Irremediable IV - Tercera Ola: Bertina
Tercera ola
Está hirviendo carcasas de pollo. Debe hacerlo por un tiempo largo, hasta que la carne se desprenda por sí sola de los huesos. Entonces volcará ese caldo en otra olla tan grande como esta y ahí preparará casi dos kilos de arroz que va a mezclar con el pollo trozado. Eso va a ser la comida del día para Iggy Bob, Pepa, Coca y Gogol; Milán, Gala, Maya, Adamaría y Otto; Kika, Kimba, Diana, Conan, Marga, Tica y DiscoStu; Vulga, Piraña, Nina y Rusa; Volga-Volga y Taras Bulba; Juju, Hiena, Montoto, Carmela, Lázaro, Hellen, Perla, Pétalo Negro, Olga, Gloria, Carola, Sol, Chica, Frosty y Jamaica; Celestino, Elvis Pelvis, Antonópulo, Singer, Teresa, Nino y John; Asia, Coyi, Lola, Gromek, Dafne, Adelita y Eva; Luna, Pedro y Adolfo: sus perros y gatos, su familia.
Es difícil de imaginar que esa chica que recorrió Latinoamérica de mochilera, haya decidido a mitad de su camino exiliarse en esta quinta para rescatar animales de la calle, pero menos aún que hoy haya aceptado la presencia de otro humano en su vida. Es que, y es algo que jamás va a confesar, encontrarse a ese viejo amigo de la infancia tan frágil y desprotegido, activó su glándula maternal una vez más. Sabe que él nunca podrá darle lo que ella recibe de sus mascotas, pero sí que curarlo, cuidarlo y reencaminarlo se asemeja en mucho a lo que es su trato con la fauna, y que siente que tal vez sea hora de volver a hacer algo por una persona, creer en el ser humano. También porque su viejo amigo la enternece, así no más, y bien a su manera lo ama.
Parece ayer y otra vida cuando en Brasil y a mitad del viaje de egresados con su grupo del colegio, llamaba a sus padres para comunicarles que no tiene intenciones de volver, que ya casi es mayor de edad, y que piensa viajar mientras tenga fuerzas o no se aburra. También les dice que si mandan por ella o la hacen regresar va a borrarlos dentro de un marco de indiferencia hasta cumplir los veintiuno y poder abandonarlos definitivamente. Consigue de ellos la promesa de que se comunicarán con los responsables de la excursión y antepondrán la excusa pertinente para que no la denuncien como desaparecida. Entonces, ese mismo día, trueca su bolso del hotel por una nota de despedida y se pierde en las calles de Río, junto con su inseparable sombrero. Luego de comer, toma un bus a San Pablo, donde se une brevemente a un grupo de chicos que se junta para vender artesanías en los alrededores del Parque do Ibirapuera, pasa unos días en Diadema con algunos de ellos, pero pronto los deja y retoma su derrotero no planeado. Conoce poco y nada de Brasil, así que aunque no tiene miedos sí toma la precaución de no perderse en medio de la nada. Se siente segura de poder defenderse, pero también abraza la esperanza de no verse obligada a demostrarlo. Lo principal es conseguir el sustento allí donde se encuentre, porque ya casi no cuenta con reservas y sabe que pedir a sus padres implicaría un seguro regreso.
Entonces…
Es la despedida de su primera conquista. Está junto al grupo, pero a un costado y ojeando el mapa que José ha conseguido para ella. Ya les ha comunicado que va a partir, y ellos se han aparecido con frutas, alguna bebida y una modesta provisión de maría para despedirla. Se pregunta por qué ese impulso a largarse otra vez por el camino, si acá ha encontrado un sitio más que amable y seductor como para bien quedarse por un buen rato y la ciudad es inmensa y promete no agotarse para ella por un tiempo largo. Es que huele otro centro geopolítico más, otra Buenos Aires o New York o Tokio, y ella busca algo diferente. No desoye los consejos. Sabe que su nuevo grupo le lleva un amplio terreno de conocimientos de ventaja, por eso se abre a todas las sugerencias, y elige la de volver a un lugar de playa y procurarse el sustento trabajando en algún parador, o en algo que pueda aparecerse frente a ella como potable. Los chicos le han regalado un pareo color naranja y ella se lo pone, luego se quita los vaqueros y posa para ellos. Sus piernas están en la edad de oro, sus brazos y su cuello son bellísimos y están perfectamente dorados al tono exacto que hace juego con sus ojos marrón claro, la nariz larga y recta señalando al corazón de su boca fina. Está en la cumbre de su adolescencia y a medio camino de la juventud. Finalmente, es José quien la acompaña al Gran Central y trata de convencerla para que se quede con él por unos días, lejos del ruido de la ciudad. Ella le dice que es imposible, que su movida es un impulso que no quiere contener. Igual se las ingenian para complacerse ahí mismo, a un costado del gentío, sin que apenas alguien lo note.
Ahora está alcanzándoles sus tragos a una pareja de matrimonios treintañeros. Descubre al escucharlos que son argentinos y se presenta como coterránea, pero ellos apenas le prestan atención. Los dueños del parador, un grupete de muchachos emprendedores, le han facilitado un lugar para que pase sus noches, y come y bebe de lo que ofrecen como servicio. Las propinas son una extra bienvenida y, por un tiempo, se siente bien así.
En sus momentos libres recorre la ciudad, en general la parte céntrica, y piensa en que debería volver a acercarse al cine o el teatro, tal vez a ver algún concierto. De la nada se encuentra frente a una chica muy pálida, rubia cenicienta, que le entrega un panfleto casi sin mirarla a los ojos. Ella le dice gracias, pero la chica ya se ha dado vuelta y se va perdiendo en la multitud. El volante es una invitación, impresa en portugués y español:
JUEVES 22 HS – TEATRO DAS MORTES
POR UN FUTURO SIN CONDICIONAMIENTOS
JÓVENES POR EL LIBRE ALBEDRÍO
Entrada libre Traer alimentos para compartir
Guiada por esa nueva costumbre, compra un cajón mediano de frutas variadas, mete un tanto dentro de su bolsa, se arregla lo necesario y sale hacia allí. El lugar queda bastante apartado del centro, es periférico, pero no se amedrenta. Es muy joven para tener miedos. Por su estrella, un solo colectivo le basta para llegar.
La calle es una avenida y se nota por sus colores y sitios abiertos que no es parte de lo que en la ciudad llaman nodo turístico. En la puerta del teatro, que es la entrada al zaguán de una casa muy vieja, casi colonial, se encuentra, entre otros, con la rubiecita que le entregó el volante en mano. Así, de noche, se le aparece más joven.
––¡Hola! ––Berta saluda radiante––, ¿dónde dejo esto? ––y les muestra la bolsa de frutas.
Uno de los chicos, en español, le dice que las deje ahí a un costado. Entonces ve que ya se ha acumulado algo de comida, muy variada, pero mucho menos de lo que pensaba encontrar.
––Pasa, es allá.
Intenta asociar la tonada de su fraseo con alguna que ella conozca, pero no lo consigue. ¿Venezuela? ¿Colombia? ¿Ecuador? No sabe. Entonces escucha una lengua extranjera, y a esta sí la conoce: es alemán o algún dialecto nórdico, de ese barrio. Y quién ha hablado así no es más ni menos que la chica que antes conoció volanteando. Se vuelve y le pregunta Where are you from?1 Pero la chica le contesta con un castellano impecable que es nativa de Brasil, que estudió en Berlín y que a veces, en tono de broma, habla así a sus amigos.
Entonces Berta le dice
––También tu castellano es admirable. ¡Te felicito!
Ahora sí se encamina hacia el fondo, donde no hay un escenario, sino un grupo no muy grande de personas, todos sentados sobre colchonetas en el piso, algunos conversando. Saluda con su mano derecha y se sienta a un costado. Algunos responden al saludo con una sonrisa. Se pregunta si hizo lo correcto al dejarse atraer. De inmediato se responde ¡Sí! y se deja paladear la experiencia nueva.
Distraída en la observación del entorno (que se le hace más parecido al de un salón de actos de escuela primaria que al de un teatro independiente) nota que algo ha cambiado, y es que se ha hecho el silencio. Frente a ellos, los mismos chicos de la entrada, que ahora le parecen nuevamente mayores, al menos más viejos que hace un rato, se han formado en cinco, y su vértice más cercano es la rubia pequeña, que permanece en silencio mientras observa cómo dos de los otros rompen escuadra y reparten unas fotocopias entre los pocos presentes. Visten a la manera casual, y ella piensa que bien podrían haber estado uniformados. No le habría gustado, pero aún así les hubiese dado una oportunidad, porque bien sabe que las apariencias siempre engañan.
Las luces siguen encendidas. Entonces, terminado el reparto, es la chica quien habla. Ahora nota que su español tiene vicios, pero Berta cree que es ella quién se los inventa, para hacerse más interesante.
“Ante todo, gracias por haber venido. Sabemos que hoy, con tantas herramientas de dispersión en nuestras manos y muchísimas más por venir, es casi imposible pretender un despertar de la conciencia, menos aún en lugares turísticos: por eso tomamos el desafío. Se habrán preguntado quiénes somos, a quiénes respondemos, qué buscamos. En primer lugar, déjenme que les cuente que antes estuvimos donde ahora están ustedes, y que por propia voluntad ahora pasamos de este lado. Por ahora, son dos lugares diferentes. Lo que buscamos es que esos dos lugares sean iguales, pero no idénticos. Nos gustaría que todos nosotros busquemos esa libertad de consciencia que nos va a permitir la verdadera emancipación, pero que lo hagamos a la manera de cada uno, porque no hay una verdad absoluta. Venimos de muchas partes y, por cierto, no nos interesa cómo ni dónde se originó nuestro movimiento. Tengo que aclarar que aunque no nos guste la palabra, es la más adecuada. Como mucho del mundo en cambio constante, nuestras raíces están en la caída reciente del muro, pero no queremos que esto se vuelva vano y político como la estrategia neoliberal del Norte lo está aprovechando a moldear…”
Un trío de presentes cruza unas palabras inaudibles, se levantan y se marchan. La muchacha entonces espera, hace un breve silencio mirando hacia abajo, luego continúa.
“Rechazamos todo ajuste neoliberal de las estructuras porque el pensamiento único no es invencible y jamás dio resultados positivos. Las nuevas economías de filtración no llegarán a los pobres ni se distribuirán nunca los recursos, así las riquezas se concentran y las crisis llegan a su punto de no retorno…”
Otro silencio breve mientras otra pareja se retira.
“Tal vez lo que deba dejar en claro desde un principio es que nuestra propuesta se dirige al corazón de ustedes, porque solo desde ahí, y sustentado por un fuerte y convencido razonamiento, podremos todos obrar a conciencia y a favor de nuestros objetivos…”
––Que son ¿…?
La pregunta nace a centímetros de Berta. Ella ve que parte de un muchacho que parece no dominar muy bien el español. Estamos en tierra de legua lusa, se recuerda.
La joven se relaja. No es que antes haya estado tensa, tal vez no le siente bien el discursar y solo lo haga por obligación. Algo menos discursiva, responde a la inquietud. Dice:
––Ningún objetivo va a ser similar al del prójimo. Cada uno va a encontrar el suyo no por imposición o imitación, sino por necesidad. Si no ¿a qué se debe que estén aún aquí? Si hubieran llegado por error o debido a una confusión ya se habrían ido, tan respetablemente como los que antes lo hicieron… y que ya han sido retenidos y llevados a nuestro centro de lavado de cerebros… ––hace una pausa, mira al grupo–– ¡Tampoco tenemos sentido del humor! ¡Otras veces conseguí alguna sonrisa con este recurso!
Se oye un murmullo bajo, alguna risita. Otra voz, en un portugués muy entendible, dice:
––Entonces podríamos decir que pertenecen a un grupo de concientización, ¿no? ¿Para qué? ¿Por quiénes?
––Para todos nosotros, por nuestro futuro. Digamos que todos nosotros buscamos convertirnos en los padres espirituales que necesitamos adoptar ante la orfandad de metas, que buscamos contenernos en la soledad, darnos una mano…
Otra voz, esta de un seguro argentino:
––Discúlpame, pero a mí me empieza a sonar a secta. ¿Cuánto falta para que nos pidan dinero a cambio del paraíso?
––Es que no podemos estar más alejados de eso que tú piensas. Luego nos repartiremos los alimentos que han traído y seguiremos cotejando ideas, eso es el paraíso, o una muestra muy pequeña de lo que podría ser. Solo esperamos que cuando salgan de aquí sientan que no están solos… y que los estamos observando.
Ahora sí varios, ante la entonación teatral de la chica, se permiten sonreír. Y al cabo de pocos momentos más, ya están compartiendo esos alimentos que, aunque los presentes ya no fueran la misma cantidad del principio, parecieran ser ahora más que suficiente para dos grupos del tamaño del de ellos. Algunos han salido a la calle para regresar luego con packs de bebidas, y la reunión ya es la de un grupo de extraños a los que una búsqueda compartida ha unido en plenas vacaciones. Berta, en un grupo de seis y con la antes oradora como uno más, se dirige a ella.
––No me digas que nadie los patrocina, esa no me la creo.
––Es que hacemos muchas cosas para sostenernos como grupo, y el resto son colaboraciones desinteresadas, como este lugar; pero todos tenemos nuestras carreras y oficios y llevamos nuestras vidas normalmente; luego nos brindamos por esto. Queda claro que no podemos ir a la playa o pararnos frente a alguna iglesia o monumento a declamar nuestros ideales. Somos inofensivos pero molestamos de verdad, y no queremos eso. No forzamos a nadie, como podrán ver.
––¿Y es un movimiento organizado? ¿Son muchos?
––Hay una central, sí, y está en Berlín, del lado que fue ruso, el más sufrido y el más capaz, en mi opinión, pero no es que nos sostengan o nos digan qué hacer, solo mantenemos un contacto en el que cotejamos logros y pérdidas, algún apoyo legal para un eventual muy específico… todo es íntimo, interno, y con la vista puesta en un mejor futuro para todos nosotros ––mira en círculo al grupo, agrega, extravagante––: como los Baader-Meinhoff.2
Alguno suelta una carcajada. Muchos no saben de qué habla.
––Pero ¿cómo es posible ese futuro cuando todos se dispersan? No estarán esperando que formemos grupos como el de ustedes...
La joven mira a quien se ha expresado, sonríe por lo bajo.
––No somos diferentes a ustedes. Yo estaba vacacionando de un año de estudios, y una reunión como esta, así de simple, me dejó un grupo de compañeros y muchas ganas de hacer. Y volví a mi tierra y, junto con mis trabajos de arqueología (sí, así como me ven, soy arqueóloga), empecé a moverme acá y allá con los compañeros idealistas que me dio el camino. Por supuesto, el 90% de mi tiempo lo dedico a mi trabajo, y a mí. Qué es casi decir lo mismo.
––Entonces, querés que creamos que…
––Solo buscamos la concientización, sí.
––A cambio de…
Ella sonríe, mira hacia abajo y gira la cabeza de un lado al otro.
Es así. También sería muy lógico que esa noche quede en el recuerdo de alguno y que todos regresen a sus vidas normales tal vez con alguna idea nueva o un deseo de que todo no sea tan superficial. Pero, para Berta, no puede quedar ahí. Intuye que hay algo más, y que esto se ha cruzado con ella porque ella así lo quiso, o lo provocó.
Al caer de la velada, les acercan un libro de registros, solo para que quede asentado un encuentro más; no, con un nombre y ciudad de referencia basta, es algo testimonial. Sin embargo, Berta le dice a la otra chica dónde está parando, le da un número de teléfono por si quiere comunicarse, ella va a estar al menos por el resto de la temporada ahí, a no ser que… ¿Tu nombre es…?
––Agna. Descendencia alemana… pero la mayoría me dice Ana.
Al día siguiente trabaja distraída, su cabeza está en otra parte. Inconscientemente espera que Agna o alguien de su entorno la llamen y le ofrezcan algo nuevo, diferente, algo por lo que merezca apostar. Por la noche, cuando queda libre, vuelve a montar ese colectivo hasta el teatro de la anterior velada, pero el lugar está cerrado y nadie sabe a dónde se han ido todos. La calle ahora está tomada por un grupo de chicos que juegan a la pelota. Berta pasa a su lado, pisa un cuero que pasa frente a ella y lo devuelve al juego, de cachetada. Un par de chicos sonríen y le dicen algo que no comprende, pero por sus expresiones deduce que la han felicitado. Ella se recuerda pateando con sus compañeros en la placita del barrio. Y sonríe.
La avenida es de doble sentido. No hay paradas a la vista, pero se queda en una esquina, haciendo cruz con esa donde bajó hace solo un rato. Al cabo de unos momentos, se sienta en el cordón. Entonces una señora muy vieja se le acerca, y en un portugués muy cerrado que no consigue entender, le dice algo mientras gesticula y niega con su cabeza. Berta intuye que lo que está tratando de comunicarle es que el colectivo ya no corre. Ahora la vieja le ha tendido su mano, ella la toma y se deja llevar. Entonces entran en una casa que parece de adobe, pintada a la cal, con una sola puerta de madera desvencijada, y una ventana en el mismo estado. La vieja le indica que tome asiento junto a la mesa, sale un instante para regresar con un cuenco de algo que le parece guiso, humeante. Berta le sonríe con todos sus dientes y hunde la cuchara, luego está sabroso. La mujer se sienta frente a ella y comienza a hablarle, a contarle algo que ella no entiende, pero se deja llevar por sus inflexiones y énfasis y pronto está asintiendo, negando, asombrándose, riendo. No le parece nada necesario entender qué dice, porque sabe que comprende. Entonces la mujer vuelve a salir, y esta vez regresa con una botella opaca por lo sucia y dos vasitos minúsculos. Los llena y le acerca uno. Antes de que el líquido entre a su boca, Berta percibe un fuerte olor a alcohol, y es tan potente que la hace estornudar. Ahí la vieja estalla en carcajadas de pajarraco.
––Uno solo, ¿eh?
Berta hace un gesto universal, ambas se desean salud, beben.
En ese momento hace su entrada un muchacho. De inmediato, Berta lo reconoce como uno de los cinco que la noche anterior fueron cabecera de la velada, y sabe bien por qué lo recuerda. El chico también parece reconocerla, pero no se muestra sorprendido. Sonríe.
––¿Qué pasó? ¿Ya levantaron campamento?
––La de anoche fue única reunión. Partieron de madrugada.
––¿Y vos?
––Yo pertenezco acá.
El muchacho maneja un poco de español, y se hace entender. Cruza unas palabras con la vieja que Berta no entiende, luego le dice Espere. Se acerca a un modular vetusto y desgastado, lustrado hasta el infinito, abre un cajón y saca unos papeles que le presenta a ella. Es un impreso con un derrotero por ciudades que va hacia el norte por Salvador, Recife, Fortaleza, Sao Luis y Belem, para saltar luego, según parece, a Surinam y las Guayanas.
––¿Y después Venezuela?
El muchacho hace el gesto universal de Ni Idea. Berta lo mira y nota que él le resulta cada vez más atractivo. Luego recuerda el trago.
––Eu supnonho.
––Entonces no sos parte del grupo.
––Creo que los únicos fixos son os loiras… blondos…
––Rubios.
––Sí. Parlan alemao.
Sí.
Aunque sus dudas afloran nuevamente, siente que su expedición en busca de aquello que desconoce apunta en esa dirección, la imanta. La vieja se sirve otra copita, la toma de un solo trago y se retira, no sin antes bañarlos con una amplia sonrisa desdentada. En su portuñol comprensible, el muchacho le pregunta a Berta qué piensa hacer esa noche. Ella le dice que va a esperar al primer colectivo que la devuelva al centro, y que luego de otra jornada que será su última en la playa, va a tomar un transporte a Salvador de Bahía. Él sonríe y baja la cabeza, luego dice:
––Nao sei cómo, mais bom…
Berta estira ambos brazos por sobre la mesa y le toma las manos, él la ve a los ojos.
––Vai viaxar sola?
––Hay cosas que deben hacerse a solas, hasta encontrar lo que la necesidad exige.
Berta tiene el firme convencimiento de que hasta la verdadera madurez, a los cuarenta o cincuenta años ––para algunos, tal vez y milagrosamente, la treintena–– todas las relaciones por unión deberían ser livianas y pasajeras, y que debiera estar prohibido (y severamente castigado) todo signo de seriedad, sensatez o prudencia.
El chico asiente, toma un trago más y se pone de pie, descorre una cortina y le indica el interior de la habitación. Ella pasa y se encuentra frente a un camastro de una sola plaza, cubierto con una manta.
––¿Tuya?
––Para voçé ––dice él. Luego deja caer la cortina.
Cuando la luz se del comedor se apaga, Berta ya casi está dormida, sin haberse dado tiempo a especular que habría querido dormir con él.
Ya en la estación, y habiendo marcado en su mapa con detalles la primera etapa de su camino, se siente hambrienta una vez más y echa mano a otro de los sándwiches que ha preparado para el viaje que promete ser agotador, de un día completo. Entonces piensa que una cerveza puede ser la compañía ideal para aligerar al menos esos primeros kilómetros, compra dos latas de Skol, abre una y la deja a medias de un primer trago. Luego el día ya le sonríe.
Ha llegado casi a la frontera y ni rastro de los dos muchachos que ella llama Los Teutones. Sí, se ha hecho a la obligación de llamar a sus padres desde cada nuevo puerto, y allí donde se ha encontrado con servicio de internet, se ha hecho una fotografía con un artista callejero, la ha escaneado y enviado a ellos por e-mail.
Desalentada con encontrarlos, decide que sus nuevos pasos serán por las colonias del Norte para recalar en Venezuela. Y se alegra de que el invierno la encuentre por encima del trópico.
Por supuesto, deberá exprimir a su ingenio para conseguir el sustento, porque desde su última escala, el dinero que aún le restaba lo ha gastado en alimento, otra noche de descanso, y un nuevo ticket de colectivo, éste a Parbo, Surinam. Ahí se descubre ante el desconcierto de un idioma y dialectos que desconoce por completo, a duras penas consigue hacerse entender en francés, y finalmente llega a lo que parece ser una posada más allá de las afueras de la ciudad, en dirección opuesta al mar. Mientras recorre el largo camino de ingreso flanqueado de árboles, no puede dejar de notar que las cercas son de alambre tejido, y que la extensión de tierra con sus accidentes recreados se asemeja en mucho a una reserva ecológica. Recuerda una película de su infancia, la isla del Dr. Moreau, y se sonríe.
Cuando se acerca a la casona, que le recuerda a esas que ha visto en fotos de Nueva Orleans, nota que apenas hay un lucecita encendida a la entrada, pero ni rastros de huéspedes o personal. Entonces se sienta en el porche y se adormece mientras escucha a los animales que aúllan, bostezan, conversan, demarcan territorio o, tal vez, piden por su libertad.
El ruido de un motor acercándose la saca de su ensueño. Así se pone de pie y espera delante de la entrada, apenas a un costado, y repasa mentalmente qué debe decir. Nota que el cielo casi se ha oscurecido por completo. Delante de las luces del Land Rover se recorta la silueta de un hombre.
––Bonne nuit; je ne parle français; je cherche un… logement… parlez vous espagnol?
Sonríe ampliamente mientras se hace visera por las luces de frente. Luego de un breve silencio, una voz se dirige a ella desde la silueta:
––Tampoco hablo francés, entonces estamos a mano.
El tono es afable, caribeño.
––No sabe cuánto me alegro. Me enviaron acá desde la estación. Pensé que me habían jugado una mala pasada.
––En verdad que te han hecho un favor, yo no me hospedaría en la ciudad. Debes haber dado justo con Pedro, el vendedor de diarios. Pasa, sígueme. ¿Eres argentina? ¿Qué te ha traído tan lejos? ––luego, mirándola a la luz de la recepción–– Eres muy joven… ¿Es que has escapado de tu casa?
El tono es casi paternal, pero no llega a ser el de un reproche.
––No, podría decir que es mi regalo de egresada. Una búsqueda de mi vocación, conocer de qué soy capaz.
Ahora está frente a un hombre maduro que puede doblarla en edad, marcado por la intemperie y curtido por el sol del Caribe. Se quita la bandolera que asila un cuchillo que impone respeto, y la cuelga junto con su sombrero de cowboy. Su cabello es de un rojo opaco y, a ojos vista, reseco como la paja. Aventura que las arrugas de su frente se deben al aire libre y no a un envejecimiento prematuro. Tal vez no sea tanto más viejo que…
––Supongo entonces que estarás hambrienta y querrás darte un baño e ir a descansar cuanto antes.
Berta rebusca en su mochila y saca un pañuelo abollado con el cambio de sus últimas reservas, hecho en la estación.
––Lo que esto sea capaz de cubrir. Luego voy a necesitar que me indique dónde puedo ser de ayuda para volver a alimentar a mi caja fuerte ––y le regala esa sonrisa que la ha llevado indemne hasta ahí.
El otro mira los billetes y monedas que ella ha dejado sobre la mesa, luego le dice:
––Ya veremos. Por ahora cuida de tus ahorros. Y no temas tutearme, no soy tan viejo. Puedes llamarme Carlos.
Entonces recorre un pasillo hasta el fondo, abre la puerta y le indica al interior.
––Si quieres, puedes comenzar por darte un baño. El agua todavía debe estar más que agradable, pero si sientes frío, solo me dices y entibio una cubeta para ti.
Y, efectivamente, se siente muy a gusto bajo esa ducha casi de campaña que acciona con una cuerda, le gusta que su piel se erice y, después de esa primera impresión, el placer de la lluvia es mucho mayor al esperado.
––Una serie de vueltas inesperadas terminaron conmigo aquí. Igual que tú, también buscaba mi destino, pero más como mi lugar, porque mi vocación se había manifestado hacía ya un buen tiempo, pero no hallaba dónde ponerla en práctica.
Son tres los que ahora están a la mesa, y el tercero parece alguno propio del lugar, porque habla en una lengua que a Berta se le aparece como originaria de los Países Bajos. Ella apunta:
––Es muy raro ––me parece admirable–– elegir un lugar como este para ejercer como veterinario y no haber preferido una clínica o un consultorio propio allá en tu tierra.
––Precisamente porque no es solo veterinaria lo que aquí hacemos, en esta zona hay varias especies que en estado salvaje están bajo amenaza, pero no solo por el hombre, sino por los cambios que ha habido en su ecosistema, y bueno… aquí nos tienes, dando una manita.
––¿Reciben ayuda del gobierno?
Carlos suelta una carcajada, traduce lo que ella ha dicho a su compañero, que también ahora ríe, y que le dirige a Berta unas palabras en esa lengua que ella desconoce. Entonces Carlos lo traduce:
––Dice que cuando los lagartos acepten pasajeros.
Y ahora las risas se dividen en tres. Acota:
––Nuestros ingresos provienen de la atención del ganado y animales domésticos de nuestros vecinos, y de la ciudad.
Esa noche, rato después de haber apagado su lámpara de alcohol, escucha un quejido lejano que se le antoja como el de algún marsupial desconocido para ella. Casi de inmediato, a través de sus cortinas ve como ambos anfitriones salen a la noche, armados de una lámpara como la suya. Luego se queda dormida.
A la mañana siguiente se encuentra con una nota que contiene las indicaciones para que prepare su desayuno con lo que le han dejado en la cocina, y un dibujo en trazos bastos que le indica dónde se encuentran ellos ahora.
A algo menos de un kilómetro de la casa se levanta una enramada que ella supone también obra del hombre, a su vez rodeada de otra cerca de alambre tejido, en la que ella busca una puerta. Pero, antes de que la encuentre, Carlos se acerca con algo envuelto en lo que parece una toalla, acunado en sus antebrazos; se lo enseña sin decir palabra. Entonces Berta ve a un cachorro que asemeja una rata gigante pero de hocico romo, tomando leche vivamente de una improvisada mamadera.
––Es el más vivaracho de la cría, por eso me tomé el atrevimiento de alejarlo unos segundos de la madre. Para que lo conozcas.
Ella está sinceramente conmovida. Acaricia a la cría en su pelambre húmeda y dura con dos dedos, luego mira a Carlos, y este ve como una lágrima se le escapa cuesta abajo. Le dice:
––Tal vez quieras pasar un tiempo con nosotros. Nos serías de mucha ayuda, estoy seguro.
Y ese tiempo, a vuelta de hoja, se vuelve años, y ella se convierte en una más de ese ecosistema que contiene a tres humanos y a toda una paleta de familias de mamíferos que, en su terreno y aún en el nuevo siglo, pueden seguir escapando a su extinción. Así pronto, llega a su mayoría y la supera, ya no se vale de escapadas al pueblo o de la radio UHF porque ha conseguido un teléfono celular que luce como diadema, y les ha dicho a sus padres que es la mujer más feliz del mundo, que ha encontrado al hombre de su vida, y que les está infinitamente agradecida por haberle permitido esa excursión de adolescente hace ya más de cinco años.
Así llegamos a otro presente en una vida más, y este es otra noche de esa lluvia incesante que hace días los tiene casi aislados del resto del planeta. Ya han quedado atrás tres visitas a su familia en tierra madre, los casi inverosímiles avances tecnológicos, sus intentos infructuosos de maternidad, un fallido sistema de riego que casi los lleva a la ruina y la dolorosa pérdida de Jean-Jacques, el compañero inseparable de ambos. Ahora es ella quien se encarga de casi todos los menesteres, porque Carlos desde hace un tiempo ha ido perdiendo sus facultades motoras, y últimamente, no ha querido ni siquiera levantarse para comer. Con esta lluvia e inundación, Berta apenas ha conseguido arrimarse al pueblo a caballo, en orden de acercar a la casa algunas provisiones. Pero, esta noche, Carlos ha decidido prescindir de su cena.
––Te entendí, no te esfuerces, voy a ir a verlos.
Él le ha dicho que quiere que la familia de Jean-Jacques se mude a sus tierras para que ayuden a Berta cuándo él ya no esté.
––Pero ellos tienen que saber que están heredando las tierras por voluntad de su pariente fallecido. De no ser así jamás van a aceptar continuar con nuestro legado.
Se muerde los labios resecos. Ella le acerca un vaso con agua. Luego él le señala a la pared.
––Sí ¿Qué querés que haga?
Entonces él le indica sin palabras que se aleje hacia ahí, y con un gesto, hace que ella golpee las maderas. Cuando una suena a hueco, él expone su palma hacia ella para que se detenga, luego hace el gesto de retirar esa tabla. De ese escondite, Berta saca una antigua caja de madera y la deja a su costado.
––Ábrela, por favor.
Entonces encuentra dentro algunos papeles variados y una inesperada cantidad de dinero en dólares estadounidenses. Carlos va sacando los papeles, le dice:
––Este es la intención de Jean-Jacques para con su familia, y va con estos ––ella ve lo que parece un documento de última voluntad. El resto, supone, son escrituras: la casa y las tierras. Luego Carlos toma el dinero y lo pone entre sus manos nerviosas.
––Para tu caja fuerte ––le dice, luego le guiña un ojo. Berta comienza a llorar.
––No podés dejarme sola… no. No podés…
Él, con mano débil, le acaricia el cabello, corto y desmechado desde hace ya unos cuantos años. Ella gime:
––No voy a poder quedarme acá si vos no estás.
Entonces el abre muy grandes sus ojos y le sobreviene un ataque de tos que lo deja sin aire. La naturaleza, que debe respetarlo como a un par, hace que el viento sople a través de la ventana, seguramente para aliviarlo en su respiración. Pero como natura no es docta en altruismos o buenas obras, solo consigue que la lámpara de la cabecera se apague y que todo ––todo–– se vuelva oscuridad.
1 ¿De dónde sos?, en inglés.
2 Grupo terrorista alemán de los setentas.
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