Estocolmo I - En el Final

En el final

 

 



Voz muy baja, secreta:

––¡Mirá mirá mirá!: ahí viene.

Dedos en montoncito, ceños que inquieren.

––Ay...me encanta.

––¿…?

––El profe de literatura, bobas ––aclara Mora.

––¡Es muy viejo! ––protesta Flor.

––¿Y qué? A vos te gusta el de Sociales ––se defiende.

––Sí, pero ese está re perro ––hace un gruñido, luego agrega –– y la barba y el corte son re cool.

––Re duro ––asiente Antonia.

Mora ahora está contrariada.

Mientras tanto, él pide un café en la barra del comedor, y se pregunta si hablan tan alto para que todos escuchen, porque son indiscretas o simplemente estúpidas. Finalmente decide que solo son muy jóvenes y que no hay pecado alguno en eso. También piensa en que podría dejarse una barba correcta, y usar lentes de marco grueso. Pero su barba ya es gris en su mayoría y ese modelo de armazón le recuerda a las gafas de su abuelo. Por pura vanidad, pasa por delante de ellas mientras sopla su bebida con falso ensimismamiento.Camina a un costado de la cola y rodea las mesas desalineadas,muy atento a su desatención. Termina el café en la vereda.

Aún no sabe por qué, pero desde un principio este curso en la facultad lo sedujo más que las clases en el Instituto o el Inglés del Liceo. Y es que Marco necesita que algo agite un poco la superficie de su laguna. Algo que altere esos círculos concéntricos que se agrandan hasta desaparecer. Está cansado de moverse por los túneles, pero no acierta a hacer pie en la superficie. Por eso sonríe, contesta alos saludos, es amable, casi atento. En conversación con otros profesores representa interés, pero solo retiene las últimas líneas, y lo hace en el caso de verse obligado a asentir, consentir, acotar o adjetivar. Sabe que no lo consideran de cuidado porque lo creen inofensivo, por eso se convierte al monosilabismo y la mueca ubicua.

Vuelve su atención al interior, tal vez con la esperanza de descubrir una trifulca o a algún alumno perturbado (¿por despecho?) que los amenaza a todos con un cuchillo de plástico, pero solo ve grupos de chicos a las mesas y sus meriendas. Nadie en soledad, piensa. Las chicas también ocupan un lugar en la escena y parecen ya estar en otra cosa. Formula la siguiente teoría: de poder hacer circular un micrófono invisible entre las mesas ¿lo detendría por interés alguna charla?Sigue en la búsqueda de material para su libro.

Hace ya muchos años que ha dejado a su memoria exiliarse en el desván ¿o está encerrada en el sótano? No importa. Es consciente de que, de tener recuerdos, aparentan ser nimios o indignos de atención. Tampoco parece estar pendiente del futuro (más allá del próximo final de clases). El período de vacaciones se asemeja a una excursión al quinto planeta; el año siguiente a una reencarnación.

Se sorprende aún absorto en el comedor ¿es que ha perdido la voluntad? Le ordena a su cuello que gire a su cabeza al frente y éste le hace caso. Ya puede bajar la escalera. Cincuenta metros a su derecha encuentra la entrada al cuerpo que contiene, entre otros espacios, a su aula.

 

 

Es un aula clásica de colegio. Los chicos están encolumnados por interés, no así por sus capacidades. Las tres amigas están ocupando el frente a su izquierda: Mora flanqueada por Flor y Antonia; a su derecha la pared que le cierra el paso. A centímetros de su nariz, la puerta.

Con los años, Marco ha aprendido a hacer caso omiso de las provocaciones. Y esto desde sus primeras épocas de profesor en el Instituto, cuando las chicas se pintaban con marcador en rodillas y muslos las expresiones más provocativas, y él debía escabullirse de las menores para evitar algún problema. Porque siempre ha pensado en que una de tantas, por despecho, podría endilgarle una falsa acusación.

Por suerte ya estoy viejo y eso hoy no me ocurre, reflexiona.

Sin embargo Leo, su mujer, proviene de esos primeros años. Y lo había conquistado con armas de colegiala. Sí, también salieron a escondidas, con ella aún en sus 17 y él al encuentro de sus 26, casi siempre por razones escolares o literarias que los eximieron de culpa y cargo. Luego ella, antes de su mayoría de edad, logra convencerlo de conocer a su padre, formalmente, en su papel de pareja. Y aun de acuerdo pero aterrado, acaba por descubrir que la experiencia es todo un éxito. Desde entonces no solo comienza a frecuentar a Héctor para jugar ajedrez y tomar algún whisky, sino que Leo pasa a compartir con él muchos momentos de convivencia. Luego, cumplidos sus 20 y al borde de la tecnicatura en Diseño, ella muda sus pertenencias con Marco, y así, desde entonces, conviven formalmente hasta hoy.

No. Leo jamás habló sobre su madre. Marco tampoco le ha preguntado.

Pero eso hoy es antiguo, y ya corrieron más de 15 años hasta el presente. ¡15 años! Ahora Leo muy rara vez abandona la casa.

Uno de sus alumnos lo devuelve al presente:

––Marc: no me queda clara tu postura; quiero decir, te entiendo, pero ya nos encontramos con muchas críticas contradictorias. ¿Es un fraude con talento… con técnica?

El que ha hablado es Ángel, uno de los dotados, que ocupa un lugar casi al centro del aula y en tercera fila. Traído de nuevo a la clase, Marco expone:

––No creo de ninguna manera que sea un fraude. El error es ese: juzgarlo por su lugar en la escala social. Igual a que si quisieras abordar El Triunfo de la Voluntad desde el punto de vista ideológico: imposible… quiero decir un dolor de muelas; sin embargo es una obra maestra. Este tipo siempre habló desde y sobre su mundo, y su mundo es ese y le da pista para explayarse sobre nuestras miserias, que parecen no tener un plano social asignado. Ustedes concéntrense en su prosa, evalúen si lo que cuenta tiene peso propio, buceen la intención y pregúntense si, en contexto, se les hace... probable. Casi digo creíble, pero la credibilidad a veces puede atentar contra el resultado. No se casen con una postura; discutan, analicen, critiquen. Lo obvio, si no es trillado, debe rayar lo genial; al fin del día todo son matemáticas.

Hace un alto y los observa. Sabe que son muy inteligentes y no quiere pasarse de listo.

––Mi posición, y que no es más que eso, es que este tipo choca de frente contra el paredón de su entorno pero no es su esclavo. En cierta forma es un inconformista cómodo, es consciente de eso, y por eso se enoja. Claro que serlo no le quita un miligramo de talento o belleza. La clase media estadounidense tiene derecho a sufrir desde lo que para nosotros sería opulencia, y yo no diría que el tipo no haya padecido todo ese entorno de suburbios y caserones, cócteles de cinco de la tarde y reuniones endogámicas. Pero recuerden que para ellos la clase media es precisamente así.Fue su mundo y tampoco creo que haya querido abandonarlo, pero no por eso lo va a dejar indemne.[1]

Lucas, un muchacho que parece atraer a chicos y chicas por igual, dice:

––Me cuesta involucrarme con algo escrito que no me identifique. Sea de quién sea y en el encuadre histórico que le corresponda.

––Es así, mi joven Byron ––responde Marco bromeando––, pero hay escritores que pueden interesarte así hablen de las diferencias antagónicas entre las células del cerebro y las de los genitales.

Finge seriedad. Alguno sonríe.

––¡Yo leería a ese autor! ––ese es Damo, el bromista.

––Entonces si no me gusta un indiscutido… ––suspende su frase, Sara, tercera fila a su derecha.

––Tendrás tus razones. No es algo de mi competencia.

Jero, desde la retaguardia, acota que a mayor distancia en el tiempo se le hace más difícil mantener el interés.

Será porque no lo seducen las formas, le dice Marco.

Él tiene la teoría de que la literatura y el saber sí ocupan lugar, que nuestras memorias son archivadores inmensos y que aquello ya registrado solo puede resurgir mediante una transformación. También cree que, según como hayamos sido llevados por el camino, aquellos primeros y benditos pasos ya nunca volverán a darse, e indefectiblemente nos veremos conminados a buscar agua de otras fuentes. Sostiene que eso ocurre con menor frecuencia en la música y el cine, que invitan abiertamente, indiferentes al paso del tiempo, a revisitar lo ya experimentado, e insiste en que desconoce el porqué. (No, no le interesa la pintura. No sabe apreciarla.)

––Entonces ¿va a evaluar lo que cada uno piensa? Y un diez es coincidir con usted.

Morena, primera fila al centro, remarca el pronombre para afirmar una distancia de por sí natural.

Marco sonríe, deja la pose de pierna izquierda al piso, derecha algo retraída, despega su culo del escritorio, y se yergue frente al curso:

––Chicos, chicos: desde ya la evaluación teórica la tienen aprobada. No pienso arrogarle a este curso una trascendencia que no tiene. Que lo hayan elegido entre tantas opciones es todo un honor para mí. Solo me gustaría que, como un trabajo de cierre y para que todas las notas no sean iguales, todos me entreguen un relato personal que no exceda las cuatro mil palabras; tampoco por debajo de las mil, por favor ––luego remarca––: para una quincena antes del cierre de calificaciones.

Hace como si entrara en un debate trascendental consigo:

––Definitivamente pueden valerse de los gerundios a gusto, no estamos en Holanda.

Luego, y en un guiño tácito a Morena:

––Prometo ser bien subjetivo.

Las risas medidas se solapan de inmediato con el sonido de papeles y bancos que se corren y conversaciones de fin de módulo. Por último:

––Ah, impreso y, eso sí, excluyente: sin firmar.

Levantando la voz sobre el desbande:

––Y me los entregan todos juntos en un sobre o carpeta.

Mora se acerca, sus dos amigas la observan desde la puerta sin la menor intención de recato.

––Me aconsejás sobre qué escribir.

Dicho en tono de pregunta.

––Creo que ya tenés herramientas suficientes para que el tema sea algo secundario. Quiero decir, podés hablar de tus padres, un baldío, el perro del vecino o la moto de tu novio; es indiferente. Tal vez podrías aplicar una buena crónica. Al fin, creo que eso va a ser más cercano a tus intereses.

La chica parece no entender, pero insiste en esa pose adoptada de colegiala, con sus cuadernos y libros bajo sus brazos cruzados sobre el pecho.

––Pensé que podías aconsejarme escribir sobre algo que pudiera… ––parece buscar las palabras, no las encuentra, corola–– ser de tu interés.

––No creo que pueda hacerse un buen relato sobre papas fritas a caballo, pero si lo conseguís da por hecho un sobresaliente.

Luego, se cuelga el morral y sale al pasillo. Sabe que las otras dos lo observan, pero resta importancia a la escena.

En sala de profesores se encuentra con Mario Huergo de Humanas, Gaby Pereyra del taller de Imagen, Ana María Souza de la cátedra de Historia, y Sebastián Lugo, su rival de Ciencias Sociales, tal vez el único que no amerita una descripción por ser un carácter que hoy se repite por miles. Sin embargo: es un muchacho apuesto que recién se acerca a los cuarenta, alto, moreno, barba desprolijamente correcta, pelo casi rapado a los lados y jopo. Huergo, que es el mayor, se niega a la calvicie peinando unos pocos cabellos de través, usa lentes redondos, corbata y saco al tono, tiene cara de viejo dogo mofletón y está algo excedido de tripa. Souza es el fenotipo invariable de directora de escuela primaria en función de maestra, con su peinado de sábado por la tarde en la peluquería, maquillaje saturado, zapatos de taco ancho y pollera recta; solo le falta el guardapolvos. Gaby es una belleza tostada, a medio camino de su treintena, y que tiene hipnotizados a todos sus alumnos varones (y a alguna que otra chica que en sus fantasías la imagina retorciéndose junto a ella). Marco completa la escena con su casi atlético metro setenta y ocho, cabello jaspeado, ojos claros y gesto inquieto. Siempre dice que se acerca al medio siglo, pero recién está llegando a sus 44. Y no se imagina en un revolcón con Gaby.

––Señores ––saluda en tono de broma.

Gaby le sonríe y Sebastián le contesta con un Hola Marc. Los otros dos parecen haber quedado petrificados bajo alguna erupción inadvertida. Pero no es así: podemos darnos cuenta sin esfuerzo que Huergo ha pasado a otra hoja en su lectura.

––¿Ya liquidaste el taller? ––es Gaby quién pregunta.

––Sí, te diría que casi, solo les pedí un último trabajo para elegir la nota final. Pero pasan todos, obvio.

––Yo hice lo mismo con una línea de tiempo en imágenes, pero para no ponerlos en gastos, me van a pasar todos los trabajos en un pendrive.

Sebastián, que sigue la conversación, acota que aunque no le guste se siente obligado a no dar concesiones, su materia es protocolar. Los otros dos asienten. Ahora se dirige a Gaby:

––¿Qué pensás de la fiesta en el campus? Yo creo que este año va a venir muy bien, que la necesitamos.

Gaby le dice que preferiría esa noche ver una buena película con su pareja, pero que ha decidido estar presente ¿vos, Marc?

Marco dice que no cree que vaya a asistir.

Ellos saben el por qué. Conocen su presente. De inmediato cambian de tema.

 

 

Abre la puerta del departamento y desemboca en la sala. Deja el bolso con sus papeles y la tablet sobre uno de los sillones de un cuerpo, cuelga su saco en el perchero. Sobre su cabeza, un poco a su espalda, está el entrepiso que hizo construir hace cien años como dormitorio. Saluda en esa dirección porque sabe que Leo está ahí, viendo algún serial en su plataforma preferida de streaming. Pero, al no obtener respuesta, sube para ver si ella no está. La encuentra dormida boca abajo, profundamente. La besa en la mejilla que mira al techo y ella se remueve, pero no abre los ojos. Observa el tubo de pastillas de la mesa de luz y no nota un cambio en su relleno como para alterarse: ha tomado su dosis habitual.

Leo, desde su ataque, nunca ha vuelto a ser la de antes. Aunque sigue funcionando como esposa, sus fobias le impiden casi por completo el salir. Toma muy pocos encargos ––todos a distancia, desde el escritorio de ambos––, los examina y realiza solo algunos, y casi ha abandonado su vida social. Aunque ya no se amen y, posiblemente, apenas se quieran, él sabe que Leo lo necesita y que sola, simplemente, no podría continuar.

Baja a la cocina y cierra la puerta. Abre la heladera y la encuentra bien abastecida; al menos Leo recordó hacer el pedido. Llena su vaso con jugo frío de la jarra y se sienta a la pequeña mesa plegable, esa donde, a veces, comparten alguna colación, alguna charla.

¡Bum! ¡Raaaac!

Se sobresalta. No es para menos. Animales de mierda, mastica. Y es que desde la llegada de ese matrimonio filisteo y prosaico al departamento lindero, todos los días son así.

¡Raaaac!

Y, si bien entiende que para alguien pueda ser más simple arrastrar una silla que llevarla alzada a su lugar, los golpes le resultan por completo incomprensibles. También sabe que han contribuido enormemente al deterioro en la salud nerviosa de Leo. Pero, salvo que se decida a aplicar alguna solución salvaje (final), sabe que deberán convivir con ese grado inadmisible de subnormalidad hasta próximo aviso. Ahora atruena por el televisor vecino un programa de chismes de la tarde. En los últimos meses ha conocido el nombre de máscelebridades ajenas a su realidad que en el transcurso de toda su vida.

––Marco.

Es la voz semidormida de Leo.

––Ahí subo, no quise despertarte.

––No, no te molestes, quería saber si te soñaba o habías llegado.

––¿Te despertó la explosión?

Esto dicho a un volumen más alto y apuntando a la pared divisoria. Algo por descontado inútil.

––… estaba súper dormida… mejor, así esta noche no tengo insomnio.

Si había algo de lo que una Leo bajo medicación nunca podría quejarse, eso era padecer insomnio.

––¿Rompieron mucho las bolas hoy?

––Todo el día. Como siempre… ––un bostezo asordinado, tonal.

––Ahí subo.

Leo está así desde que, ya hace más de un año, perdió a su bebé a las 14 semanas de su concepción. Primero había culpado a Marco por esperar tanto tiempo, para luego aceptar que ella también había dilatado el momento, dedicándose a sus cosas y disfrutando de su libertad sin restricciones. Ahora, y aún bajo tratamiento, ya no lo culpa. Podría decirse que, sin pretenderlo, su dependencia para con él se ha vuelto casi absoluta, y que reclama su presencia aunque luego la desprecie; tal vez sea una forma inconsciente de venganza.

¡Raaaac! ¡Bum! ¡Raaaac!

Ciertamente, también está esto. Y no es gratuito.

Vuelve a subir.

Ella le tiende sus brazos sin incorporarse, desperezándose. Marco se agacha y la besa. Se sienta al borde de la cama como quién visita a un enfermo. Le sonríe.

––¿Hace cuánto que estás acostada?

––No mucho. Estaba viendo Black Windows y es siempre lo mismo. Y vos no estabas

A veces, las menos, volvía a actuar ese papel de nena desplantada que tan sensual había sido para Marco hace ya tiempo, pero eran solo los ecos de un pasado desaparecido, velado y sepulto.

––Aunque sea deberías tratar de hacer amigos por la web, qué sé yo, hay tanta red social para cada gusto… ahora parece que la gente se comunica mejor por Zoom que frente a frente.

––Estuve chateando un rato con Jazzy, pero estaba con mucho trabajo.

Se toma un instante, agrega:

––Como los chinos ¿viste? Charla con vos mientras atiende, y vos la ves trabajando ––un eufemismo de risa–– y ella soñaba con ser bailarina clásica.

Marco parece no hacer caso al último comentario.

––Deberías, aunque sea para entretenerte, volver a tus diseños.

Leo había sido muy buena en lo suyo.

––Pasa que si no me apuran con algo no se me ocurre nada. Y para las cosas que me encargan ––se muerde el labio inferior con sus incisivos.

––Igual que a Mastropiero[2].

––¿Quién?

––No me hagas caso.

 

 

––¿Qué te dijo? ¿Eh? ¿Va a venir?

Es Mora, que inquiere a su amigo Maxi al mejor estilo de una niña que insiste por su regalo de cumpleaños. Ocultos en el pasillo que corta de los lockers a los baños, parecen estar en un búnker bajo tierra y en una oscura misión secreta.

––No sabe. Cree que no. Lo pinché con unas rarezas de las que sé que le gustan, pero no puedo asegurarte nada. Ni ni, ni so.

Ahora cambiando de rieles:

––Ah, me pidió que les recuerde traer los trabajos para la clase de mañana.

Y de nuevo a la otra vía:

––Son terribles ustedes cuando alguien no les da bola, eh. Hay mil tipos para que te tires, como yo.

Y se señala en forma graciosa, como si antes hubiera estado ausente.

––No seas idiota. ¿No ves que el pobre tipo debe hacer más de un año que no garcha? Se le ve en la cara, de noche y con la luz apagada.

––Y vos sos la putasamaritana… andá.

Ella lo mira fijo pero no lo amonesta, más bien lo apremia. Maxi sabe que Marco hoy no tiene por qué aparecer. Tal vez mañana, después de clases.

––Te prometo que algo para vos va a haber. Vos conseguímelo.

––…

Entonces Mora le habla en voz baja, confidente. Y al terminar permanece así, cerca de su oído. Maxi escucha su respiración.

––Así tenga que traerlo a las patadas y rodando.

 

 

Leo insiste y se levanta. Dice que esa noche quiere cocinarle y que él no va a poder escapar a su famosa sopa a la crema. Marco, que ya había pensado en pedir algo rápido y enfrascarse en el estudio tal vez a leer, ver alguna película o simple y llana pornografía, agradece que ella, con ese acto imprevisto, haga un trazo con otro color, bienvenido por inesperado, casi fuera de lugar. Por supuesto, como siempre que algo no anda bien, todo cambio en el paisaje es bendito.

Mientras ella observa lo que se cuece en la olla, él le dice que le encantaría que para fin de clases lo acompañara a la fiesta.

––Sabés que los amontonamientos me asfixian.

––Sí, pero fue un año difícil para todos y me gustaría poder estar ahí como uno más y olvidarme por unas horas de todo. Aunque sea, festejemos el cambio de gobierno. Sabés que solo no voy a ir.

¡Raaaac!

––¿Y por qué no?

¡Bum!

Leo prosigue:

––Marco: ya es hora de que apliques a la vida real un poco de ese egoísmo sepultado en tus escritos, no me molesta ––subraya––, ya voy a estar mejor, al menos como para justificar todo el gasto que hacemos en loqueros.

Deja escapar un soplo de pesadumbre que quiere actuar como risa, pero que fracasa en el casting. Para Marco es otra puñalada más. Pero sabe que ella no lo hace a propósito. Ya no. Si alguna vez se dijo que cuando Leo mejorara ahí sí podría dejarla, ya no está seguro. ¿La quiere? Por supuesto. ¿La ama? No. Y cree que a ella le sucede lo mismo. Tal vez Leo desea que él socialice para ver si conoce o encuentra a otra. Tal vez ella siga así a causa de Marco. Tal vez…

––Dígame si esto no es un manjar.

Leo le ha puesto un plato delante y ya ataca el suyo mientras lo mira con lo que queda de picardía en su mirada.

Y Marco sabe que sí, que una vez estuvo enamorado.

 

 

Es un predio amplio, con mucho verde, una pileta de 10 x 25 y rodeado de una arboleda. Visto a la ligera, parece la quinta de algún patrón acaudalado, pero aquí el casco consta de un buffet, gym y vestuarios. La iluminación halógena también difiere con esa de farolitos común a las quintas. A la derecha de la cabecera de la pileta, a unos seis metros de distancia, han instalado una modesta tarima desde donde Maxi, flanqueado por dos torres de altavoces y techado por spots de colores primarios, dirige los movimientos de la concurrencia.

––La única orden que tengo es la de mantener a todos entretenidos. Sí profe, y con mis genialidades ya les licué las cabezas.

Maxi, ex alumno de Marco y ahora DJ, le había dado a escuchar días atrás a su ex maestro unas texturas rítmicas de su factura, porque él siempre se había mostrado abierto a todo experimento. Pero ahora, y desde la caída del sol, esas experiencias alla Animal Collective se han ido apagando y el ritmo substituto no ha bajado de los 120 bpm. Él piensa que las armonías y melodías ni siquiera son ornamentales; bien podrían ser abstractas, o testimoniales. De hecho, Maxi cuenta con un adminículo demoníaco al que llama wavetable y con el que ahora dispara la más variada selección de sonidos alegóricos. Comenta:

––A las 00 la señal es de todos a la pileta.

––¿Desnudos? ––Marco se hace el bromista remarcando la S.

––A gusto del comensal.

Marco se ha aislado por voluntad en la mesa de mezclas de su joven amigo. Ya que este lo había convencido de marcar su presente, ahora deberá soportarlo hasta que esté algo borracho como para soltar amarras. Cerca, sobre el pasto al margen de la pileta, descubre a Gaby rodeada de tres… ahora cuatro chicos. Uno le muestra algo desde su cámara digital, buscando pegarse cuanto más pueda a ella. Gaby no parece molesta. Tampoco halagada. Una chica le acerca un trago a Maxi, le dice algo al oído y se marcha. Maxi baila y mira a su ex profe y sonríe, al tiempo que, a ritmo con las luces y el beat, lo señala cuatro veces consecutivas como quien indica una dirección, pero no le dice una palabra.

Más allá de la pileta y sus cercanías, que son el escenario principal, los reflectores más lejanos enfocan grupos conversando y bebiendo echados en el pasto, algunos de pie, marcando distraídos el ritmo. Luego la luz se extingue y solo se ven las siluetas de los árboles. Algún auto, camión o colectivo en la ruta trata de comunicarle que allá afuera el mundo continúa con su inexplicable existencia. Él se pregunta qué diría una súper raza sobre la humanidad.

De pronto, no sabe que hace allí, casi en el centro de la atención. Siente que es aún temprano y que ya bebió de más. Con el vaso descartable aún lleno de su último trago, le hace un gesto a su amigo indicándole que va a caminar por ahí. El otro responde con el mismo gesto de hace tan solo un instante. Pasa entre los grupos de chicos sin prestar mucha atención, pero ahí están Lucas y Gabriel y lo detienen un instante. Le hablan sobre algo que luego no va a recordar, pero se siente envidioso de la juventud en ellos. ¿Ahora qué? Insulta en silencio.

Pasa flotando frente a las chicas que lo ignoran, saluda a otros profesores que han hecho corro a un costado, aún sin Gaby (sitiada), y se encamina hacia la arboleda. Tal vez se llegue hasta el tejido que los separa del camino. Un perro galgo que anda merodeando, a pesar de la defensa que los separa, pone distancia. Se asombra porque la música es incapaz de acallar el chillido de los grillos. Oye a lo lejos a una gata en celo. Por el camino pasa un camión de residuos, pisa barro, salpica hasta el alambrado. Una silueta se dibuja contra las luces a su espalda. Croa un sapo y las ranas le hacen coro. Es la figura de Mora. Es Mora.

––Mala onda Marc, pasás al lado y ni hola.

Su tono es firme. Está bebida.

––Pensé que había sido exactamente al revés.

Siente que ella no debería apocopar su nombre, que no le corresponde por jerarquía. No ve sus facciones, le molesta su tono.

––Maxi me contó que no querías venir. Y yo me sentía triste. ¿Sabés? Es vox populi lo que te pasa… y muy enternecedor.

––…

––Es que ya casi terminamos el taller y nunca me diste calce. Ni cuando te alcancé el sobre.

––…

Detrás de ella, un ángel guardián:

––¿Te está molestando? Lo arreglo en un segundo.

Lucas, venido desde la luz pero sin ser visto, ha tomado a Mora con ambas manos de la cintura y por la espalda. Es casi imperceptible, pero Marco nota en ella un estremecimiento cuando el chico le huele el cuello.

––Para nada: estamos discutiendo sobre fritas a caballo y qué nota literaria merecen.

––Bueno, entonces los dejo.

Marco no ve sus ojos a contraluz, pero sabe que están diciéndole algo.

––Luegono digasque no te previne, profe.

Lo ve marcharse con paso laxo, seguro, elegante, sensual, y sabe que daría todos sus años de experiencia por convivir tan solo un tiempo con ese don. Pero tal vez no sea un don. No importa. Piensa en eso mientras le mira el culo cuando se marcha. Lucas camina descalzo.

––¿Seguís conmigo?

Vuelve a Mora, que sigue a contraluz.

––¿Estábamos juntos? Disculpame.

Ahora sabe a consciencia que está borracho.

––Ah, bueno. Si te molesto me voy.

––No, nena, no me hagas caso... estoy borracho.

Efectivamente, todo ha comenzado a dar vueltas a su alrededor.

Lo siguiente que recuerda es estar lavándose la cara, haciendo buches, mirándose al espejo, peinándose, acomodándose la ropa.

Cuando regresa algo recompuesto al jaleo, tal como si nada le hubiera ocurrido, muchos ya están en la pileta, casi todos vestidos. Ve a Mora y a Lucas juntos, muy pegados, empapados, los brazos caídos. El beat sigue siendo de 120, pero ellos apenas se mueven. Y ninguno de los dos le presta atención.

 

 

Hace tiempo una vez más en el buffet. De pronto ha escapado a los otros profesores y ahora se refugia entre el alumnado ya algo ralo. Hoy es el día en que va hablarles a los chicos sobre sus relatos. Y luego ya no estarán más con él. Llegarán las vacaciones, mesas de examen y un nuevo año. Íntimamente sabe que quiere haber sido útil a su clase, que lo recuerden con agrado, que lo saluden al verlo y que, eventualmente, crucen alguna palabra con él en el futuro, a pesar de todas sus diferencias.

Ahora, haciendo tiempo, recorre las Noticias para ti que le presenta el buscador de su teléfono y se pregunta si es posible que, con tanta tecnología a su favor, con tanto seguimiento de sus búsquedas, con tanto estudio de sus características, puedan equivocarse de forma tan grosera sobre sus preferencias. No hace falta que se responda: el algoritmo lo ha hecho por él.

Es tiempo de presentarse en el aula. Lleva en su morral el producto del ingenio, trabajo, esfuerzo y carácter de sus alumnos. Cree saber a quién corresponde cada relato, pero no va a cometer el grave error de especular delante de ellos. Le gustaría fumarse un cigarrillo, aunque en su vida no ha fumado alguno de motu proprio. Y es que hoy siente el peso de la culpa que le cargan esos manchones en blanco sobre la instantánea de la fiesta, esos espacios vacíos en su memoria que es incapaz de rellenar. Todos estaban borrachos, se da fuerza y consuelo.

Los chicos charlan a su manera, y se acomodan en sus pupitres cuando él entra. Saluda como siempre y deja el morral en la silla. No hay un solo gesto que se asemeje o acerque a una burla o juicio, más bien se los ve ansiosos por los resultados, aun sabiendo sus notas colgadas en el pasillo. Deja el sobre en el escritorio y apoya el culo a su lado, pose clásica. Es el último día. Repasa a todos y cada uno con la vista. No es un momento trascendental. Eso lo sabe muy bien. Dice:

––Estoy contento. Se sacaron esta clase de encima con mucha altura. Siempre fui consciente de que sus carreras apuntan en otra dirección, y siempre les hice saber que esto no iba a ser un escollo. Podrían haberse tirado a chantas e igual no los iba a bochar. Pero me demostraron interés, discutieron, me refutaron, criticaron con fundamentos; se acercaron a un arte que, tal vez en un tiempo corto, ya se lo considere extinto. Y siento que no fue por compromiso. Y si fui yo quien les infundió el interés o les pasó ese bicho que pica y obliga a rascarse, me lleno de orgullo (algunos asienten). Me tomé un par de días para leer todos los relatos completos, y les aseguro que si viviéramos bajo otras condiciones o, tal vez, solo retrocediéramos en el tiempo hasta el momento preciso, las revistas o diarios o… whatever (junto con whomever sus vocablos anglosajones preferidos[3]) se verían en un lindo aprieto para elegir cuál publicar… primero, porque estoy seguro de que los publicarían a todos. Claro que a ustedes no les sería tan rentable. Pero seguramente en ese momento ideal existirían muchas divulgaciones, mucha prensa, y podrían repartirse. Pero hoy es hoy, y ustedes estudian con otras metas, y los felicito y creo que lo van a conseguir. Todos. Si este bendito país no estalla antes. ¿Quieren mi consejo? (ha conseguido la atención de todos) ¿No? (alguno se sonríe), igual se los digo: váyanse, emigren, busquen una sociedad sin tantas envidias, tanta avaricia; una sociedad que respete, que no busque sacar ventaja sin importar lo que eso implique en el otro, que no los haga a un lado porque solo se permite aplaudir ––y con reservas–– lo establecido, lo mismo que pronto va a sustituir y olvidar; que no eduque solo por dinero, que no sea indiferente a lo que no le es útil, que sea justa… perdón, derrapé (algunas risas), pero me pasa siempre, ¿eh?, así que no se crean tan especiales. Se habrán dado cuenta que hubo una nota de base y que esa nota es el siete. Y es porque nadie queda por debajo de esa línea. Los nueves son producto de mi gusto personal más que de una evaluación fría. ¿Por qué no un diez? Porque es una calificación que me reservo para lo excepcional, y eso excepcional quizás no lo encuentre en toda mi vida y tal vez ni sepa qué pueda llegar a ser.

Toma la pila de papeles frente de sí y con ambas manos. La aleja por debajo de la cintura; odia usar gafas.

––La metáfora.

Lee el título y mira a la clase. Andy hace un movimiento similar al saludo nazi de protocolo, ese no marcial. Marco se lo entrega. Su sonrisa le está diciendo me gustó.

––Así caiga la lluvia.

Emilia se levanta. Marco se estira y se lo alcanza.

––Conmovedor, en serio.

La chica, complacida, baja la mirada.

––No conocí a mis padres.

Morena hace un gesto imperceptible. Es la única que parece no estar a gusto, o fuera de sintonía. Marco le deja sus hojas sobre el pupitre, pero la aprueba con su gesto.

––Por la mañana.

Ahora es Damián, el bromista, el bufón.

––Me sorprendiste, bien ahí. Muuuy fino, y se entiende perfectamente.

Remarca la palabra con un guiño y le regala una sonrisa sincera, amplia. Vuelve a la pila.

––La esfinge y el rostro.

Otro saludo no marcial, este de Lucas. Marco se lo alcanza. Brillante, le dice. A medio camino del escritorio se vuelve a él:

––¿Qué te inspiró ese nombre? Es casi ajeno al relato, o demasiado sutil para mí… si se puede saber.

––Es el nombre de una canción de uno de esos discos que el viejo se encierra a escuchar. Siempre me llamó la atención por la letra y un día le pregunté cómo se llamaba. Yo cambié preposición por conjunción. Me pareció mejor al traducirla. El escrito está inspirado en la letra. No creo que el viejo la entienda.

Marco anota mentalmente The Sphinx in the Face.

––Ayer, hoy, mañana.

Mora se acerca sin mirarlo. No está haciendo un mohín ni está ofendida, pero no lo mira a los ojos. Marco se estira y ayuda a que ella alcance a su trabajo. Le habla de manera casual, intentando disfrazar un sentimiento de culpa que vuelve a él, impiadoso.

––¿Sabías que es el nombre de un tríptico de Vittorio de Sica, el director de cine?

––Con Sofía Loren y Mastroianni ––dice ella volviendo a su lugar. Marco se queda de una pieza.

––Nunca pensé que los chicos de ahora vieran ese tipo de cine ––agrega.

––Tuvimos que analizar la segunda historia ––dice Mora. Y guarda sus cosas buscando un fondo que su mochila no tiene.

Bueno, se dice Marco. Aunque la actitud en ella lo ahogue en sus miedos. Mientras entrega los relatos restantes siente que le debe una disculpa. Solo eso. Intentar un argumento sería de lo más tonto. Piensa que debería decirle No quise faltarte el respeto o Estaba muy borracho o Nunca debí haber ido a esa fiesta, y en ningún caso estaría faltando a la verdad. Y le aterra no saber qué ha ocurrido. Pero el caso es que cuando la última de sus amigas recibe su relato, las tres se retiran.

Cuando termina el módulo algunos chicos se acercan a saludarlo y se cruzan halagos sinceros, alguna broma, felices fiestas.

De regreso y en su auto, transmite desde su teléfono al Blue Tooth de su stereo la canción que Lucas le ha dicho. Es una canción muy rara, atemporal. No puede decir que sea algo de vanguardia ni experimental, de hecho las armonías son simples y nada rebuscadas. Es algo en su arquitectura, en el uso de las palabras, los sonidos que parece que deberían enemistarse pero que guardan el más hermanado concierto; no, nunca ha escuchado algo así. El coro final se repite una y otra vez:

 

You're so young, so old,

So near, so wrong, such a drag

To be told

You're so queer, you're so strong, such a drag

To be told...

 

Y ese coro brillantemente fraseado, que Marco intuye que está hecho por una misma voz, se obstina al punto en que la pista de la banda se va en fade pero las voces siguen por unas cuantas barras más, reafirmando su postulado.

Compra helado en un Mini Mercado. Aún le quedan cosas por hacer, pero siente que el año ha terminado, y tiene por costumbre celebrarlo con Leo. Y helado es lo único que le gusta comer en la cama. Espera que ella no esté embobada con alguno de sus seriales, pero tampoco le importa demasiado: el simbolismo es lo que cuenta. Mientras desanda el pasillo central hasta el departamento de ellos, el último a la izquierda, agradece a algún dios (que desconoce) el silencio en el departamento vecino. Ya van a aparecer, se dice, y gira la última llave.

 

 

––No, no es una sobredosis. Ya se lo dije. Cálmese.

Estoy calmado, pedazo de imbécil.

Leo permanece inconsciente, rodeada de un concierto de lucecitas y pitidos que lo hacen pensar en la cabina de alguna nave espacial. Claro que en un entorno así no habría sondas ni agujas; tampoco sería tan cegadoramente blanco. El médico le hace un gesto que lo invita al pasillo. Marco obedece.

––Esperemos por los resultados de los análisis, pero todo indica que está anémica. El desvanecimiento fue por hipoxia, pero la falta de oxígeno se debe a su debilidad. ¿Hace cuánto que no se hace un chequeo? ¿Notó algo raro en el último tiempo?

––Hace mucho que está así. Está saliendo de una depresión.

Ni él cree como acaba de expresarlo.

––Le pregunto porque se aprecia una considerable pérdida de masa muscular.

––Siempre fue delgadita.

El médico no le dice nada. Vuelve a preguntar:

––¿Pasa mucho tiempo en la cama?

Marco sabe que sí, sin embargo le dice que no puede saberlo porque él no está en la casa en todo el día. Luego inquiere:

––¿Es algo de cuidado? Digo, ¿algo preocupante?

––No. Es una descompensación. Pero agravada por su estado de debilidad. Por ahora vamos a hidratarla bien y esperemos por los análisis... ––y ante la consulta de Marco–– Sí, puede quedarse.

Ahora Marco imagina al helado convirtiéndose en chirle al pie de la cama.

 

 

––Estoy bien papi. Marco está siempre cerca. No tenés que llamarme a cada rato. (…) Es que casi no me conecto, papi, se me cansa mucho la vista. (…) Sí, la vi ayer. (…) Sabés que te respeto, pero esa tipa no va a ser nunca mi madre. (…) Sí, ya lo sé.

––¿Héctor?

––No, el papa Francisco

Si bien la nota algo más achispada, Marco sigue preocupado, por ella y por la situación. Noches atrás, cuando lo despertó sacudiéndosela para luego llenarse la boca, y después haciendo el amor con fiereza (eufemismo: teniendo sexo como es debido), él se había percatado de lo delgada que estaba ella, y eso lo había llevado a pensar, y pensar durante el sexo es notener sexo. Hoy, la imagen permanece intacta en esos lugares reservados para la tortura o flagelación. O para el conocimiento inapelable.

Ahora sabe que nunca va alejarse de ella, y la pena lo vuelve frío y distante. Teme que algún día llegue a odiarla.

Leo ha mutado. Desde el regreso de su internación se muestra tan inquieta cuanto frágil. Y se ha vuelto omnívora como en los primeros tiempos de su relación, cuando Marco disfrutaba de su insaciable apetito sexual y daba rienda suelta a todo aquello que su imaginación le propusiese. Ahora, cuando pone sus ojos en blanco y parece que agonizara, por un instante él se asusta un poco, pero cuando al fin acaba y todo en ella vibra y ese temblor se extiende a los dos cuerpos y se corren, sabe inconscientemente que ella se está embarazando y que lo hace para salvarse.

A Marco le da lo mismo.

A veces la encuentra exhausta, y es que ha decidido una vez más hacer una limpieza a fondo y completa, como exorcizándose. Y no solo ha cortado a la señora que por mucho tiempo, dos veces a la semana, se encargó de las tareas del hogar, sino que, ahora también, prepara platos complejos, alternando logros con decepciones. En el patio techado, donde, no siendo pleno invierno, se puede estar a gusto, ha acumulado sus viejas pesas, extensores y una enorme pelota que a Marco le parece el globo terráqueo de Chaplin en El Gran Dictador, y suele pasar un buen rato ahí. A veces, cuando descubre que él la observa desde su escritorio, se pone en situaciones muy graciosas o se deja caer desde su última postura de yoga, como si fuese un accidente. Luego finge estar contrariada, y se rasca la cabeza de manera cómica. Después lo mira y hace un saludo reverencial, tal como si él fuese su amada audiencia.Así le roba una sonrisa. Pero Marco, que una vez más ha vuelto a escribir, está observando que ella no recupera un solo gramo, y que la firmeza que gana en sus músculos parece venir desde el tuétano en sus huesos. Aunque se alegra de que haya discontinuado la medicación, no está de acuerdo en que haya abandonado la terapia. Leo insiste en que ya no la necesita, como tampoco a sus programas de diseño ni a ninguno de sus viejos tapahuecos. Dice que va a volver al ruedo, pero como chef o profesora de aerobics, que va a tomar cursos y a graduarse. Marco espera que sea así. Que tome los cursos. Que salga a la calle. Porque eso es lo único que aún no ha conseguido encaminar. Tal vez así, y solo así, pueda hacerse del valor que necesita para dejarla.

 

 

Ahora discute su arancel para un nuevo taller de verano. En verdad lo está aceptando. Es que Marco factura, no es parte de la plantilla. Igual los demás no lo destratan por eso. Bueno, algunos sí. Es más, sabe que lo llaman El Escritor Frustrado, siempre hablando de ese libro rescrito mil veces. Pero siempre fue igual. ¿Por qué iba a molestarle ahora?

––Bueno. Muy bien. Consensuar con vos nunca fue un problema.

Quien le habla es Nelson, que pese a su nombre, aún no ha llegado a los sesenta años de vida. Es, vamos a llamarlo así, un vicerrector administrativo, un jefe de personal docente. Marco lo conoce desde sus años de estudiante. Y piensa en que, a esa hora, ya debe estar ansioso por echarse un trago a la gola.

––¿Tengo que presentarte algún programa alternativo? Digo por esto de la redirección al inglés…

Nelson se baja los lentes al puente de la nariz, mirándolo por encima.

––Igual que siempre, como siempre.

Y se estrechan las manos.

En el pasillo se cruza con Gaby, seguramente también camino de la vice rectoría adjunta.

––¿Arreglaste? ––Pregunta ella.

––Dalo por hecho.

––¿Y?

––Nada que justifique perderse unas vacaciones en Capri. En el caso que pudieras vacacionar ahí ––ambos se ríen––, ¿y vos?

––Voy por la de siempre. Muchos prefieren acelerar con cursos como los nuestros y hay que aprovecharlo ––un cambio en su tono––: Marc ¿cómo está tu mujer?

––Mejor, en eso andamos

Pero cambia el tema de inmediato, intentando no mostrarse apesadumbrado.

––Pensé en que ibas a ir a la fiesta con tu pareja.

––No quiso. Últimamente se volvió más extremista que nunca y tiene pegado el pañuelo verde a la piel. Igual la quiero. Por ahora ––y le guiña un ojo.

––Decile a esa chica que no me incluya entre sus enemigos. Y que si me gustara algún hombre no tendría el menor prurito en mostrarme con él. El caso es que…

––Jajá: pura palabrería.

Marco mira la hora en su celular.

––Mejor voy rajándome, que hoy me tocan las compras y aún no hice nada.

––Dale ––se saludan con un beso cordial––; ah, ¿sabés qué días vas a estar? A mí me dieron martes, jueves y viernes.

––Ni idea ––responde Marco, ya a unos metros de distancia.

El sol del mediodía da de lleno sobre la vereda. Aún técnicamente no es verano, pero pronto ya será tiempo de fiestas. Este año no ha sido citado a ninguna mesa de examen, y eso lo alegra porque ya puede pensar en cómo aprovechar su tiempo libre. Es que de nuevo lo ha apasionado su idea, la desarrolla una vez más, espera que le diga hacia dónde ir. Y cómo. Y Leo, esa niña reseca que hoy convive con él y que ha vuelto a mostrarse infantil como a sus 20, respeta sus tiempos y no lo importuna. Piensa que, tal vez, si ella saliera de su encierro y, como dice, hiciera esos cursos, podría conocer a alguien y, quién sabe, tal vez enamorarse, tener una aventura. ¿A él le gustaría eso? La pregunta está mal postulada, ¿a él le importaría? ¿Qué es lo que realmente quiere? Quiere un sabático. ¿Pero de qué, o quién (o quiénes)? También necesita del dinero. ¿Y si estuviera solo? Eso cambiaría en mucho las cosas, pero desde antes de sus 30 que no lo está ¿cómo saber si hoy respondería igual que en sus años mozos, antes de juntarse con Leo? Tanto el entorno como él han cambiado mucho. Demasiado. Son casi 15 años hacia adelante y él, así aún le falte un buen trecho, ya se siente en picada hacia los 50 (a los que parece atribuir alguna propiedad apocalíptica o redentora). Pero ese pensamiento que lo acosa hace algún tiempo y que le dice que tal vez todavía tenga otra oportunidad para intentarlo no lo deja en paz. Recuerda que hace unos años, antes del embarazo de Leo, llegó a pensar que no sería capaz de volver a estar solo. También que así se sentía completo, que ya no necesitaba de herramienta alguna para sublimar. Sin embargo, tomado por sorpresa, había notado lo inestable de su posición y la fragilidad de sus certezas. Luego la desgracia, un tiempo en las sombras y cuerpo a cuerpo con demonios propios y ajenos. Viejos miedos, supersticiones ignoradas, sombras chinescas sobre el muro de la memoria. Piensa: si estamos solos ¿qué hacemos por nosotros? Si no lo estamos ¿qué nos falta hacer? ¿Es imposible? No te olvides de todas las veces en que dijiste esto pasó en orden de… De pronto recuerda a sus padres. Sabe que no estuvo cerca cuando era necesario. De haberlo hecho se habría sentido completo. Pero ahora vela por su madre. ¿Es que somos tan abyectos que solo lo altruista nos justifica? Nota la transpiración que lo recorre y se quita el buzo. Ahora mira en derredor: no sabe dónde está. Sí, conoce esa calle, pero se siente confundido, como si se hubiera quedado viendo fijo a una palabra y ésta ahora solo fuera un dibujo sin significado. Buscabas tu coche. Cierto. Tiene las llaves en la mano. Le roba otro segundo al tiempo y piensa dónde estacionó. Vuelve dos cuadras sobre sus pasos y ahí está su auto. Hay un papel debajo de la barra izquierda del limpiaparabrisas. No parece ser una multa. Tampoco publicidad. Es la hoja de un cuaderno. Y está manuscrita con una hora y un lugar.

 

 

––Últimamente me pregunto para qué vivo, cuál es mi  razón de ser.

––Tal vez estar conmigo.

––Podría resumirse a eso.

––¿Notaste que estuve pensando en vos toda la mañana? ¿Lo sentiste?

Ella lo mira sosteniendo su mano entre las suyas, pero el gesto de Marco es insondable. En ese preciso momento él descubre que su capacidad para amar siempre tuvo un límite. Y que ese límite ya fue transpuesto hace mucho tiempo atrás. Que ahora solo colecciona emociones como cualquier otro junta estampillas, discos, flores secas o insectos sobre corcho; nada que mantenga algún rastro de vida. Y este es uno de esos días en los que necesita justificar contra natura su existencia. Y ella le viene al dedillo.

––Creo que estoy en crisis. A la griega.

––Vos me ayudaste… me estás ayudando. Por ahí, ahora me toca el turno. Acompañarte en el cambio.

Marco sabe que Leo es sincera. De hecho lo conmueve. Pero no consigue borrar el gesto amargo de su sonrisa.

––Lo mejor que podés hacer por mí es seguir en tren de recuperarte como lo venís haciendo. Lo mío es pasajero. Ya me voy a olvidar. O no le voy a hacer más caso.

––Tenés que seguir escribiendo.

––¿Para qué?

––Para abrir puertas.

––…

¡Bum!

Leo sonríe:

––Tal vez busquen petróleo.

––Los cerámicos del piso ya deben estar destrozados.

Ahora los dos están sonriendo. Leo aprovecha el momento de sol:

––Estoy embarazada.

Marco no mueve un solo músculo.

––¿Cuándo lo supiste?

––Hace una semana, pero tenía que asegurarme.

––Tenemos que ir al ginecólogo, hacerte exámenes, ver cómo estás…

Todo dicho desde un lugar donde aún hay vida.

––Estoy bien. Estoy fuerte. Tenemos tiempo.

––¿Segura que querés intentarlo? Digo… (Él entró ahí: veamos si puede salir)… si no tenés miedo por tu salud. (Muerde la banquina.)

––No puedo vivir en el terror. Puedo engañarme un tiempo, pero eso no es vida.

Marco la observa. Su capacidad para admirarse o sorprenderse parece estar en estasis. O ha muerto por inanición. Leo agrega:

––Mirá, vamos a hacer algo ––se pone de pie casi de un salto––, voy a cambiarme y vamos a cenar por ahí. Dale, ponele onda y hacé facha para mí, lindo.

No lo llamaba así desde los primeros días.

Lo besa y sube corriendo al entrepiso.

Sí, definitivamente su capacidad de asombro ha muerto.

 

 

––Hola Marco, ¿tenés un minuto?

El que saluda es Enzo, el ginecólogo de Leo, viejo compañero de colegio de él.

––El tiempo que quieras, doc. ¿Pasa algo?

––Mirá: en 45’ salgo a comer. Pasate por la consulta. Te invito.

––Vos sí que la pasás mal, ¿eh? Y se debe a…

––Vos vení y hablamos.

––Meta.

Le deja a Leo una nota en la que elude nombrar a su amigo, solo por precaución. Aprovecha que la nueva Leo ha salido de compras.

A la vista, son dos amigos que charlan de sobremesa. Están tomando café. Enzo está diciéndole que no significa nada de extremo cuidado, que donde no hay tantas precauciones ni atención es más frecuente de lo que él podría imaginar, pero que su obligación es la de ponerlo al tanto, prevenirlo, si así lo quiere llamar.

––Decime cuál es el porcentaje de riesgo.

––50/50.

Marco se recuesta en la silla. Podemos asumir que no se demuestra alterado. Pero, sin que él lo haya notado en la superficie, algunos de sus viejos sentimientos han ido colándose de nuevo bajo su coraza, y tal vez su frialdad hoy ya sea una pose. Ahora parece que eligiera las palabras.

––¿No es ella quién debería decidir?

––Fue la primera en saberlo. No estamos en el siglo XX Marc: ya hablé con ella.

––…

––Me dijo que no le teme a ningún riesgo, que va a hacer todo lo que esté a su alcance para estar en la mejor forma para el parto. Y que quiere darte un hijo.

En ese momento algo se revuelca con fuerza dentro de Marco, ergo, está vivo. Pregunta si hay algo que él deba atender, prestarle especial atención, supervisar.

––Que siga como hasta ahora. Que tome todos los suplementos que le di. Que haga los ejercicios que ya conoce. Que lleve una vida normal. Y que venga a verme el mes que viene.

 

 

Marco no deja de preguntarse cómo Leo va a soportar una panza. Ahora se muestra algo cansada, pero una fuerza inexplicable la mueve y él sabe que nada la va a detener. Los últimos análisis fueron desalentadores, pero ella quiere a su Iván ya colgando de su teta. Aún tendrá que esperar otros cuatro meses. Marco solo sale para sus clases, y cuando nota que ella sabe por qué está en la casa, finge salir, pero va al bar de la esquina y toma su café sin soltar el celular, por caso de que este vibre. Ahora está absorto ante la plantilla aún virgen de su procesador de texto.

––DING - DONG

Una tercera mayor descendente y perfectamente entonada a voz en cuello por Leo, desde el pasillo y en su antiguo modo de jovencita desprejuiciada. Marco abre y se la encuentra cargada con dos bolsas enormes, una a cada brazo.

––Dame, loca. ¿Es necesario que te empecines en forzar el límite?

––¡Me siento viva nene!

¡Raaaac!

––¡Para vos también tengo, retardado!

––Pará locaza…

––¡Me tienen podriiiiida!

Bien alto y antes de cerrar la puerta. Luego suelta un grito que sostiene un no los soporto más implícito: ¡Aaaaah!

¡Bum!

Marco deja las bolsas en la mesada. Una está casi completa de frutas. Algunas verduras, hortalizas. Sí, claro, Frutillas, obvio. En la otra hay carne congelada, pollo, algún que otro delicatesen, helado y sobres para hacer jugo.

––Tengo ganas de un buen chablís ¿me comprás uno?

––¿Le preguntaste a Enzo?

––Dice que una copa sí. Dale. Daledaledaledaledale.

––Bueno, ahora voy. ¿Estás cansada?

––¡Estoy mejor que nuuuuncaaaa!

Marco la nota algo excitada, un poco más de lo normal. Se fija en su cara, algo enrojecida. Apoya el dorso de su mano en la frente de ella. No tiene fiebre.

––Bueno, voy a comprar uno. Vos sentate un rato. Yo descargo las bolsas luego.

––¡Sí mi sargento!

Y hace un gesto que quiere simular la venia de un soldado, pero que se parece más a un personaje de Benny Hill. Marco le sonríe y sale al pasillo. Todas las puertas están enmarcadas por la luz de su interior, la contienen. La única puerta que no contiene luz es la vecina. Siente como si caminara sobre tierra recién arada.

¡Raaaac!

Lo asalta un deseo irrefrenable de partir esa puerta de una patada pero se contiene. Es obvio que están ahí. Recuerda que una sola vez se cruzó con la pareja, y ambos le parecieron ordinarios, bastos. Incluso, el saludo del hombre le aparentó un gesto de cordialidad falsa, fingida (¿Todo bien?, con una entonación mongoloide). La imagen que se formó en su consciencia fue la de un auténtico pelotudo, o un dominado. La mujer, hosca y muy limitada, le pareció de una calaña mucho peor. Su lugar sería ese conventillo de las películas, en el que todos gritan de una ventana a la otra, y del patio a las piezas, y se tiran cosas, y todo así.

Ya traspasando la puerta principal nota que ha anochecido. Desde el umbral piensa en dónde comprar ese chablís para Leo y recuerda un 24hs donde lo conocen, y que solía vender bebidas a deshora. Son solo tres cuadras, la calle se ve muy tranquila, amén del movimiento que se adormece. Piensa en su encuentro con Mora. Ella lo había citado ese último día de facultad.

 

––Gracias. Necesitaba disculparme.

––No, no. No podía dejar de pensar en que había quedado como una puta. Una tarada.

––Y yo en que te había faltado el respeto.

––En verdad, me di cuenta de que todo era testarudez de mi parte, y después por ganarle a las chicas. Hacerles ver que no siempre están en lo cierto.

Dos vasos medianos de gaseosa burbujean en la mesa. Los pocos que completan el buffet les son desconocidos; parecen prontos a rendir el ingreso. Marco pregunta:

––Ya que zanjamos el conflicto ¿podrías sacarme de una gran duda?

Mora se sonroja un poco, sonríe.

––¿Tu amiga Flor se entubó a Sebastián, de Sociales?

 

El 24hs está abierto. Conoce al muchachito que lo atiende. Busca entre las góndolas al fondo y encuentra un chablís pasable. Envuelto en un repasador húmedo y después de un cuarto de hora en el freezer se dejará tomar. Leo una sola copa, el resto para él.

En el camino de regreso se topa con la señora Ziegler, que ha sacado a hacer sus necesidades a ese garabato que llama perro. Cruzan unas palabras.

––¿En verdad no escucha los golpes del 6º? Usted está enfrente…

––No. Pero sí puedo decirle que escucho y muy claro la música que pone su mujer a todo volumen. Y cuando canta a los gritos… ah ––Marco está petrificado––: su esposa no trabaja, ¿no? Me lo temía. No trabajar es muy malo; mal consejero. Una chica tan joven

Marco se despide con cortesía, cuando en verdad le habría sido grato hacerle un enema, usando a su perro como supositorio. Vivo.

Vuelve pensando en cómo ordenar sus ideas para contarle todo a Leo. No solo quiere que sepa sobre el fallido con Mora, también quiere ponerla al tanto de su ida y vuelta, de sus sentimientos respecto de los últimos años. Quiere que sepa que llegó a no sentir nada, y que cree haber vuelto a enamorarse.

Solo por bromista, se para a su puerta y dice toc-toc, al volumen justo para que Leo lo escuche. Espera un instante. Nada. Entonces hace su imitación de Neil Peart en yyz[4] que ella siempre reconoce, pero golpeando suavemente. Apoya su oído y adentro todo es silencio. ¿Jugándome otra pasada? Ya vas a ver. Entonces abre la puerta pero ella no está ni en el living ni en la cocina. Empapa un repasador, lo escurre, envuelve la botella, la pone en el freezer. Recién ahí ve un vaso roto sobre el piso, y todo mojado en derredor. Agua. Nota un tinte rosado en el líquido que se esparce. Y ve que hay una silla manchada por un líquido oscuro y viscoso. Y que por el living, camino del baño, hay muchas más gotas, goterones, todos granates; bermellón. Sigue ese camino como Hansel y Gretel a las migajas y, efectivamente, llega al baño. Pero la puerta está abierta. La luz apagada. Y sobre el piso, al medio de un gran charco de sangre, está Leo con sus ojos abiertos de par en par. Ojos sin vida.



[1]Me parece que se refiere a John Cheever, aunque no me atrevo a afirmarlo.

[2] “Toda vez que, por necesidades económicas, Mastropiero se vio obligado a componer música a pedido o por encargo, produjo obras mediocres e inexpresivas. Por el contrario, cuando solo obedeció a su inspiración, jamás escribió una sola nota.”

Mastropiero que nunca, Les Luthiers, 1979

[3]Lo que sea y Quien sea.

[4]Tatatá, tatá ta ta, tatá ta ta ta (molto cantábile)


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