba ahora es otra casa más de antigüedades; una más donde abundan todos esos objetos que reconoce de su primera infancia, la preescolar, y que en su casa materna fueron a parar a la basura antes de que él se hiciera adolescente: sifones de vidrio verdes y azules, pingüinos y caroceros, porta servilletas y cubiertos, centros de mesa tan bizarros como ridículos; eso sí: todo a valores exorbitantes. En su familia habían sido la herencia de unos años en que los cambios estéticos se empeñaban en bosquejar el porvenir sin haber despegado del pasado, ni de H.G. Wells o Jules Verne; de ahí las formas oblongas, los colores chillones, inviable practicidad arrebatada a un futuro menos Bauhaus y más Los Supersónicos. ¿Qué lleva a la gente de hoy a comprarlos? ¿Puro esnobismo? ¿Necesidad de acopio? ¿Qué tapan haciéndolo?; engaños y recuerdos curiosamente parecidos a los engaños. Luego: ¿Qué habría pasado con él de haber conservado todos esos objetos innecesarios? Tal vez los habría malvendido. Pero eso es algo que no ocurrió, ergo, no puede saberlo. Es irrelevante. Resaca.
Escupe. El aire huele a podrido.
En esa etapa de su vida solía quedarse mirando a un punto de luz en la oscuridad hasta que este se deformaba, ardía, cobraba vida; entonces cerraba sus ojos y lo guardaba en su mente, junto a su colección de colores inexistentes en la naturaleza. Otro químico desconocido que puede dispararse a voluntad. Tal vez otra proteína.
Así, por ese pasado que hoy se revende como excéntrico, se asoma a su crecimiento y se reconoce ahí sin una imagen paterna, pero sí con esa madre abrasadora que deposita en él todos sus sueños y esperanzas, todo lo que ella ya no va a ser y que él deberá alcanzar y superar, de manera infalible; así ella podrá presentar eso que llama su obra más perfecta a su familia y amigas, para que vean que al fin lo ha conseguido, que ha alcanzado el éxito sin condenar a su hijo a la homosexualidad edípica. Pero para eso, para que su empresa como madre no exhiba mácula, no puede permitirse el más mínimo desliz, la más insignificante distracción. Tanto que, cuando su obra maestra comienza a mostrarse algo disperso en sus estudios y más enfocado a lo lúdico, la ficción, el cine y la música, se ve obligada a rectificar de inmediato esa falla inadmisible:
Deaner 100® (dimetilaminoetanol)
Para niños perturbados emocionalmente. Anti depresivo.
Ofrece un alivio en la depresión, estados de fatiga, falta de concentración y muchas otras perturbaciones emotivas. Su efectividad psicológica como seguro estimulante del SNC, conduce a una mejor capacidad de concentración incrementando la energía, el sueño breve y reparador, mejorando el carácter.
Deaner 100® actúa gradual y gentilmente, y sus resultados no causan pérdida del apetito o taquicardia, aunque sus efectos colaterales adversos pueden variar según el paciente, desde manchas en la piel, y urticaria hasta mareos, confusión, ataques de pánico y asma.
Entonces él comienza a perder el cabello a mechones y, aún cuando es un niño, ya puede verse su cuero brilloso a través de la pelambre. Al mismo tiempo, desarrolla un tipo particular de apnea nocturna que lo lleva a emitir sonidos extraños junto con su respiración bucal. Una de las amigas de su madre comenta que seguramente es alérgico1, y que las alergias no tratadas derivan en asma, ante lo cual su madre lo lleva a un médico especializado en la materia, que lo somete a un tratamiento de corticoides que se extiende por todo un año.
Cortisona, Hidrocortisona, Prednisona.
Útiles en el tratamiento de muchas afecciones como las erupciones, alergias, asma, así también como controladores del sistema inmunitario, metabolismo y catabolismo, niveles electrolíticos en el plasma y respuestas frente al estrés.
Se difunden través de las membranas celulares formando complejos con receptores citoplasmáticos específicos, penetrando al núcleo de la célula y uniéndose al ADN, estimulando la transcripción del ácido ribonucleico mensajero (ARNm) y la posterior síntesis de encimas. Activan el metabolismo proteico, aceleran la síntesis de glucosa y movilizan los depósitos grasos.
Su uso prolongado y sin estrictos controles puede provocar tensión arterial alta, glaucoma, retención de líquidos, así como alteraciones en el humor, la memoria y el comportamiento. También puede afectar al desarrollo normal del crecimiento y, en raras ocasiones, puede provocar confusión o delirio.
Ya en la adolescencia, algunos problemas glandulares residuales de ese tratamiento prolongado, lo obligan a equilibrar la pérdida de cartílago en sus huesos con una nueva medicación que promete que su crecimiento se completará como es debido.
Levotrín 750. (Levotiroxina, Leotironina.)
Terapéutica de reemplazo de las hormonas tiroideas naturales bloqueadas por corticoides. Terapéutica supresora de la Tirotrofina (TSH) para tratamiento de distintos tipos de bocio mediante un incremento veloz del metabolismo.
Puede causar diarrea, nerviosismo, taquicardia, insomnio, temblores. Se debe tener en cuenta que su efecto es acumulativo y que la sintomatología adversa no controlada puede extenderse por períodos aún no establecidos, degenerando en el paciente una cardiomiopatía perdurable.
Efectivamente así ocurre, y queda marcado hasta hoy por una frecuencia sinusal permanente de más de 90 pulsaciones por minuto, en reposo. Por eso ahora se sienta en un desnivel al lado de uno de los arcos de ese potrero de cemento y regula su respiración. Aunque no lo quiera, siempre está herido de recuerdos, y eso, algunas veces, lo altera. Y aunque esa madre hoy sea un presente que lo empapa de tristeza, sabe que solo le está permitido comprender, y que entender para perdonar aún no está a su alcance.
Entonces desearía mantener una charla con un objeto inanimado. O un animal, un insecto, un carcinoma; sin embargo vuelve atrás, y ya está frente a la puerta de hierro del patio en casa materna, que sabe que ha aceitado hace poco, y que una vez más lo desafía con su chirrido. Ve que su madre, en la cocina, alza la cara abriendo los ojos. Está sentada en su viejo sillón de un cuerpo que ha hecho llevar a la cocina, y, como ocurre en la mayor parte de su día, parece haber estado semi dormida. Lo mira como si él fuese una parte de su sueño y ella no supiera despertarse. Pero su atención se dispersa y posa la mirada en la cocina, que usa para calefacción; las cuatro hornallas están encendidas y ella no emite una palabra.
––¿Cómo esperás descansar a la noche si te pasás todo el día cabeceando?
La respuesta que resuena en sus oídos es siempre la misma. Bien podría decir que es un eco, una herencia indeseada.
––No estaba dormida.
La respuesta que resuena en sus oídos es siempre la misma. Bien podría decir que es un eco, una herencia indeseada.
––No estaba dormida.
La imagen es ahora de la vieja mesa redonda de aglomerado y fórmica, ahí donde están desparramados todos sus frascos y cajas de medicamentos, una hoja de anotador médico con sus instrucciones ilegibles, un florero de vidrio con agua verdosa, un vaso mal lavado, varias revistas de crucigramas, un bolígrafo y una escuadra; ahora también un box de cigarrillos, gafas de sol, un cenicero sucio y una taza para el café: el recordatorio irrefutable de que en este acto él es también parte de la escena.
Le pregunta si quiere algo y ella lo mira con ojos velados. Esa es la imagen que hace que sus visitas sean cada vez más espaciadas, dolorosas.
Se ve a sí mismo mientras lava taza y vaso, repasa los platos y la mesada, para que la pregunta en off de un tercero ausente se desvanezca así como se corporizó:
––¿No te da miedo que esté sola?
Pero miedo no es la palabra correcta, ni por asomo. Aunque para este caso aplique.
A través de los velos de su cavilación en la imagen onírica, ve como su madre hace un movimiento en el sillón, como si se sintiera incómoda. Entonces se zambulle en la recreación y ya está con ella, la alza apenas un poco y, con sumo cuidado, reacomoda sus almohadones. Devuelta a su lugar, Maxi traduce su gesto como un así está mejor. Luego se sienta frente a ella: esa figura frágil, reseca, que supo de tareas agobiantes y jornadas interminables, que, al fin, parece reclamar en silencio su descanso.
Y el sol del presente, tormentoso, de atardecer, de día de verano, se vuelve el del pasado, tímido y de invierno, que se aferra al marco superior de la ventana en la cocina cuando el reloj aún no ha llegado a las nueve de la mañana. Él lo ve así como siente el peso de los dos y la escena. Y se pregunta por qué regresa una vez más, qué hace de nuevo ahí. Se responde que, en cierta forma, ella nunca lo dejó ir… si tan solo le acercara el encendedor para ver si reacciona... pero borra de un plumazo la charada de su mente con una sonrisa amarga. Por obra del tiempo transcurrido para su regreso a ella, realmente no puede imaginar en qué estado se encuentra su SNC después de tantos años de drogas y medicaciones; por un momento, siente una pena enorme, un fuerte dolor en el pecho.
Le dice:
––En un rato cruzo y encargo comida así almorzamos y parto; tengo trabajo por la tarde, y cosas que hacer al mediodía.
Y no siente haber realmente hablado, pero siempre es igual; solo sabe que de esa forma podrá supervisar que ella se alimente y apaciguar a su consciencia. También conoce la respuesta.
––No tengo hambre.
Entonces es el momento de recitar la última línea, la movida que traba el juego y hace inevitable ir a tablas.
––El hambre ya te va a llegar. Aprovechá que estoy y comemos juntos.
Silencio.
Le parece que ella otra vez vaga por su memoria atemporal, anclada allá a lo lejos, en su infancia. O sabe que el juego es siempre el mismo. Y lo conoce tan bien que ya no quiere participar.
––Voy a encargar la comida.
Las luces se encienden de a poco, y el cielo se vuelve de un azul tan compacto que siente que podría colgarse de ahí. De hecho, las primeras estrellas que comienzan a pestañear con los vapores de la tierra parecen gemas sembradas para que alguno las recoja. Ya perdieron ese significado invaluable que les daba ser la guía del viajero sin brújula, y bien sabe que son indiferentes al sino de las personas; a lo sumo, algunas veces, podrán bromear. Mira a la Cruz del Sur: sabe que si traza una recta oblicua entre las dos estrellas más distantes, al tocar el horizonte se encontrará verticalmente sobre el centro del casquete antártico, al pie del eje del planeta… ¿o es la línea que se traza sobre las otras dos? Y aquí va otra broma, otro misterio para el no docto: tanto la Cruz del Sur cuánto las estrellas que la preceden, a los ojos de un observador desde su Norte parecerán estar mudándose hacia el amanecer. Esto es fácilmente explicable, pero no para él. Por eso siempre las observa hacer su camino, fascinado. Alza su mano derecha y mide sus desplazamientos palmo a palmo. Luego elige un punto de referencia (ese mástil viene perfecto) y hace tres fotos, con espacio de un minuto entre una y otra; solo un poquito más del tiempo que le lleva reenviárselas a Berta, su amiga y compañera. Al rato, ella le responde con un corazón rojo que late y dice ¡Te Amo!; seguramente ni ha visto aquello que él le cuenta. Y no hace falta que así sea.
Desde un buen tiempo atrás, cada vez que su mente se desboca, busca fijar su atención en algún objeto cercano y trata de describirlo, asirlo, primero en su forma, luego por su color, superficie, piensa en cuál será su temperatura y qué podrá experimentar con su contacto; todo hasta que se encuentra una vez más frente a aquello de lo que busca escapar y que es inevitable, reiterativo, agotador.
––Yo hago viajes astrales.
Pero ocurrió que a aquel amigo, para el momento de esa expresión ya devenido en falso profeta, se le veían claramente los hilos y costuras, y era un hecho que muy poco de lo que le dijera podría volver a seducirlo como un tiempo atrás. Sabía que su vuelco hacia la vida del alma no tenía nada que ver con la espiritualidad. Podía concederle el derecho de la búsqueda o un hambre cierta, pero saltaba a la vista que era un oscuro descubrimiento fortuito el que lo había llevado a valerse sin el menor prurito de las debilidades ajenas, como un Henry Miller demoníaco que ha vendido su pluma a cambio de una vianda sustanciosa y a perpetuidad, algo que Maxi no dudaría entonces en señalar como canibalismo espiritual.
Así, al instante de desilusionarse, supo que estaba admitiendo que su inteligencia había sido burlada e insultada, y eso se volvió el caldero a fuego lento de su furia. Luego, desde aquel momento desgraciado en que la imagen seductora en la penumbra se había vuelto espantapájaros a la luz de la verdad, el tiempo hacia la ruptura había latido como una vida por nacer. Es una dura verdad que el final fue un acto violento y compulsivo, tal vez indigno de él, pero por igual muy necesario, ya que la relación había caído por un plano inclinado descendente, uniformemente acelerado; como una vida madura camino de la vejez. Sí, hoy aceptaba que su ayer amigo tal vez tuviese aptitud para meditar sobriamente, y que sus clases de yoga fueran serias y eficaces, porque lo conocía capaz y sensible desde sus aventuras estéticas y artísticas de juventud. Pero esas épocas en las cuales muchas veces se habían ayudado a los tumbos para encontrar la cerradura de una puerta, o habían dormido en algún recoveco apestoso o, simplemente, se habían desmayado aniquilados por la ginebra y el tabaco después de alguna catarata de Herzog o Fassbinder, ya habían proscrito, y ese ideal hoy estaba desvanecido. Su lugar lo ocupó ese falso santo fríamente calculado y que se vale de todos, siempre al acecho, en la confección de ese marco que le permitirá aceptar a gusto la dádiva como un merecimiento, tal vez incapaz de darse cuenta de que lo que alguna vez fueron palabras de luz (o simple amenidad inteligente) hoy no son más que retórica, repeticiones que solo pueden atrapar al desprevenido; siempre en flotación, asido a un pasado que parasita con el entorno y se nutre de su ignorancia.
Maxi ha perdido ya todo respeto por este hoy personaje que le debe a él (¿y a cuántos más?) demasiado, ya sea desde lo material, lo espiritual o lo afectivo.
¿Se había sobrepuesto?
No hay repregunta que funcione.
Ahí está, otra vez sin respuestas.
Maxi sabe bien que en sus momentos exclusivos ––esos que vive consigo y que también alcanzan a sus paseos en tiempo libre, sus tardes de cine, sus mañanas de lectura o su trasnochar junto a un vino––, su mente se vuelve permeable y él puede vagar casi a su antojo por todos los sitios que le están permitidos, y que no lo liga un cordón de plata porque no necesita abandonar su cuerpo, ni abandonarse. Ya se ha dado por vencido en sus intentos de vaciar la mente, ponerla en blanco (aunque él se incline por un gris de tono magro), sabe que no está a su alcance. Demasiado ha logrado controlando aquello que con el tiempo pasó a llamar sus simulacros isquémicos, a pesar de que aún al presente, inesperados, se las ingenien para reaparecer y golpearlo por la nuca y hacer que todo el plano de la creación descienda un puñado de centímetros delante de sus ojos y en una fracción minúscula de tiempo. Igualmente, casi vencido el trauma ya no se auto medica.
Alplax 2mg. (Alprazolam)
Indicado para ansiedad generalizada, trastornos por angustia o depresión. Con o sin agorafobia. Ejerce su efecto sobre el SNC por unión a sus receptores estero–específicos. Posee propiedades ansiolíticas, hipnóticas, relajantes musculares y anticonvulsivas, así como acciones específicas en casos de angustia.
Puede producir: dependencia física y psíquica, insomnio por rebote, ansiedad; amnesia anterógrada, reacciones psiquiátricas y paradójicas. Se recomienda suma precaución en pacientes con trastornos de angustia, depresiones graves o tendencia al suicidio. También ante casos de alcoholismo o insuficiencia hepática.
Las reacciones adversas incluyen depresión, sedación, somnolencia, ataxia, disartria, mareos, cefalea, estreñimiento, fatiga e irritabilidad.
Y si bien todavía la escena ostenta el poder de volverse eventualmente bidimensional, sin profundidad alguna, y él (aún, a veces,) se sienta flotar junto con sus pasos, ya no entra en pánico, su respiración y pulso permanecen dentro de parámetros casi normales (para él) y no dislocan su razonamiento. Y ya conoce muy bien a sus viejas Némesis y se ha preocupado en proteger sus talones de Aquiles; a los nuevos escarceos de su mente (o del gran bromista) solo los registra luego de exhaustivas contrapruebas.
Entonces…
La tormenta se ha quedado sobre el río; brama, cocea, se revuelve, pero no ataca. En tierra firme la temperatura vuelve a ser la normal para este tiempo y la bienvenida noche se hace gomosa, mientras al este el cielo es de espuma de algodón, eléctrico. A tiempo, las siluetas de las últimas sombras sobre la tierra se proyectan hacia el agua y las luces de la calle abren bien sus ojos. Desde las veredas, las ventanas parecen bostezarle a la noche. No le interesa saber la hora, pero saca el teléfono de su bolsillo en un automatismo que sabe colectivo, impropio. Un número privado lo ha llamado dos veces, y esas llamadas están perdidas; no hay mensajes en el buzón de voz. Se fija en la configuración de sonido pero está igual que siempre, timbrar y vibrar. Tampoco puede devolverlas porque son anónimas: que la chupe.
Deja atrás el paseo y se interna en el barrio, siempre por el medio de la calzada, así como Roma le enseñó en su tiempo, para su seguridad. Sabe de una pizzería al paso a dos o tres cuadras hacia el frente, luego piensa que ya han pasado veinte años entre esos días y hoy, que ella es también otro recuerdo entre tantos, y que, de cruzarse ambos ahora en alguna esquina cercana tal vez ni se reconocerían. Pero el barrio está igual, es uno de esos lugares que con el fin del mundo van a perecer impertérritos, como el Coliseo o la Acrópolis o el Kremlin de Moscú, aunque en este caso en particular, su historia pertenezca a los migrantes y en gran parte al siglo XX.
Conoció a Roma cuando el turismo era su vocación y estudiaba para volverse Guía. Tal vez el contraste entre ambos había hecho precisamente que esa conjunción fuera notable: una morena portentosa junto un rubito blanco y delgado. Y quedaba claro que a ella no le importaba ser unos centímetros más alta, ni a él ser un palmo más bajo.
Entonces había conocido el barrio profundo cuando, en medio de una excursión de estudios, Roma lo había llevado calles adentro, fuera del circuito. Al poco tiempo y gracias a ella, había dejado de ser un extraño para volverse casi un nativo más. Y había sido también ella quien lo había puesto de cara a su primera vivienda propia; ahí nomás, dos cuadras a la izquierda, había comenzado su independencia del aura materna, al lado de un amigo. En esa esquina había funcionado tiempo atrás un almacén de barrio. Para suerte de los dos, por herejía de la recesión, el local había sido alquilado para vivienda sin el consabido pago de un fondo de comercio. Con las (por entonces sin uso) estanterías metálicas habían separado el ambiente en tres espacios: dos a los extremos, a la manera de dormitorios, y uno al centro en común, para él y su antiguo compañero del colegio secundario, por entonces ladero de ruta. Esas babeles de chapa cumplían la triple función de armarios, alacenas y repisas; Maxi no había dudado ni un instante en trasladar su discoteca de vinilos de la casa de su madre hacia ahí, donde también ahora lucía su hermano equipo de audio de alta fidelidad. El baño quedaba justo al fondo, a la mitad de los ambientes concebidos, y a un costado reposaba el anafe de dos hornallas, conectado a una garrafita de tres kilos, ambos herencia de su abuela.
Entonces la pizzería deberá estar…
Cruza la vía de trocha angosta y sí, a su derecha e igual que a principio del siglo, ahí está. Es un garaje abierto, con un horno al fondo y mostrador a la vereda por donde, igual que ayer, un muchacho entrega los pedidos a sus clientes. A un lado del horno, espejo de aquel donde se apilan las cajas, hay una pizza cortada e incompleta; luego siguen vendiendo porciones sueltas y al paso. Pide un par para ir comiendo al tiempo que anda. Mientras el muchacho corta y las apoya sobre una base de cartón, no puede evitar ver hacia donde fue su refugio, pero no piensa pasar por ahí, está por un instante en modo presente y le gustaría permanecer así. Entonces paga, toma un puñado de servilletas y se va en dirección de la avenida y los colectivos. Tal como antes, mastica al ritmo de sus pasos.
Rumia.
¿Por qué no quiso ser parte activa en la compra del auto con Natalia? Pudo haber aprendido a manejar y, seguramente, hoy tendría alguna movilidad propia. Se contesta que en ese momento le había parecido innecesario, como tantos otros llamados (por él) convencionalismos, y más aún cuando ella se mostraba tan decidida a hacerse cargo de lo que él pronto llamaría Nuestro Hijo Bobo.
Saliendo a la avenida piensa en que ella nunca habría podido vivir, como él sí, en ese barrio. O en alguna otra parte que no hubiera estado en la zona Norte. ¿Eso le otorgaba alguna ventaja? Absolutamente ninguna. Solo que le gustaba sentirse más un sobreviviente, un carácter adaptable, ubicuo, compatible con diversos escenarios y obras, capaz de habitar en el Sahara, Manhattan o la Atlántida, mientras que ella necesitaba del confort, televisión satelital, wifi (hoy también, seguramente, streaming y toda plataforma de entretenimiento perfectamente concebida para que uno siga creyendo que elige y que es independiente), una cochera y balcón al parque. Él siempre detestó a los departamentos.
Traga el último bocado, se limpia la boca y luego las manos, busca un cesto donde tirar las servilletas engrasadas, no encuentra alguno, y los que aparecen a su paso están rotos. Luego descarta directamente en un contenedor de basura. Ahí el semáforo abre y desboca una nueva ola de tránsito. De cada cinco, tres son similares. Pero solo en partes; nunca la simetría es perfecta; ni en el espejo más pulido.
Vuelve a Natalia porque quiere ser justo: no había sido siempre así. Cuando ella tomó la decisión de arrancarlo de los brazos de Roma ––lo cual es solo una forma de decir, porque Roma jamás lo tuvo aferrado––, era una chica de lo más extrovertida y para nada acartonada o convencional, algo que lo habría repelido al instante. El primer encuentro casual se dio en una fiesta de esas que Víctor, maestro de pintura y amigo de Roma, acostumbraba a dar en su atelier, cuando quería somatizar nuevas historias sin alejarse de su fuente de poder. Ella formaba parte de un grupo satélite de sus alumnos que, a cambio de mantenerlo abastecido siempre con nuevos ecosistemas sustentables, ganaban el derecho tácito de hacerse acreedores a ciertos permisos especiales. Desde un primer momento, Natalia había hecho con inteligencia el trabajo necesario para robarse la atención de Maxi que estaba, como siempre, dentro de la zona de exclusión delimitada alrededor de su pareja. Roma, parada a sus espaldas, con los brazos echados al cuello de él y las manos tomadas sobre su pecho, parecía reinar indiferente a todo.
––Hmm… debés ser muy especial para no ser artista y que Víctor te tenga en su círculo. Me pregunto qué será… pero no es necesario que lo sepa… ahora. No, por ahora no.
Maxi apenas conocía a Víctor, pero parecía haberle caído bien, y sabía del respeto que Roma le profesaba, por lo tanto, su primera impresión sobre el otro quedaba descartada, nula.
Hoy se pregunta si habrá sido solo por su función de pareja de una amiga. ¿Importa? De regreso;
Natalia, después de su presentación, había seguido su camino tal como si ellos se hubiesen vuelto parte del decorado, con altura y muy sobria; solo convenientemente achispada. Él piensa hoy que, de haber permanecido junto a ellos, se habría visto empequeñecida por el portento de su pareja. Aunque, a pesar de ser la típica pelirroja atractiva que-todo-lo-tiene, había en ella algo más aún que no atinaba a develar.
Roma, que había estudiado descuidadamente su reacción, le había dicho:
––Te gusta. Te conozco, y te gusta.
A lo que él había respondido con un
––En todo caso le gustará a mi ego.
Pero los dos supieron que no era así.
Luego no le había tomado mucho tiempo dejarse caer hacia Natalia para ser fagocitado. Roma, casi como una hermana mayor, lo había dejado hacer, sin provocar escena alguna. Cuando finalmente él dejaba el barrio para instalarse junto a la otra en, por entonces, su departamento frente al Parque Las Heras, ya llevaban un par de meses sin verse.
No sabe por qué, pero de pronto se le ha hecho un nudo en la garganta y siente que querría ver a Roma ya mismo, más no sea cruzando la calle, así pasase frente a él sin notar su presencia. Como consuelo de zonzo, apunta en su memoria hacer una búsqueda por redes sociales para, de ser posible, añadirla a sus contactos. ¿Y si se ha casado y tiene seis hijos? Luego, de inmediato, ¿por qué no habría podido ocurrir algo así y en qué cambiaría a su actualidad?
Pero su mente de hoy es muy volátil, y ya está de vuelta con esa primera Natalia que lo embelesó; la artista, otra heredera (¿sine qua non?), de pasar suelto y ligero, que en esos prometedores primeros tiempos acostumbraba a regresar de la calle con un montón de objetos abandonados, descartados y en desuso, para luego reciclarlos y darles otra vida; lo mismo que parecía haber hecho con él. Los domingos por la tarde vendía sus acuarelas, témperas y óleos en la Recoleta, y, al parecer de Maxi, lo hacía en gran parte gracias a su magnetismo, aunque en la opinión inextricable de Víctor, los trabajos seriales de Natalia eran decorativamente excelentes. Y su gusto se extendía en muchas direcciones y planos, halagando y sorprendiendo con su ubicuidad, tal como había ocurrido para su primer cumpleaños junto a ella. Durante todo el día, Nati no había dicho una sola palabra, ergo, él ni soñaba con abrir la boca. Había pasado la mayor parte de esa tarde pintando, y lo llamaba o le acercaba eso que estaba haciendo para tener su opinión; entonces Maxi se preguntaba si ese iba a ser su presente de cumpleaños. Grande fue su sorpresa cuando ella salió de la habitación con un envoltorio de papel madera en la mano, del tamaño y forma de un sobre de long-play. Y, me cacho, eso era. Amante de su discoteca, su invaluable colección, Maxi rompió el papel y se encontró ante una joya de la que solo conocía su existencia, pero que contemplaba por primera vez. Levantó su mirada y se cruzó con la de ella, que entonces se mostraba tanto o más ansiosa.
––¿Lo conocías?
––¡No… Sí!... o sea…
––Vamos a escucharlo.
Un bombo de pie se abría paso cabalgando sincopado entre una jalea de ruidos urbanos, acompañado de un tecleado en código Morse, para caer, luego de un rulo partido, en la base de un arpegio tético con resabios del McLaughlin más cercano al rock. Luego, la melodía vocal fue enarmónica pero predecible, no por eso vacua, quinta disminuida entre segunda y cuarta notas, hasta un freno ahora sí inesperado para una frase completa de once pulsos, acentuada solo en el primer golpe a tierra, luego una metralla fantástica en sucesión de contratiempos, música de tacho. Ambos se miraron.
––¡Me mata! ––dice él.
––¡Uau-u-u-u! ––canta ella.
Entonces se ponen a caminar moviendo el cuello como garzas, marcando a derecha e izquierda los acentos con su cabeza. Bailan y, en el onceavo pulso, saltan sobre el mismo pie.
Luego del fade, sobreviene una secuencia del sintetizador en tres acordes con dientes de sierra, misma nota de canto, bloque de cinco notas en clúster descendente por semitonos, tres pares rítmicos y ¡pa-PÚM! la batería entrando una vez más en anacrusa junto al bajo y la guitarra: jazz del bueno, con carne de rock. Ahora los dos cabecean a tempo de negra=120 con los cuernos de Ronnie James Dio (o del tío Ozzy) en sus manos derechas y cabeceando hacia el piso hasta el descenso, donde un cello anuncia la fragilidad del espíritu sobre un hielo quebradizo. Se miran y sonríen, casi enajenados, jadeantes.
Cuando en un nuevo tema se dibujaba ya una frase de bajo muy evidentemente Berkeley, él había levantado la púa diciendo:
––Tengo más que suficiente.
Por eso había hecho falta más que un buen tiempo para que comenzara a darse cuenta de que la faz artística de ella era otra cara de sus habilidades para progresar, y que en un tiempo no muy largo se había convertido en la productora de un grupo de artistas que ahora trabajaban para ella y a los que ya pagaba un sueldo con sus nada despreciables ganancias; sin que él lo hubiera notado, se había convertido en una empresaria del arte.
(No fue exactamente así como ocurrió, pero nos importa cómo él lo recuerda.)
Fue así que un día consiguió un lugar que, con la ayuda de Maxi, convirtió en galería de arte, y desde ese preciso momento dejó de lado su afición como artista para convertirse en administradora, y ante la mirada atónita de él, no solo conseguía comprar el lugar en poco tiempo, sino que, casi de inmediato, se hacía de un nuevo hogar, un auto, y, finalmente, una novia despampanante: una española de nombre Constanza.
Maxi, a medida que se empequeñecía y notaba como esos últimos seis años de su vida se escurrían por los drenajes al fondo del parque, recibía con la más absoluta incredulidad su oferta para quedarse en la nueva casa cuanto sintiese necesario, tal vez readaptar ese galponcito de material y techo de loza en su estancia, fuera de la casa. Ella iba a ayudarlo con eso. A ellas no les molestaba en lo absoluto tenerlo ahí.
Para entonces, Maxi, como síntoma de una incipiente depresión, ya había comenzado a beber y, sin quererlo conscientemente, a complicar la convivencia. Si bien tenía una salida a la calle por el costado de la casa ––una puerta de reja que comunicaba independientemente con el patio–– solía caerse a cualquier hora ––literalmente, y en cualquier estado–– en el espacio de ellas, especialmente cuando tenían visitas. Eso había llevado a Natalia, luego de discutirlo con Constanza, a reconsiderar su ofrecimiento.
––Puedo ofrecerte un trabajo de tarde y noche en la galería, de jueves a domingo. Ahí tendrías un sueldo extra para costearte un alquiler, un departamento.
––El hombre no nació para vivir estibado.
Repite la sentencia de oídas como si le perteneciera.
––Es que veo que vivir con nosotras no te hace nada bien. ¿Cuánto hace que no estás sobrio? Me extraña que aún conserves tu trabajo.
Natalia ni recordaba que, cuando ella había conseguido la galería, él se había volcado al reciclado del lugar con su mano de obra, dejando su antiguo puesto en la agencia de turismo del padre de Pablo, su amigo. Pero así era la nueva Natalia. O la anterior había sido una soberbia actriz.
Entonces, en su refugio al fondo de la casa, contaba con todo aquello que ellas ya no usaban o consideraban inútil, sea esto alguna olla, sartén freidora, plancha para bifes, todo un juego de platos viejos, cubiertos, vasos y tazas; también ese anafe que había sido suyo desde su emancipación y un viejo radio-grabador. (Por razones que desconozco su equipo hi-fi estaba empacado junto a las cajas con sus discos.) Y conservaba su notebook, que alimentaba con el wifi de la casa principal. Por ese medio y mediante un perfil de Facebook se reencontró en las redes con su vieja compañera Berta, de la que había estado enamorado de adolescente, y a la que luego había perdido el rastro (no solo él, nadie había sabido de su paradero o destino por más de dos décadas). Berta apenas volvía al ruedo después de años en el exilio, en solitario y desde una quinta (al parecer propia) en las afueras de la Gran Ciudad. No tardaron en encontrarse, y fue así que una noche, mientras Natalia y Constanza inauguraban una nueva y costosa muestra en la galería, había cargado aquello que consideraba sus pertenencias (sí, el alta fidelidad y poco más) en un flete rumbo al oeste, donde lo esperaba su nueva vieja amiga, en su caserón de quinta, lejos del centro y del ruido, rodeada de verde y de sus mascotas. En su nota de despedida le agradecía a Natalia por su oferta de trabajo y le comunicaba su aceptación, prometiéndole presentarse el miércoles próximo, a más tardar, luego de él haberse reinstalado. También que, cuando ella así lo dispusiera, podrían reunirse a ultimar esos mínimos detalles que lo convertirían en otro de sus empleados. Había puesto toda su intención en que la nota fuese neutra. Ni fría ni distante. Tampoco triste, abandonada, irónica o resentida.
Por eso, hoy disfruta tanto de sus principios de semana libres, y como Berta dedica casi todo su tiempo a su huerta y animales, él se indulta con excursiones de toda clase, de las que siempre regresa con algo alegórico para ella; alguna nimiedad de peso sensible.
En la parada del colectivo descubre que hoy ha olvidado ese símbolo de su reconocimiento que él descarta pronto como amor, pero al instante se abstrae porque ahora sí escucha el llamado de su teléfono, y responde.
1 En general, todos somos sensibles a veinte reactivos comunes y cotidianos. Al menos. Y convivimos con eso naturalmente.
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