Irremediable II - Primera Ola: Roma

Primera ola



Diafragma f/1.8, el máximo de apertura. Roma eligió esa vieja cámara fabricada en la desaparecida Alemania Democrática solo por esa condición, que le permite limitar la profundidad de campo a centímetros. Con el tiempo llegará a leer una monografía en la que se trata a la mecánica fijadora de las imágenes por el simbolismo sexual de la apertura de diafragma (y su relevancia cultural); entonces agrega que también la seduce su peso en hierro, algo que no hace en nada a su prestación y que es de índole puramente sensual, determinante para su relación íntima con el espíritu de la imagen que se gesta ahí. El fotómetro es bastante inexacto o mentiroso, por eso ella hace caso a la tabla que su maestro de arte Víctor le ha regalado, y sus resultados son óptimos. La lente tiene por naturales a algunos hongos, que se perpetuarán ahí porque le han dicho que no pueden limpiarse. Pero como no afectan a las imágenes no le molestan. Casi todos sus compañeros de curso van pasándose lentamente a la flamante fotografía digital que les permite trabajar directamente en sus plataformas de Photoshop o Corel, pero ella sabe que aún no es su momento, y que va a llevarle un tiempo porque ama el proceso de revelado, ampliado, ver a la imagen desperezarse sobre el papel sumergido, luego detener la evolución de ese amanecer en el momento justo, en su mediodía, y determinar el punto deseado con la fijación. El instante ha sido atrapado.

Está esperando al nuevo milenio de esa manera, ahí, en su taller de la terraza, ampliando para una muestra que debe retratar con sus imágenes lo que ella ve en este fin del siglo XX. La expo va a ser presentada en la semana previa al 31 de diciembre, ella y cinco artistas más, todos destacados del último curso de la carrera, todos aquellos que Víctor, pintor y fotógrafo sobresaliente, ahora también director de la escuela, ha escogido summa cum laude.

También sabe que, de no mediar algún contacto o posibilidad de pasar al otro lado de la barra ––sea esto convertirse en profesora, entrenadora de imagen o ayudante de cátedra o laboratorio––, deberá probar suerte como independiente. Sabe que si no consigue un apoyo económico o algunos socios su proyecto de taller será inviable, y que ya no cuenta con esa espalda de hace una pareja de años atrás como para perpetuar la espera del momento óptimo.

Hacen casi ya tres años que heredó la casa de sus padres, y si bien el arreglo con sus dos hermanos le dejó un buen colchón de pesos convertibles a dólar ––ellos, a cambio de un empate en líquido a favor de Roma, se quedaron con las propiedades en Brasil, de un renta anual elevadísima––, ya es el tiempo en que debe empezar a ingresar un sueldo acorde, si es que no quiere desaprovechar el terreno ganado y sus energías.

Pero hoy eso (aún) no la preocupa, está empapada en su trabajo artístico y se dice que el tiempo le avisará cuándo sentarse con sus cuadernos y afinar el lápiz. Cuelga una a una las ampliaciones de 17 x 24 y se detiene a observarlas mientras se escurren: un gato de mil años debajo de una mesa y comiendo de una caja de pizza; dos viejos al sol en un banco de plaza, rodeados de hojas secas y gesticulando con amplitud; una silla desvencijada y, detrás y fuera de foco, un brillante 0 km; alguien trajeado hablando por Zapatófono Movicom dentro de un colectivo destartalado; un mocoso mordiendo un pancho en el túnel del subte; un reloj roto que parece abandonado a una sola hora; una mujer desnuda de espaldas a la cámara, de pie frente a un espejo, su cara movida, borroneada. Recuerda lo que le costó esa fotografía, casi sin luz, con las tenues incidencias que necesitaba, el quedarse inmóvil esos segundos eternos, girando la cabeza de acá para allá, y luego esa ansiedad frente al revelado, la vista del contacto con su lupa, la ampliación. Sí, es su foto preferida, y no le molesta que alguien se dé cuenta de que ella es la modelo, ¿cuántos pueden conocer ese lunar bajo su pecho izquierdo, casi al pie de sus costillas? No le importa, y si le preguntan, no piensa ocultar la verdad. Es que allá dentro, en un lugar muy propio, se ufana de su belleza, la disfruta, y eso la hace doblemente atractiva.

De muy chica se sintió pequeña, insignificante, la patita fea que formaba primera en la fila para hacerse visible, la que siempre se perdía entre el resto, la que saltaba con su mano en alto para que el entrenador la hiciera entrar al juego, la que en clase sorprendía con su brillantez. Hasta que llegó el último año y su estirón, y de golpe era un tallo que dejaba atrás a la hierba, pero la flor se hacía pesada y ella agachaba la cabeza y ganaba en timidez, hasta que, al fin, su cuerpo se había hecho de mujer. Luego todos la vieron con admiración. Para el momento del egreso, ya era por mucho la más alta ––y desarrollada–– de todas, y solo los chicos más espigados la superaban. En el viaje de fin de curso algunos la creyeron una profesora joven, y un guía de turismo casi pierde su trabajo por ella.

No ha pasado tanto tiempo, apenas dos años desde su bachillerato, y está feliz de llegar a su mayoría de edad legal junto con el nuevo siglo. Ahora podrá firmar todo aquello pendiente y convertirse en heredera efectiva. No desconfió nunca de sus hermanos, pero siempre estuvo bien cubierta y asesorada. De hecho, este abogado cuarentón, amigo de la familia, que hoy la tiene como pareja pero en el anonimato (cree que sus hermanos lo intuyen, pero que siguen siendo cautos) ha sido la ayuda y el soporte que jamás hubiera imaginado tan necesario, y hoy piensa en cómo hará para decirle, cuando llegue el momento, que aún se siente muy joven y que quiere lanzarse a la vida sola, después de que él ha administrado su herencia y el fin de su infancia como un padre. Tal vez eso sea lo que deba decirle.

Entonces abre los broches, descuelga las ampliaciones ya secas, y las guarda en su carpeta de copias, aquellas que sabe que siempre va a conservar.


La casa es enorme, y le gusta así. Sin embargo, no se aprovecha del inmenso living con ventanas a la calle para completar su labor de seducción. Es que disfruta al ver a su presa ahí, en la cocina, donde le parece más frágil, más auténtico, porque sabe que no va a poder valerse de los balcones o algún sillón para cercarlo. Entonces lo invita al patio-terraza.

––¿Y eso? ––Ella ve que Maxi indica con su mirada al cuarto del fondo, contra la medianera.

––Ese fue mi taller de fotografía. Todavía tengo la ampliadora, las bateas, tanques, termómetro… todo está ahí, pero ahora acompañado de muchos otros trastos en desuso. Espero que no se ofendan… los trastos ––sonríe irónica––. ¿Querés que nos sentemos ahí?

A un costado de la terraza hay un juego de sillas metálicas de jardín con su mesa, antiquísimas.

––Después de usted.

Roma conoció a Maxi mientras cursaban el primer año para Guía de Turismo, ambos ante la decepción de encontrarse frente a una carrera inclinada hacia la hotelería y sin haberlo previsto, los dos inclinados seriamente a sopesar muy bien los pasos por venir.

Roma trae dos almohadones del living.

––Altamente recomendables ––dice.

Nota que Maxi se siente raro con un porrón de cerveza en la mano, y supone que él se reconoce a sí con una botella de litro y sobre el cordón de la vereda. La imagen no le desagrada, la retrataría. Él está diciendo:

––… es que un título me viene al pelo. Estoy trabajando en la agencia del padre de un amigo, y el tipo me dijo que si me recibo puedo apuntar más alto. La agencia puede apuntar más alto. Que así nos beneficiamos todos, al ser yo de su confianza, digo.

––¿Y es así?

––Se puede decir que casi soy de la familia.

––Entonces ya tenés resuelto tu futuro.

Ve que Maxi, a pesar del tono casual en su frase, da cuenta de su sarcasmo, luego lo maquilla de inmediato con un gesto que sabe seductor.

––Al menos por ahora, para ir viendo.

Ambos son del 79, pero le parece que él fuera aún un adolescente. Roma, que viene de sendas relaciones con hombres que la doblaron en años, no le sorprende haber inclinado así la balanza.

Pero si es de tu edad. Sí, ya lo sé.

––Yo creo que voy a abandonar ––le dice.

––¿Tenés algo en vista?

––No. Pero quiero algo que sea inmediato. Cocina… no sé.

––Te imagino una buena fotógrafa. ¿Por qué largaste?

––Los costos. Después de la debacle los materiales se volvieron imposibles.

––Pero ahora tenés a la fotografía digital. Con una camarita así ––hace una mueca de tamaño entre el índice y pulgar de su derecha–– ya podés hacer buenas fotografías.

––Sí, supongo, pero profesionalmente necesitás otro tipo de cámara, una EOS (él acota mucho gusto) o algo mejor, y en una herramienta así se irían todos mis ahorros. Prefiero invertir en algo nuevo. La fotografía ya es pasado.

––Inconformista.

––No: exploradora.

Toma otro trago y se sorprende mientras piensa en cómo será el sexo con él. Sus experiencias anteriores le dan una ventaja de años para con sus pares, pero no quiere pensar en eso, quiere descubrir. El cielo se ha vuelto de un rojo violáceo y los dos miran al atardecer. Él dice:

––Fijate, a mí me hubiera gustado saber cómo atrapar toda esa belleza en una foto.

––Para tu tranquilidad, es algo imposible. Solo podemos esforzarnos en mejorar nuestras imitaciones.

––Están verdes…

––… dijo la Zorra.

Sí, el chico le gusta. Y sabe que ella a él, lo sabe bien. No es que él sea atractivo, al menos en el sentido convencional, le faltan un par de centímetros… masa muscular… pero tiene un lindo culito ––sonríe y él le devuelve la sonrisa mientras habla de vaya uno a saber qué––. Y va a ser el primer rubio en su cuenta, bueno, algún día tenía que ser. De pronto se le antoja que a ese fenotipo le va de perillas un miembro bien grande… Jajajá: ¡mucho mejor! Se inclina hacia adelante y ambos chocan sus botellas en un brindis que excede a las palabras.



Son apenas las 5 am pero el sol ya se anuncia con bombos y platillos. El cielo tiene el color de una sábana clara, mojada. Se toma unos minutos para contemplar desde su andamio ese espectáculo una vez más. Es por eso que ama trabajar así por los veranos. En invierno ya es otro el cantar.

––Eh, poeta, despertate que tenemo' que terminá' ante'el sol.

Entonces levanta su pulgar al compañero del andamio vecino y prosigue con el ventanal por lavar.

Este va a ser su tercer verano desde que consiguiera el trabajo en esa empresa de limpieza industrial, de oficinas. Pero a Roma le gusta esto, la altura, los andamios, el aire libre. Es notable lo pacífica que se ve la ciudad desde ahí arriba y desde afuera, especialmente a esas horas.

Con sus compañeros es uno más, y tal vez debido a su porte, enfundada en el mono de trabajo, difícilmente la descubran como mujer. Bueno, hay ciertas sutilezas ineludibles, pero a 50 m. de altura esas diferencias se desvanecen.

Ya han acabado, justo cuando el sol los amenaza tal como lo haría con vampiros. Saltan a la terraza, son los últimos, listos para bajar. En un rato todo el grupo se encontrará en la explanada, sobre uno de los laterales, y compartirán una colación ––le cuesta horrores llamarla desayuno––, y cada uno partirá hacia su destino.

Le encanta saber que desde ese momento hasta la siesta todo el tiempo va a ser suyo, porque no acostumbra a dormir por la mañana. Cerca del mediodía ya es otra cosa, porque el sueño cargará pesado y, después de un almuerzo temprano, sí que la dejará inconsciente hasta cerca de las 18. Es una suerte que su caserón esté barrio adentro y que apenas oiga a sus vecinos. De hecho, el perro de la casa contigua ladra horrores, pero solo por la noche. Luego su descanso está asegurado.

Ahora podría comprar medialunas recién horneadas y pasar de sorpresa por lo de su amigo, antes de que este salga a su trabajo, pero la verdad es que la persona que cohabita con él la incomoda, la pone tensa. Roma siente que la desnuda con sus ojos, que la viola en su pensamiento, y que no puede hacer nada porque es solo algo que ella percibe, algo inasible.

Desanda a pie todo el bajo por Alem, Paseo Colón, cruza Parque Lezama, toma Patricios, luego sube unas cuadras y ya está en casa. El perro del vecino se acerca a ella, ladra y mueve la cola. Roma lo acaricia y le revuelve la pelambre mota de su cabeza. Hola plomazo, le dice, y el perro enrolla su lengua y se vuelve al zaguán.

Abre toda la casa. A la calle solo las ventanas internas, porque deja las celosías trabadas. La terraza ya está bañada de sol, deberá esperar a la tarde para echar agua en sus macetas tal como a ella le gusta, a manguerazos. Si lo hace ahora las hojas van a quemarse. Se dice que la próxima volverá en colectivo, así las riega cuando el sol aún no ha llegado. Igual sabe que ella y sus plantas respetan un acuerdo tácito: ella les da fresco y agua, ellas su aire, silencio y compañía.

Si todos fuésemos vegetales el mundo sería un paraíso.

Sí, pero ¿para quiénes?

Enciende la televisión, prepara un café y se sienta a la mesa de la cocina. Ahí hace una lista para el supermercado, hoy es el día. El pitido de la cafetera la saca de un ensueño en el que piensa en que es feliz colgando con su andamio en las alturas, cuando la noche se extingue, y se pregunta en qué ha fallado para no sentir como sus amigas la necesidad de formar una familia y devenir con naturalidad. Bueno, ella se siente muy natural, entonces la palabra no es la correcta; será… ¿convencional? Es agresiva, no le gusta. En un momento en que los grupos se han polarizado a más no poder, y que parece que buscaran y necesitaran de diferencias insalvables para así enfrentarse y darle un sentido a sus vidas, lo que ella menos quiere es ser diferente por antonomasia. Esta es una época de tropobytes de información como mínimo dudosa, llena de odio y resentimiento, pergeñada con el solo objetivo de evitarle a la gente el incordio de pensar, aprender, hacer y recordar: ¿para qué perder el tiempo en eso si el algoritmo lo hace por nosotros? Cuando la palabra Colectivo se pervierte y enquista aplicada a grupos de convencimiento cada vez más radicales, ella siente que ninguno hace una ruta que podría llevarla a un lugar que le sepa a destino válido, útil, mucho menos revelador. Entonces respeta, pero se mantiene a una distancia más que prudente.

Sabe que, a veces, le gustaría que Maxi la estuviera esperando al pie de alguna de sus torres de trabajo y que le propusiera dejar todo y volar a Europa o Asia, aun África, para juntos descubrir dónde se encendieron los motores que ella siente que hoy se apagan, o fallan, o tosen terminales. Pero él está atado a la satisfacción de sus necesidades básicas y su biotipo es el de un citadino. Insiste e insiste en su forma pasiva hasta que consigue lo que desea: un mil millonésimo de destino. Luego sus vuelos son controlados, de cabotaje. Dice que no queda tiempo para malgastar en eso, solo un mes al año, solo enero. Entonces una quincena frente al mar; otra ––año siguiente–– a las sierras; luego montañas, nieve, y vuelta a comenzar. A veces, cuando él le habla de que se siente ubicuo, que podría subsistir en cualquier parte, que no planea ni piensa en el futuro, le gustaría decirle entonces dale, vamos, demostrámelo ahora, pero siente que eso sería tirar demasiado de la cuerda. No, no está enamorada, ni por asomo, pero él le gusta y, a su manera, la satisface. No por nada ya llevan dos años de relación. Se pregunta si en su reloj biológico, ese misterio que hoy para ella es casi ficción, algún día sonará una alarma para desestabilizar todas sus certezas. ¿Reencauzarla? No, de ninguna manera, no podemos ser tan evidenciables. Al menos, por lo que conoce y ha leído, sabe que no es la única. Entonces ¿para qué preocuparse, si todavía es hoy?



Lleva más de un cuarto de hora con su vista fija en ese legajo médico que le han entregado y que es su sentencia.


Diagnóstico:

Narcolepsia como efecto subsecuente de shock post traumático. El paciente se encuentra inhabilitado de realizar cualquier tipo de tarea que conlleve un riesgo para sí mismo o terceros.


––Pase, por favor.

Roma recuerda esas oficinas de allá lejos, hace tiempo, cuando junto con un grupo de nuevos empleados firmaba la conformidad de un contrato que, cada seis meses, volvería a renovar en los próximos años, pero sin la necesidad de hacerse presente. Jamás había sido personal efectivo ni de planta, eso no le interesaba.

––Roma, ¿no? ––Un muchacho joven, bien vestido pero desacartonado, le estrechaba la mano y le indicaba que se sentase. Sí, no es más alto que ella. Repasa los papeles que tiene en sus manos, los deja sobre el escritorio.

––Vemos que hace mucho tiempo que estás con nosotros y que tu legajo es impecable, por eso tenemos una propuesta para hacerte, y creemos que todos vamos a quedar contentos con esto.

Roma levanta la vista y mira hacia a la fuente de voz (esa es la expresión más acertada porque no lo tiene en su foco); escucha.

––Pensamos en que podrías convertirte en personal efectivo de la empresa, como se dice, pasar a planta permanente.

––Y eso es…

––No más contratos. Sueldo fijo y vacaciones, cargas sociales, seguro médico completo, horario de oficina.

Roma siente que una vez más todo se nubla, que ese terror que la hizo perder el conocimiento en el andamio y que la dejó desvanecida y atada a más de veinte metros de altura la toma una vez más por asalto, y no tiene ningún arma para defenderse.

––¿Te pasa algo?

El muchacho ––jefe o encargado de personal–– ya vio que ella se ha vuelto pálida debajo de su bronceado natural; tal vez también sus labios se hayan puesto morados, o sus pupilas se hayan dilatado; Roma solo sabe que tiene mucho frío, que su corazón se ha desbocado, y que ahora está temblando sobre algo duro y helado.

Cuando abre los ojos está en una sala de primeros auxilios y sobre una camilla. Le duele todo el cuerpo. Alguien, una voz en off, está diciendo:

No, según los informes médicos no sufre de epilepsia ni de alguna otra patología neural. En mi opinión, es un ataque de pánico.

Entonces otro habla en voz baja y el médico sale de la habitación. Afuera siguen conversando, pero ella ya no entiende qué dicen.

Su primer incidente había ocurrido unos meses atrás, sola y por la siesta, en su casa. No le había dado importancia alguna ni lo había atribuido a esa extraña sensación de agobio que la venía perturbando en el último tiempo. Por supuesto que nada tenía que ver con su separación reciente ni con la furia contenida de la última discusión, cuando se había prometido que él jamás la vería haciéndole una escena como cualquier tipeja del montón. Lo cierto fue que el sábado había tomado la decisión de salir y distraerse, pero había vuelto a su casa casi de inmediato, luego de haberse sentido muy mal sobre el colectivo que la llevaba. Y el último episodio había sido en el trabajo, sobre el andamio y a una altura considerable. Ahora duda si está preparada para trabajar… ¿o deberá hacer algún tratamiento? ¿Internarse? Por Dios…

Pero no es así. De todas formas, acepta alguna medicación y pronto se halla sola, junto a lo suyo, viendo cómo sus ahorros lentamente se evaporan.

Así, una tarde no muy lejana de primavera, pone en orden su tallercito, limpia la ampliadora, chequea las luces de seguridad, mete en remojo a los tanques de revelado, tira el contenido en mal estado de esas botellas rotuladas como Revelador, Detenedor, Fijador, mientras repasa apenada aquellos sobres de papel Illford, Agfa y 3M ya vencidos. Y recuerda sus buenos momentos ahí. Entonces siente que no puede haber sido vencida tan fácilmente, coloca uno de los sillones pegado a la medianera baja y se trepa, luego se sienta y ve alrededor; nunca estuvo ahí. Ve hasta la plaza, de la cual, desde abajo, solo tenía en su rango a la cúpula de la iglesia1. Luego decide ver todo desde el frente. Para eso vuelve a trepar, llega a los techos (¡son de chapa, uau!) y se asoma a la calle. Y ya está a punto de descolgarse hasta su balcón, pero recuerda que las persianas están cerradas.



La mujer, que Roma no conoce, pero que sabe como la nueva secretaria del colegio, está leyendo la carta de recomendación que Víctor, luego de ella haberlo localizado en las redes y volver al trato, le ha escrito desde tu tocaya, como a él le gusta decir. Sí, está afincado desde 2005 en Italia, más precisamente, en la ciudad de la cual ella ostenta su nombre. La escuela exhibe una pintura con su firma, que él les ha dedicado por sus años vividos ahí como alumno, maestro y director. Su palabra, por lógica, debe ser santa.

––Estos son mis certificados de estudios: el del colegio y… este es de postgrado, Fotografía Digital.

––No renegamos de su capacidad, la palabra del Maestro Izaga es ley para nosotros, solo que necesitaríamos algo que la acredite como pedagoga. Déjeme sus papeles y regrese el viernes.

En la calle no sabe si asesinar a un anciano, desafiar en duelo a muerte a un barrabrava de "La 12" o arrojarse a bucear por apnea en el Riachuelo, tal es su furia. Pero el chirrido moscardón del celular la exime de tener que escoger de alguna de esas opciones.

––¿Señorita Mayer? Disculpe usted; soy Ramírez, director del colegio ¿Cómo está? ––Roma murmura una respuesta–– Me disculpo en nombre del colegio y más aún en el de nuestra dirección. Acaba de llegarme su solicitud y usted está capacitada para dar clases en las áreas de fotografía y laboratorio, así que cuando lo desee puede pasar por mi despacho y vamos definiendo qué puede interesarle. Tenemos horarios con vacantes para profesores… pase usted cuando quiera ––cuanto antes–– y podemos ir preparándonos para el nuevo ciclo de clases.

Ahora sí está confundida, pero corta y guarda su celular en la cartera, y piensa en cuántos habrá de real valía para un trabajo y que no cuentan con la recomendación apropiada. Solo espera no estar robándole la oportunidad a nadie, porque sabe que aquí, en nuestro plano, nada es gratuito.



Entonces el avión despega y Roma pierde conectividad. No más de cinco años atrás habría considerado descabellado que un teléfono, algo portable en un bolsillo, le fuera a permitir mantenerse en contacto con sus redes sociales, correo electrónico y servicios de mensajería desde cualquier parte. De hecho, hacía una nada se había encontrado de esa manera con aquel que fuera su compañero por un buen tiempo, al nacimiento de este siglo, en el presente y ya con poco pelo en la sesera, y recién acababa de etiquetarlo en un último posteo que había subido aunque su cara estuviese quemada por el flash: una selfie contra la ventanilla del avión y con el boleto de destino con su nombre ––Roma–– en la mano alzada. No es que se despidiera ni mucho menos, y eso porque sería muy bobo hacerlo cuando desde cualquier parte del mundo y por medio de las redes se iba a encontrar a la misma distancia de todos que en su propia ciudad, donde apenas unos pocos se veían con otros en carne y hueso.

No había pasado una semana desde que había conseguido vender ese último modular que era recuerdo de familia, pero es que no tenía manera de conservar todo su amoblamiento, tampoco aquello que la había acompañado por años y años. Solo había conservado la cámara digital, aunque casi todas sus fotos ahora provengan de su teléfono.

Y esa misma mañana había entregado las llaves de la vieja casona de su infancia a sus nuevos dueños, luego de haber transferido todo su dinero, tal como el nuevo gobierno neoliberal se lo permitía, a un banco en Zürich. Es que una vida más se disponía a recibirla, y ella quería presentarse más que liviana, sin lastre, al día siguiente y frente a Víctor, su actual pareja, ahora en el exilio.

Cuando se había reencontrado con él después de casi un lustro, en su última exposición por Buenos Aires, Víctor, después de haberle cursado una invitación especial y aun avisado por ella de su segura presencia, se había mostrado halagadísimo y casi sorprendido al verla, tal como si no la estuviese esperando o no hubiera creído en sus palabras de compromiso. Así, apenas liberado de sus deberes sociales, había pasado a dedicarle toda su atención. Roma no lo recordaba de esa manera, tan suelto, tan dado (allá hace tiempo lo había supuesto gay o bi), pero también veía claramente que ya no era ese profesor joven y muy fachero que las había arrastrado a todas en su estela. Bueno, a ella no, pero ese era otro cantar; una melodía del pasado que había madurado a varias voces. Roma no cree que Víctor haya llegado aún a los sesenta, pero sí que está flotando bastante por encima de su medio siglo. Por supuesto, ni se lo pregunta. Y ella bien sabe de haber salido con mayores. Y que ya no es más una niña.

––Es que cuando me hice director empecé a perder el interés.

––¿Y por qué no seguiste dando clases? Los dos cargos son compatibles.

––Sí, seguro, pero yo quería dar el golpe definitivo con la pintura, desafiarme, saber si tenía la pasta necesaria para alzarme con mi verdadera vocación.

––Y ahí te ves.

––Ahí me tienes… ¡perdón!, tenés, jajajá.

Están tomando un vino blanco que él jura y perjura que es malísimo. Le dice que va a pedir champán para un grupo muy pequeño y que todos van a terminar esa noche en su suite del Astoria. Entonces se les acerca una pareja de chicas algo más jóvenes, muy empilchadas, muy extrovertidas.

––¡No lo puedo creer! ¡Si es Víctor, mi viejo profe!

Él las saluda con un beso.

––¡No me digas que no te acordás de mí!

La que habla es una pelirroja algo petitera, y su amiga parece haber flasheado con Roma, que no le presta mucha atención a sus miradas. Víctor dice que la recuerda, pero que su nombre se le ha escapado.

––Soy Natalia. Nati Yáñez. No importa, esta es mi amiga Constanza, también es pintora ––y sin dejarlo respirar, casi confidencial––: tenemos una galería de arte.

––¡De haberlo sabido! ––les dice Víctor con una sonrisa cómplice, y de inmediato–– … si nos disculpan tenemos que ir a hacer un encargo importantísimo… parece que las bebidas no van a alcanzar.

Hace un gesto tragicómico y, sin darles tiempo a nada, las saluda y se lleva a Roma del brazo.

––Esto es lo que más odio de las muestras ––le confiesa al oído.

––No sé… la chiquita me resulta familiar… ––dice Roma.

––Seguramente de otra vida.

––Sí, seguro, de otra vida.

1 Iglesia que sigo preguntándome dónde se encuentra. Tal vez sea la de Barracas (N. del narrador).

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