Irremediable V - algunos retoques necesarios (Retener)

 Algunos retoques necesarios

(Retener)



Cuando todo lo ocurrido ha sido inevitable se nos otorga la ilusión de ser dueños de nuestros destinos. Pero la única verdad es que el Destino no conoce de amos. Por eso Maxi entra al bar acordado en el momento preestablecido y el otro, tal como le había dicho, está sentado a la última mesa de la izquierda, tomando un café, leyendo un libro. Hasta la semana anterior, solo conocía de su padre que había sido viajante, y que había muerto en un accidente en la ruta un trimestre antes de su nacimiento. Su madre le había dicho que, según las pericias, el accidente no había sido su responsabilidad, pero también que el otro involucrado ––el causante–– era un leguleyo de carrera, con demasiadas manos en la política, y que no existía posibilidad alguna de llevar la causa a un juicio justo y conseguir así algún resarcimiento. Este hombre de ahora, de unos pocos cabellos largos, finos y canos, de barba blanca y espesa y ojos cansados, se parecía en muy poco a aquel espigado, de hombros pesados y rostro lampiño que su madre le había hecho conocer por medio de una vieja foto en la que los dos montaban sonrientes una muy joven Kawasaki de 250cc., estacionada frente a una casa que reconocía como la suya propia. Solo había conseguido que ella le mostrase esa foto después de llevarla al agotamiento con su persistencia. Ahora está parado frente a él, que levanta la vista de su libro, sonríe, le dice:

––Si me hubiesen presentado un batallón de cien muchachos igualitos, habría sabido al instante quién eras vos.

Maxi lo mira con algo de desconfianza, aún de pie.

––¿De veras?

El otro suelta una carcajada.

––Ni en un millón de años. Me gustó la idea para romper el hielo ––y empuja la otra silla con el pie––: sentate, por favor.

Así que este del cual parece heredar su incipiente calvicie es su progenitor. En una charla breve y tensa con su madre, Maxi había conseguido la desmentida sobre aquel accidente mortal. Pero cuando le había preguntado por lo sucedido, por la historia verdadera, el por qué de su desaparición, ella no había soltado palabra, solo había aferrado las manos de él entre las suyas y alguna lágrima había rodado cuesta abajo por su mejilla. No lo juzgues, había dicho al fin.

––Sobre eso no puedo decir nada ––dice el otro––, fui un canalla con tu madre. Pero ya no tiene arreglo. Tampoco volví para limpiar mi consciencia ni para expiar algún pecado, sería inútil. La verdad es que, de un tiempo para acá, la necesidad de tener alguna noticia tuya se hizo más fuerte que cualquier decisión lógica.

Maxi siente que lo que él dice no marida necesariamente con su entonación. Tal vez sean solo vicios de un mal actor.

––¿Soy tu único hijo?

––Tengo una familia, allá ––hace un gesto vago, mirando al costado, Maxi supone que al Oeste, tal vez por suelo Pampeano––: dos hijas arriba de los treinta, tres nietos, dos perros. Y viudo.

Maxi se reacomoda en su silla, saca el atado de puchos pero lo deja sobre la mesa. Ni enciende ni convida.

––¿Entonces?

––El hijo varón… tal vez sea eso ––como Maxi lo deja hacer, prosigue––. El contacto con tu madre desapareció con mi salida ––por decirlo elegantemente––, pero algún amigo común me tuvo al tanto de todo ––y como nota que Maxi va a protestar–– pero no mucho más allá de tu nacimiento. Necesitaba saber que habías llegado sanito, bien.

––Pudiste haber esperado ––se apresura a coronar la frase––; no es que me importe en lo más mínimo.

––No cabía ni una remota posibilidad de que yo pudiera haber sobrevivido junto a tu madre una sola quincena más, y también los ponía en riesgo a ustedes dos. Completamente inadmisible ––hace un gesto al mozo––; ¿qué vas a tomar?

Maxi piensa un instante. Sabe que necesita a los gritos algo fuerte, pero no quiere nada que pueda nublar su atención, volverlo emocional o impedirle racionalizar a consciencia..

––Negro doble. Nube de leche.

––Otro cortado para mí.

El mozo se retira. La media ventana inferior está abierta. Maxi enciende ahora un cigarrillo y deja colgando su mano hacia afuera. Su padre le dice:

––Disfruté del tabaco casi por 40 años, me hice al vicio en el exilio. Ahora ya no soy el mismo y no es que haya dejado de fumar, sino que el pucho me dejó a mí.

––Y cómo es eso… ––Maxi no sabe disimular su incomodidad.

––Un día prendí uno y no sentí ningún placer, y me dije que era más un bastón, una compañía, una costumbre, y que eso bien podía dejarlo atrás. Pienso que si somos capaces de prescindir de nuestros apoyos ––piensa en un tiempo de verbo adecuado–– podríamos llegar mucho más lejos.

––Yo necesito de todo aquello en lo que pueda apoyarme para seguir en pie.

––Seguro, seguro, no me malentiendas, quise decir que cuanto menos necesitamos alrededor más livianos vamos a andar.

Maxi pega una calada honda y sopla el humo por la ventana. Éste, por naturaleza, se rebela y vuelve al bar. Llegan los cafés. Espera por si el mozo le dice algo en protesta, pero solo deja las dos tazas, pincha el ticket al centro de la mesa y se retira. Maxi mira a su padre que vuelca el azúcar en el jarrito.

––Bueno; entonces…

––Entonces, ya que estamos, por qué no contarte cómo fueron las cosas en realidad, ¿no es eso?

––Ya que lo mencionás.

––Con Analía… con tu madre nos conocimos a mediados de los setenta, justo cuando los milicos daban el golpe. No, no éramos estudiantes: tu madre era maestra en el colegio de siempre ––sí, el mismo–– y yo era técnico en televisión y video. Por entonces el video estaba muy en pañales, pero el colegio de tu madre ––viste que siempre está un pasito adelante–– nos había encargado una red de televisores (televisores de los comunes, en esa época a válvulas, semi-transistorizados; hoy serían monitores) para instalar en todas las aulas, pero para que reprodujeran imágenes generadas en un punto de origen, fuera una cámara o un reproductor. Y es que ellos habían comprado un par de VCRs Phillips holandesas y pensaban experimentar con cintas grabadas para apoyo de las clases. No sé muy bien qué corchos pensaban hacer, pero para nosotros, los técnicos, era un laburo sencillo. Y de muy buena guita.

––Hasta ahí es un cuento de hadas.

––Tampoco soy un monstruo.

––Soy todo oídos.

––Entonces tu madre era bellísima. Y yo buscaba por todos los medios acercarme a ella, sacarle conversación, pero ella siempre estaba ocupada, y en los descansos se iba a la sala de profesores con los demás. No me quedó más que esperarla una noche a la salida.

––...

––Y la tuve que acompañar hasta su casa un par de veces hasta que aceptó una salida al cine, un sábado a la noche.

––Ajá.

––¿Qué más querés que te diga?

––Lo que verdaderamente importa, no el cuento de la parejita feliz.

––A eso iba ––toma otro sorbo, hace una mueca de disgusto––: intomable. Bueno: yo estaba en un momento genial, ganando muy buena plata dulce y, para mi bien, con los milicos controlando todos los antros de juego clandestino. Por eso, entonces, me mantenía bastante al margen.

––¿Problemas con el juego?

––Con el juego no; con los que lo manejan… lo manejaban hasta ese momento, demasiados ––se toma el vasito de agua igual que un shot de tequila––. Pero ahí tenés a tus padres, dos jóvenes que miran para adelante y tienen todas las de ganar. De paso, y perdón por cortar la narrativa, tu madre no está nada bien o estoy mal informado…

––Al fin las medicaciones se le volvieron en contra y la depresión se hizo un ismo de otra enfermedad más seria. No está bien, pero la lleva. A su manera. ¿Esto a cuenta de qué?

Maxi solo piensa en quién cuernos le pasa esa información. Igual que lo hizo con su número privado de teléfono, nuevo y solo en conocimiento de unos pocos. Le gustaría retorcerle el pescuezo.

––De nada, nada… te decía: habíamos decidido vivir juntos para finales del mundial ––78, obvio–– o a principios del 79 y ella soñaba con la casa propia, y ya tenía sus buenos ahorros como para un préstamo. En esos años los créditos del Hipotecario eran una ganga, una invitación a jugársela, y ya que íbamos por eso ¿por qué no ir por todo e independizarnos? La importación estaba a full y habían entrado unas máquinas industriales desde Alemania, esas para la confección de camisas y pantalones, que si tenías la guita y el lugar, armabas tu propia empresa y adiós.

Se detiene por un súbito acceso de tos. Maxi había notado como su ––ahora–– padre se había encendido con la charla, tal como si el entusiasmo fuese por algo por venir y no por lo ocurrido hace más de cuarenta años. Como si al revivirlo tuviese la posibilidad de mejorarlo, corregirlo, reescribirlo.

––Pedite una botellita de agua.

––Sí. Eh, mozo, un agua chica, sin gas ––casi en tono de súplica–– gracias. Cuarenta años de pucho, te dije ––casi un velado consejo de padre, que Maxi elude inconsciente––. Bueno, te decía que todo pintaba mucho más que bien, y yo estaba por cobrar una muy buena guita, pero íbamos a tener que poner hasta el último centavo, y después había que levantar el muerto.

––Un sacrificio más que válido, ¿no es así?

––See, seguuuro ––pero de inmediato nota un cambio en el gesto de Maxi y se apura a corregir el rumbo––. No, en serio, no soy sarcástico, para nada. Pero nuestro jefe, el que manejaba la empresa de instalaciones, estaba bastante enganchado con la bosta, con los milicos, y nos comentó como sin quererlo y de pasada que ese miércoles se abría una Casa de Juegos muuuy legal ––vos imaginate–– y que estábamos todos invitados a jugar unos fichines sin obligación alguna. Un par fuimos, ganamos, y al otro día estábamos a los regalos con nuestras novias. Pero para mí eso no terminaba ahí. Era la oportunidad de oro para entrarle por la puerta grande a nuestro futuro…

––Y te jugaste todo y perdiste.

Su padre lo mira. Pero no hay tristeza ni dolor acumulado en sus ojos; es otra cosa. Maxi debe apartar la vista. En tono bajo:

––Todo lo mío, y los ahorros de tu madre, y una libretita de correo que había abierto para vos desde que se supo embarazada.

––¡Ya estaba embarazada! ¡Sos un pedazo de mierda!

Por un rato se queda viendo por la ventana. Su padre guarda silencio. Maxi siente que debería marcharse ya, o matarlo en ese instante. Sin embargo no hace nada. Deja que sus pulsaciones se vayan acompasando. Tampoco enciende otro cigarrillo.

––Nunca te pasó por la cabeza pensar por un segundo en ella, ¿no?

––Es que con la primera pérdida ya todo se había venido abajo, retrocedido una década. Seguir daba lo mismo, ya no podía empeorar.

––Y te fuiste por…

––Porque no solo perdí por mí, generé una deuda que los milicos iban a cobrarse sí o sí. Era volar o ya estábamos desaparecidos.

––Algo no entiendo, ¿qué hizo que mamá zafara cuando quedó sola?

––Hice lo peor, pero me salió bien. Borré nuestra relación de un plumazo e hice ver claramente que había otra mujer en mi vida, que había hecho todo por ella… todo para liberarlos a ustedes. Y a esa la dejé plantada al medio de la Pampa, y qué dios te ayude

––Qué pena que no te hayan agarrado.

––Una vez estuvieron a punto, pero esa es otra historia.

Parece regodearse, Maxi muere de furia.

––Sabés que sos un soberano hijo de re mil putas, ¿sí?

––…

––Sos algo tan pero tan bajo que ni merecés que te odien.

––…

––Solo una puta cosa más: ¿qué mierda pretendiste conseguir con esto?

––¿Conseguir? Nada.

––No te entiendo… ¿esto es por perversión?

––…

––¿Qué dijiste?

El otro mira hacia abajo, a la mesa o a quién sabe qué espacio de su mente. En voz muy baja:

––Qué podés saber vos sobre esto.

Maxi, que busca controlarse, parece estar a un paso de que la ira lo domine. El otro alza la vista, lo mira, y vuelve a hablar.

––No podés juzgarme ––su mirada parece inmensamente fatigada–– porque el mundo apesta, y ya deberías saberlo.

Maxi lo está escuchando pero de repente su cólera lo ha helado, un sudor frío le brota por el pecho y la espalda y sus extremidades se han cubierto de hormigas, al tiempo de que una nube de espermatozoides brillantes estalla frente a sus ojos. Su padre, evidentemente, lo nota.

––Calmate ––le alcanza la botellita de agua que está a medias––. Tomátela de un trago, sin respirar ––luego le dice:

––Entendeme… el universo no es justo y la vida es un asco. Cuando todo es parte del desastre cualquier cosa que flote sirve como salvavidas. Pero si te vas a hundir igual, mejor que sea solo y bien al fondo, sin arrastrar a nadie. Y tu madre era mi salvavidas, ergo, para entonces, ya eran dos. La única salida era la correcta ––luego algo más bajo, sentencioso––: vos habrías hecho lo mismo.

Mira por la ventana hacia la calle en un punto conclusivo.

Maxi, ya a cubierto, espera unos momentos.

Luego llama al mozo, paga, se pone de pie, va hacia la puerta, sale a la calle, cruza. Antes de perderse en la avenida, casi sin desearlo, mira atrás. Pero el brillo de los cristales le impide ver por última vez al que por todo ese rato fue su padre, por vez primera.

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