Estocolmo III - Un aleteo de moscas
Está recostado en su cama. Sus ojos miran al techo, pero no lo ven. Y no hay una puta luz encendida. Nadie sabe en qué piensa. Tal vez ni él lo sepa. Pero no parece estar dormido. Más bien en un coma consciente. Remarco su consciencia porque ahora siente una mano que le acaricia un muslo, sube por su entrepierna y llega hasta su miembro, lo acaricia, lo espera, luego retrae su piel hasta los huevos y la sostiene el tiempo exacto para que se lubrique por completo. Ahora siente calor, y es el calor de un aliento, justo ahí. No sabe si está soñando, pero se deja estar, disfruta. El acto no se extiende más de lo necesario para cumplir su propósito. Otro movimiento invisible y ya lo flanquean dos piernas perfectas, tersas, duras, sin vello. La misma mano exploradora del principio ahora guía su verga hacia otra parte, y la hace penetrar en una cueva prieta y cálida. Su placer se multiplica. Al compás del movimiento de pistón comienza a sentir que algo como un pez gordo y de sangre caliente que lo golpea en la barriga. Chac, chac. Rítmico, curioso. Entonces se encuentra con otro falo. Por puro reflejolo toma, tal como habría hecho con el suyo propio, y el próximo movimiento ya es instintivo.Ahora, la mano antes guía ha llamado a su espejo y, entre las dos, acarician su pecho y su cuello. Lo llevan a imaginar que son las manos de alguna diosa nórdica. Leo Valkiria, desde su Valhala. Esas manos que ella cuidaba como a su rostro magnífico, manteniéndolas tersas, sedosas, fuertes, inmortales. Cuando este nuevo órgano vibra desesperado y se derrama sobre su vientre, él hace lo mismo dentro de ese otro cuello y enguantado, ciego, abandonado, se deja llevar por el flujo espasmódico de los cuerpos. Oye gemidos roncos, ahogados por un suspiro. Luego vuelve el silencio. A fin de cuentas, pareciera que aún está vivo.
En
la ceremonia del cremado de los restos de Leo, Héctor y Marco no se han
separado ni por un segundo. Ahora, cuando les entregan la urna, no saben qué
hacer.
––Insisto,
es tu hija.
––Pero nunca la vi tan feliz como en esos momentos con vos.
Héctor
aparece sostenido por alguna fuerza a punto de abandonarlo. Marco le dice:
––No
creo ser capaz de ver a esta urna sin sentir ganas de terminar con todo.
Así, finalmente Héctor abandona la escena y se la lleva. Pegadas a él salen Jazzy, Sofía y Laura, las amigas más cercanas de Leo, abrazadas entre sí y buscando un consuelo que se les hace esquivo. Daniel y Mara se acercan para despedirse. Daniel le dice a su amigo que cuando se sienta mejor, con algo de ganas, pase a visitarlo. Marco le responde que si es por eso deberían despedirse para siempre. Ahora habla Mara:
––Estoy con un proyecto nuevo. Involucra fotografía y textos. Todos desconocidos, no populares, especiales. Espero contar con vos.Con alguno tuyo, digo.
Marco
no responde. No puede hacerlo. Se abrazan. Ella le palmea la espalda en
círculos.
Turno para Gaby. Marco ve que allá atrás otra chica los observa. Deduce que es su pareja. Ella lo abraza en silencio. Ahora se separa algo de él, lo tiene tomado por sus antebrazos. Se aleja algo más y sus manos bajan hasta las de él. Lo mira, suspira y traga, gira su cabeza, lo suelta y se marcha. No sabe por qué, pero no quiere que él la vea llorar.
Nelson
da un paso al frente, le estrecha la mano.
––Tomate
el tiempo que haga falta. Aunque, si me preguntás a mí, no te aconsejo que te
alejes de todo ni que te desprendas. Un rato sí. Pero más te la puede jugar en
contra.
––Gracias
Nelson.
Para su sorpresa, el último en acercarse es Lucas. Marco prepara el apretón de manos, pero Lucas lo abraza, le da un beso amigable y lo toma del hombro con su mano derecha. Fuerza profe, le dice, y lo ve a los ojos con una sonrisa. A Marco le gusta que no sea trágico. Luego él adopta el papel del que ya no es un igual pero está a gusto. El amigo de un padre.
––Gracias,
loco ¿cómo lo supiste?
––Porque está entre las noticias de la cartelera, con un crespón ––hace un gesto de y bueno…––; los chicos también te mandan un abrazo. Todos quedamos algo shockeados.
Héctor ya ha partido y solo quedan algunos comedidos parloteando por ahí, preparando su vuelta a la normalidad. Lucas retoma su línea.
––No te aconsejo volver ya a tu casa. Tomá aire, distraete un rato. Después te fumás uno de estos y te vas a dormir ––le pone un porro en el bolsillo de la camisa.
Marco
sorprende a propios y extraños y sonríe. No dice nada. Pero parece un
continente vacío. Luego Lucas agrega:
––Yo voy a caminar un poco. Chacaprofundo. ¿Por qué no me acompañás? Puede hacerte bien.
––Pensaba en tomar algo. ¿Sabés manejar? ––Lucas asiente––; entonces acompañame a la pizzería frente a la estación. Luego me llevás a casa. No estarás con auto, ¿no? ––Lucas niega con su cabeza. Iba a caminar hasta mi casa, dice.
––Perfecto. Volvemos en el mío y después te pago un taxi ––de inmediato agrega––:pero si te aburro estás autorizado para escapar. Igual ya no puedo amenazarte con un aplazo.
––Ni
sobornarme con un diez. De paso podés contarme sobre ese ideal tuyo que
merecería la calificación máxima.
Ahora trasponen el portal y caminan lado a lado en dirección a Lacroze. A pesar de las claras diferencias en sus edades, ambos parecen dos viejos amigos. Cruzan la plazoleta en silencio, tal vez esperando esa palabra casual exacta que de inicio una verdadera charla.
De la nada:
––¿Sabés que la vi una sola vez, a tu mujer?Te había alcanzado algo a la clase. Me pareció una mujer bellísima. Súper atractiva. Muy joven. Casi de mi edad.
––¿Sí?
––24.
Tal vez un par más. No más.
––Unos
cuantos más. Una década más.
––No
le daba 34 ni a palos.
––35.
––Mayor razón para que me resulte admirable. ¿Sabés? Me parece que esa es una buena forma de perdurar, en la admiración de los otros.
Marco
no responde. Piensa en su mujer. Pero no puede quedarse ahí porque cada lugar
en este mundo va a representarla y contenerla. Busca un interruptor. Lo
encuentra, lo acciona.
––Escuché la canción que te inspiró el relato, y leí la letra. Le dio otra dimensión a tu personaje. No, no digo que no lo hayas desarrollado bien, pasa que en pocas líneas y sobre la música adecuada tiene un peso incomparable.
––El viejo tiene todos los discos de esos tipos. Son unos verdaderos bichos raros. ¿Sabías que estuvieron sin tocar juntos desde el 78, y que en 2005 volvieron a grabar y siguen sacando discos? El viejo dice que son inclasificables, que el estilo de ellos debería llamarse Himno Trágico Romántico.
––Jajá. Escuché solo ese tema. Pero sí me sorprendió el salvajismo contenido de tu personaje. Porque es mucho más de lo que hace, para bien o mal.
Entran al bar frente a la estación, se sientan a una mesa junto a las ventanas.
––No
es más que un nene.
––Pero se vivió todo. Ahí trascendiste a la canción largamente.
––Porque
no hice más que hablar de mí. Monologar. Apología del falo.
––Entonces
sos un tipo de cuidado.
––Ni
lo dudes.
Es obvio que se agradan. Marco ha pedido una cerveza y el chico una cola. Marco siente que se ha levantado de su cama de clavos, se despereza, piensa en asearse y en vendar sus heridas. Pero sabe que antes deben cicatrizar.
––Esa
noche, en la fiesta, en la pileta estaban vos y Mora juntos ¿no? ––Lucas
asiente–– ¿Qué te dijo?
––¿Sobre
qué?
––Sobre ella y yo. El momento previo. Vos viniste a nosotros ¿te acordás? ––Lucas vuelve a decir sí con su gesto– ¿Y?
––No
dijo una sola palabra. Ya había dicho todo antes.
––…
Lucas
ve que Marco está verdaderamente fuera de situación, entonces hace contacto:
––Mora se viene acostando conmigo desde el verano pasado. No; no somos novios. Vos le gustabas mucho y quería conocerte bien de cerca. Por ahí pegarte una cogida. Sobre el encuentro borracho de los dos esa noche no soltó palabra. Yo me acerqué a ustedes por curiosidad. Por ahí pintaba de a tres. Con Mora nunca se sabe. Conmigo tampoco.
Marco
está algo confundido. Amaga a preguntar, pero Lucas le gana de mano:
––Sí,
soy lo que ustedes llaman bisexual. Aunque prefiero considerarme uno que
disfruta del sexo en plenitud.
Marco llama al mozo y le pide otra cerveza. Lucas, con su gaseosa a medias, le hace el gesto de por ahora estoy bien. Marco vuelve al ruedo.
––Siempre
me pareció que tenías esa virtud de gustarle a chicas y chicos. Tal vez sea por
tu sexualidad abierta.
––Siempre fue así. No puedo discriminar por sexo. Sí elegir cómo y con quién, obvio. Y te aseguro que es genial.
––Pero no hagas la de aquel que impone su inclinación como la única de valía.
––No, ni a palos. Me molesta la ignorancia, el filisteísmo. Algunos prefieren que nadie les haga jamás una pregunta y vivir en la paz del limbo. Yo no soy así. No puedo ser así. Y la cosa viene cambiando. Pero tampoco me caso con la gilada.
––Y para bien ––Marco se da cuenta de haber alzado la voz, rearma la gola––, y para bien. Si el occidente fue capaz de abolir la esclavitud… de disfrazarla tan bien ––suelta una carcajada–– debería tener éxito con esto. Sobre todas las últimas improntas en materia de reordenarnos, estoy muy pero muy de acuerdo con la identidad de género, el aceptarnos todos como lo que somos, diferentísimos, pero siempre tratándonos con respeto ––ya está algo borracho, tal vez por eso no se detiene–– que todos ganemos un sueldo por mérito, que por fin eso de la igualdad se haga real, aunque ¡ojo! ––y levanta el índice de su mano derecha–– no seamos estúpidos, y si lo somos, hagámosla bien; no me vengan a enrostrar la igualdad cuando lo feliz de la situación es que seamos diferentes, muy diferentes y a dios gracias ––termina de un trago el vaso recién servido–– no sé si me seguís ––Lucas asiente, su gaseosa ahora está por un tercio––; bien… a mí no me molesta nada de eso, es más, lo animo; salvo… ––vuelve a levantar su índice–– salvo por el lenguaje inclusivo, que lo usen como supositorio. ¡Soy licenciado en Letras!
Mira desafiante alrededor, pero nadie le presta atención. Lucas sonríe.
––Yo no me preocuparía por eso. Dejalos que hagan lo que les dé la gana.
––¡Pero
que no lo impongan! ¡Al carajo con las imposiciones!
Baja
la cabeza, toma aire, vacía la botella en su vaso, vuelve a llamar al mozo. Ya
no busca la anuencia del compañero de turno.
––No
es sencillo que te empasten la torta de crema en la cara a mi edad, digo, para
vos es fácil…
Pero se queda en el sujeto. Está bebiendo como si en eso le fuera su salud. Lucas ya se ha dado cuenta.
––No vas a emborracharte como en la fiesta, ¿eh? No te impongas una borrachera.
Marco
mira a su vaso, lo levanta.
––Prosit! ––Lucas sonríe––; te dije que me ibas a tener que llevar.
Luego,
como todo borracho que quiere demostrarse sobrio:
––Después te garpo un taxi. Ahora me llama esa puerta ––y señala al baño con el dedo y su cabeza––: a regar los olivos del monte… queda tiempo para incendiar al árbol.[1]
Camina hacia el baño como un egipcio. Lucas lo cuida con la vista, pero él llega con altura. Luego de un tiempo prudencial sale. La tercera cerveza ya ha llegado. Lucas, tal vez en un acto piadoso, ha llenado su vaso. Si me preguntan, yo dudo que vaya a tomarlo. Su cola aún resiste en un tercio de botella.
––Sé
que cruzo la línea, pero si no querés descomponerte, tomate esa y vamos, ¿dale?
––Sabés
las batallas que ha librado este crucero de… de… ¿…? Jajajajá.
La última a se estira hasta que él se quiebra. Lucas lo deja hacer. Cuando Marco ya pasa el minuto largo de cabeza inclinada encerrado en un gesto de asentimiento en bucle y moqueando, le dice Si querés vamos ahora. Pero Marco se seca mocos y lágrimas con su manga y le dice Voy a terminarme esta botella.
Después de un par de luegos, Lucas abre la puerta del ph y hace pasar a Marco a su terra cognita. Este, ni bien reconoce el ambiente como propio, se deja caer en uno de los sillones. Lucas le dice que si Marco así lo quiere y le indica dónde encontrarlo, él puede preparar café. Marco no le responde. Solo levanta una mano como diciendo no, ¿qué es eso? Entonces se sienta frente a él y ve que se va quedando dormido. Se levanta, lo agarra por los sobacos, hace que se pare.
––Eh, grandullón: a dormir, ¿sí?
Marco aún habla. Luego balbucea Llamate un taxi, yo te lo garpo. Lucas le responde Sí, sí y lo lleva escalera arriba a su dormitorio. Lo sienta en la cama y espera a ver qué hace él. Pero Marco se ha quedado dormido en esa posición. Entonces, con gesto de No puede ser pero sonriendo, primero le saca la camisa, luego las zapatillas y los pantalones. Se asombra de que use bóxers amplios, a la antigua. Con algo de esfuerzo lo acuesta. Luego se desviste y ocupa el otro lado de la cama. Marco ya ronca.
Lo han despertado los ruidos de siempre, la banda sonora del hundimiento, esos que en la desgracia casi había olvidado. Después de la partida de Lucas la mañana anterior, había salido para aprovisionarse, regresando con sendos packs de cervezas, fiambre, queso y pan. Luego del desayuno había descubierto tierra en el patio una vez más. Después, su día había transcurrido autocompasivo y demoledor. Ahora se levanta al presente adolorido, resacoso. Algún vestigio del intento de escaparse al duelo aún persiste en la heladera. Son solo dos latas, pero siente que alcanzarán para aguantar el momento. Baja más de la mitad de la primera, y tal como un alcohólico consumado, se siente algo mejor. Ahora presta un poco de atención y no oye ruido alguno. Para ser veraz, desde esa noche maldita no ha vuelto a escuchar ni golpes y ni arrastrones. Sí ve otra vez al patio y por segundo día consecutivo encuentra tierra. ¿Es que ocurre solo en ausencia de Leo? ¿Quién lo hace? Cree recordar ruidos como rasguños. Uñas sobre la chapa. Habrá soñado.
Ahora, cerveza en mano, justificado en su dolor, siente que tal vez haya sido él quien siempre estuvo fuera de sincronía, con su consideración por el bien ajeno, su respeto de las convenciones. Y es que así fue educado. Recuerda que Rosita, su anterior vecina, varias veces le había dicho:
Tenerlo a Ud. al lado es un verdadero gusto, casi parece que no estuviera nunca.
Y es que él siempre ha sido cuidadoso de todo ruido o accidente que pudiera generar incomodidad a terceros. Nunca un arrastrón, jamás un portazo. Y su vecina era una mujer educada. Culta. La recuerda escuchando su estación de música clásica y él esperando que suba un poco más el volumen. Ahora, esta gente que se comunica a los gritos, que mira los programas más bajos de toda la grilla de televisión y a todo volumen, que arrastra sus muebles por todo el living y que golpea vaya uno a saber qué con prosaica sordidez, lo han llevado a pensar que tal vez deba abandonarlo todo y emigrar. ¿Hacia dónde? Bueno, es la pregunta del millón. Hubo un tiempo en que sintió que en este ph había encontrado su lugar en el mundo. Eso demuestra la fragilidad de los buenos augurios.
Tampoco es algún tonto, y bien sabe que en cualquier parte y como sea estará inmerso en esta sociedad occidental que él necesita para vivir.
Un timbrazo lo eyecta de sus reflexiones. Abre y se encuentra con la señora Ziegler, ella y su inseparable microcánido. Tal vez esa correa sea un cordón umbilical. Viuda desde un principio, jubilada y pensionada, es la persona que, en reunión de copropietarios, ha sido facultada por ese consorcio de ocho unidades para encargarse de aquello que es comunitario, y ella ha tomado esa designación como un signo de realeza. Marco sabe que en su fuero interno se siente una persona de importancia. Ella dice:
––Marco,
en nombre de todo el consorcio le hago llegar nuestras más sentidas
condolencias por la desgracia que nos ha enlutado a todos.
Marco intenta mantenerse ajeno. Sabe que no está en su mejor momento y desconoce cuánto podrá tolerar de eso que no necesita. Sin embargo, sale con altura:
––Gracias,
Malena. Usted siempre tan atenta.
––Pobrecita. Y tan joven. Pero ya se veía que no estaba bien. Tanto tiempo sola. ¿Quiere un consejo? No le haga caso a su licencia. Vuelva a trabajar de inmediato. El estar sin trabajo afecta al razonamiento. Ya vio…
Y ahora sí es admirable que
consiga controlarse, luego:
––Es que estamos en vacaciones, Malena. Después de enero ya vuelven de a poco las obligaciones.
––¿Se
enteró de la buena noticia?
Tal vez Marco se haya vuelto inmune porque sabe que ella no lo escucha.
––Al doctor Castro lo han ascendido a jefe de cirujanos del Sanatorio Mitre (sí, el Dr. Castro, usted sabe, el dueño de la unidad 2, a la calle) ¡Estamos tan orgullosos! ––y, casi confidente––; ya usted será director, alguna vez.
Es entonces que el celular acude en su rescate y Marco se excusa.
––Atienda, atienda muchacho. Lo acompaño en sentimiento.
Cierra la puerta y atiende. Es Mara.
––Voy a necesitar textos tuyos ––le dice ella.
Marco,
a pesar de ser casi el mediodía, aún no ha comido nada. La lata abierta sobre
la mesada se ha entibiado, pero ya no siente esa necesidad imperiosa de beber.
El cansancio se ha vuelto desvelo. Y es que se siente vigil pero sonámbulo.
Ahora piensa seriamente si no le convendría alterar su horario natural; dormir
de día, vigilar… lo descarta de inmediato.
––Sí,
ya me lo pediste. ¿Algún tópico específico?
––Escuchame, por qué no te pasas por el estudio. Yo me estoy quedando acá.
––…
––Después te cuento. Venite y tomamos algo, comemos, charlamos un rato ¿sí?
––Oca. Antes de que oscurezca paso. Yo también tengo cosas para contarte.
Corta con el celular y decide que es bueno tomar un baño. Cuando descorre las cortinas de la puerta balcón al patio, descubre que su limpieza de la mañana ha dejado mucho que desear. Entonces trae la escoba de la cocina y barre nuevamente, ahora con la luz del sol a su favor. Algo raspa contra el piso. Más restos de maceta se dice, y se recuerda cerrar el toldo para esa noche. Del montoncito de tierra que permanece negro, aunque la tierra esté seca, destacan unas pequeñas piezas amarillentas, que Marco interpreta como restos de cerámica. Finalmente tira todo al tacho y cierra la bolsa, para sacarla cuando salga hacia San Telmo.
Mientras se baña piensa que desde la muerte de Leo, que vino a sumarse tras los años con aquella de su padre (porque aún no ha podido perdonarse), su odio hacia la humanidad ha crecido de manera exponencial, invitando a toda fuerza maldita a unírsele en Su contra.
Secándose, anota que Mara efectivamente le dijo que está parando en el estudio, y de que escuchó lo que ella le dijo solo en la superficie. Su primera reacción es llamar a Daniel. Pero no se siente de ánimo. Vuelve a pensar en Leo.En ese preciso instante siente que no puede estar ahí, que el lugar transpira su presencia, que fueron muchos años a su lado. Casi todos. Leo lo ve desde la cocina. Ahora hace poses en el patio, asoma medio cuerpo del baño con una toalla en la cabeza, se apoya en la baranda del entrepiso. Finalmente, está sentada a su lado, pero él quiere tocar su mano y ya no está. Suspira. No le queda una sola lágrima. ¿Por qué no le dijo a Mara que iba de inmediato? Levanta el celular, duda un instante, lo deja otra vez sobre la mesa. Entonces es su teléfono el que toma la iniciativa. En la pantalla táctil él lee Lucas. Pero no recuerda haberlo agendado. Mira al teléfono iluminarse y vibrar hasta que se detiene. Ahora una notificación le informará de un mensaje de voz nuevo. Sin embargo solo lo avisa sobre una llamada perdida.
Desde hace unos años atrás ha puesto a su madre bajo cuidado. Ella aún vive en su casa, pero ahora acompañada de una mujer que hasta duerme junto a ella, en su habitación. Marco supervisa el pago de los impuestos y servicios y es albacea de la cuenta que ella utiliza para las necesidades de ambas. La idea había sido de su amigo Daniel, y él había podido comprobar con su experiencia la funcionalidad del sistema. En resumen: le había entregado a la mujer una tarjeta de la cuenta familiar y él supervisaba los gastos desde su home banking. Así, ésta cuidaba de su madre a tiempo completo por un sueldo, techo y comida.
El día está aún en pañales, luego decide pasar a visitarla.
Y la encuentra muy bien, alegre y de buen ánimo como siempre. Están jugando a las cartas. Marco le ha conseguido un atril de madera para que ella apoye los naipes, porque sus manos se han vuelto completamente inútiles.
––No
sé qué haría sin ella.
Natalia
le dice:
––Andarías suelta por ahí, corriendo a algún vejete.
Desde los primeros pasos Natalia supo ganarse la confianza de su madre.Ahora, más que su ayudante es su compañera. Y es que su madre no está senil, todo lo contrario, pero su cuerpo se ha venido a menos y todo movimiento le resulta arduo, penoso. Sin embargo, con la ayuda de ella, aún mantiene su atelier impecable, y cada tanto renueva la exposición, cambia algún cuadro de lugar, quita o agrega. Y ––una vez más–– la ventana se cierra solo por la noche. Por eso Marco ha hecho reforzar el enrejado, pero cuidando de que no entorpezca la visión.
Ahora su madre lo tiene tomado de las manos.
––Mi pobre bebé. No te pienso perdonar el que no me hayas avisado lo que pasó. Como tu madre mi obligación era acompañarte. Mirá como me vengo a enterar. Háyase visto.
Sin embargo él sabe que no lo reprende. Solo que su sinceridad es brutal. Tal como lo fue siempre.
––Pensé desde el primer momento en vos, y así estuviste conmigo. Pero no quise involucrarte. Ya está.
––¿Y ahora? Venite con nosotras… no, no me volví loca, un tiempito hasta que vayas haciendo el duelo. Cuando tu padre nos dejó, pensé que me moría. Cada rincón de la casa me lo traía de vuelta. Pero él no estaba. Creo que eso fue lo que me tiró abajo.
Sus ojos se ponen vidriosos pero cobra valor, traga, prosigue:
––Si te venís con nosotras te vas a evitar eso. Y acá tenés tu lugar.La pieza es grande como para que acampes con bastantes cosas. Y Nati te cocina, ya que sos bastante inútil. ¿Estás comiendo bien? Te quedás a cenar. ¿Sí?
Marco sonríe. Sabe que el oficio de madre es imperecedero: una responsabilidad que jamás caduca.
––No
puedo quedarme, vieji. Pero voy a volver pronto. Y no te hagas tantos problemas
por mí. Voy a estar bien.
––Ah
––hace un gesto amplio––, si tengo que a esperar que vos me digas algo…
En la calle ve que la tarde pierde terreno. Está bastante lejos pero anda en su auto. Recuerda que debe cargar combustible. Pasa por una estación y llena el tanque. Trata de no ver el costo que le marcan los números porque es ofensivo. Le da su tarjeta a la chica, que le sonríe. Siente que debería halagarla, pero recuerda que eso hoy está mal visto, que se toma como una ofensa. Deja escapar un Gracias atónico, sube a su coche y toma hacia el bajo por la avenida. Detenido por un semáforo, envía un mensaje de voz a Mara.
––Sí, gordo, venite ––dice la voz en la respuesta de Whatsapp.
Descubre
otros mensajes en su cuenta. Son de Lucas. Son varios pero que conforman uno
solo. Los bocinazos lo obligan a continuar. Cuando se detenga va a leerlos.
Aunque, seguramente, ya se han tildado como vistos. Y piensa en que no ha
reparado en la noche con el chico. Como si no hubiera ocurrido. O si quisiera
borrarla. Apaga el celular y lo guarda en la guantera.
En un acto instintivo, reflejo, entra el auto a una cochera justo enfrente del caserón. Como ya es tarde paga la estadía. Mara baja a abrirle, está espléndida: lleva una musculosa blanca que resalta aún más todos sus tatuajes. Y le parece algo más morena, más fuerte. Ya en el estudio, ella le dice Bienvenido a mi hogar. Él recuerda lo que Leo le advirtió sobre Chicas con musculosas blancas.
––Veníamos
tecleando hace mucho. Estábamos cansados uno del otro. Fue una decisión
conjunta. Sin escarceos. Y sin pelearnos. Viste que te fuimos a saludar los dos
juntos. Beni ahora se queda con él. Es que esto no es hogar para un nene,
aunque me gustaría que no se haga pelotudo como el padre. No, no necesito de su
dinero, con lo mío me basta y sobra. Y no quiero aburguesarme más. Ya fueron
muchos años, me estaba secando.
––Siempre
creí que el haberse hecho padres los afirmaba en la relación.
––Es un pensamiento habitual, aunque prosaico…
Marco nota que está apenas más delgada, pero robusta, firme. La toma del brazo, sí, es así. Se besan duro. Se separan. Mara:
––Estás… no sé… más fuerte. No puedo decir exactamente qué es. Es algo oscuro que brilla. Quiero fotografiarte.
Marco se ha descalzado para sentarse en el colchón que descansa sobre el piso, apoyándose en la pared. Una pierna está extendida, la otra recogida, y ese pie ahora anida bajo el pliegue de la otra rodilla. Una mano se apoya en la muñeca de la otra, y ambas sobre el muslo. Es otro. Sabe que esa actitud desafiante junto a ese sentimiento de invulnerabilidad no le pertenece, que apenas son rasgos que ha tomado prestados, vaya uno a saber de quién.
Mara estudia la luz y gatilla, cámara en mano, varios ángulos. Él la sigue con la mirada. Intenso dice Mara; esa es la palabra en boga. Se acerca, abre sus pantalones, saca su verga y deja que descanse laxa, a un costado entre sus piernas; hace más fotos. Él cierra los ojos. Siente que su alma lo ha abandonado. Luego se guarda y abrocha. Mara enciende un cigarrillo y se lo pasa. Marco en su vida ha fumado muy poco tabaco, pero sí marihuana, por lo tanto inhala y no tose. Al costado del colchón hay un cenicero con algunas colillas. Marco apoya el cigarrillo ahí. Desde algún rincón del tórax, la voz le sube a su garganta.
––¿Ya
estás con alguna pareja o pensás seguir sola?
––Ninguna de las dos cosas. ¿Pareja? Cuando estas cuelguen flojas ––se agarra las tetas––. ¿Y vos qué pensás hacer?
Marco
cavila unos instantes. Luego, con lujo de detalles, le cuenta su momento junto
a Lucas.
––¡Me mojo, hijo de puta! ¡La próxima me llamás como que hay Dios! ¿Y me decís que no te la metió? ––Marco niega con la cabeza––, entonces es que no le gusta.
––Se
acuesta con una compañera de la facultad.
––¿Y
eso qué?
––Es
bisexual.
––Entonces…
––Qué sé yo… siento que no es lo mío. Pero no me arrepiento ni me hago el mojigato.
Mara
iba a decir algo, pero se toma un segundo más. Luego:
––Porque
te penetren no vas a ser menos hombre ––agrega––. Si querés podés empezar
conmigo ––y le hace un gesto lúbrico.
Marco
siente que el tema está agotado, que amenaza con volverse monótono, pegajoso.
Se mueve.
––¿Qué
hay sobre los textos que me dijiste que querías?
Mara
devuelve la cámara a su lugar anterior, sobre una banqueta.
––La
idea es que vos escribas cosas que se te ocurran sobre unas imágenes nuevas con
las que vengo experimentando, y también que me tires algunas líneas o párrafos
improvisados para ver qué se me ocurre a partir de ahí. Eso es el disparador de
mi nueva exposición.
––¿No
probaste con algo ya escrito? A ver qué onda, digo.
––No
es la idea, Marc. Quiero que sea algo puro, fáctico.
––Bueno,
mostrame.
Mara saca a la portátil de su hibernación. Ahora cuenta con una Mac de 16 pulgadas, a la que ha adosado un monitor externo de 23". Pero también hace ediciones estupendas con una tablet de 9" que suele llevar en su bolso a todas partes, también IOS, manzanita. A veces fotografía y edita in situ, en un solo paso, con una de sus nuevas y costosísimas cámaras. Hablan sobre las Mac y Mara le dice Es solo un convencionalismo, si volviera a empezar usaría Linux, no lo dudaría ni por un segundo.
Ahora le está mostrando algo que a Marco le parece un agujero negro en medio de una nebulosa. Hace jazz:
Nos vemos al otro lado.[2]
––Sería
un buen título. Lo que yo te sugería es un texto breve que pueda convivir con
la imagen.
Pasamos
por todas las tierras e hicimos barro los mares, perdámonos al infinito, más
allá del bien y el mal.
Mara lo besa en la mejilla. Nos vamos entendiendo, dice.
La
imagen siguiente es la de una mujer envuelta en una tela negra y opaca, girando
con los brazos extendidos, uno hacia arriba, el otro hacia abajo. Su mirada
fija en la lente, las manos muy blancas.
Bailando para la muerte.
––Sí,
entonces…
Durante el sueño, en el presente, a la distancia, sitios corrientes; en la vigilia, el sueño o la fiebre, el Dios negado, omnipresente.
Bravo, dice Mara. Marco parece ascender otra vez hacia los vivos.
––Mara, estoy famélico.Hoy no almorcé. ¿Qué te parece si pedimos una pizza o empanadas? Luego seguimos, ¿sí?
––Sí, pobre cachorro, todavía la estás llorando, ¿no? ––y sin margen para una respuesta––. Vamos, acá en la esquina hay un BigPizza.
Marco parece haber salido por un instante del cuarto oscuro. Los dos están de piernas cruzadas sobre el piso, entre ellos la caja con empanadas. Marco, de hecho, está comiendo como si fuese algo trascendental. Han traído un pack de seis latas, y él ya ha liquidado su primer medio litro. Mara hace un alto.
––Tengo que decirte algo. Y no es despecho de separada, vos también sos mi amigo, ¿ok?
––Gatillá.
––Vos le hiciste llegar tu libro a
Dani, ¿no?
Marco pone cara de ¿De qué me estás hablando?
––Entonces fue idea de tu chica, ok.
Marco parece estar intrigado, pero su
interés se divide entre las empanadas y Mara.
––Tu impreso fue a parar a un cajón, y
luego no lo vi más. ¿Dani te dijo algo?
––Yo ni siquiera sabía que había
llegado a sus manos. A esta altura ya me había olvidado. Y de lo poco que queda
de ese libro, no debe haber dos párrafos que coincidan con ese original que
seguro imprimió Leo.
––Bueno, listo, a otra cosa. Entonces ¿ahora que tenés pensado hacer? ¿Hasta cuándo te dura la licencia?
––Hmm… ––traga–– es relativo, por el momento el taller empieza sin mí y eso es libre. Con el Instituto y el Liceo debería arrancar al inicio de las clases, salvo que me pida una licencia sin goce de sueldo. Ahí tengo un año. De linyera.
Sonríe a su amiga. Ella no le va en zaga, y justo ahora tira su primera lata vacía en una bolsa de consorcio que hay en un rincón. Tenemos que sacarla, dice a un tercero invisible, porque Marco no atiende al plural.
––Deberías hacer algo loco, quiero decir… encontrar algo que te desafíe, que te provoque. Vos no naciste para ratón de biblioteca, eso es seguro. Dejá esas camisas tan formalotas, y el pelito bien peinado, algo más reo te vendría fatal.
––Ya tengo 44 Mara…
––Y yo 47. Y mirame, ¿eh?
Se endereza, saca pecho, le muestra sus
tatuajes. Marco cae en la cuenta de que ahora ha agregado un ave enorme que
extiende sus alas desde el centro de su pecho.
––No había visto al pajarraco. Va a
morir ahogado ––y se sonríe.
––Viniste dormido, nene. Es Fénix. Y hay más.
Marco no acota. Mastica. Luego traga. Abre otra lata. Se siente raro. Sabe que no es por la bebida porque ha comenzado antes, cuando algo lo sacudió y se descubrió hambriento. Es un salto dimensional entre dos formas de indolencia, ambas lesivas, perjudiciales. Entonces ¿dónde nace esa diferencia por oposición? En que una es pasiva, la otra muerde, y él lo sabe. Ahora escucha asordinado y a lo lejos que Mara está hablándole, tal vez detallándole algo específico, quizás puntualizando sobre detalles, o simplemente contándole el último estreno que ha visto por streaming. Abre la última lata de su parte. ¿No es que él no está acostumbrado a beber? Y Mara habla, habla, y habla. De pronto se advierte sofocado, asfixiado, sabe que debe salir, que la noche lo está llamando.
Entonces ella dice:
––Dejámelo a mí.
Mara se pone de pie, levanta su celular
y sale a la terraza. Al cabo de un instante vuelve a entrar, toma una camisa
del respaldo de una silla, y en un abrir y cerrar de ojos están caminando por
el empedrado.
Es una noche baja, pesada, pringosa, y huele a tierra. Allá al fondo, sobre el río, gruesos penachos de nubes se iluminan con hielo azul. Mara y Marco doblan en Balcarce, llegan hasta San Juan, tuercen hacia el río, solo unos metros más. Una alta y pesada puerta de hierro pintada en negro se abre, y una chica con el cabello rapado de un flanco los hace pasar. Ahora están en un salón enorme (¿pero es que todos los caserones de San Telmo son iguales?), iluminado por un medio centenar de velas blancas, velas comunes. Al centro de la habitación hay un gong, y unas cinco o seis personas están sentadas sobre el piso, aparentemente sin respetar un patrón. No charlan, pero tampoco parecen estar concentradas o meditando. Más bien se los ve tranquilos, despojados. Tampoco están vestidos a la manera de una secta o culto, sino casual. Mara lo lleva de la mano y le indica que se siente, luego ella hace lo mismo, pero enfrentada. Baja la cabeza y cierra los ojos. Marco, que se ha puesto mirando al centro, hace lo mismo. Ahora un fuerte viento azota los ventanales de vidrio esmerilado verde y ámbar a la derecha. Algo de aire se cuela por las hendijas, y Marco espía a las llamas que comienzan a ondularse. Entonces, entre los truenos, oye que algo más ha comenzado a retumbar. Viene desde abajo, desde el silencio, desde su origen. Es un sonido grave, monótono, obstinado. En cierta forma se asemeja a un tubo de viento muy bajo, el pedal de un órgano de iglesia, pero se va cargando de armónicos y se hace metálico, ya no es a presión. Vibra con las ventanas, los cuerpos, las vísceras. No ha alterado su tono pero sigue sumando armónico tras armónico y ya la piel escuece y se separa de la carne, los ojos se vuelcan, las extremidades se encienden y parecen querer expulsar algún demonio arraigado muy adentro. Entonces Marco siente que se ahoga, que no puede respirar, y cuando abre los ojos Mara le está sosteniendo la cabeza sobre su pecho, y con su mano libre le acaricia los cabellos. Están sobre la vereda de una calle desierta, ocupando un viejo banco de hierro y hormigón, a metros de la autopista. Marco se siente agotado, dolorido, liviano.
––¿Qué fue eso?
––Es un ritual de purificación. Por lo visto te hacía mucha falta. Pocas veces vi a alguien tan saturado como vos recién. Luego de que descanses vas a ser un hombre nuevo. Y me lo vas a agradecer. Aunque, si querés mi opinión, deberías repetirlo algunas veces más.
Marco ahora la ve en contrapicado.
Acomoda su cabeza entre las tetas de ella. Quiere que esta noche sea su
madrina. O madraza. Siente que ya se podría abandonar. Mara le da unas
palmaditas suaves en la mejilla.
––Vamos a casa, grandullón, ya es hora de dormir.
Cuando el teléfono se enciende hay otra llamada perdida más, pero no hay correo de voz. Entonces busca en su mensajería y encuentra los textos de Lucas. Es uno, fragmentado en partes, tal vez por el uso epiléptico del enter:
Te
llamé porque no me gusta tratar ciertas cosas por mensaje
Y
porque no sabía cómo habrías reaccionado a lo que pasó
Ya
vi que viste los mensajes
Llamame cuando quieras
No
me vas a dejar clavado el visto
Sí, es verdad, voy a llamarlo luego. Antes de bajarse del auto:
Todo bien Lucas, te llamo pronto.
Por norma habría coronado con un abrazo o, algo más afectuoso, pero algún prurito oculto y profundo se lo ha impedido.
Ahora sí, guarda su celular en el
bolsillo de la camisa, saca sus papeles de la guantera, el pendrive de Mara con
las fotos, los lentes y su eterna y compañera botellita de agua.
Cierra el auto, activa trabas y alarma. Se siente liviano, limpio. Mara lo ha dejado dormir como un crío y por la mañana ha despertado radiante. Luego el viejo rito,casi como algo más adosado a la amistad, pocas veces aceptado o reconocido. Después la mañana fresca y posterior a la tormenta, el cielo transparente, las calles tranquilas.
Cierra la cancel, y escucha por unos instantes; ni arrastrones, ni estallidos. Un punto más a mi favor. Ahora resta entrar a su ph. Primera cerradura, cerrojo, abre la puerta. Parado debajo del marco mira hacia adentro. Es su departamento. Así lo siente. Mira al techo como si viera hacia el cielo y dice en voz baja Te prometo que voy a hacer todo tal cual lo habría hecho con vos. Deja sus cosas sobre la vieja mesa de vidrio y va a descorrer las cortinas de la puerta balcón. Entonces descubre el patio otra vez lleno de tierra.
––¡Te lo juro. Esos restos blancos con
la tierra son pedazos de huesos o dientes!
––¿No sería inteligente hacerlos
analizar para asegurarte?
––¿Y dónde corchos hago eso?
––Googlealo, pero creo que se llama Laboratorio de Análisis Antropológicos, o algo así. Ahora, no te vuelvas loco, ¿quién carajo te va a estar tirando tierra con huesos? ¿O ahora creés en duendecitos?
––No seas pelotudo, Dani. Mis sospechas caen todas en los subnormales de acá al lado.
––¿Para tanto, che?
––Vos ni te imaginás.
¡Buz, Buz!
––Me están tocando el timbre, macho.
Cuando sepa algo de esto te cuento.
––Dale, si no llamala a Mara que ahora
anda entre brujos.
Si supieras.
––Te abro.
Marco, en su mensaje, le había pedido a Lucas que pasase. Al hacerlo no quiso profundizar sobre una mala interpretación de supuestas segundas intenciones. Solo fue respetuoso con su manera de ser. Y esa forma le había dicho que ciertas cosas no se hablan al teléfono. Ahora están los dos en el patio, tomando jugo de naranja con unos dedos de vodka.
––No pienso darle una sola vuelta de
rosca más al asunto. Pasó y listo. Seré viejo, pero aún no estoy en formol.
Lucas sonríe.
––Pensé que habías entrado en una crisis de personalidad.
––Ah, ¡pero eso fue hace cuarenta años,
con mi llegada a la razón!
––Bueno, me alegro, me asusté un poco
porque te había notado algo… frágil.
––No era para menos. Estuve un par de
días así.
––Para mí fue positivo, quiero decir, una experiencia más, y muy buena. No vas a creerte que ando por ahí encamándome con dios y el diablo ¿eh?
––No es algo que sea de mi incumbencia ––de inmediato––: para nada.
El ambiente es grato, el trato relajado. No se registra un solo rastro de tensión o algún gesto forzado entre ambos.
––¿Te quedaron algunas materias por
rendir?
Lucas levanta un dedo en protesta.
––De eso no se habla en verano.
Marco pone ambas palmas hacia el frente; ese gesto protector de mea culpa.
––¿Y vos que vas a hacer?
––Yo me debo un viaje desde hace mil años, desde que me recibí. Siempre estuve gastando en otras cosas y postergándome por esto o aquello. Además estaba Leo. Y lo mío era más un ritual a cumplir en soledad. Hoy ya no tengo las pilas de esa época, pero tal vez este sea el momento.
––Yo no lo dudaría ni un segundo más.
Además te serviría para sacarte toda la tragedia de encima. Amén de que siempre
nos dijiste que la tragedia te aburría.
––Ah, sí. Ese es un latiguillo viejo,
me fue útil una vez y lo seguí usando como cábala. La tragedia no me aburre,
digo, no me pondría hoy a leer a Eurípides o Sófocles, pero sería muy necio en
negarlos ––sin que el último eco se apague––: ¿y Mora?
––Mora, Morita, es muy nena. Nenita. Ahora estoy viendo a una que está cansada del marido. Treintañera.
––Uau ¿sabés que te envidio? En lo que
llevás de vida ya cuadruplicaste mis experiencias.
––No te creas. Cantidad no es calidad. No es que vaya a confesarte ahora que estoy esperando a la pareja perfecta porque no es así, pero sería muy hipócrita si te dijera que me siento enteramente contento. No. Pero este modus vivendi es lo mejor que encontré y trato de disfrutarlo, lo más a pleno que pueda.
––Bravísimo, mi joven Byron.
––¿Ves? Estás encasillando.
––Ojalá.
Los dos ríen a gusto. Luego Lucas se
toma unos segundos, parece estar maquinando algo. Dice:
––¿Sabés que podríamos hacer? ¿Que tendríamos que hacer?
Marco hace el mohín de ni idea.
––Buscarnos un par de buenas guarras y
salir los cuatro. Creo que te vendría muy bien.
––Ya estoy viejo, Lucas.
––Mi amigueta treintona te vendría mil puntos.
––Habría que ver cómo le iría yo a
ella.
––Como anillo al dedo. Aprovechando el eufemismo, ¿vio?
Marco le dice Dejame pensarlo. Pero creo que ni siquiera lo toma en consideración.
Lucas deja su vaso vacío sobre el piso
de baldosa.
––Bueno, profe, me voy. Y muy contento de verte bien, y porque seas tan adulto y bien evolucionado ––sin darle tiempo a protestar–– ¡que no significa viejo!
Marco lo acompaña hasta la calle y se
despiden con un fuerte abrazo. Cuando cierra la puerta de su departamento, se
pregunta si debe contar a Lucas como un nuevo amigo o es solo un accidente más
en su ruta.
Y ya es de noche.
Piensa en que se encuentra con el humor indicado como para esperar en guardia y agarrar con las manos en la masa a su vecino (o a quién sea), tirando tierra negra a su patio. Deja dos cascotes de grueso calibre a su alcance, por el caso de llegar a verlo rondando por ahí arriba. Y, por si efectivamente es quién él supone y no lo alcanza de un cascotazo, deja a mano el celular para fotografiarlo y hacer la denuncia. Desde un principio ha descartado de plano la idea de molerlo a trompadas, porque sabe que eso podría volverse en su contra, tanto legalmente cuanto que el otro fuese un hueso duro de roer. Y, para llegar a tanto, Marco no lo odia lo suficiente.[3]
Entonces hace todo tal cual es su costumbre: cena en la cocina con la radio encendida, lava los cacharros, apaga la luz y sube al entrepiso.Ahí enciende el televisor en la señal de una radio neutra, lee un poco.Luego apaga todo, deja la cama y baja a oscuras, en silencio. Una vez en el living, apunta con sigilo uno de los sillones individuales hacia el patio y ahí se sienta, viendo al cristal.
La puerta balcón es amplia, tanto que quitando ambas hojas, podría hacerse pasar por ahí una cama de dos plazas, sin inclinarla. Mira la hora: apenas han pasado las dos. Recuerda que hace años hizo lo mismo en orden de matar el tiempo. También recuerda que esa fue la primera noche en que habían tirado tierra al patio, y que esa noche el había estado con las luces encendidas y haciendo bocetos para las futuras reformas. Y que en esa noche Leo tampoco había estado. Eso había sido… ¡15 años atrás! Por favor, cómo se fugaba el tiempo. Y para esa época sus (ahora) vecinos aún no estaban. Secundario.Todavía le parece que fue ayer cundo invitaba a Mariana para bautizar el departamento; cuando el gallego del restaurante se asombraba por sus amigas; cuando aún no se había recibido. Ahora el pobre Felipe ya llevaba muchos años bajo tierra, y el restaurante se había convertido primero en un Tenedor Libre, y luego en otro supermercado chino.
No recordaba episodios en presencia de Leo. Sí tenía muy fresco cómo ella había padecido por el desequilibrio de esos cavernícolas. Ahora nuevamente esa tierra negra. Y esos restos de huesos o dientes… Mira hacia afuera pero no ve nada. No hay luna. Entonces no será un lobizón. (La noche no está para bromas.)
2:34. Saca el culo primero hacia un
costado, luego hacia el otro. Quiere pararse, caminar, pero tiene miedo de que
justo en ese momento pase algo. Es como siempre, piensa, estás esperando ese
timbrazo, y basta que entres al baño y te bajes los pantalones para que suene.
Sus ojos amenazan con cerrarse. Vuelve a ver la hora y aún no son las tres. En alguna parte se ha encendido una heladera, y ese sonido de sesenta ciclos se expande por toda la noche. Lo arrulla. Y piensa en que todos sus años, desde el comienzo de su carrera hasta el presente, fueron el aleteo de un colibrí. O de una mosca. Su primer trabajo como cadete. El alquiler del ph. La facultad, las fiestas, las drogas. Las clases de apoyo, el primer taller barrial, el Liceo. Las noches por San Telmo, el estudio de Mara, Fabiana en la Boca. El egreso, la escuela... y Leo. Y el ph que ya es propio. Y Leo. Y un nuevo taller, un libro que jamás acabará, un viaje pospuesto eternamente. Y Leo. Leo sonriendo en la cama, en el auto, en la calle, en el cine. La rutina. Y Leo y sus diseños, sus sopas a la crema, sus morisquetas, sus histrionismos, los lugares que embelleció, los momentos que hizo vivos, sus orgasmos infinitos, su alquimia. El aleteo de un colibrí, o de una mosca. ¿Es que esa heladera no piensa detenerse?
Va a la cocina y ve si tiene café hecho. Nada. Mierda. Y ni se le ocurre encender las luces. ¿Es que voy a quedarme levantado toda la maldita noche? Si es necesario…
Oye algo nuevo, desconocido, y se queda tieso. Algo vibra, tiembla. Es un sonido más grave, profundo, que parece brotar de entre los cerámicos del piso. Sesenta ciclos. Y lo que se estremece son las tazas, los vasos, los platos, los vidrios. Puede sentirlo en su cuerpo. Ahora se suma otro registro. Este es chillado, arañado, uñas sobre chapa. Y el toldo está abierto. Se acerca pegado a la pared hasta un costado de la puerta. Tiembla. Quiere ver si descubre la procedencia de ese chirrido. Nada. No ve nada. Solo son ese ruido visceral y el rascado, increscendo. Las piernas flaquean, le duele el estómago, la cabeza le da vueltas. Ya sabe que no son sus vecinos. ¿Viste? Un Ángel frente al mal no tiene jerarquía. Debería alumbrar y ver al patio. Saca el celular de su bolsillo justo cuando estalla un puñado de tierra contra el vidrio, frente a su cara. El sobresalto hace que el teléfono se le escape y se haga pedazos contra el piso. Ahora es el trueno sin fin de una turbina Daimler-Benz retumbando en toda la casa mientras una sierra corta el toldo por la mitad. Está ciego. Ciego de ira y terror. Entonces enciende la luz, descorre la puerta y sale al patio. El ruido es aún peor, atroz, y sobre la pared de enfrente la tierra ha conformado una montaña borrosa, una figura sin rostro, y de su corazón negro afloran unos trocitos amarillentos que él sabe que son restos de huesos y dientes. Y hay tierra por todas partes; el trueno se hace omnipresente; el piso también aúlla; él tiembla. Entonces no puede más, explota, y extendiendo sus brazos y apuntando toda su energía a lo que resta del universo, abre su garganta para un grito animal, disonante y desgarrador. Pero no emite un solo sonido.
––Entonces ¿Marco no te contó que puso
en venta el ph?
Del otro lado se oye una voz que habla sin dejar de masticar.
––Nunca. La última vez que hablamos me
dijo sobre lo harto que lo tenían los vecinos, y que ahora le tiraban tierra
por arriba del tapial. Entre otras cosas. Por ahí flipó con eso.
––¿Sabés qué es lo que más me
sorprende? Que justo se había enganchado con un proyecto mío. Yo le había
pasado mi material en un pendrive, y me lo mandó por una mensajería de moto y
sin una sola línea que explicara el por qué ––Mara pita su cigarrillo––: ¿Y
ahora me decís que vendió todo?
––Es que no lo sé. Sí que vendió el ph,
lo demás son especulaciones.
––Vos conocés a la madre, ¿no?
––Sí. Pero hace mil años que no la veo. Y me da un poco de cosa llamarla por esto. Qué sé yo… por ahí la vieja no sabe nada y le agarra un patatús, o algo peor. No, mejor lo dejo ahí.
––Tenés razón. Si hizo eso para
borrarse, no queda otra que respetarlo.
––Es obvio. ¿Venís a buscar a Benito?
––Paso el viernes a la tarde. ¿Te
parece?
––Perfecto para mí.
Guardan silencio un instante. Dani la
escucha fumar. Él ha terminado con su bocado. Luego ella le dice:
––En realidad sí me llegó una nota.
Pero no creí que fuera dirigida precisamente para mí. Creo que la usó para
envolver el pendrive. No sé, deberías leerla, era más amigo tuyo que mío.
––Eh, che, no lo mates todavía.
Traémela.
––Dale. Cuando pase por Beni.
––Bueno, chau.
––Chau.
[1]Claramente
confunde citas bíblicas.
[2]Tal
vez Marco no sepa que así se llama un disco de Mercury Rev. Lo desconocemos.
[3]Repite
la sentencia de Toshiro Mifune en Escándalo, de Kurosawa, cuando se niega a
terminar con su oponente.
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