Estocolmo II - Su de él
––¿Puedo
leer puedo leer puedo leer puedo leer?
Solo me atrevo a adjetivar a una Leo de 18 años como a alguien interesante y deseable. Querible desde donde la mires. Instintiva y sagaz. Efervescente.
––Ya
te dije que tengo que terminarlo, revisarlo, después dárselo a la correctora.
Luego…
––A
tu chica para que dé su visto bueno.
Sí. Marco cree en el juicio de Leo. Eso desde un principio. Y es parte de su atractivo. Pero ocurre que este va a ser su primer libro, honrando a la licenciatura, y como buen padre quiere que su gestación finalice naturalmente. Dar partes a leer le sabe a mala praxis.
Están en el flamante ph de él, un monoambiente con patio y lavadero.
––Estoy
pensando en techar el patiecito, llevar ahí el lavadero y convertir al último
ambiente en mi escritorio.
––Hmm… antes podrías meter una caracol allá al rinconcito y te hacés de una terraza.
––No
es loza transitable, Chucha.
––Ah…
¿y hacer un entrepiso acá? ––señala sobre sus cabezas–– y ahí armás el
dormitorio y te queda todo este ambiente libre.
Marco piensa que ella está acertada. Mentalmente, lo agenda como un próximo upgrade, para cuando se haya recuperado de sus gastos más recientes. Le dice:
––No te olvides que el sábado que viene es el cumpleaños de Daniel ––ella hace su gesto de uh, ese; él protesta––. Sabés que es mi amigo. No sé de qué te quejás si todavía no lo conocés en persona.
––Verdad,
pero me parece un engreído. Con ese par de entrevistas en que me hiciste verlo
me recontra sobra. Y ni siquiera me parece bueno en lo que hace. La pegó y nada
más. Tiene culo.
––Para todo hace falta algo de suerte. Pero arrancó bien de abajo…
––¿Y
qué? Hubo un tipo que empezó juntando latas y ahora es un magnate de Wall
Street.
––Sí:
el señor Burns de Los Simpsons.
––¡No! No seas malo…
––Estoy
bromeando, hay mil ejemplos: Oprah, el CEO de Starbucks…
––Viste…
y vos me venís con este pedante que se cree…
––Bueno, listo. Shu. Es mi amigo, che. Aparte lo que él produce tiene éxito.
––¿Y el éxito lo hace bueno? Me extraña, araña…
––Está
bien, algo de razón tenés. Pero no es mal tipo.
––¡Yo
no dije eso! Bueno. Espero que haya cosas ricas. Pero si me aburro te dejo
solo, eh.
––No
te vas a aburrir. En todo caso hacemos rancho aparte.
––¿En
una de sus habitaciones suntuosas? ¿Y nos revolcamos sobre los abrigos de los
invitados? ––hace como si fuera a gatear por sobre la mesa.
––No
imagino abrigos en verano.
Marco es licenciado de la carrera de Letras hace exactamente un año. Casi al mismo tiempo compró su ph, y un par de meses después ya empezó con sus clases en el Instituto Superior de Enseñanza Media. Aún se debe la recompensa impuesta de un viaje a Londres, y sabe que en estas vacaciones de invierno podría cumplir con su promesa de cantar You'll never walk alone en las populares de Anfield y con una pinta de cerveza en la mano. Pero desde su última visita a la familia, la salud de su padre ha decaído considerablemente. Entonces decide volver a encontrarse con ellos antes de renovar el pasaporte. De todas formas, hoy debe medirse con sus gastos, y sabe que Liverpool seguirá ahí. ¿No es cierto? ¿Eh? Tiene libre hasta la noche, entonces llama a su madre y le pregunta hasta qué hora están levantados. ¿Sí? Perfecto. Paso con la caída del sol.
Cerca de las 20 toca su timbre de una manera inconfundible, abre con sus llaves y entra. La casa de sus padres, de su infancia hasta el primer trabajo, es una propiedad que data de mitad del siglo XX con ventana a la calle, garaje, living, y tres habitaciones continuas, dos de ellas unidas por un pasillo al baño interno. La primera de esas dos ––ahora para huéspedes–– había sido la suya; la última, con ventana al patio, es la de sus padres. La más amplia y con ventana a la calle, supo funcionar como el atelier de su madre. Ahora ella ya no pinta porque su artritis le ha ganado, luego esa habitación se ha vuelto su galería personal; ahí podés encontrarte con los cuadros que ella más aprecia, alguno premiado, todos en sus marcos y colgados, o a caballete. No mucho tiempo atrás solía dejar abierta su ventana hasta tarde, y tras los vidrios y sabiamente iluminados, los caminantes podían observar sus pinturas al paso. La casa también cuenta con un hall donde recibir a sus amistades y, más atrás, la cocina comedor, luego el patio. Marco recuerda que en su infancia esas puertas permanecían abiertas hasta tarde, y que con el paso de los años comenzaron a aparecer las rejas, los alambres de púas en los tapiales, la alarma (esa que él siempre disparaba en su despiste). Por la izquierda, una escalera de material lleva a la terraza, con su modesto quincho y parrilla.
Ahora
está sentado en la cocina comedor, junto a la mesada, y ha tomado la ceba de
mate bajo su responsabilidad. Es su padre quién le habla.
––Sinceramente
estoy más que orgulloso de vos. Yo sabía que ibas a andar bien, que te ibas a
afianzar, que ibas a conseguir lo que te merecés. Y esperaba verte casado y que
me dieran un nieto… y ya ves ––su voz se quiebra, aunque lo reprime.
Había sido un hombre fuerte, grande, trabajador, de esos que jamás esquivaban el bulto y que podían vencer en cualquier prueba de resistencia; insaciable para comer y beber. Hoy, en lucha desigual contra un cáncer de hígado avanzado aún resiste, pero lo que ha sido músculo ahora pende fláccido, y su color es macilento y cadavérico. Los ojos, hoy acuosos, se le han ido hundiendo, y su color, que Marco ha heredado, se ha vuelto lechoso, transparente. Marco quiere alentarlo, pero sabe que es inútil. Dice:
––No
es ningún consuelo pero podría ser peor. Imaginate los tipos como vos que ahora
estarán postrados en una sala de hospital. Al menos vos podés seguir dándote
algún gusto.
Su padre hace un gesto al aire con su mano izquierda. Marco sabe que es prudente no decir nada más.
Su madre puede quejarse de su artritis, pero sus últimos exámenes son los de una mujer madura y saludable, y sabiamente ha prevenido a la osteoporosis con un estricto tratamiento a base de calcio; ese mismo médico también la ha liberado de su colesterol mediante una dieta sana casi matemática, punitoria. Ahora, a sus sesenta, cuatro años menor que su marido, conserva ese aire de la artista en su bohemia, y cada vez que la ocasión lo amerita, vuelve a esas ropas sesentosas de sus años de rebeldía, Flower Power, Sandro y los de Fuego.
––Si salías a la calle con esto ibas a parar a un reformatorio ––le había confesado una vez a Marco. Él, si bien la consideraba exagerada (y estrafalaria) le daba crédito a sus dichos. Algo ha leído, algo ha estudiado.Y no consigue imaginarse cómo fue que se produjo ese milagro para que salte la chispa, sin embargo…
… lo que tenía de bruto lo tenía de pintón.
––Otra
vez con la misma cantilena––
y nosotras salíamos con los poetas, los beatniks, los existencialistas: no nos iban a venir a hablar del hombre trabajador y responsable.
––Nosotros
nos divertíamos más que ustedes––
¡Chito la boca! ¡Déjeme hablar! Y estos locos salían a hacer picadas con las motos y los nuestros con los libros o discos abajo del brazo.
––Eso
es verdad––
Y un día me aburrí y lo paré al medio de la calle (estos nos hacían la pasada a fondo solo para molestar) y le canté las cuarenta, y podés creer que éste me miraba y se sonreía y no se inmutaba… y me enamoré. Esa misma noche me subí a su moto y desaparecimos.
––Yo
estaba con la visera polarizada, baja.
Y
aunque la historia haya sido reescrita una infinidad de veces y quizás conserve
muy poco de su veracidad original, Marco la lleva grabada, y se promete que la
va a incluir en su primera aventura literaria, pronta a concluir.
––Viejo, ¿cuántas quimios te quedan?
––No
sé, porque el Vasco me dijo que no me va a hacer sufrir al pedo con esa
porquería… qué sé yo, un par más, no creo que mucho más que eso porque se
vuelven cada vez más peligrosas.
––Ajá.
¿Seguís comiendo normal? Quiero decir, dentro de lo posible.
––Bastante. No me puedo quejar. Hasta me tomo mi vaso de tinto.
––¿Pido
unos lomitos, como antes? ¿Ma?
––Dale, con estas manos ya ni puedo cocinarte… entre los dos ya no hacemos uno.
Lo dice apretando con sus manos nudosas las de su marido, que por volumen y tonalidad lozana, parecen haberse independizado de su cuerpo.
––… Marco y Leo, Mara ––eso es lo que dice al interfono.
––Ya
les abro.
Mara es la pareja de Daniel, amigo de Marco, hoy productor de música, renombrado. Se oye bullicio en la terraza. Parece que están todos ahí. Antes de que llegue Mara, Marco le dice a Leo en voz baja:
––No
te olvides de que a la mitad de esta gente yo tampoco la trago.
Leo hace el gesto de Y ahora me lo decís pero se recompone cuando la puerta se abre.
––¡Hola! Ey ¿esta es tu novia? ¿Leo? ¡Qué lindo nombre!
Mara es una tipa muy atractiva, un par de años mayor que él y su amigo, pero aún no dentro de los 30. En los últimos años sus caderas se han ido ensanchando pero con firmeza, algo que Marco considera en ella muy femenino, exclusivo de unas pocas.
––Vayan
para la terraza que ahí están todos. Yo tengo que terminar con unos snacks.
––Dejá alguno para nosotros ––dice Leo por lo bajo, mientras sube la escalera. Y Marco no consigue contener la carcajada. Finge toser.
Salen
a una terraza muy amplia que da a la calle. Tras el enrejado, la arboleda los
mantiene anónimos. A la derecha, confinado a la parrilla, está Daniel.
––¡Vamos,
Marc! ¡Te estábamos esperando!
––Daniel, Leo; Leo, etc.
––¿Por
qué no van saludándose con los otros? Ya conocés a varios, Marc. Doy vuelta
esto y ya estoy con ustedes.
La pareja se mueve entre los demás. Marco saluda a conocidos, presenta a Leo y son presentados ante las nuevas celebridades. Luego se van hacia un flanco, ven a la calle apoyados en la baranda.
––¿Habrá
alguno que no sea un forro engreído?
––Entendelos, la mayoría son pendejos que no van a sobrevivir a sus 15 minutos de vanagloria, dejalos que disfruten de su momento.
Daniel,
ahora a sus espaldas, apoya sus manos en los hombros de la pareja.
––Chicos,
pasando al lavadero hay dos heladeras con bebidas, en la exhibidora hay birras
y gaseosas, en la petisa blancos y champucitos.
––Me voy a buscar un birrín ¿Marc?
––Dale Leo, traeme uno.
Daniel, confidente:
––Loco,
es una pendeja hermosa ¿de dónde la sacaste?
––Ex
alumna del Instituto.
––¿Pero
cuántos años tiene?
––18. Fresquitos. ––Marco subraya la s, la vuelve mayúscula.
––Hijo de puta… ¡Te felicito!
Y Marco sabe que lo dice en serio. Es que Leo, con su metro setenta, sus piernas enfundadas en calza negra que apenas ha cubierto con una pollera diminuta y acabado con borcegos cortos, su remera-top verde ajustada y súper escotada y ese volcán de rulos que, según la luz, torna del castaño claro a rojo, está hecha una verdadera demonesa. Como es delgada, parece mucho más alta; a la distancia aparenta rozar el metro ochenta. De cerca deja ver sus ojos marrón claro y una lunarcito con forma de pica a la izquierda de su clavícula. Ahora están de cara a la fiesta, apoyados en la baranda.
––¿Todos
hijos tuyos? ––No hay ironía en Marco.
––En este ambiente no hay amigos. Entonces…
––Bueno,
pero mal no te va.
Daniel hace un gesto de no me hables de eso. Hace más de un año que no se ven. Marco nota que el entusiasmo de su amigo se ha vuelto hastío. Pero este es un tedio muy rentable.
––¿Y
ese proyecto que me contaste? El libro… ––Daniel a Marco.
––Work in progress. Digamos que ya está escrito, pero estoy acomodando las piezas, cortando y limando, el ajuste definitivo. Y después se lo doy a Silvana para corregir.
––¿Cómo?
¿El profesor de Letras…?
––No es como vos pensás. Cuándo leo y releo y releo veo lo que me dice mi cabeza, lo que creo que escribí, y por ahí estoy pasando por alto un horror de lo más elemental, simplemente porque no lo estoy viendo.
––Te comprendo. Bueno, ya sabés.
––Obvio.
Dame un mes más.
––Te
doy un lustro.
Daniel se excusa y vuelve allá donde los chicos están poniendo su música.
Leo
deja su botellita en el piso, cerca de la baranda.
––Este
forro no te va a publicar nada. Salvo que seas una fuente de fama para él. Y no
te veo por ese lado.
––Es
mi amigo y me va a dar una mano… aflojá un cachito ¿querés?
Mara
ya ha vuelto a la terraza. Trae dos fuentes plásticas con bocadillos. Deja una
al centro y pasa con la otra por los lugares más alejados. Frente a ellos:
––Leo ¿Leo, no? ¿Me dejarías hacerte unas fotos?
Leo
la mira intrigada, luego a Marco.
––Mara
es fotógrafa profesional, y de las buenas. Buscá en revistas del ambiente y
seguro vas a encontrar fotos firmadas por Mara Soler.
––Ahora solo en Rolling Stone y Ñ.
Leo
aún no sabe qué decir.
––Hagamos
esto: ahora coman y chupen y disfruten. Luego, de sobremesa, hacemos una fotos
ahí ––señala un rincón oculto de la terraza–– y si no te gustan las borro y
listo ¿ok?
––Mirá
que no posé en mi vida.
––No te pedí que poses. Dale, ¿sí?
––Bueno.
Después de la comida y algunos porrones más, Mara ya ha instalado sendos paraguas y el flash de relleno, y ahora saca a relucir su EOS 300D, recientemente importada por una fortuna. A la derecha, la defensa es de material y de metro y medio de altura. La pared de fondo es del alto de la medianera vecina y está pintada de azul. Algunas parejas curiosean. Leo dice en voz baja:
––Marco:
ni drogada me pongo ahí a la vista de todos.
––Bueno, Mara seguro tiene faso; pedile.
Pero
los curiosos siguen sus caminos y Leo se relaja. Un poco.
––Dale,
loca, ¿viste que no te ibas a aburrir?
Leo le retuerce el bíceps derecho con su pulgar e índice.
––¡Auch!
––Vos
parate ahí ––le indica Mara.
Leo, como era de esperar, se para de frente con los hombros caídos, los brazos colgando y gesto simiesco. Mara gatilla igual y no le dice nada. Entonces Leo adopta una pose más formal, esa de descanso marcial, donde el peso se apoya en una pierna. Y ya está hermosa. Mara gatilla en silencio, cámara en mano, al tiempo que Leo adopta sus poses más casuales. Hasta se agacha y apoya una mano en el piso y es una pose genial; solo le falta una pelota y es tapa clásica de El Gráfico en los sesentas, piensa Marco. Por suerte, los paraguas no le permiten ver hacia allá y no se da cuenta que muchos chicos y chicas han venido a verla. Mara dice Genial. Suficiente.
––¿Viste que no dolió? ––Acto seguido–– Tenés un talento natural inmenso. ––Y dirigiéndose a Marco–– Cuidala, vale oro.
Los
chicos vuelven a lo suyo. Mara observa el visor de la cámara, vuelve hasta la
segunda imagen, se acerca a Leo.
––¿Las
vemos?
Leo
ya no parece enfurruñada. Por el contrario, es como si hubiese crecido unos
años en ese lapso. Marco las deja hacer. No siente necesaria su presencia.
Luego,
mientras Mara desarma y guarda su equipo, Leo vuelve a él. Se sienta sobre su
falda y rodea su cuello. No hay otra silla.
––Es
muy buena ––dice.
––¿Solo
porque te gustaron las fotos?
––Solo
porque me hizo olvidar de todo. Hasta de vos.
––Ojo,
que las llaves del auto las tengo yo. ¿Qué van a hacer con esas tomas?
––Ni
idea, me dijo que me iba a llamar para que las veamos como se debe.
––Mirá
que Mara expone seguido, ¿te dijo algo?
––Sí,
sí.
––Y
consentiste.
Leo
le clava los ojos, bizquea. Están nariz contra nariz.
––Por supuesto ––responde irónica.
Ahora, cuando Leo no está a su lado, Marco se siente raro. Él, que siempre se ha jactado de su independencia, que a poco de haberse mudado a su ph ya podía presumir de sus conquistas (pero muchacho, usted no pierde el tiempo en naderías ––en palabras del gallego Felipe, del restaurante a mitad de la cuadra) y que jura y perjura jamás aburrirse, ahora extraña esa presencia agraciada y simpática en su órbita. Y es que con ella puede olvidarse de pensar, destierra cualquier cavilación a esos páramos que ya no frecuenta, se desentiende de la realidad aun consciente de su existencia. ¿Votamos nuevo presidente? Bueno. ¿El dólar rebasó los tres pesos? Bueno. ¿El Columbia se desintegró con siete a bordo? Qué desgracia. ¿Murió Nina Simone? Qué pérdida. Incluso llega a pensar que ella es una pieza determinante en el mecanismo que mueve a su buena fortuna. A su lado ganó esa nueva banca en el Liceo, y por ella se decidió a un cambio para mejor. Ahora lo zarandea con sus locuras y espolea con su energía. También se reúne con sus amigas. Y pasa tiempo con Héctor, su padre, que, según le ha contado a Marco, está cayendo en garras de otra mujer y ella quiere protegerlo.
––Pero
vos tenés que dejar que él elija cómo quiere estar.
––Es que no sé si está eligiendo. Y esa mina no me gusta nada.
––¿No
será que estás celosa?
––¿Te
creés que soy una nena?
––Y…
Luego
un almohadón se ha convertido en su sombrero.
Marco
conoció a Héctor el año anterior, cuando Leo aún era su alumna y llevaban solo
un par de quincenas saliendo. Y ella lo había presentado ante él como su
pareja, siendo aún menor de edad.
––Mi única demanda para con mi hija es de respeto. Y para conmigo conocimientos básicos de ajedrez.
Y esa misma noche Leo los había abandonado a una partida que se extendió hasta bien entrada la madrugada. Ahora, cuando ella se encuentra con amigas, Marco suele pasar por casa de su ya compinche y despachar una buena partida junto con un par de whiskys. Pero hoy no. Y toda tribulación expatriada regresa sin permiso, entra sin golpear. Ante el procesador busca sin éxito encastrar esa pieza que es el romance de sus padres, porque ya la ha escrito. Luego, en su cocina y con un café, repasa uno tras otro sus logros y los coteja con sus reveses. Aún está en desventaja. Y no puede evitar al futuro. Se le presenta borroneado, nonato, con sus preguntas y exigencias. ¿Quiere encontrarlo preparado? ¿Para qué? Y esa es la inmensa pregunta. Sabe que su padre no va a llegar a las fiestas, tal vez ni llegue a la primavera. Él debería estar ahí. ¿Amén de sus obligaciones? Dios quiso que su madre aún tenga fuerzas para acompañarlo. Pero Marco no olvida que se ha enemistado con Dios hace ya un tiempo. Tanto que hasta le ha quitado entidad. ¿Por qué? Porque prefiere que no exista antes de ser como él lo imagina, aunque reconoce que ni el peor de los dioses podrá empatar jamás la crueldad del hombre. Y le ha delegado todo su poder al Ángel Guardián. Porque Marco insiste en que tiene uno. Y que al igual que con El retrato de Dorian Gray, es el ángel quién padece sus coqueteos con la fatalidad. Su único problema es que sabe que un ángel no tiene la jerarquía que se necesita para enfrentarse al demonio en cualquiera de sus manifestaciones, y el demonio se demuestra de maneras misteriosas. Por eso, cuando su talismán está ausente, sus sentidos se agudizan al máximo, y nunca, jamás, se deja dormir hasta pasadas las 3am. ¿Por qué? Porque las 3am es la hora del diablo[1]. Mira la hora en su celular y son apenas las 12:45. ¿Qué fue de aquel Marco que jamás se aburría? Ha comenzado a envejecer, se responde.
Enciende la radio. Es que no quiere enfadarse con el cable y ya es muy tarde para poner música. Lo programas no robotizados de esa franja horaria pueden dividirse claramente en dos bandos. No, tres, porque sería una omisión muy torpe no contar con las tiras religiosas. Las otras dos líneas son Al borde del suicidio y Por la revolución socialista. No les otorga altruismo a ninguna de las dos, pero los potenciales suicidas alguna vez le caen simpáticos, porque sabe que ninguno de ellos cuenta con el valor para dar el gran paso. Al igual que ningún Fidel para hacer algo más que desbarrar. O dejarse la barba. O vestirse con guerrera. O escuchar a Violeta Parra. Se ríe. Apaga la radio. Piensa en enviarle un sms a Leo, pero lo descarta al segundo. Mejor pasa su teléfono móvil a ‘solo vibrar’. Mientras lo hace entra un mensaje. Es Leo. Marco se sonríe:aún puedo llamar por telepatía. Pero luego piensa que bien pudo haber sido ella quién lo llamó… antes del sms, digo… ¿Se entiende? No importa, olvídenlo. El texto dice Dormís? TQM! De inmediato él contesta No molestes, viendo porno. El siguiente texto de ella es un punto y coma seguido de un cierre de paréntesis, el emoji ICQ del guiño. Y es el último. Ah, qué diferente es todo con una sola dosis de Leo, así sea ínfima. ¿Se ha vuelto adicto? Quiere negarlo. Busca argumentos. Construye hipótesis. Todo vale para que corra la hora. Se gira hacia el reloj de pared… pero claro: lo quitaron después de esa mañana en que él debía ir al trabajo y ella a sus clases, y se pasaron todo el desayuno mirándolo. Esa misma tarde lo habían sacrificado a martillazos en el patio, ridículamente ataviados con sábanas y cantando y respondiendo sus frases sobre conocidos temas populares. ¿Regalarlo? ¿Por qué liberarse de un yugo imponiéndoselo a otro? No, mi amigo.
Toma su bloc, un lápiz de un cajón de la mesada, y va hacia el ambiente grande. A mano alzada traza un bosquejo de aquello que le había propuesto Leo: el entrepiso. Y se dice que, para mitad de año y con sus ya tres trabajos fijos (bueno, es un decir; el de la facultad aún no tiene categoría de tenure[2]) va a disponer del dinero necesario para volver a la idea realidad.
Pasa a otra hoja en blanco y se dirige al lavadero. Sí, acá tendría que renovar el piso, tal vez cubrir las paredes hasta un metro veinte, metro treinta, con machimbre barnizado. El desagüe está unido al del patio, la canilla es de la misma línea, solo hay que anular esta y girar la caliente hacia afuera. Hasta queda el hueco perfecto en el que caben el lavarropas y su centrifugador. Entonces va al patio para corroborar lo que está apuntando. La luz no enciende. Justo ahora. Cuando está descorriendo la puerta algo estalla contra la pared con un ruido sordo, apagado, y sus restos lo salpican en la cara y el pelo. Cierra la puerta sobresaltado. Algún gato debe haber hecho caer una maceta o algo así. Pero el golpe fue contra la pared. Imposible.
En el baño se quita las motas de tierra negra que lo salpicaron, y las deja correr por la tubería. Luego se cepilla la ropa. Con la linterna del celular va a husmear el patio, desde adentro. No vaya a ser que por la mañana se encuentre con algún gato salvaje, famélico. Alumbra a través del vidrio a las paredes ciegas.De haber caído algún otro bicho noctámbulo ––ej.: Rata–– no tiene forma de escapar, a menos que genere alas o use algún tipo desconocido de propulsión. Pero no parece haber vida animal a la vista. Solo un montoncito de tierra, y algunos restos aún pegados a la pared, pero que parecen ir desprendiéndose. Tal vez ya sea hora de ir a dormir. Chequea en su celular: 3:05am.
No. No me jodas.
––¿Enamorado? ¿Vos? Pero si nunca quisiste ni a tu familia.
No seas hijo de puta.
Marco sabe que lo conoce. No recuerda de dónde ni cuándo. Tampoco ve sus facciones, solo un contorno borroso en un día muy soleado que se ensancha ventanas afuera del bar.
––Mirá,
cuando eras muy chico entre todos apostábamos por quién te conmovía y con qué.
Un día te llevaste un trabajo de Yoli, se lo devolviste terminado y como para
que saque un diez. Y todos creímos que estabas caliente con ella.
Así habrá sido.
La calle está desierta. El ruido incidental que sustenta a la escena está relegado a un segundo plano, muy lejano, casi inaudible. Muy de vez en cuando algún sonido aflora a la superficie, pero de inmediato se ahoga.
––¿Sorprendido? Digo: el día, el entorno… puedo cambiarlo, si querés.
Me da lo mismo.
––Como
te decía, todos esperábamos que eso saliera de vos y no que respondiera a
supuestas convenciones asumidas.
Para que haga ¿qué?
––Lo
que te correspondía por naturaleza y orden.
No te entiendo.
––Ah,
¿sos gracioso? Seguro que también creés en ese mito de vender el alma, ¿no?
Siempre se jugó con esa metáfora. Yo la
creo cierta, aunque la expresión sea un eufemismo.
––No
es así como funciona.
Suena
molesto. Se ve que es enemigo de la astucia. Entonces pasa un viejo colectivo
con el escape roto. Eso parece, aunque a Marco le suene a otra cosa. El ruido
es ensordecedor. Viene desde el comienzo de todas las cosas y va a perderse al
fin de los tiempos, calle abajo. Marco se tapa los oídos.
Luego silencio.
Ahora
sopesa sus palabras:
Pirotecnia aparte, sigo sin entender.
––¡Es
que no hay nada que entender, me cago en…!
Entonces…
––Buscás
ser mártir por tu padre, luego va a ser tu madre, no es así como funciona. No,
no, no, señorito.
Es
obvio que ha descendido varios escalones. De tratarse de ajedrez, diría que
Marco juega brillantemente y ha tomado las riendas de la partida. Pero yo no
apostaría aún.
Me estás diciendo que vos no…
––Yo
no tengo nada que ver.
Entonces es… ¿Dios?
––Jajá ¿a cada cosa tenés que rotularla? Aunque ustedes hagan eso con todo y más, existe lo innombrable, lo que no tiene tierra, ni rango.Yo no puedo siquiera levantar mi cabeza a su paso. ¿Muerte? Debo reconocer que es un mote casi feliz, sí. Pero aún nada le ha bautizado.
Suspira.
Es casi cómico.
Pero es imposible reír porque ahora un gigantesco camión de residuos llena cada hueco del silencio a su paso: lo enduye, lo ahoga, lo mata. Suena como el aliento de un monstruo que se siente todopoderoso en su impotencia. Marco ve un brillo amarillento, como de dientes. El destello opaco se desvanece de inmediato.
¿Qué hay de la voluntad, el empuje, la
fuerza, la abnegación?
––No son indispensables. Aunque sí ayuden. Imaginate a un hombre flotando en el medio del océano. Si no mueve sus brazos y piernas se hunde de inmediato.
Pero igual va a ahogarse.
––Puede llegar algo en su rescate. Pero digamos que, por lo general, eso es lo que termina ocurriendo. Sí. A veces la situación requiere de ciertas condiciones… ambientales, un entorno amigable, que se le dice.
¿Y esas condiciones pueden arreglarse?
¿Generarse?
––No
depende de preparar el terreno, porque la escena siempre será inherente al
actor.
Creí que era al revés.
Pero aquí el otro está en su razón. Y Marco se afirma en sus dudas. Por momentos siente que está frente a un charlatán. Aún así, escucha.Tampoco tiene otra alternativa.
––Hay algo que ustedes llaman destino (tiene un nombre mucho más largo y complejo, pero ese no es el caso). Es conveniente no contradecirlo, aunque hacerle caso tampoco asegure algo. Solo un consejo, por simpatía: cuanto más alto el vuelo, más letal la caída.
Más rápido el desenlace. Menor el
sufrimiento.
––Aplica.
Son muchas las cosas que desconozco,
pero eso no me hace culpable.
––Por
supuesto. Aunque la ignorancia es punible. Pero no es tu caso.
Bueno.
Baja
la vista a la mesa. Es de esas típicas de boliche de barrio en dos variantes de
marrón: el oscuro de patas y bordes y el casi beige del cuadrado central. No le
extraña que esté vacía. Ni que el local también lo esté.
––El
escenario fue a elección tuya. Pero ya te dije que…
Dejalo así. Por favor. A lo nuestro.
––Ahora
me toca a mí: Entonces…
Imita
a Marco, suspendiéndose en tono de mofa.
¿El egoísmo es innato? O se hace.
––Primero
tenés que olvidarte de todas las convenciones que aprendiste.
¿La maldad?
––Nada
que ver conmigo.
Marco
intuye un guiño de ojo. Donde haya alguno entre tanta tierra.
La enfermedad…
––Caso
juzgado. 60%.
Empiezo a comprender.
––Bien.
Me estaba aburriendo.
Todo lo que yo pienso que es obra de la
mala suerte ¿…?
––Tampoco estoy solo. Y no puedo malgastar mi tiempo en nimiedades. Ni siquiera… ––Marco nota que está algo molesto––… me está permitido inmiscuirme en pequeñeces.
¿Permitido por quién?
––Estás perdiendo el tiempo, y el tiempo es oro.
Y
cada vez está más inquieto.
¿Por QUIÉN?
¿Acorralado?
Yo lo dudo.
Igual
todo se desvanece, y lo envuelve un torbellino que lo succiona y deposita al
pie de un nuevo amanecer.
Desde la primera noche en que Leo le presentó a Héctor, Marco se siente muy afín a él. Con su seriedad en la humorada inicial ––aquella del respeto y el ajedrez–– lo supo relajar de inmediato, luego y a su paso había conseguido seducirlo. Ahora es alguien más a quién considera cercano, aun en su rol de padre-de-la-novia-barra-compinche. Luego, Marco ha hecho una rutina el pasar a visitarlo al menos una noche a la semana para charlar, compartir un whisky y jugar al ajedrez, esa segunda condición inapelable. Si nos dejamos llevar por las apariencias, Héctor nunca ha estado casado, y Leo es espontánea o adoptada. Pero algo le dice que ella echa en falta su madre, así jamás hable de su existencia. El terreno se abre a todo tipo de especulaciones que, por ahora, Marco elude a consciencia. Y como es muy cauto por naturaleza, solo y solo si alguno abre la puerta y convida al paso, él deslizará alguna pregunta. Por el momento asiste y escucha. Y se siente más que a gusto.
Hoy es otra de esas noches de camaradería. La ha escogido porque al día siguiente trabaja solo por la tarde. Héctor no le ha contado a qué se dedica y él tampoco lo ha indagado. Pero, según se deja ver, es un bohemio cabal a quién el viento le sopla a favor y que nunca ha privado de nada a su hija. Entonces el cómo pierde surelevancia.
Héctor siempre insiste en que sea Marco quién mueva. Su excusa es que con las negras se siente más a gusto. Igual que con su soledad.
Marco
le dice:
––Sí,
también me gusta la soledad y me mantuve en esa postura por mucho tiempo, pero
a cada chancho le llega su San Martín.
Comienza el juego. Marco mueve el peón de su rey. Héctor responde por imitación.[3]
e4 - e5
––Espero que no sea mi caso. A mi edad se vota por relaciones cama afuera.
Ahora
los dos salen a cabalgar, se espejan, se provocan.
Cf3
- Cf6 - Cc3 - Cc6
Y
ya los 4 caballos han hecho su primera escuadra y se presentan para la batalla.
––Sí, supongo que uno se malacostumbra a estar solo, ¿no?
Marco avanza un peón y lo pierde. La defensa de Héctor es agresiva. Retruca:
d4
- exd4 - Cxd4
Cambio
de golpes. Ahora han quedado las piezas acomodadas tras la primera escaramuza y
se miran y resoplan. Héctor saca su alfil de reina. El movimiento aconsejado:
Ab4
––Es
que yo no estaba solo, siempre estuvo Leo.
Ahora los dos preparan otro enfrentamiento. Marco adelanta un peón, Héctor mueve un caballo, Marco lo espeja y Héctor lo acosa con un alfil; jaque y ajusticiamiento con su caballero. Y uno por otro.
Cxc6
- bxc6
––Pero
Leo es tu hija, yo me refería a una pareja.
El juego amenaza con volverse una carnicería (no me miren a mí; no tengo nada que ver).
Ad3
- d5
Un pequeño e imprescindible respiro, lleno de tensión. Luego otro cruce violento. Cambio de zarpazos: dos gatos y su instinto asesino. Héctor le dice:
––No
cambia en casi nada, si nos referimos a no estar en soledad.
exd5
- cxd5
Y
ahora ambos se miran, se estudian, se miden; enrocan. Así:
O-O
– O-O
––Pero hay una diferencia sutil… ––dice Marco.
Ag5
- c6
––Para
mí nada determinante.
Ahora entramos en una meseta de planificación y ordenamiento; tal vez un momento trascendental. Los dos mueven a sus trebejos con velocidad. Preparan el golpe, se protegen. Inspiran, exhalan, callan. Pregunta y respuesta. O tomo y obligo.
Df3 - Ae7; Tae1 - Te8; Ce2 - h6;
Af4 - Ad6; Cd4 - Ag4; Dg3 y... Axf4
Héctor
rompe la tregua y toma alfil con alfil.
––En mi caso, la llegada de Leo me cambió por completo ––lo dice mientras toma al alfil ofensor con su dama.
Dxf4
Héctor
le jaquea un caballo con su reina.
Db6
Consciente
de su gran movimiento de quiebre, ahora Héctor pregunta:
––¿Seguro?
Sabe
que ya ha tomado las riendas. Otra tregua. Muy tensa.
c4
- Ad7
––Positivamente.
Y
un nuevo Ojo por ojo. Diente por diente. Peón por peón.
cxd5
- cxd5
Héctor
apunta:
––Eso
puede ser un riesgo. Quiero decir que el pasado a veces llama, en especial si fue
auspicioso.
Ahora
Marco jaquea a ciegas con su torre al ataque y la pierde.
(Personalmente
creo que Dc7 era una opción más que válida, pero no soy yo quién juega
brillantemente.)
Txe8+
- Txe8
––Con
esa postura no cambiaríamos nunca en nada.
Ahora
Marco se siente en desventaja. Para a su reina en defensa. Pero de inmediato
Héctor la jaquea con un caballo.
Dd2
- Ce4
––Seguro, seguro; solo supongo que si estás muy acostumbrado a hacer y deshacer a gusto e piacere el cambio puede ser demasiado notorio. Pero no digo que lo sea con vos.
Sin
darle tiempo a repostar levanta su mano izquierda y dice:
––Vamos
a tablas ¿sí? Estás perdido.
¿Lo está diciendo el padre o el viejo guerrero? Importa poco: Marco hace un gesto que dice ¿Qué? ¡Ni en pedo! En voz alta:
––Como
sea, me prefiero hoy y con ella.
Luego avanza un peón.
b3
Héctor
parece saberse en un momento crucial de la partida. Piensa en su jugada, luego
actúa, paciente, impiadoso (es solo un juego, por favor):
Td8
––Me gustó como te enfrentaste a mi defensa ––le dice.
––Pura suerte, no soy más que un aficionado ––responde Marco.
Ingresamos a esa parte del juego que es El Gato y El Ratón. Por favor, ruego que me entiendan: Héctor le ofreció tablas porque el partido estaba terminado. Tal vez para gastar esa noche en una charla de amigos y un par de tragos más. Y, créanme, no sé qué cuernos le pasa a Marco, porque verdaderamente aprecia a Héctor. Sin embargo, ahora quisiera ser capaz de borrarlo del tablero y de su noche. En fin, el movimiento vuelve a hacerse frenético, tanto como
Dc3 - f5; Td1 - Ae6; De3 - Af7; Dc3 - f4;
Td2 - Df6; g3 - Td5; a3 - Rh7;
Rg2
- De5; f3 - e3; Td3 - e2 y… gxf4.
Marco
mata desangrándose mientras ve impotente como un peón de su oponente alcanza
sus filas y se vuelve Dama.
e1=D
Vuelven
a hablar. Héctor le responde a su cumpa:
––Para ser aficionado sos más que un digno oponente.
Pero
Marco ya no lo escucha.
fxe5
- dxc3
Y
ese es el último golpe por golpe válido. Luego sobreviene una lenta agonía que
Marco soporta estoico, pensando en por qué no aceptó tablas en la movida
vigésimo tercera. Ahora dispara como el soldado que no sabe qué pasó con su
batallón, ni con su patria.
Txc3
- Txd4
Pregunta:
––¿Jugás
mucho?
Mientras Héctor lo deja sin alfiles y toma su último caballo. Lo va asfixiando lentamente. Marco se ahoga pero sigue moviendo lo que le queda. Parece haber tomado el desafío como algo personal.
b4
- Ac4
––Estoy en un torneo en línea de Chessmaster, pero me liquida el dial-up.
Sabe que el partido ha terminado hace rato, pero ama jugar. Y ya no le importa infringir dolor.
Rf2
- g5
––Deberías
conseguirte una conexión por cable módem.
Marco habla entre dientes, mientras busca un refugio que no encuentra.
Te3
- Ae6
––Sep, pero viene con el paquete de TV Cable y no pienso pagar ni un centavo por esa basura.
Tc3
- Ac4 / Te3 - Td2 y jaque
––Pensamos
igual.
Marco
baja la guardia y busca por dónde llegar a los temas que lo intrigan, pero no
halla el resquicio. Está vacío como el tablero.
––Creo
que ahora me resultaría muy penoso volver a la soledad ––dice.
Sabe que ya no puede proteger más a su rey. Solo en orden de hablar escudado, hace una nueva movida.
Re1
Cuenta
con un par de segundos más de aire como para inquirir. Héctor dice:
––Entonces es que no dejaste nada en el camino. Sea, siempre nos quedan materias pendientes, pero vale haber rendido las importantes ––se ríe–– no, no es un fallido por favor, solo una analogía poco feliz ––ríe y asfixia. Mueve.
Td3
Marco
le dice:
––Me
hiciste pensar en ese sueño freudiano en que estás desnudo y con la mente en
blanco ante la mesa de exámenes.
Piensa
si puede dilatar un segundo más el juego. No. Pero tampoco se da cuenta de que
Héctor ha pasado a su fase caníbal y que eso ya no le importa. Prepara el
asalto.
Rf2
- Rg6
––Sí,
faltaba nada más la caída de dientes…
Marco
lanza su último golpe desde el piso, jadeando.
Txd3
––… y estar perdido en una ciudad desierta. ¡No me distraigas!
Mira
a Héctor y se le aparece la esfinge de un demonio azteca.
Axd3
Los
dos se ríen a carcajadas, mostrando los dientes. Ambos parecen alienados. Solo
que uno ya ha bajado los brazos y el otro parece estarlo disfrutando.
(Si me preguntan, es porque este juego es así: tan sanguinario como cualquier tragedia de Shakespeare.)
Re3
- Ac2
––¿Y
ahora, qué?
Marco
no responde. Esgrime una última finta.
Rd4
––Muchas veces una estrategia no es suficiente y hay que contar con todo lo que está al alcance de uno ––agrega. Luego observa el movimiento lógico de su oponente.
Rf5
––Sí,
podría ser. Pero lo dudo.
Una
partida brillante. Un ahorcamiento lento ¿Héctor estuvo jugando con él? ¿Lo
tomó a la broma? Siente que su juicio está nublado. Hace la última movida
posible.
Rd5
Y
dice:
––Sin
embargo yo creo en la intuición… y el manotazo de ahogado ––ríe nervioso.
h5
Entonces
acuesta a su rey. No tiene sentido seguir así por toda la eternidad.
––Pero
es como creer en los milagros… ––dice Héctor, que parece no haberse dado cuenta
del fin de la partida.
––Algo
parecido. Que los dioses den su veredicto.
Héctor
hace una impostación brillante de HAL 9000:
––Gracias
por una partida tan agradable, Marco.
Mara tiene su estudio en lo profundo de San Telmo. De hecho, lo tiene desde mucho tiempo antes de ligarse con Daniel. Es un desván y depósito a los que se llega pasando por una terraza, y que es parte de una vieja casa que sus dueños han alquilado sectorizada, cada espacio para algún emprendimiento artístico. El inmenso salón de planta baja es un estudio de danzas; las habitaciones del primer piso, asordinadas, son tres salas de ensayo dramático; y luego está Mara, al tope, en su atelier de fotografía, con un precario galponcito a la izquierda, que es su laboratorio para revelado y copias. Cada planta cuenta con su baño y una pequeña cocina como para salir del paso. Heladera hay una sola y está en la planta baja, pero es enorme.
A Marco, que conoce a Mara de esas épocas de su despegue, cuando era vista por todos casi como una sacerdotisa, le es muy grato ir caminando hasta allá y pasar el rato entre flashes, cámaras, lentes, y trastos de toda clase, todo eso que ella usa para sus puestas en escena. Allá a lo lejos se habían quitado de un plumazo la inevitable tensión sexual del principio, tanto así que Marco recuerda no haber llegado a bajarse el pantalón. Ya libres de ese peso, muy pronto se afianzaron como amigos, y no volvió a presentarse otra situación igual.
Como ya dije, para Marco, Mara se ha hecho más mujer con el correr del tiempo, ha ganado peso con gentileza, se ha tatuado como el vagabundo de Bradbury, lleva sus piercings con innata sutileza y se corta el cabello al rape.
Ahora Marco ha pasado porque ella quiere mostrarle el trabajo que está haciendo sobre las fotos de Leo, y quiere que lo vea con la calidad de imagen que ella pretende; y que conlleva un peso inaceptable para enviar vía E-mail. Las van viendo por el monitor, Mara le hace ver los pasos en el proceso y Marco está subyugado por sus resultados.
––Mirá
esta. Es una de las que más me gusta.
Marco ve a su pareja convertida en una guerrera. La imagen la muestra inclinada hacia adelante, piernas apenas flexionadas y las manos sobre los muslos, mirando fijo a la cámara: la pose de salida para un pateador de fútbol americano. Mara la ha pintado como a un indio ––el rostro blanco y con dos trazas horizontales rojas a cada lado––, ha hecho de sus ropas un leopardo y la ha situado en una selva.
––Increíble
––balbucea.
––Mirala
ahora:
Ahora
es la misma Leo, pero con sus ropas y la pared de fondo. Aun así desafiando a
quién esté más allá de la lente. La máxima virtud de Mara es atrapar la esencia
de su modelo.
––Uau. ¿Cómo se te ocurren semejantes ideas? ¿Usás el azul como pantalla de sodio[4]?
––Algo
así ––luego––: primero tengo que enamorarme del sujeto, después la imagen me
dice qué hacer.
––¿Pasa
a menudo?
––De
tu chica me enamoré a primera vista.
De inmediato, para que Marco no se sienta amenazado, agrega como artista.
En la segunda fotografía Leo vuelve a desafiar a la cámara (y al universo entero tras la lente), pero ahora con las piernas firmes y separadas y ambas manos a los costados de su cintura, la cara apenas alzada en un gesto casi de insolencia. Pero su descaro es el de quién se sabe superior, y que no puede ni debe evitarlo.
––Me la regarcho ––dice Mara, mientras le da un codazo y le guiña un ojo.
––Hay
que ver que piensa ella ––juega Marco.
––Uf; creo que no tenés ni idea de lo que puede llegar a ser tu chica. Mirá esto:
Ahora Marco está frente a una Valkiria. El escenario es piedra azabache y musgo, las ropas de Leo solo difieren del entorno por la orientación de la luz, que acentúa sus formas y la enmarca. Con algo más de atención ve sus inmensas alas desplegadas, pero no siente que ella vaya a volar, solo demuestra su esplendor nórdico. Piensa que en ambas ediciones Mara ha resuelto brillantemente su cabello ensortijado sin distorsionarlo: simplemente ha redirigido el foco de atención.
––Brillante
––expresa Marco.
Otro instante. Parece estar redescubriendo a su pareja.
––¿Todo
Photoshop?
––Y
alguna traza del Painter… esas son las dos que quiero exponer.
––Arreglate
vos con Leo, yo no me meto.
––Dejámelo
a mí.
––No quiero voltearte el castillo, pero Leo es algo tímida… esa no es la palabra… muy celosa de sí.
––Hmm… me parece que sos vos el celoso ¿tenés miedo que use esas alas que le di?
––¡Para nada! ––se sorprende por su vehemencia––; quiero decir que puede hacer lo que ella quiera.
––Y no dudes que es así ––Mara cambia el tono––. ¿Por qué los verdaderos afortunados nunca se dan cuenta de lo que tienen en frente? Me hace sentir que no son merecedores, y que debería quitárseles lo recibido ––Marco intenta apostrofar–– pero es así y siempre lo fue: pan a quien no tiene dientes.
Luego lo besa tiernamente en la sien. Ahora ya es su hermana mayor. Antes de que él llegue a decir algo:
––¿La
vas a dejar venir sola? Prometo no drogarla.
Toma
el porro a medio quemar que dejó al pie del monitor y hace una mueca graciosa.
Marco sonríe.
––Me parece que no fuma. Al menos conmigo ––3, 2, 1––; seguro que viene, arreglalo con ella, creo que el martes tiene un par de horas libres… y estudia acá cerquita, Perú y Diagonal.
––¿Y
vos?
––¿Yo qué? Yo ya dejé mis estudios ––Marco se ríe.
––Qué decís vos sobre que yo la exponga.
––Me
parece súper artístico, me encanta lo que me mostraste… ¿Por qué me lo
preguntás.
––Simple
curiosidad.
Dije que desde su egreso Marco sigue insistiendo en que se debe un viaje, pero un viaje de verdad, no de una quincena. Uno para volver a Europa y a esos lugares que siente como propios. Ahora piensa que sería fantástico poder llevarla a Leo, y hacerla parte de todo eso que él ama. No cree que Héctor vaya a estar en desacuerdo, hasta supone que él puede aportarle ese corriente de ella y que así no sea todo un desembolso de sus arcas. Chelsea, Kensington, Mayfair, Notting Hill… Un portazo lo devuelve a su ph en Congreso.Es Leo. Parece contrariada, enojosa.
––Hola
bichito ¿mala mañana?
Mirándola
bien, se la ve iracunda.
––¿Vos
te cogiste con esa gorda?
––¿…?
––¿Vos
te cogiste con esa gorda? ¿Cuándo?
Marco recupera algo de aplomo, sale un poco de su asombro.
––Hace mil años, un cortito atrás de la puerta, como se dice.
––¡No
te hagas el pelotudo! Yo hablo de anteayer.
––¡NO! ¿De dónde lo sacaste?
––Ah…
si llega a ser cierto…
––¿Cierto
QUÉ?
Leo parece querer calmarse. Respira hondo y acompasado. Quiere recuperar un ritmo más normal. Tira sus cosas sobre un sillón, se quita el chaleco, va a la cocina y se sirve agua de la canilla. Regresa al living, se sienta a la mesa, traga medio vaso.
––Mi
amiga Jazzy está en el curso de danzas de planta baja, en la casa en que esa
puta del orto tiene su cogedero.
Inspira
profundo. Marco la interrumpe.
––Che,
pará, aflojale que colea, que Mara no es ninguna puta del orto y ahí tiene su
estudio, ahí trabaja y se gana un sueldo.
Leo
respira profundo, pesado, parece escucharlo. Él continúa.
––No
sé qué pueda haberte dicho tu amiga, pero lo que sea es falso o, como mínimo,
una mala interpretación.
Su
tono se ha vuelto casi conciliador. Se sabe inocente y quiere que todo se
aclare pronto y sin heridos.
Leo
se prepara a hablar. Toma otro trago, apoya el vaso sobre el vidrio de la mesa:
––La
escalera al primero y terraza está al fondo del salón ¿verdad?
––Sí, normalmente se trata de pasar durante algún alto. Es una convención tácita. Supongo que tu amiguita Jazmín nos vio subir. Sigo sin entender. Vos sabías que iba a pasar para ver tus fotos.
Leo lo observa fijamente. Aún su color está algo arrebatado. Parece que ahora sí va a contar su versión de los hechos (la versión de Jazzy).
––Cuando
terminó la hora y tuvieron un descanso, las chicas se fueron a la terraza a
fumar un churro.
––Muy
bonito ––lo dice con un atisbo de sonrisa, benévolo.
––Y
ahí escucharon todo.
––¿Todo
QUÉ?
––La
maratón de gimnasia.
––Pará…
cuando yo me fui se quedó sola ––lo dice sorprendido, para él ya es una charla
habitual.
––Nadie
te vio salir.
––¿Y qué? ¿Tengo que avisarle a tu amiguita cuando llego o me voy? Mil años que no pasaba por ahí. Fui por tus fotos.
Toma
algo de aire, ahora aparece contrariado. Solo un poco, pero…
––¿Mi
palabra no vale un carajo?
Leo
se siente rodeada. Rodeada y sola. Indefensa, boba. Marco no le da tiempo a que
retome su hilo, si es que tiene algo más por decir. Toma su celular de arriba
de la mesa y llama a Mara.
¿Qué hacés?
Leo
inquiere de manera gestual, silente. La tormenta ha amainado.
––Hola
Maru, te paso con Leo así arreglan de una vez. (…) Y a ver si podés sacarla de
una duda. (…) No sé, hablalo con ella. (…) Te la paso, beso.
Leo abre los ojos como platos, toma el aparatito, Hola…
Marco
hace silencio y trata de escuchar lo más que pueda.
––Hola
belleza, el lunes le mostré tus fotos a Marco ¿Qué te dijo?
––Poco…
que estaban muy buenas y que yo las tenía que ver.
––Yo estoy súper conforme, las quiero exponer, pero necesito tu visto bueno. ¿Cuándo podés venir?
––¿No
podés mandármelas al mail?
––Imposible:
pesadísimas.
––Dejame
ver…
De
pronto, como si el coraje hubiera vuelto a su cuerpo, escupe:
––¿Te
acostaste con Marco?
––¿QUÉ?
––Si
te acostaste con Marco.
––Hace mil años, en otra vida, y no nos acostamos precisamente.
––El
lunes…
Mara
suelta una carcajada.
––El lunes, después de que tu queridito saliera corriendo hacia vos, estuve con la primera actriz de Divinas que es tan lechona como yo, pero le gustan solo las chicas: ella se los pierde…
––¿Y
Daniel?
––A
Dani no le importa nada. Y hace bien.
––…
––Te lo cuento porque te aprecio, pero ¿de dónde te vino que yo podría interesarme hoy en tu noviecito?
––Disculpame.
––No pasa nada ¿Cuándo te espero?
––Dejame
ver como vengo y te llamo del mío ¿Querés agendarlo?
––No
hace falta.
––Bueno.
Chau. Te paso…
Marco le hace un gesto de no, no, ya está. Entonces Leo corta. Él gestualiza un ¿Conforme? Ella no contesta. Parece sobrepasada.
––¿Vas
a ir a ver las fotos? Están geniales. Supongo que la vas a dejar exponer.
Leo
parece ensimismada, o ida. Marco insiste:
––La
vas a dejar exponer, ¿cierto?
Leo
vuelve a mirarlo, ahora se muestra algo resentida.
––Por supuesto.
El incidente por Mara es el primero de una serie de sinsentidos que Marco ya cree que ella se inventa, por consiguiente no le hace caso. Hasta llega a pensar en sentarla frente a él como a una nenita caprichosa y reprenderla. Pero por ahora la deja hacer. Sin embargo, corrida otra semana, ella ha apostado por una movida inesperada y dura: sus remeras de entrecasa, su muda de ropa y sus enseres de baño desaparecen, también su taza de la buena suerte. Marco se enfrenta a esa realidad el día en que más tarde regresa del Liceo. La llama pero su celular está apagado. Entonces prueba con Héctor.
––Está
durmiendo, gaucho.
––¿Cómo está?... Digo… estoy hecho mierda.
––Las
minas son así, viejo. Ya se le va a pasar. Te lo dice mi experiencia.
––¿Te
parece que pase a verla?
––Vos
esperame y yo te aviso ¿sí?
––Bueno, dale. ¿Vos bien?
––Mejor
imposible.
––Cuando
ambos sabemos que…
––…
bien puede ser la respuesta de un enfermo terminal.
(Risas
nasales.)
Pasados un par de días, Héctor lo llama para una partida de ajedrez. Marco va como su amigo. Leo no es parte de la escena. Está entre bambalinas, estudiando, luego vendrá a comer. Pero, al cabo de una hora, hace su aparición cambiada para salir, los besa a ambos y le dice a Héctor que no la espere levantado. Efectivamente, ya terminada la partida y un whisky extra, Marco desiste y se va. Y ella aún no ha vuelto.
A partir de entonces Marco va a volcar sus energías al trabajo y los arreglos en su departamento, así vuelva a endeudarse hasta el cuello. El primero es el entrepiso. Él lo diseña y otro lo realiza. Son tres vigas doble T pintadas de rojo, y un entablado en lapacho de una pulgada. La escalera la hace de la misma forma, pero a 35º y con barandas. También compra la madera para amachimbrar lo que será su escritorio, y llama a un plomero para que anule las canillas y haga lo necesario para que salgan al patio, que pronto hará techar (con un toldo a balancín). Cuando el plomero rompe la pared, un río de cucarachas se hace océano por todo el piso. Él llega a cerrar a tiempo la puerta balcón y les lleva una buena hora de pisotones eliminar a toda esa generación de blátidos.
Mientras lo hacen, piensa que entre las diez plagas de Egipto no se nombra a las cucarachas.
Finalmente,
después del techado del patio, Marco siente que la obra está completa. Ahora sí
su ph se ve como él lo ha querido. Compra pizza y cerveza para festejar. Hasta
que se da cuenta que está solo. Y la pizza se enfría en la mesada. Y la cerveza
se queda en la heladera. Y él está echado en la cama, boca abajo, y desearía
ser capaz de dormir por toda una eternidad.
––Lo que yo necesito es algo que me permita funcionar, salir. Algo que me dé marcha, doc.
––Yo
te voy a hacer una receta de Fluoxetina, pero vos tenés que empezar a hacer
terapia.
Es
su médico, ese de siempre, quien se lo dice.
––Sí,
pasa que me siento medio ridículo para caer con alguien a hablarle de problemas
del corazón como una colegiala despechada.
––Sin
embargo conmigo viniste presto como un rayo.
––Tampoco
te conté nada.
––No. Tu semblante declama como una máscara de tragedia.
––¿Vos
me podés derivar con alguien de tu confianza? ¿Alguien que sepas que no me va a
cohibir?
––Dejame ver…
Recorre
su fichero.
––Que no sea una mina, por favor. Las viejas están todas del orto y con una pendex no creo que consiga desbloquearme.
––¿Rubia,
morena, pelirroja?
Lo
dice sin entonación.
––No
me gastes…
––Andá a ver a éste de mi parte ––le alcanza un papel con un nombre y un teléfono––.Llamalo, concierten una entrevista. Él te va a decir que te conviene hacer.
––¿Le parece bien a las 18?
––Ningún problema, estoy con licencia.
––Entonces
los ataques de pánico sobrevinieron después de las refacciones en tu casa.
––Así es. Cuando terminé con eso estuve dos días completos sin salir… ––parece estar pensando en algo más–– desde que Leo no está vienen pasando cosas extrañas ––lo descarta, retoma––; cuando volví al Instituto, estaba con una de las clases y me empecé a sentir mal y creí que me iba a desmayar o morir, las manos y los pies se me llenaron de hormigas, todos pensaron que se me había bajado la presión (de hecho yo también lo creí) y me fui a casa con un certificado provisorio. Pero en el auto me seguía sintiendo mal, me parecía que yo era una hormiga y que los colectivos iban a aplastarme, y efectivamente paré a un costado, hasta que me decidí por tomar por una calle interna, pero para llegar a casa sí o sí me tenía que meter donde revienta de autos y bondis… al final dejé el coche en un estacionamiento a diez cuadras y me volví caminando.
––Y
ahora, ¿cómo te sentís?
––¿Es este momento? ––El otro asiente–– Estoy bajo medicación.
––Sí,
lo sé, Fluoxetina. Es lo mejor para tu caso. Pero igual quiero que me cuentes
cómo te sentís ahora.
Marco
piensa.
––No hay mucho que pensar, digo, la pregunta es muy simple.
––Sí, sí, estaba buscando las palabras… bloqueo de escritor, que le dicen.
––¿Ves? Ahí está. Hablame un poco al respecto.
––¿Sobre
el bloqueo de…?
––Vos
lo dijiste, supongo que tendrás una razón.
––Puede ser. Desde que me licencié ––mira al otro mientras lo dice, no hay un solo gesto que él pueda advertir–– me prometí que iba a darle forma a una idea que traía en mente desde la época de estudiante, y había venido llevándolo bastante bien, de hecho casi lo tenía listo, y apareció una historia sobre el noviazgo de mis viejos y la quise incorporar y me quedé atascado ahí.
––¿Atascado
con tus viejos?
––Me
parece un simplismo.
––Si usted lo dice… igual me gustaría saber algo de tus padres, si están vivos, cómo es o fue la relación, si los seguís viendo…
––Con mis viejos está todo bien, quiero decir, el viejo está muy jodido, en las últimas, pero la relación está perfecta. Pobre viejo ¿podés creer que sabe todo lo que le va a pasar? Pero tiene unos huevos de titanio… si no fuera por eso, todo marcharía sobre ruedas. Tal vez les deba un poco más de tiempo…
––¿Culpa?
––Para
nada. Siempre hice por ellos todo lo que estaba a mi alcance y sin ponerme en
la obligación. No. Mirá, puede que lo de mi viejo se sume y aporte para mi
malestar, pero estoy segurísimo que no viene por ese lado.
––Si vos decís. ¿Entonces todo es culpa de… Leo? (Qué nombre extraño ––Es por Eleonora, su padre es fanático del ballet, pero ella se lo cambió, así que Leo es oficial.)
––No
sé a quién más atribuirlo.
––¿Y
si cambiamos el pronombre?
––¿Quién
por…?
––¿Qué?
¿…?
––No sé a qué más atribuirlo…
Marco ha dejado de frecuentar a Héctor, y éste no le ha vuelto a pedir que pase por una partida, tal vez consciente del dolor que aquel siente en cercanía de Leo, que no lo evita, pero su destrato hacia él se codea con el desprecio. Sí, Marco y Héctor conservan una fluida relación telefónica, a razón de un par de contactos a la semana.
––Entonces
¿está saliendo con alguien?
––¿Me
preguntás en serio?
––Ya
me estás contestando.
––Sí,
pero la viene a buscar y ella sale, no me lo presentó.
––¿Sabés
si va en serio? ¿Te cuenta algo?
––Hay una regla tácita entre nosotros. Y reza Thou shalt not ask.[5]
––Sabés que con el tiempo llego a la conclusión de que ese primer desplante se lo inventó. Lo que no llego a desculares el por qué.
––Porque se descolgó de su independencia demasiado pronto. Yo jamás la celé, pero hasta los dieciséis largos le puse límites, no severos ni restrictivos, sí lógicos, porque aunque los chicos de hoy nos ganen por goleada en los tiempos de crecimiento y aprendizaje, siguen siendo inmaduros. Nosotros éramos giles hasta los veintipico y después ya nos veníamos viejos, pero estos no se dan tiempo de nada, tal es su velocidad.
––Entonces…
––Entonces
Leo no llegó a soltarse del todo, se descolgó de mí y se colgó de vos, y me
parece que ahí está la razón de todo.
––Así que yo debería esperar a que se coma a Dios y María santísima… ––se da cuenta de que está hablando con su padre, reestructura su exposición––, a que tenga todas las experiencias que le falten para crecer y ahí soñar con que me recuerde ––la frase que culminaba en tono de pregunta, se vuelve una dolorosa afirmación–– no, no señor.
––Estoy
de acuerdo. No juego para ninguna parte. Aunque ella es mi hija, quede claro.
––Por
supuesto. No quiero que te ofendas ni te enojes conmigo…
––Por favor, mi amigo… por eso ya estoy aplicando para una suplente.
––¿La
misma de antes?
––No
creí que supieras.
––Algo me contó Leo, poco y nada. ––Elude sus juicios de valor–– ¿Y juega bien al ajedrez? ––bromea.
––De terror, pero como no se acuesta con mi hija puedo perdonarla ––broma devuelta corta, a la red––. ¿Y vos en qué andás?
––Qué sé yo… cuando terminé con todos los arreglos que te había contado se me vino el mundo abajo… y otras cosas que no creo que puedan interesarte.
––Te
considero como a un amigo. Sí me interesan.
––Sí, lo sé. Era una gambeta educada de mi parte. Tal vez no tenga ganas de hablar de otras cosas.
––Por
supuesto.
––En
fin…
––Seguimos
al habla.
––Así
sea.
Pero
Héctor está herido. No sabe si es por el dolor que reconoce en cada expresión
de su adversario en ajedrez o porque su hija lo mantiene al margen de lo que
está viviendo, tal como si su padre ya no fuese una parte más de su vida.
Se
queda en su sillón para ver películas, pero la reproductora y el televisor
están apagados.
Al
encontrarlo así, Leo se sobresalta.
––No sé por qué lo estoy haciendo, pero ya no más.
Están mirando al techo cercano. Los dos boca arriba. Los dos destapados. Los dos desnudos. Mara tiene el brazo derecho extendido y con su mano juega con el sexo de Marco. Lo acaricia, lo toma, lo estruja, lo suelta, hoy es su mascota, su peluche. Pita y le ofrece el porro a Marco, él pasa. Ella dice:
––Parece mentira que hayas tenido que caer tan bajo para permitirte una cogida de verdad conmigo.
Marco suspira profundo. Ha cerrado los ojos. Mara continúa:
––Mirá que tener que inventarte el cuentito de la sesión callejera para tocarte los huevos… ––baja su mano y, literalmente, se los agarra–– no así, sino esos del caballero que sos para que vinieras en mi auxilio ––y esto en falsetto, histriónico, fingido–– Yo, una pobre e indefensa mujer ––vuelve a su modulación natural–– para que el señorito se deje de hinchar con sus ataques de pánico de colegiala.
––Los
ataques de pánico son bien ciertos e incontrolables.
Esto dicho sin abrir los ojos.
––Vos seguí empastándote… mientras esta funcione ––y le estruja la verga con su mano una vez más. Marco se queja. Pero su pene vuelve a lubricarse naturalmente. Mara se lame su palma, emite un quejido de satisfacción y con un giro ágil ya está a horcajadas sobre él.
––Pero que sea la última, ¿eh?
Y
sigue hablando. Pero ya no se le va a entender una sola palabra.
Marco está hipnotizado por la olla al fuego. El agua, luego de un primer crescendo cercano a la furia, ha calmado su voz hasta el silencio. Ahora cápsulas microscópicas de vapor comienzan a generarse en su seno, se expanden en metástasis: ebullición. Uno desearía que alguna de esas varitas anoréxicas y transgénicas de harina, semolín, potasio y sal le gritaran ¡ey, macho, estamos esperando!,pero sabemos que eso nunca va a ocurrir ¿no? Y el agua ha comenzado a evaporarse por aburrimiento y él no demuestra intención alguna de completar la tarea. Cuando la cacerola está por quedarse vacía apaga el fuego. Luego la luz de la cocina. Ahora todo es oscuridad. Sin embargo, pasado un rato, la luz que se cuela desde el patio ya le permite ver como un nictálope. Mira hacia su nuevo dormitorio pero le parece más lejano que el Everest de Himalaya. El sillón grande ––que le queda chico–– lo llama, y el obedece en silencio. Se hace fetal, se duerme, no sueña pero tampoco descansa. Y ese maldito zumbido una y otra vez. Tira manotazos pero no atrapa al insecto. Y es que no es un insecto, sino algo creado por el hombre. Bufa, se incorpora, se rasca las bolas ¡buzzzz!, se frota la cara a dos manos (uf, debería afeitarme), arrastra sus pies hasta el aparato del portero, descuelga, escucha: nada. Pero su abulia es tal que sigue con el tubo en la oreja.
––Marco.
Sé que estás. Al menos encendé el celular.
Cuelga. La palabra celular rebota en su cabeza. El teléfono. Enciende la luz del living y comienza a buscarlo. Algo puede con su desgana. No sabe qué es. De pronto se da cuenta: sí, EL DEBER. ¿Cómo pudo haberse permitido el sentirse para la recalcadísima mierda cuando el mundo aún no se decide a parar? Y ahí está el adminículo infernal. Teme encenderlo porque no quiere descubrirse ante un millar de mensajes que no desea escuchar, muchísimo menos responder. Sin embargo se siente culpable. Ahora presiona tres segundos el botón de cortar llamada y el teléfono se comienza a despertar. Él se siente terrible. Le escuece cada centímetro de la piel, está mareado y débil, y ahora le duele el estómago. También tiene frío y hambre, y está bajo techo en un departamento-casa que podría ser techo de una familia de mala fortuna. ¡Buzzzz! No, otra vez no. ¿Quién era a la puerta? La voz le había resultado familiar. Sí. Una mujer. Ahora la mensajería de su teléfono dispara seis, siete, diez notificaciones. Apoya el aparato en la mesada y abre la heladera. Un vaho pestilente casi lo hace retroceder. Todo está en mal estado. No hay nada para rescatar. Cierra la puerta, se sirve un vaso de agua. ¡Buzzzz… Buz-Buz-Buz! El paquete abierto de fideos lo ignora, le hace sentir el displacer del desplante. Sonríe amargo. Con lo que le queda de energías arranca el aparato del portero de la pared, luego lo tira al piso. Como no le gusta lo que ve, levanta los restos y los arroja al patio. Luego sale al patio, recoge los pedazos, y los echa dentro del secarropas. Regresa a la cocina, toma el celular, y le da el mismo destino. Háganse compañía, soretes, dice. Y regresa al sillón. Pero ahora lo acosa un peligro mucho más cercano. ¡Pum-pum-pum-pum-pum! (y repite). Saca fuerzas de algún órgano o saco desconocido, rompa el vidrio solo en caso de emergencia, y vacío de adrenalina grita: DÉJENME EN PAZ POR FAVOR. Ahora es otra voz conocida que lo llama y desde otro género: Dale loco, abrí.Todo bien. Llega a la puerta, gira la llave, corre el cerrojo, reconoce a los cascanueces.
––Nooooo…
El grito, arrancado en un La 440 acaba dos octavas arriba donde rompe en llanto. Héctor la cubre mientras Leo se abraza a la espalda de su padre.
––Dejame
a mí, ¿sí?
Marco
ya ha regresado a su sillón, se rasca el culo otra vez y se reacomoda cual feto
de ochenta kilos. Pero ha dejado la puerta abierta. Héctor entra con su hija
detrás, colgada de sus hombros, la cara hundida en su espalda, sollozante.
Marco ha comenzado a roncar. Héctor se sienta en el sillón de enfrente.
––Fijate en la cocina, allá atrás, en el baño, ese entrepiso… vos sabés mejor que yo. Buscá tubos o blísteres o lo que sea que pueda haber tomado. No pienso llamar una ambulancia para cagarle la vida al pedo.
Leo no le contesta pero empieza con una revuelta frenética de todo lo que ya está desordenado y desparramado por ahí. Se aventura primero a la heladera y luego a sus residuos. No deja un solo rincón sin revisar. Nada, le dice a Héctor, y suelta todo su aire. Él le dice:
––Yo
voy a esperar. No sé qué pensás hacer. ¿Querés tirarte un rato en el auto?
––No,
me quedo. Voy a ordenar un poco.
Héctor
está a punto de decirle que no vaya a tocar nada, pero recapacita que, tal vez,
al despertar, Marco ni recuerde cómo era la situación inmediata anterior.
––Bueno.
Luego deja el juego de llaves que Leo le había dado sobre la mesa redonda de vidrio, entre paquetes vacíos de snacks y latas de gaseosas estrujadas. Les hace un lugar a un costado, no vaya a ser que aspiradora Leo arrase con todo.
Cerca de la madrugada, Marco se gira, baja del sillón y se dirige al baño, mientras Leo y Héctor duermen cada uno en su individual escogido. (Héctor le había dicho a su hija Dormí en la cama, no seas cabezona, pero ella se había negado sin dejar margen a una discusión.) Saliendo del baño los ve, regados por esa luz azul-grisácea que es anterior al amanecer. Se rasca la cabeza. Se dirige a la cocina. Busca y encuentra el café. Llena el filtro. Pone agua a hervir. Desde la puerta a la cocina dice:
––¿Alguien
va a tomar café?
Después de un rato Héctor parte, no sin antes aceptar como válido y creíble el último sí de Marco y pactar otra revancha más sobre el tablero. Y llorarán los trebejos. La situación intenta tejer una charla. Pero solo si ellos colaboran. Marco parece haber nacido hace dos horas, aunque recuerda su pasado hasta un cierto momento al lado de ella, previo al impasse.
––Te
juro que llamé a medio mundo. Y ese medio mundo me conectó a la otra mitad.
¿Cuánto hace que estás así?
––¿Desde
anoche?
––Mara
me dijo que te vino a buscar muchas veces, que descolgabas el portero y no
hablabas, que tenías el celu apagado.
––Pero
si la vi el lunes, fui a ver tus fotos terminadas ¿las viste?
––Sí,
sí. Y le dije que haga lo que quiera.
––¡Genial! ¿Te dijo cuándo expone?
Leo casi pisa fuera del escenario y cae a la fosa cuando está por decir el mes pasado, pero se detiene ahí, al borde, viendo quién sabe a qué. Tampoco sabe a quién está mirando. Improvisa. Pero no es jazz. Tal vez una combinación oculta de unos y ceros.
––Héctor me contó de tus paniqueadas, ¿fuiste al médico? ¿Qué onda?
Marco no entiende, hace un gesto de ¿qué?
––Me
dijo que le contaste que te ibas a tomar licencia, que no te sentías bien en
clases…
––Pero…
la semana pasada jugamos ajedrez. ¿No se acuerda?
Con lo poquitito que sabe, Leo se da cuenta que no debe seguir, teme que él entre en shock. Piensa en qué quiere decirle y cómo hacerlo.
––Me
habías prometido una vacación, salir, irnos a alguna parte, al menos un par de
días, desconectarnos de todo… el padre de una amiga es dueño de un spa acá cerca,
a un par de horas ¿vamos un fin de semana? Si no te gusta vemos entre otros. En
el diario salen siempre. Busco y elegimos, ¿sí?
Marco se ilumina. Dice SÍ solo con su gesto. Parece un abuelo a quién no han visitado por un largo tiempo y, de pronto, se encuentra con todos sus nietos. Leo lo abraza por primera vez desde el inicio de la escena. Ahora Marco rastrea con su vista algún objeto de su pasado que no consigue encontrar. Ella saca el celular de él de un bolsillo y le dice ¿Buscabas esto? Pero no le cuenta dónde lo encontró. Marco sonríe, lo toma, lo enciende. Deja que supere todos los pasos necesarios para activarse. Cero mensajes de voz. Cero mensajes de texto.
––A
veces lo apago porque me llena las bolas, y cuando lo enciendo ahí llegan todos
los mensajes y llamadas perdidas. Mi abuela decía que si salís con paraguas
nunca llueve, y que si esperás un timbrazo va a sonar cuando hayas ido al baño.
Luego
suelta un suspiro.
No sé cómo adjetivarlo.
Leo ha leído e imprimido el libro de Marco. Se emocionó, insultó, compartió, repudió. Se enamoró de algún personaje, odió con su alma a otro, pidió una recompensa por alguien y se ofreció como garantía en algún rescate. Ahora le deja el libro a Daniel, anillado, doble faz.
––Diez puntos Leo, ¿qué le pasa a tu amiguete? ¿Por qué no me lo trajo él? ¿Por qué no responde a los mensajes? ¿Ahora es él la estrella?
––Está a full con las últimas clases. Quiere cerrar el año y está metido en eso. Ah, me pidió que te avise que no se lo pasó a Silvana… no sé, vos sabrás.
No se anima a confesar que robó el trabajo inconcluso, que cortó ella lo inacabado, que redondeó con palabras de él… ¿Qué mierda: vas a dejar que una buena comida se desperdicie porque el chef aún no encontró ese ingrediente que solo él puede degustar? Al carajo.
––No
pasa nada, siempre fue un histérico, creí que estando con vos se le iba a
pasar, pero me equivoqué otra vez. ¿Viste la expo de Mara? ¿Qué te pareció? Vos
saliste mortal… quiero decir, Mara te editó de diez.
Sí, no lo dudes, me arrancó el alma y
se la comió. Acá tenés a tu amiguete, desnudísimo y para hacer lo mismo.
––Mira Chuchu, tenemos estos tres lugares para elegir. Al norte, oeste o sur, para el este necesitamos un barquito.
Leo
está sentada detrás de él y le plantea el plano enfrente, rodeándolo con sus
brazos.
––Para
comenzar yo exigiría un salvavidas.
Leo parece haber regresado del mejor viaje de fin de curso de todas las vidas de todos los estudiantes que hayan existido jamás. Está radiante como nunca. E ignorante por decisión propia sobre los detalles del blackout de su pareja. Exige:
––Norte.
Oeste. Sur. ¿…?
Marco
tira al aire su bocadillo. Cae sobre el Acceso Oeste. La vieja R7.
––Bueno,
parece que va a ser Areco. La 41.
––El
destino ha hablado, mi señora.
––Pero nada de gauchos, ¿eh?
––Ni hablar.
Esa misma tarde de jueves hacen las reservas y el viernes por la mañana ya están preparados para partir. El auto está relajado porque cargan con muy poco. Pero aún queda una promesa por hacer efectiva. Así que antes de salir Leo llama a Héctor y le cuenta qué van a hacer. Luego le pasa el celular a Marco y este se abraza virtualmente con su amigo. Corta. Leo dice Listo por mi parte e inquiere a Marco con su mirada. Y este Marco de hoy apaga su aparato y lo acuesta junto al de su chica, al centro de la mesa, al último tercio del living. Ambos se despiden de sus instrumentos de comunicación. Luego él cierra la puerta con llave. Con una sola vuelta.
Hola mi amor. Soy mami. Anoche a las
once papi nos dejó. Estuvo consciente hasta casi esa hora. Me pidió que no te
molestara y me dijo que te dejaba un abrazo gigante como esos de cuando estaba
bien y fuerte ––se escucha una sorbida de mocos––. Como él quiso, mañana mismo
lo vamos a cremar en la Chacarita. Espero que estés bien. Te queremos mucho.
Cuando escuches este mensaje llamame. Chau.
[1]La
consideración se debe a que es la hora opuesta a la 15, esa de la muerte del
Cristo.
[2]En
las facultades anglosajonas se designan
así a los cargos a perpetuidad.
[3]En
orden de no perderlos en el tedio: R de rey, D de dama (reina), C de caballo, A
de alfil, T de torre. El número indica la posición en el campo de batalla,
yendo de 1 a 8, de blancas a negras. Las minúsculas a - h marcan la cancha a lo
ancho. La x indica cuando una pieza toma a otra. Irónicamente, el peón no tiene
nombre.
[4]¡Qué
antigüedad! Pero Marco no tiene por qué saber que ya se le llama croma.
[5]No
Preguntarás, expresado a la manera de onceavo mandamiento.
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