Irremediable VI - Exhalar

 Hogar es…

(Exhalar)



Cada vez que el viento se deja caer desde el sur, Maxi sabe que es el riacho el que lo está llamando. Y ––esto solo lo intuye–– hay algo en su aire que trasciende al tiempo y a sus recursos inefables para una reconstrucción piadosa. También fueron muchos años cerca de su orilla, tal vez, los más importantes en su vida, por haber sido los primeros bajo su propio control, cuando todo para él eran medios y sus metas se aferraban a unos principios más que firmes. Ese tiempo en que despegó. Pero eso ––se repite una vez más–– es su pasado. Piensa en que no debe contarle nada sobre su reencuentro a su buena amiga, aunque ella sea su única y mejor audiencia, y también que, a su manera muy loca, lo ame dentro de su realidad. Es que ella podría descubrir algún punto en la trama que para él haya pasado inadvertido, o que no haya enterrado bien, y es muy cierto que quiere cerrar esta puerta para no volver a abrirla jamás. Ahora siente que su madre necesita más de él, y que él le debe a ella mucho más de lo que razona, que tal vez sea el momento de entender mucho menos y perdonar algo más ¿con eso los engloba a ambos? Improcedente. Desecha la pregunta. Vuelve a su madre: es que, si lo piensa seriamente, ya la ha perdonado, tal vez no conscientemente, tal vez siempre vayan a volver todos esos peces muertos a la superficie y nuevamente vuelva a culparla por todo y con exclusividad. Pero hoy su padre ha hecho a esa culpa transmisible, quizás sublimable. Puede que ahí radique ese acto redentor que él no supo ver en sus verdades y que, al parecer, su padre tampoco quiso asumir, renegado a todo altruismo. Y eso importa. Tanto como aquello que él hace por su madre desde el silencio y las sombras y que es algo que ayuda a redimir su culpa, ahora eximiéndola por un tercero de toda cuenta por pagar. El milagro del pan y el vino.

Otro suspiro.

Ha anochecido y ya es hora de volver a casa, al hogar, donde está hoy su corazón. Al menos su carcasa.

Allá, al cuello de la avenida, dobla el que es su transporte. Una vez más ––la segunda en este drama casi griego–– ha olvidado recolectar ese presente para su amiga y compañera. Mira en derredor mientras el colectivo se acerca, sabe que debe subirse, viajar hasta la terminal, tomar un tren hasta su estación, que una vez en viaje enviará un mensaje a Berta con su horario estimado de arribo, así ella pasa a buscarlo y lo libera de esa última caminata por las calles de tierra y a merced de esos perros poco amigables que ella aún no ha seducido y que defienden su territorio como única y exclusiva propiedad. Él no los juzga. En sus cabecitas no obran bien ni mal, solo hacen lo que deben hacer, sin placer, sin recompensa, tal vez hartos del maltrato y las miserias del ser humano. Piensa en cuando a veces alguno, tal vez cansado de vagar o tentado por un retiro señorial, se acerca a la quinta y permanece por un tiempo junto a la alambrada. Entonces ella le va acercando algo de la comida que es de todos, y el bicho va haciéndose uno más, hasta que, consecuente, traspasa la entrada y se une con recogimiento al grupo, que, a su tiempo, lo aceptará. Y la jauría es pacífica. Dicen que los animales son el reflejo de sus dueños, y estos son el reflejo de Berta, que es toda ella amor. Rara vez hay alguna trifulca, pero no pasa de ser entre dos, y siempre alguno acepta la derrota a tiempo.

El colectivo pasa frente a él y se aleja hacia el centro. No, Maxi no ha alzado la mano para que se detenga, y es porque sigue buscando en derredor algo significativo para su amiga. Y siente una vez más que se marea. Ya está acostumbrado a las reincidencias, pero no por eso dejan de ser algo real. Estrés post traumático, se dice. Y se ríe en voz alta. La agorafobia debería ser un don preciado, exquisito, otra proteína.

Mueve un pie. Ergo no está paralizado. ¿Está con el teléfono en la mano, listo para llamar? Entonces lo baja, lo pasa a modo avión y lo guarda en su bolsillo delantero derecho, el del pantalón. Sin proponérselo, ha echado a andar en la dirección contraria, de cara al río. Recuerda las advertencias de tiempo atrás sobre ese lugar preciso al pie del viejo puente de hierro, pero no les hace caso. Siente que las luces de la calle se apagan a sus espaldas y sabe que eso no es posible, sin embargo no se vuelve para corroborar la realidad, porque ya no le interesa vivir en ella, tan solo habitar lo inevitable. 

El asfalto le parece de tierra, la cerca al río una alambrada, ahora sí no hay más luz que la de la luna y el ambiente se satura de grillos, ranitas y sapos. Entonces mira al agua viscosa, ve esas microscópicas columnas de oxígeno que salen a la superficie y piensa en que si algo puede habitar ahí abajo, la vida es factible en todas partes. Tal vez no exista lo imposible y todo tenga que ver con la aptitud del artesano, o del obrero. Quizás el encuentro con su padre signifique solo eso. O, por el contrario, pase a depender del momento y tiempo en que luego desee enmarcar al evento.

Ah… ¿realmente todo es así? Suspira tan profundo que siente que será capaz de exhalar su alma. Tanto mejor si es que, por una vez en todos estos años en que ha flotado a la deriva, es capaz de sentir que aquello que lo ha mantenido boyante puede irse a pique. ¿Qué pudo haberlo mantenido a flote sin agotar su combustible, siendo que él fue su alimento? Sí admite que ha sido su catarsis, una mecha por la que ha drenado su infección. Luego su padre tiene algo de razón, pero él no quiere saberlo, no debe importarle: las uvas siempre estarán verdes. Y listo.

Ya no hay luna, y las nubes que la cubren reflejan un brillo amarillento, apagado y cremoso, que proviene de esos barcos fantasmas que han elegido esta noche para echarse a navegar. Observa que abandonan el puerto, que se hacen al mar, que ya consiguieron lo que buscaban, que una terra nova más ha sido saqueada, consumida, vampirizada. Y ya no quedan más lugares, hombre sin cura. Entonces allá parte él también, y se aleja hacia el océano. ¿Por qué habría de regresar? ¿Porque ella lo espera? Tal vez sea el momento de firmar la hoja en blanco.

Es así que siente que su preocupación no tiene sentido, que nunca lo tuvo y que no es importante, que nada merece ni merecerá ese grado de atención que lo volviera paradójico e inestable, con su centro de gravedad a un nivel inseguro. Lo perdido es ya irrecuperable. Lo muerto, un recuerdo. Ahora es mucho más importante consolidarse en un lugar propio y no abstracto. Tal vez ahí libere su aislamiento a un ascetismo que le es muy suyo, y pueda al fin concentrarse definitivamente en el back up y reescritura de su memoria, dándole contención a ese bombardeo incesante de recuerdos, ahora también desde su infancia más lejana. La cura para lo irremediable.

¿Es que se está viniendo senil? ¿O está solamente experimentando otro blanco, un nuevo trance? Acaso esté visualizando para crear. La neurología no es absoluta y la ley del Punto Sin Retorno se burla a carcajadas de las matemáticas. Que así sea. Una vez más.

Oye pasos a sus espaldas y ya todo ha vuelto a ser como era, o como se muestra, o como él lo ve. Oye una voz.

––Jefe ¿tiene un tabaco?

––¿Eh? Ah… 

Busca ese box que quedó en la mesa del bar, pero se abandona muy pronto.

El otro lo observa por un momento. Luego, tal vez notando que Maxi ya no está con él, que ha entrado en fuga, se vuelve y reanuda su marcha, alejándose.

Es que Maxi está mirando otra vez al río, pero algo ha cambiado, y drásticamente: le parece estarse viendo allá lejos y a su espalda, en otros lugares, otros planos, otras líneas de tiempo, otras vidas. Todas en superposición.

Sacude la cabeza como saliendo de un sueño profundo.

––¿Qué estoy haciendo?

Personalmente creo que no es capaz de responder a esa pregunta.

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