Estocolmo IV - Su de Ella
Se ve en el espejo. Con los dedos estira sus pómulos sin pellizcar. Sus ojos fijos en aquellos del reflejo, se achinan. Ahora apunta a ese lunar casi invisible que ha nacido bajo su párpado derecho, al borde mismo de su seno maxilar. ¿Cuándo apareciste? El lunar no responde. Es que tiene solo 20 años y su piel es todavía la de un crío. Por cuánto más se pregunta. Abre la puerta izquierda del botiquín y elige la sombra azabache, pero esta en aerosol. Cierra sus ojos y gatilla de extremo a extremo con movimiento horizontal. Lo ha aprendido de Daryl Hannah en Blade Runner, aunque se repita que ella es más parecida a la Gretchen Mol de El Piso 13. Cierto. Cierra la puerta. Cuando su antifaz de comadreja se ha secado, toma las tinturas en frío para el cabello. Algo de rojo acá y un poco de violeta allá. Ve que algunos pelitos grises están naciendo al tope de su frente y ni se le ocurre pensar en su precocidad.Magnífico, a ver cuando son mecha. De pronto siente que le habría gustado ser negra. No morena, no trigueña: Negra. Pero así está bien. Ahora piensa en cómo dejar al descubierto su pecho sin volverse dominguera. Y eso porque ama a su escote. Sus pechos no le son indiferentes, se vale de ellos, de su pequeñez y perfección y ubicuidad, pero no les da tanta importancia. Sí a ese espacio entre senos y clavícula con sus imperceptibles accidentes; manchitas de sol, lunarcitos, pecas; todo cuenta. Se tapa las tetas con las manos cruzadas y siente que le gustaría presentarse ante todos así. Ahí descubre que su sonrisa se ha abierto a iluminar. Ahora sube su pie a la pileta del lavabo. Recorre con ambas manos desde la pantorrilla hasta su cadera. Sedosa. La otra pierna igual. Solo que muy, pero muy cerca de su sexo (que no transige en depilar por completo), un lunar que se parece a una vaquita de San Antonio se hace presente. Se da un beso en su dedo mayor y con el mismo le hace una caricia. Ahora sabe que debe vestirse, aunque no tenga ganas de hacerlo. Escucha atenta. Nada. Marco debe estar en su escritorio. A veces quiere que él deje su formalidad de lado y haga algo loco. Salgamos corriendo a la calle vestidos como payasos, actuando como clowns. Pero él no es así, y ella se enamoró de él tal como es. ¿Lo ama? Esa es la pregunta del millón. Pero para qué entrar en terrenos que solo echan arena a los ojos. Mejor… sí, le gusta ese pantalón claro y amplísimo que parece una pollera larga. Pero antes van las bragas. Y antes de las bragas el protector. Ya está. quiere verse. Se aleja un poco. No alcanza. Entonces pone un pié sobre el inodoro el otro al borde de la bañera, de manera que el bidet quede al medio, debajo. Hace equilibrio. Ahora sí. Y le gustan sus pies desnudos. Sale así. Es fija. Vuelve a tierra y busca entre las camisas que escogió. Se queda con la de seda negra porque resalta más el color de su piel. (De haber sido negra se habría puesto una color de crema.) Otra finta por placer, porque el espejo ahora solo refleja su busto. Hace el gesto de disparo, apuntando con su índice, amartillando con el pulgar. Se guiña un ojo, sopla el imaginario caño humeante, echa su pelo atrás y sale a escena. Ya verá junto a Marco hacia dónde los lleva esa noche.
––Chuuchuu ––estira ambas us, cantando apodo y sujeto–– me voy a la escuela.
Desde el escritorio le llega un no putañees mucho. Se ríe. En tres saltos está sobre él, hunde la nariz en su cabello y resopla.
––Pará loca ––Marco se ríe, deja por un momento eso que está corrigiendo y la mira. Luego, complacido:
––¿Es necesario que día tras día me recuerdes por qué me enamoré de vos?
Ella
se inclina y abre los brazos en saludo cortesano. Luego dice:
––Nono: vaya a jugar a las damas a la plaza y tome un poco el sol. Su pequeña y frágil florcita ahora va a internarse en la jungla de asfalto.
––¿Buscando
que la polinicen?
––No, abuelo, que las abejitas solo revoloteen, y nada más.
El cuadro nos muestra a una muñeca y su Gepetto. Ninguna apuesta contra su futuro podría pagar un premio de monta. Pero yo no sé un cuerno sobre apuestas, tiene que ser por eso que raramente juego.
En la esquina de Hipólito y Entre Ríos toma el 64. Por seguridad, su bolso está sobre su ombligo. Lo tiene apresado con la izquierda, porque su derecha está aferrada al caño. Se enoja porque la remera descubre su pancita y no puede hacer nada. Debió haberlo previsto. Bueno, tampoco podía saber que a esa hora de la siesta fuera a viajar parada. Pero equilibra con que hoy le parece que estuviera consiguiendo pasar desapercibida. Se baja llegando a Perú, camina hasta Diagonal Sur. La escuela de diseño está ahí, a mitad de la cuadra. Le sobran un par de minutos, y eso es tan poco habitual que se sorprende. Piensa en qué puede hacer. Entonces compra un helado en el kiosco de al lado y se sienta sobre el borde del cantero, en la fachada. El casero, un gato flaco y casi pelado a quien le han construido un refugio a un extremo, ahí donde el pasto se pega a la pared y se vuelve Mimosa, se le acerca desperezándose y bostezando. Ella le dice ¡Hola amigo! y le acaricia la cabeza, que él agacha y retira con una finta graciosa. Igual se las ingenia para olfatear su mano. Luego pega la vuelta y vuelve a su rincón, donde comienza a lengüetearse por acá y allá. Leo observa los dos culos de botella de plástico y ve que aún tienen comida y agua. Vos sí que la pasás mal, le dice. Pero Flaco no le responde. Hoy no está locuaz. Leo tira el palito en el cesto de la entrada, se chupa los dedos y luego se lava las manos en el bebedero. Las seca al roce con el aire, moviéndolas como pidiendo tranquilidad o espantando alguna compañía indeseada. Se mira en el reflejo de una puerta, se saca la lengua, sonríe y entra a clase.
––¿Y
éste?
––Mejor que el anterior. Muy sutil.
Leo
le está mostrando a Héctor su bloc de bocetos. Tiene que realizar alguno para
presentar un práctico y quiere decidirse.
––Yo
elegiría entre estos dos ––dice Héctor.
––Sí.
Estaba por decirte lo mismo. Ahora ¿cuál?
––El
de la Sopa Wharola es ingenioso, pero tal vez esa etiqueta para la gaseosa sea
el indicado. Comercialmente, digo.
––Usted
ha dado otra vez en el clavo, padre. Le pellizca un cachete, y se dirige a su
habitación/estudio.
Enciende la Mac y abre el Illustrator. Vectoriza, imita las formas de su boceto, busca que tengan volumen, vida, que quieran liberarse de la pantalla, que vuelen por la habitación. Escoge los colores adecuados de su paleta Pantone, aplica, rellena, engrosa y aliviana. Así, ya está. Salva, cierra. Mañana irá a la imprenta y hará las transparencias que luego ocuparán el último lugar en su carpeta de trabajos prácticos, que pronto entregará para su evaluación.
Llegó el momento de cerrar el día, de cerrar la ventana. Hoy es su noche con Héctor, y ya está preguntándose qué cocinará él para los dos. Está muy de entrecasa. Ama hacerlo. Un jogging que sobrevive de sus años de secundaria, una remera enorme que se le cae de este o aquel hombro, un par de zapatillas Flecha de lona blanca, zoquetitos. En el baño se ve demasiado arreglada. Se lava la cara una y otra vez, se mira en el espejo y agradece no tener las pestañas muy largas. Se revuelve el cabello. Quiere verse despeinada. Es demasiado consciente de su atractivo. Tanto que se inventa recetas para verse casual. Y a veces lo consigue.
Héctor está en la cocina. Revuelve una salsa que huele muy bien. Leo abre la heladera y se encuentra con dos cajas de ravioles; quesos y verdura. Dice:
––¿Querés
que pida helado?
––Dale.
––¿Para
qué hora?
––¿Qué
se yo?
––Pidamos
sobre el pucho.
––¿Cuánto
puede demorar?
––Nada.
Ahora
se apoya contra la pared al fondo de la cocina. Con las manos cruzadas a su
espalda observa a su padre muy metido en lo suyo.
––Prometeme que no me vas a obligar a que me haga amiga de tu novia.
––Prometido. Pero no es mi novia, como vos la llamás con sorna. Es una amiga.
––Con
derecho a roce.
––Qué hija moderna tengo, eso se decía cuándo yo era joven.
––Allá
por la Primera Guerra Mundial.
––Qué
astuta. La salsa está hirviendo.
––¿Pensás
traerla a vivir con vos?
––Naa,
así estoy perfecto.
––¿Y
si ella te lo propone?
––No
lo creo. No la conocés. Ergo no especules ––gira su cabeza a la izquierda, ve a
su hija––: vos sos y vas a ser siempre la chica de mi vida. Si no estuvieras no
sé qué haría.
––Ya
encontrarías como cubrir el espacio.
Se acerca a él, saca un grisín del frasco de vidrio, lo muerde.
––Tenés
que ir acostumbrándote a que en algún momento me voy a ir. Cuando me reciba.
Sola o con Marco.
––Por
supuesto Eli.
Héctor no reniega del nombre con que la bautizó, pero apocopa para que ella no se moleste. A Leo, Eli le es indiferente. Lo acepta.
––Es
por eso que me voy acostumbrando de a poco. Así es mejor. Y Marco me cae muy
bien. Puedo llegar a compartirte con él.
Luego le guiña un ojo. Leo lo besa en la mejilla. Sos un amor, le dice.
––¿Ya
lo dejaste ganar alguna partida?
––No.
No hace falta. Es bueno.
––Entonces
te ganó.
––Pará, no tan bueno. ¿Vas a pasar el fin de semana con él?
––Completo no. Creo que viernes o sábado va a ser noche de chichis. Supongo que el domingo me quedo con él y el lunes voy a la escuela desde ahí.
––Sé que no tengo que entrar en ese terreno, pero ––duda un instante; gatilla––: se cuidan, ¿no? ¿Te cuidás…?
––Quédese
tranquilo, padre, ni en sueños pienso hacerlo abuelo tan rápido.
Él
recompone la pregunta:
––Es
que te voltearía de la carrera. Pienso que primero deberías recibirte. Pero no
es más que mi forma de verlo.
––Y la mía. Igual no sé si Marco tiene activada la glándula paternal. Pero todavía es muuuy temprano para que charlemos de esas cosas.
––Ya llevan dos años juntos. O algo más. Digo saliendo.
––Es verdad. ¿Cómo no lo pensé antes? Mañana lo dejo.
Héctor la mira serio. Leo le guiña un ojo. Tal vez él esté recordando ese evento desagradable de no mucho tiempo atrás, cuando por caprichos de ella el otro casi se cae por la borda. Le dice:
––Qué sé yo, con vos nunca se sabe––de inmediato agrega––: alguna vez esos jueguitos pueden salirte mal.
––No hago nada que no me lo pida mi consciencia. O mi instinto.
Después de la cena y el helado, Héctor busca elegir una de entre las 3 películas que le han llegado de su suscripción a Cineclub: The Jacket, Hard Candy, London. Todos estrenos le dice a Leo, buen cine, de cinemateca. Leo declina. Dice que está agotada. Y pipona. Le da un beso y se retira a su cuarto. Enciende la radio de su minicomponente a bajo volumen, y al cabo de unos pocos minutos, con gracia sutil, ya está roncando.
––Mirá, mirá tarada, qué pedazo de yeguo.
Leo se da vuelta. Es una de las dos que están de espaldas. Lo ve sin disimular que lo está haciendo. Justo el muchacho gira su cabeza y las miradas se cruzan. Vuelve a la que la hizo mirar.
––Es
un maniquí. Parece plastificado.
––Ah, ella ya está en otro plano…
––No seas tarada. No me gustan tan estereotipados.
––Se nota ––dice la otra que tiene frente de sí. Luego le saca la lengua como hacen los nenes. Todas se ríen.
––Vos hacé carpa. ––Le dice Leo.
Son sus viejas amigas del colegio secundario. En verdad, Leo no ha hecho verdaderas migas con su grupo de Diseño. Siente que el interés de sus compañeros de la escuela es sectario, endogámico. Así que sigue rancheando con estas tres de siempre. Y tienen por regla salir juntas al menos una vez al mes. Solo una, Jazzy, está de novia con un chico que apunta para bailarín. Las otras dos le rehuyen a cualquier formalidad. Y Leo, como bien sabemos, está en su camino. Ahora Sofía, que las había hecho voltearse, se agacha como si quisiera hundirse en su trago.
––Nooooo, me muero, está viniendo para acá, escondeme Lauri por favoooor…
El muchacho se para al costado de la mesa, del Lado de Leo y Sofía, recorre los 4 rostros con la mirada y un aire poco disimulado de autosuficiencia:
––Hola
––dice con una imperceptible reverencia––: me pregunto si podría robarles a su
amiga por unos momentos.
Entonces se apoya en la mesa, mirando fijamente a Leo, que hace el gesto de Y a éste qué bicho lo picó. Las otras tres han enmudecido. Leo se acerca aún más a la cara del muchacho.
––¿Sabés qué pasa? Esperamos mucho tiempo para juntarnos las cuatro, todo un mes, y si me voy a perder este momento tiene que ser por una razón más que buena ––y antes de que este muchacho recite su siguiente línea–– y, te soy muy sincera, por ahora no la encuentro.
El chico, que estaba por decir algo más, duda un momento, guarda la compostura y dice Muy bien, buenas noches, chicas.
––¿Sabés que te odio con toda mi alma? ––dice Sofi. Leo le hace un gesto de ¿Qué querías que haga? Con sus palmas hacia arriba. Luego le dice:
––Si estás tan mojada andá y levantátelo, lo veo facilongo.
Laura
acota:
––Me
parece que ya te ganaron de mano.
Jazmín
niega con la cabeza. Explica:
––Es un truco más viejo que el sexo. Esa es una amiga, y ya están arreglados de antemano, así que si a él le falla una conquista, ella hace su numerito y lo deja bien parado.
Pero Leo no se ha girado a observar la pantomima. Remueve su trago con la bombilla, como concentrada en alguna otra cosa. Laura y Sofía están metidas en la representación y hacen como si aplaudieran en un teatro; bravo, bravo. De Jazmín a Leo:
––Te enganchaste mal con tu profe ¿no? Ahora quisieras estar con él.
Leo
la mira. Están una al lado de la otra.
––Me estaba preguntando si no me metí demasiado pronto. Las veo a ustedes…
––Bueno,
no estás hablando precisamente con la indicada.
––No,
no, no me entendés…
––Se
entiende perfectamente. Claro como el agua ––echa un trago.
––Es que a veces siento que quiero abandonar todo por él. Y al rato quiero rajarme por los techos. ¿Entendés?
––Perfectamente, querés hacerle de geisha, cocinera y chica de la limpieza, y después volverte actriz porno. Muchas veces las cosas no son como las pensamos, y eso precisamente porque jamás las analizamos ni un poquitito.
––Me descubro ante vos ––le hace una reverencia––, cómo se ve que me conocés. Aunque no creo que haya algo para analizar. Justamente eso es lo que me asusta. Que algo me haga reaccionar y saltar de un árbol a otro. Que se me trabe la bolita. Ya me pasó una vez…
––Pero no me lo digas a mí que ya voy por la etapa lavo y cocino.
––Vos
me preguntaste.
––Sep.
Leo se acuerda de su Jazzy cuando solo estudiaba danza y ni se acercaba a imaginar que otra vida la iba a ir alejando lenta pero inexorablemente de su sueño, así su insistencia y tozudez fuesen conmovedoras. Le acerca su trago a modo de brindis. Por lo que se nos viene, dice. Luego le sonríe y deja que su frente se apoye en el hombro de su amiga.
No
sabemos en qué piensa.
Es domingo por la tarde. Uno más. Generalmente Leo y Marco comparten el día después de la hora del almuerzo, que Leo acompaña con su padre, siempre y cuando se haya despertado a hora. De a poco se acerca la caída del sol, y ese momento invita a estar en el patio; ya llegará la fresca.
––¿Sabés
que nunca tuve ni un cachito de tierra? ––dice Leo.
––Yo me crié en una casa grande y con terreno al fondo. Cuando me estaba por mudar, lo lógico era inclinarme por un departamento, pero los alquileres más las expensas se me iban siempre bastante lejos. Y apareció esto y ni dudé. Y, casi dos años después, antes de renovar contrato, el dueño me dijo que había tomado en consideración el vender. Lo charlamos con tranquilidad y llegamos a un valor que se hizo accesible para mí y beneficioso para ambos, un esfuerzo posible. Con algo de viento a favor y la ayuda justa terminé comprando. Y con tus mejoras y tu presencia se convirtió en hogar. Lo amo porque es súper tranquilo. Desde acá al fondo no se escucha la calle. Y los vecinos son de diez. Casi todas viejas.
Leo
lo aplaude como una foca y sin chocar las palmas, él saluda con una reverencia.
––Y ahora a edificar una familia, ¿no? Dos hijos. Un gato y un perro.
––No te queda bien el sarcasmo. Yo no fuerzo nada. No exijo nada. No digo que no a lo que no ha llegado y aún me es desconocido. Como mínimo extraño ––agrega.
––Me alegro. Yo me asusto cuando se me presenta la postal de un futuro tan acartonado. No me creo capaz de soportarlo, ni apta para una vida así.
Marco mide sus palabras porque casi se le escapa un Yo a tu edad…dice:
––De
más chico me daban terror los convencionalismos, ni decir cualquier tipo de
encasillamiento. Con los años me vine relajando. Aunque tengo más que claro que
hay asuntos en los que jamás podría dar el brazo a torcer.
––Que
son…
––Mi tiempo va a ser siempre mío y el trabajo tiene un momento y horarios definidos[1]; jamás voy a prostituir un convencimiento, ni a entregar gratuitamente mi integridad.
––Y
la base de la subasta es…
––Cortala.
––Muy bien. Muy bien, Nono; veo que supe de quién enamorarme.
––No creí que esa palabra figurara en tu diccionario. ¿Fallido?
––Naa. ¡Que se borre de actas!
Ya ha oscurecido. Toman sus sillas y las devuelven al living. Marco lleva los vasos a la cocina. Los enjuaga y los deja en el escurridor. Es Leo quién habla.
––¿Te
gusta el cine? Héctor está suscrito a Cineclub y le pasan muchos estrenos,
generalmente buenas pelis, de esas que no hacen cartel.
––Nunca
llego a engancharme del todo. Soy más de leer. Tal vez con vos fuera distinto.
No lo sé. Traete alguna cuando te pinte y vemos.
––Dale,
la próxima ––cambia de carril––: ¿cocinás?
––¿Alguna
vez me viste hacerlo? Soy un esclavo del delivery. Lo máximo que puedo hacer es
un sándwich. O tirar un bife a la plancha. Pero soy buen asador; buen asador
sin parrilla, jajá.
––Algún
día te voy a preparar una de mis sopas a la crema. Algún día bien de invierno.
––¿Y
después nos enroscamos en la camita?
––Eso
lo podemos hacer en cualquier momento.
Para
la cena piden hamburguesas y papas fritas. Marco tiene unas latas de cerveza
bien frías, abre una para Leo y otra para sí.
––En la década pasada, por Callao, pasando apenas Rivadavia, estas se conseguían casi regaladas, en Savoy. Así quedó la economía para este siglo.
––¿Te
agarró el corralito? Recuerdo que mi viejo zafó raspando. Cerró su cuenta y
abrió una caja de seguridad, y a la semana siguiente reventó todo. Yo recién
había terminado cuarto…
––Yo me salvé porque en esa época todavía cobraba en mano. Ahora el Liceo y elInstituto me tienen bancarizado. Igual los retiros hoy serían de… a ver… con el incentivo y todo… no, no modificaría en nada mi presente porque no tengo que pagar un alquiler.
Leo siente que ya querría ganarse un sueldo. Y gastarlo todo para sí. Sabe que le falta muy poco, pero va a estirarse a ese año más, que la lleva de técnica a licenciada. Y sabe que es ahora o nunca. El momento es el propicio, se han aquietado las aguas y ya no hay tantos sobresaltos. ¿Cómo confiarse en que de ahora a un par de años la situación va a seguir igual? Sabe que el año que viene ya va a tener la tecnicatura y un título bajo el brazo, pero también es cierto que ya podría trabajar. De hecho, ya ha realizado un par de diseños a pedido: unas sombrillas por ahí, una bolsas membreteadas por allá... pero quiere poner toda su energía en la carrera. Luego sí, recorrerá el paño, presentará batalla, y después sus demandas.
Ahora lo está viendo a Marco que le está contando acerca de… quién sabe qué cosa… y siente temor de que él se haya enamorado ciertamente de ella. No se siente capaz de aseverar cuáles van a ser sus próximos movimientos, solo que no van a ser premeditados. De vez en cuando asiente mientras sigue masticando y él, hamburguesa en mano, habla y habla. Mordé que se te enfría, piensa, y eso la hace sonreír. Y debe haber concordado con algo que Marco ha dicho, porque él también sonríe, y ahora sí echa un buen bocado. Bien. Entonces el futuro es ese lugar al que una accede cuando ya ha agotado el presente. Y, así, volverá a tener por un tiempo más otro presente para exprimir. Quién haya dicho que el futuro es el momento inmediato más allá estaba equivocado, porque todo presente tiene un tiempo de vida que se extiende a lo largo hasta que, agotado, el futuro lo aborda. Ese tiempo pueden ser años, si hablamos de una carrera, o solo minutos (u hora y monedas), si hablamos de un buen revolcón, pero todo tiene un presente, hasta que éste se acaba.
¿Qué sería de él si lo dejo? Pará Diva ¿Quién te hizo trascendente? No lo sabe. Pero se acuerda de cuando lo dejó aquella vez por unas semanas… si hay algo de lo que puede estar segura es de que nada le parece taxativo. Solo lo piensa porque siente a Marco pegoteado. No, pegajoso no. Pegoteado. Como si ella lo hubiera untado por completo de sí misma, y ahora todo lo importante se le adhiriera haciéndolo más… espeso. Tiene miedo de que su piel no esté respirando lo suficiente y que su juicio no sea el apropiado. Pero ya es grandecito. No puede atar cualquier decisión que ella tome a la condición del otro. Él deberá saber qué.
Tampoco es que se deje envolver en cavilaciones demasiado profundas. Ya la palabra cavilación le provoca un escalofrío. Él la mira y sonríe. Es verdad, ella se expresó con un brrr ¿es que, acaso, a un nivel subliminal lo está escuchando, y ese estrato se comunica con sus cuerdas vocales, salteando sus razonamientos? ¿Telepatía? No tiene forma de demostrarlo, pero está casi segura de que sí. Espero que no sea igual cuando nos acostemos. Pero sabe que ahí solo estará activa su faceta animal. Y suspira con alivio.
Ahora lo deja hacer. Él levanta la mesa, lava los platos y tira las latas a la basura. Leo lo observa con cariño: Marco es la mascota perfecta. Él apaga la luz de la cocina y regresa con las últimas dos latas de cerveza. Paso. Entonces Marco abre la suya y pone música. Y ella se desconecta. Y se siente en paz.
Hoy son evaluados los trabajos del primer cuatrimestre y tanto Leo como sus compañeros van a saber con más certeza dónde están parados. Hay diseños buenos, mediocres, de compromiso(¿Por qué no se buscan una carrera que les interese? Por favor). Algunos, los menos, brillantes. En esa franja escueta podemos situar a Leo. Son tres, y el profesor los ha felicitado, y les ha sugerido que comiencen a aplicarse en el campo laboral. Ahora sabe que hay sitios que pueden emplearla, al comienzo sin un sueldo, pero le han dicho que con su capacidad y empeño, seguramente muy pronto le ofrezcan un puesto fijo y bien pago. A Leo eso le parece una chantada, puro y simple negreo, sin embargo no lo descarta para comenzar a foguearse, aunque su verdadera intención sea la de abrir su propio estudio, tal vez junto a Laura, su amiga del colegio y que sigue junto a ella. Claro, eso si la otra no plancha todo antes. Sus trabajos no han sido tan destacables como los de Leo, pero tampoco están empantanados en la mediocridad de otros tantos. Puede ser. Vamos a esperar. Aún falta un lindo trecho.
Cuando
está guardando sus cosas, Matías, un chico muy callado que se sienta al fondo y
que parece el alumno más tímido en toda esa escuela, se le acerca.
––¿Puedo
felicitarte por tu último trabajo? Me parece brillante.
Se refiere a uno de sus diseños, aquel de la etiqueta de cola. Ella levanta su cara hacia él con gesto serio, cómicamente serio, lleva su mano derecha a la pera, hace como quien evalúa una respuesta; luego, con formalidad sobreactuada, le dice:
––Sí, sí, podés felicitarme, está bien ––y suelta una carcajada–– ¡gracias! Al fin parece que no todos estamos compitiendo como modelitos de pasarela y preparados para saltarnos a la yugular. ¡Qué entre cuervos se saquen los ojos!
Como
siempre, está radiante.
––Bueno ––el chico esboza una sonrisa–– chau.
––Eh…
recordame tu nombre, soy una desbolada.
––Matías. Mati, Matu, Matute… ––y deja escapar otra risita queda.
Leo termina de acomodar sus bártulos y sale al patio. Es el fondo a lo ancho de lo que ha sido un caserón del casco de la Buenos Aires decimonónica, y tiene dos árboles de tronco muy grueso afincados en la mitad, esa de tierra, contra la medianera. Sentado al pié de uno está Matías; o Mati, Matu, Matute. Leo se detiene junto a tres de sus compañeras que están charlando sobre el embaldosado. Lo hace porque Laura está ahí. Su apuntada futura socia.
––Cuando
llegan las evaluaciones es que vuelvo a preguntarme si tiene sentido seguir acá
––dice Estefi.
––Si
llegaste hasta acá es una pena que no sigas hasta fin de año, a la tecnicatura
––acota Laura. Clara agrega:
––Está bien, pero si no va a ser tu trabajo a futuro no podés perder más tiempo: ¡nos venimos viejas, chichis!
Leo
parece estar en otra cosa, pregunta al trío:
––¿Alguna conoce un poco de cerca a este pibe, Matías? ¿Mati, Matu, Matute?
La miran como pensando y a ésta qué bicho… ––es Laura quien le dice:
––Ah,
sí, ya sé; uno calladito que se sienta al fondo, contra las ventanas… no, de
cerca no.
––No
parece muy comunicativo ––agrega Estefi.
––Para
mí que es evangelista o algo por el estilo ––aventura Clara.
––A
mí me cae bien. Hoy cruzamos unas palabras y me pareció un tierno. Aparte vi
uno de sus trabajos y es muy bueno.
––¿Cuál?
––la pregunta es un acorde a tres voces.
––No
sé. No me acuerdo ––parece elaborar una idea––, voy a averiguarlo.
Las chicas, asombradas, ven como se encamina muy decidida hacia el árbol allá atrás, a su derecha. Ahora cuchichean, inaudibles. A medio camino Leo se da vuelta y ve directamente a Laura. Luego le dedica una de sus clásicas morisquetas de clown, sin significado, estirando su cuello hacia adelante, abriendo los ojos como platos y mostrando todos sus dientes, con su gran carpeta abrazada al pecho.
El chico está leyendo un libro. Mientras no sea El Guardián entre el Centeno se dice, y se detiene frente a él.[2]
––Hola,
Mati Matu Matute ––le dice encadenando los nombres sin un solo espacio entre
ellos.
El chico levanta la cabeza y le sonríe. Leo cree que no le responde porque en ese mismísimo instante su mandíbula debe habérsele trabado. Pero de inmediato nota un aplomo inesperado en su recién descubierto compañero.
––Me
felicitaste por mi trabajo y yo quería hacer lo mismo por uno tuyo ––Matías la
ve con un gesto de curiosidad–– ese de… el que… ––Leo es consciente de no haber
prestado atención a nada de nada––, uno con…
El
chico deja el libro a un costado, abre su carpeta y le enseña un gran plato
blanco con un logo minúsculo en su centro.
––¿Este,
tal vez?
Leo, algo fuera de juego, dice sí, sí. La timadora timada. Se ruboriza apenas pero tan solo un segundo. Deja su carpeta a un costado para mantener el equilibrio y se acuclilla. Luego decide sentarse. Lo hace a un lado de él.
––Dame ––toma la carpeta.
Es
una marca muy fuerte, pregnante; tiene movilidad, vida propia, ahí desde su
pequeñez. Matías le dice:
––Este
club de campo para ricachones hizo un concurso por muy buena guita para
actualizar su emblema. Yo sabía que iba a gustarles algo sectario, masónico.
Así lo hice y gané. Y fue una suerte inmensa, porque sin esa guita tal vez no
habría podido seguir con los estudios hasta hoy.
Leo lo mira extrañada, tal vez algo conmovida. Cuando parece que va a decir algo, Mati Matu Matute retoma su línea.
––Estaba en un hotel para pasajeros y lo clausuraron, y no pude conseguir ningún lugar que estuviera dentro de mis posibilidades. Terminé en una casa comunitaria por La Boca. Pero igual se me hace cuesta arriba. Y con este premio al menos levanté algo la cabeza, quiero decir, compré una bocha de materiales que es siempre lo que más me complica la economía. Con el resto me las rebusco. Me muevo en bici, como bien pero muy barato porque me cocino… no tengo vicios… caros… ––sonríe a Leo.
––¿Y tenés compu?
––No. Pero no por ser de esos que se niegan. Para nada. Practico cuando alguien me facilita alguna. Quiero decir, cuando sé que no molesto. Pero todos mis trabajos son hechos a mano. Tablero, regla T, escuadra, pistolete…
––Uau.
Impresionante.
––No
lo creas. Cuando te acostumbrás se vuelve algo natural.
––¿Ya
estás trabajando? ––el chico sacude su cabeza––, porque, de todo el curso, me
parecés el mejor preparado.
––Hay
un pequeño problema: los tiempos. Hoy no creo poder cumplir con plazos de
entrega, al menos mientras siga estudiando.
––Pero
si contaras con una pc…
––Todo
sería muy diferente.
Leo
piensa que con alguien así es con quién le gustaría abrir su estudio. Está
tentada a decírselo, pero se contiene. En cambio dice:
––Mati
Matu Matute, al fin resultaste de lo más locuaz e interesante del colegio. ¿Por
qué esa pose tan aislada y silenciosa? ¿Y siempre solo y en un rincón?
––Qué sé yo… tal vez no tenga nada interesante para decir… o algo que me interese compartir con el resto.
––Hmm… pose. Fijate como te abriste conmigo.
––Pero
vos no sos el resto.
Leo se queda callada. Algo se ha sacudido en ella. No tiene idea de qué corchos pueda llegar a ser. Pero siente que es prudente no seguir adelante. Mientras ella está enfrascada en sus especulaciones, Mati Matu Matute ya se ha puesto de pié y le tiende la mano, pero para tomar su carpeta. Fin del recreo, le dice.
––Mademoiselle.
Marco hace una pequeña reverencia y deja la bandeja (de plástico) sobre las sábanas revueltas, al lado de Leo. Ella toma una de las croissants con queso derretido y muerde con ganas, el queso se chorrea.
––¡No-no-no-no-no-no-no-no!
Sin embargo el queso cae sobre la bandeja. Marco muerde la otra. Admira a su compañera. Leo no ha hecho el esfuerzo, sin embargo la sábana la cubre hasta ahí, justo donde debe cubrirla. A ella no parece importarle. Si fuera pintor, la retrataría en esa pose.
––Creo
que si tuviera ventanas a la calle te daría igual.
––¿Por
qué habría de ser diferente?
––¿Por
pudor?
Ella
imita la voz de una computadora del futuro, pero imaginada en 1950.
––Eeeek, no registra.
––Lo suponía.
Abandona su pose de broma, se incorpora aún más sobre su codo derecho.
––Vos me imaginás en bolas y delante de todo el mundo ¿no? Y no es así señorito, yo sé delante de quién y para quién me desnudo. No me muestro para cualquiera.
––No
dije eso.
––Sonó
así.
––Bueno.
Perdón.
A veces Leo lo provoca para que él reaccione, pero de inmediato él rehúye a la confrontación. Entonces ella quisiera encontrar algo que lo ponga en jaque, pero él está muy bien posicionado, y siempre la lleva a tablas. Es ahí que vuelve a sentir temor, miedo de que él en verdad se haya enamorado, y ella aún no se siente preparada para tanto. Sin embargo, cuando desliza por lo bajo alguna indirecta para que él pise el palito, su salida es siempre victoriosa.
––Bobo
como enamorado.
––¿De quién? ¿Dónde? ––y hace que busca debajo de la cama.
Pero
ella sabe que él usa de maravillas ese tipo de evasión.
––Lo
más cercano al amor lo sentí frente a una grande de fugazzetta.
Entonces sabe que debe encontrar una forma cierta para que él se confiese sin temor al ridículo. Algo que ella tampoco dejaría pasar. Pero es que siente que, detrás de ese marco de suficiencia, se esconde un espíritu frágil como el cristal. Y está segura de que ella podría romperlo por completo con un simple descuido, o un cambio de rumbo. Si bien se encuentra muy cómoda y a gusto con la relación, sabe que ese primer embelesamiento ya ha prescrito y que el mañana aún no está esbozado. Y, con eso, no puede hacer nada. Por consiguiente, busca que tanto Marco como ella sean felices con el día de hoy.
––¿Y
si vamos al cine?
––Esperame que voy a ver si el tano tiene el suplemento del domingo.
A veces Marco es tan… servicial.Nunca un disgusto, nunca una negativa. Tal vez una contrapropuesta, pero jamás un ni en pedo, un andá vos. Es el chico al que le habría dicho Quiero que seas al padre de mis hijos… a sus 12 años. Es tan amable, considerado, fino.Ojalá alguna vez pateara una puerta, le pegara una trompada a la pared, la mandara a la esquina a ver si llueve. Pero siente que él no es de los que se mutilan superficialmente. Sabe que, de llevarlo a algún extremo, sería capaz de algo temible. No, no contra ella; en contra de sí. Inconscientemente. Como hizo aquella vez.
––Mirá, dan Capote; es sobre uno de mis escritores preferidos.
––Yo
había pensado en La guerra de los mundos.
––Bueno,
vamos, aunque ya vi la original.
Y es siempre así. Leo hubiera visto Capote con gusto, solo le propuso una antítesis para que él peleara por lo suyo... pero ni así. Entonces se enfurruña.
––Mejor no vamos nada.
Y redobla la apuesta.
––Voy a depilarte. No me gusta toda esa foresta que crece ahí donde más me gustás. Y si yo tengo que hacerlo, vos también.
Y
espera que él proteste, sin embargo.
––Dale.
Hagámoslo. Lo tenía en mente.
Él siempre va a encontrar una forma para estar a gusto… siempre que ella esté… ahuyenta la idea de inmediato. ¿Para qué lo iba a hacer de nuevo? Con una vez ya había sido suficiente, y después ella y Héctor lo habían encontrado solo, abandonado y en ruinas. No, por supuesto que no se le ocurriría dejarlo así otra vez. Leo no se considera tanto como para que alguien padezca por su culpa. Sabe que, como mínimo, la falta deberá ser compartida. Ella no quiere cargar con ningún tipo de peso. De hacerlo, de abandonarlo, debería ser algo definitivo, sin vuelta atrás. Y tampoco sabe si quiere eso.
––¿Nunca te preguntaste cómo sería una vida en pareja? Digo full time.
Marco
la mira. Piensa un instante.
––No.
Me parece que es algo que se da solo, que no se fuerza.
Ajá. Entonces ¿qué lugar ocupa ella? ¿Es un trofeo, otra medalla en su colección? ¿Acaso Marco juega su partida desde las sombras y muestra un personaje que agrade a todos? ¿Elucubrando? ¿Qué es lo que pretende? ¿Es Leo un instrumento de algo que aún desconoce? ¿Tan tierna es? (En mi opinión yo no lo creo. Ni lo uno, ni lo otro.)
Entonces se decide por hablar una vez más con Jazzy, su amiga y ex correo del zar. En otra vida. Muy cercana a esta.
––Vamos
chiquita, que te conozco bien.
––¿Qué
grado de enganche tenés con tu ex profe?
––¿Eh?
Casual, supongo.
––O sea que no se juraron ni fidelidad ni amor eterno ni felices perdices…
––Nooooo, dónde se ha visto.
––Listo.
––¿Y
entonces?
––Acordate que ya no vengo a todas las clases... pero sí, se lo ve alguna vez por acá. Pasa que me parece que la gorda no deja títere con cabeza.
––¿Y entonces?
––Entonces nada. Sube y baja.
––¿Nada
más? ––inusitadamente, Leo parece estar perdiendo su temperamento.
––Decime
qué esperás que diga e invento.
––No, con eso me alcanza.
Leo corta con un alto nivel de frustración. No sabe por qué, pero se siente estafada. Más que nunca le parece que hasta ese momento ha sido un juguete para él, que la usa al solo efecto de presumir. Pero qué hijo de puta. Haciéndose el chapado a la antigua, el que respeta por naturaleza, el que aunque no esté comprometido actúa como si tal… Pero qué hijo de puta. Por eso me deja libre, porque él hace la que se le canta. ¡Pero qué hijo de puta! Y va y se encama con esa gorda del orto ¡PERO QUÉ HIJO DE PUTA!
Sin embargo ella sabe que no es así. Sabe a la perfección que ni queriéndolo conseguirá violentar lo que parece establecido. No le gusta ver las cosas así, pero es innegable. Tal vez porque ellos, inconscientemente, así lo han querido. Y escrito.
Habrá que esperar a que algo actúe de motu proprio, sin forzarlo.
Leo está con su compañero de clases en el café de la esquina. Lo ha invitado a tomar una Coca. Laura, Estefi y Clara ya han pasado dos veces por delante, como si hubiesen ido al kiosco. Leo sabe por qué lo hacen. No se preocupa. Marco no las conoce. Se pregunta por qué piensa en él. A dar por culo, como dicen en las películas.
––Pensé en eso por lo que me contaste el otro día en el patio. Vos maquinalo, fijate. Nadie nos corre.
––Lo
que yo quiero que te quede claro es que hoy no soy solvente ––remarca el
predicado––, tu idea me parece un sueño y me encantaría subirme a tu tren. Pero
bueno, esa es mi realidad. Hoy ––recalca.
Leo sabe que la propuesta de armar una sociedad con Matías y aventurarse a una empresa de riesgo es algo que ha hecho desde un incipiente y aún no comprendido descontento, pero es que necesita con desesperación reformularse, despegarse. Está al corriente de que se ha echado a navegar por Marco sin brújula ni planos. Por momentos cree que es solo una de muchas (¿Del Liceo cuántas tenés en carpeta? ¿Y del colegio?¿Te las llevás a un telo?¿Tenés uno para cada una?), y si bien no se permitiría convertir su vida otra vez en un infierno, sabe que algún paso debe dar. O abandonarse definitivamente a la corriente.
––Vos
dejame a mí. Algo vamos a hacer.
Están
en silencio. No es que no sea algo común, solo que este silencio está cargado
de preguntas nunca hechas que tampoco piensa responder. En cierta forma, se
siente molesta porque su padre sigue muy apegado con Marco, y eso le hace
sentir como si tomara partido. Sin embargo, sabe que no es así. Tampoco es que
haya una división con su compañero como para que eso ocurra. Y tampoco son
celos. Es algo aún desconocido y, por lo tanto, inaccesible. También sabe que
para su padre es igual. Al menos quiere conocer a dónde está esa plataforma
invisible para intentar abordarla. Pero ni eso. Y no descubre si es porque aún
no ha llegado el momento, o porque nunca llegará.
Héctor no va a cometer el error de meterse con ella. No va a impedirle tener una vida, aprender, ensayo y error. Pero sí, le hace notar que no está de acuerdo con que ella juegue a dos bandas. Leo es consciente de que no está en clandestinidad, pero sí sabe que está volviendo a su viejo individualismo y al respeto a rajatabla del No Preguntarás.
Suena el timbre. Héctor la mira y Leo dice Voy yo. En dos minutos vuelve a entrar, agarra casi sin mirar una campera que está a la mano (esa virtud inigualable de aquellos a los que todo les sienta bien) y le da un beso a su padre. Como se ha hecho ya costumbre, le dice No me esperes levantado.
Ya
en la pizzería de Río y Díaz Vélez, espera junto con Matías a que lleguen sus
porciones, tomando una cerveza.
––Hice lo que me pediste y estuve revolviendo cielo y tierra, pero oficina como vos pretendés no encuentro. O sea, hay. Pero la mayoría en el centro, y carísimas. Para hacerla completa y a la vista, lo más barato que tenés son localcitos de galerías barriales, sobre avenida pero barriales, pero no tienen mucha exposición y tampoco te los regalan. Hay que hacerla de abajo, cada uno con lo suyo, y después ver.
Leo sabe que Matías tiene razón. Y ella, desde que ha empezado a preguntarse y repreguntarse por su vida con o sin Marco, ha perdido mucho de ese primer envión a ciegas. Ahora siente que ya no es dueña de un juicio certero, porque las flechas que se disparan hacia las consecuencias así se lo dicen. Hoy solo intenta disfrutar de su nuevo compañero como tal y ya no le apetece escarbar hacia el futuro. Si algo va a ocurrir, deberá ser más fuerte que ella.
––Por
lo pronto, ya casi tengo en mano una compu para vos.
––Y
yo insisto en que le pongas un precio.
––¿No
te sentirías medio bobo pagando por algo que yo saco gratis?
––No
me habías aclarado eso.
––Es una compu vieja, una 550, (ojo: vuela), pero mi amiga ya la dejó atrás por una laptop. Y si no me apuro la tira a la calle.
––No
sé cómo voy a agradecértelo.
––Ya voy a descubrir una forma. De momento ––levanta su vaso––: salud.
Al
día siguiente, durante el desayuno, Héctor le pregunta si el fin de semana va a
pasarlo con Marco.
––Supongo
que sí, como siempre. Raro que lo preguntes.
––Mirá,
somos generaciones diferentes, pero yo no soy de la edad de piedra. Más bien
soy de las primeras camadas que empezaron a hacer rancho aparte, a dejar de
lado los formalismos, a convivir sin casarse…
Leo
lo aplaude con su habitual mímica de la foca. Héctor continúa.
––¿Sabe
Marco que estás saliendo con otro?
Leo
borra de un plumazo todo rastro de charada, dice secamente:
––No estoy saliendo con nadie ––e irresistible––: No te emplomes, ¿sí?
––¿Te
conté alguna vez sobre tu abuelo Tato? ¿Cuándo venía desde su pueblo a buscar
autos 0km?
––No. Dale, salgamos de acá.
––Mirá: el abuelo Tato era de un pueblito chico, de Arribeños ––Leo asiente. Ahí conoció a la Nona, acota––, y a los 13 años ya se había ido de la casa.
––Precoz
el jovato.
––Ajá. Podés imaginarte que en esa época era algo totalmente inesperado, pero también las leyes eran más tácitas que escritas, estamos hablando de un tiempo en el cual un cornudo tenía arrogado el derecho de matar a la esposa infiel ––Leo lo sabía––, así que imaginate. Y el abuelo se había escapado a Junín, la ciudad más importante de esa zona, y había conseguido trabajo como ayudante en un taller mecánico.
––¿Y
dónde vivía?
––Eso
es un gris en la historia, pero supongo que se quedaría en el taller.
––Parece
lo más lógico.
––Por
ese tiempo, empezaban a llegar autos desde afuera, importados, porque acá no se
fabricaban. Y, como podrás imaginarte, llegaban al puerto de Buenos Aires.
Leo
lo sigue con atención. Toma otro trago de su café, unta una tostada.
––Del
taller (que sería el único, arriesgo), y que era también agencia de
compra-venta, lo mandaban para acá a llevarse algún que otro modelo ya comprado
de antemano por un tercero. No era como ahora que tenés que hacerte un análisis
de ADN para que te liberen la compra; antes un ñato pagaba, le daban un recibo,
el auto era suyo.
––Uau.
––Pero, y acá la cosa se pone más interesante, el abuelo no viajaba ni en el BAP ni en colectivo. Zarpaba con un botecito a remo por el Salado que lo traía de tiro, y no sé por dónde hacía un empalme acuoso que lo dejaba en el Matanza o alguno de esos arroyos. Iba a la agencia, pagaba, ataba su botecito al techo del auto y pegaba la vuelta.
––Hmm… suena medio aventurero, demasiadosgrises.
––Miralo cómo quieras, la historia tendrá sus bemoles, pero está confirmada como cierta por amiguetes del viejo de esa época, doy fe.
––¿Y la aneda?[3]
––Tu
anécdota arranca cuando el viejo se engancha con la hija del dueño de la
agencia de Barracas y crea una familia paralela.
––Algo nada extraño por esos tiempos. La mayoría tenía un muerto en el placard.Tout de même.
––Sí, es verdad, pero el point en questiones que la vieja hizo lo mismo. Y no se supo hasta su muerte.
––Uau,
uau ¡y recontra uau!
––Y
así los dos siguieron juntos y haciéndola cada uno por su lado.
––¿Y
qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?
Héctor aprieta los labios y levanta la vista al techo: el mohín de pólvora en chimangos.
––Era
solo para cambiar de tema.
El plan de Leo es el siguiente. Cuando Marco vaya a jugar ajedrez con Héctor, ella mantendrá una charla por teléfono con su amigo Matías, y esta será bien audible. Luego se juntará con él muy a deshora, o hará que el chico le alcance algo, o tendrá la PC para que él pase a buscarla y se encerrarán un rato en su habitación, o… entonces se siente una boba. Una chiquilina boba. ¿De nuevo ahí? Se dice que necesita desesperadamente ver alguna reacción en Marco, algún celo que la haga sentirse de valor para él; si no es así…
––Ustedes
hagan su partida que yo tengo mucho trabajo. ¡Que corra sangre! ––y hace la
representación de un caballero andante trotando hacia su dormitorio sobre una
escoba.
Los dos la miran, se ríen, Marco mueve. Alegórico, comienza con su caballo del rey. Cuando la partida aún está en pañales suena el timbre. Se miran; Héctor, por sobre sus lentes, dice No creo que sea para nosotros. Es ahí que Leo sale de su cuarto y les dice No me vean, soy una ilusión. Y se dirige a abrir la puerta de calle. Es Mati, me avisó que venía. Les cuenta. Ellos vuelven a la partida.
Como
Leo tarda un rato en volver, Héctor, tal vez turbado, le dice a Marco, como
quién no quiere la cosa:
––No
sé por qué esta chica no hace entrar jamás a nadie. Sus compañeros deben pensar
que soy alguna especie de… ––no encuentra la palabra, hace un gesto volátil con
su mano derecha.
––¿Irregularidad?
Héctor abre bien sus ojos, levantando ambas cejas. Críos, dice.
Al rato Leo regresa con Matías, una Coca de litro y cuarto y una bolsa de snacks. Nada para ustedes dice en su tono bromista, y se encierra en la pieza con el chico.
Marco no dice una palabra, pero ahora Héctor está aturdido. Pierde a su torre derecha de manera muy tonta y queda en jaque (y, según veo, a pocas jugadas del mate). Marco termina su whisky de un solo trago. Héctor se obliga a hablar:
––Si no es la primera persona de su círculo que entra a esta casa, pega en el palo.
––¿Compañero
de diseño?
––Supongo
que sí.
Ahora
los chicos ríen en voz alta. Luego silencio. Marco está comenzando a sentirse
como un tonto. Héctor lo nota. Pero no sabe qué decir.
––Ya está. Algún día tenías que ganarme. No tiene sentido seguir. Me quedan dos movidas. No… tres. Pero ya perdí.
A
Marco no parece interesarle su victoria. Se está sintiendo furioso. Y eso lo
descoloca. Ojalá Héctor lo hubiera dejado hacer esos últimos juegos, le habría
gustado estirar la partida, acorralarlo, hacerlo sufrir; pero Héctor ya ha reacomodado
las piezas y se apronta a rellenar su vaso. Marco lo cubre con su mano, dice:
––Basta por hoy, mi amigo, déjeme saborear tan esperado triunfo.
Héctor
quiere hacer algo, pero ha quedado en igualdad de condiciones que su rey, hace
solo unos minutos.
Cuando
llega a su casa, Marco saca el celular de la guantera y lo guarda en su
bolsillo. Sabe que tiene algunos textos porque ha escuchado las notificaciones.
Y sabe que son de Leo. Por eso lo apaga y se acuesta. Aun sabiendo que su sueño
será difícil de conciliar.
Héctor ha demostrado cabalmente tener una altura inusitada, si Leo lo compara con cualquiera de los padres de sus amigas. Él no le ha dicho una sola palabra sobre la otra noche, ni ha amagado con amonestarla. Leo sabe que, de hacerlo, debería darle la razón, aún bajo riesgo de rebelarse. Pero ¡corchos!, es su padre. Al poco rato de haberse marchado Marco, ella había acompañado a su compañero hasta la puerta y había regresado de inmediato. Héctor estaba viendo una película (algo con imágenes al borde del Sena… una rubia raquítica y un flaquito fachero… empalagoso), Leo se había quedado de pie un instante observando a la pareja que caminaba por la costa del río, esperando porque su padre le dijera algo, pero él no había abierto la boca. Entonces lo había besado en la coronilla y se había retirado a dormir.
A la mañana siguiente enciende su teléfono, espera por que aparezcan los textos de Marco. Pero el teléfono ya ha encendido y la señal es de 5 barras. Entonces él no le ha respondido. Hoy ella cursa por la tarde. Marco… hace memoria pero no lo recuerda. Y es porque no lo sabe. Entonces piensa en que en el tiempo que llevan juntos no se ha preocupado en conocer su agenda. ¿Qué significa eso? ¿Desidia? ¿Confianza ciega? ¿Desinterés? Ellos ¿qué son?
Qué
somos?
Sin
el signo de apertura, ese es su sms para Marco. Su respuesta no se hace
esperar:
Vení y hablamos.
Entonces ella se viste, prepara su mochila, toma un café de pie, besa a Héctor y sale camino del subte. Luego, aunque tiene llave, toca el timbre y espera. Sabe a consciencia sobre el peso dramático de la escena. Pero él parece no darse por enterado. La besa y la hace pasar. Deja sus cosas sobre el sillón. No, gracias, tomé recién.
Ahora están frente a frente. Se miran. Estudian sus gestos. El silencio es absoluto. Entonces los rasgos empiezan a contorsionarse. Una lucha incontenible se libra ahí. Irresistible. No aguanta más. Y el primero en caer es él. Ya no puede contener más eso que amenaza con poseerlo. Al principio es solo aire a presión a través de sus labios apretados. Prrrt. Solo eso. Pero lo que viene amenaza con escapar por su nariz. Y ahora es Leo, que ya tiene sus ojos casi lagrimeando, quien ya no puede contenerse más. Pffff. Entonces ya no tiene sentido contenerse. Así los dos estallan en carcajadas y se retuercen, se agarran sus panzas, patalean, lloriquean.
––Haber
tenido una cámara para mostrarte esa cara de…
––Hubiera dado un riñón… un riñón por ser mosca y verte después de…
Al
cabo de unos minutos la actividad se aplaca, solo un poco, pero lo suficiente
como para que alguno module una frase con coherencia. Como con las risas,
también Marco es el primero en dejarse llevar.
––No creo que puedas imaginarte cuánto te quiero. Te amo.
Leo traga saliva, suspira, se deja.
––Te
amo pedazo de zapallo.
––Quiero que vivas conmigo. Si no te gusta acá vendo y compramos en otro barrio.
––¿Qué? Amo este lugar… ––hace como que piensa–– tal vez más que al dueño.
Ya ha vuelto a ser la Leo de siempre.
––¿Era
necesario?
––No
sé. ¿Importa?
Marco
niega con su cabeza.
––¿Y
ahora, cuándo?
Leo
abre los ojos como platos, echa algo atrás su cabeza, ladeándola levemente:
––¿Mañana?
Ya
han cargado el flete. Leo ha hecho varios bolsos, todos con ropa y calzado.
Ahora suben una computadora más y cierran la caja.
––No
sabía que trabajabas con dos compus. O es una para trabajos y la otra para
internet. Dicen que así debe ser.
––No,
esa no es mía. Es de mi amiga Laura que se modernizó. Yo se la pedí para un
compañero que no tiene. Y es un pecado, porque en un chico muy capaz. Vos lo
conocés.
Marco
piensa ¿a quién conozco? Y cae en la cuenta.
––Le dije que mañana la pase a buscar por casa.
Marco, algo revuelto entre bártulos, la mira a los ojos. Ella está recostada sobre uno de sus bolsos con ropa, ambas manos en la nuca. Es una mudanza de western. Entonces Marco hace su impostación de John Wayne ––aunque es todavía joven, supongamos entonces a Clint Eastwood––, se quita un sobrero imaginario, tuerce la boca y le dice:
Bienvenida al pueblo, señorita.
[1]Sin embargo a veces se queda corrigiendo hasta que el cansancio lo
doblega... ah, lo taxativo.
[2]Imagino
que lo hace en referencia a la lectura preferida de Mark Chapman, asesino de
John Lennon.
[3]Leo
sostiene que en el siglo XXI es lícito quitarle una sílaba a cualquier palabra
que exceda las tres, ya que se habla de manera atolondrada y con atropello.
Comentarios
Publicar un comentario