Trazas

Cierta música solo debería ser escuchada con oído de disco de pasta, 

listo a lo muy medioso, rascado, oscilante.





PRIMERA PARTE


AHORA

El mundo no tarda demasiado en derrumbarse, ¿eh?

George A. Romero, Night of the Living Dead.






Estoy parado frente al mirador de mi piso 32, ubicado en una de las zonas más caras de esta ciudad. Observo con mi catalejo de colección las fogatas, disturbios y reyertas en la calle. Tomo agua del último bidón de mi depósito y escucho música a todo volumen para no prestar atención al ascensor de entrada de mi piso, que martilla con ese gruñido que expande y contrae al metal. Es la cadencia final, beethoveniana, del que tal vez haya sido mi tema preferido de todos los tiempos. Ya hizo la llamada con esa tercera descendente, que reposa de inmediato un semitono más abajo; luego la pregunta que tendrá una respuesta desgarradora en un sostenido Mi bemol menor, para que, finalmente, dos bloques similares desciendan por semitonos hacia un silencio latente; ese necesario que admita la respiración para un último estallido en Fa.

En ese momento la puerta del ascensor cede y yo despierto.


**


La calle fluye al sur. Pero es solo por la tozudez de alguna deidad menor y terrenal, que le ha cambiado el sentido a su marcha. Ya Kurosawa, por razones muy y solo de él, alguna vez hizo invertir el cauce de un río, para luego encapricharse con su equipo y no rodar jamás la escena. Esclarecedor. Acá, nosotros.

Los autos, que reflejan tonos mates, siguen la nueva dirección, anónimos, truculentos, y el aire miente ante la escasa polución. Palomas desafiantes a toda ley aerodinámica dan vueltas por el aire y se aprovechan de la sabiduría de los árboles que callan (y de la pasividad de las cornisas). Un perro aburrido mea otra persiana baja y marca un territorio que bien sabe que no es suyo. Una  bicicleta andrógina, de competición, exhala silencio al aire mientras acaricia el asfalto de ceniza. Su jinete, ataviado al mejor estilo beduino (aún así me parece una chica), mira al cielo, tal vez con la esperanza de ver la huella de algún avión; seguro que hoy no, mañana ¿quién lo sabe? Mientras avanza pasa frente a uno, dos bares cerrados. Desde mi sitio de observador descubro que el tercero está abierto y a oscuras, aun así el día ilumina a dos viejitos con sus vasos de vino, soda y ausencias. Otra vez es invierno, aunque las hormigas digan lo contrario. Supongo que esa chica en bicicleta que va camino del mercado trata de imaginar qué ocurre en realidad con eso que la rodea, mientras ve sueño en las ventanas entornadas, que buscan aprovechar la luz del día pero sin excesiva moral. Tal vez (y como yo) piense en que debe comprar un bono de watts extra para esta noche, quizás para ver algo enlatado en la tv o para enfrascarse en algún libro sin arriesgar su cuota eléctrica. En la esquina hay una mujer con los brazos a los lados y sus facciones vacías. La bici rallenta la marcha, y al paso ve un charco a sus pies y ––seguro–– se da cuenta de que es orina. Yo pienso: otra más. Suspendida. Pronto la Patrulla Urbana pasará por ella y será confinada a uno de esos sitios de los que tan poco sabemos, de los que nadie vuelve. Yo sigo a esa bici con mi vista hasta que creo que ella lo nota e instintivamente aparto la mirada, aunque intuyo que comparte mi pena, mi impotencia frente esa realidad. O es solo mi imaginación. Su perfil me resulta indescifrable.

Voy en su dirección, también hacia el mercado: todos vamos ahí. Todos por nuestros medios. Casi no hay transporte público, y el que subsiste es muy costoso (y no deja de ser un riesgo). Algunos van como beduinos y apenas alzan la cabeza, pujando contra el viento. Otros visten casual, otros desafiantes. Yo con mis botas, jeans, campera de cuero y el cabello al sol reafirmo que soy el de mis 20s, pero ya a los 30 largos. Hoy nadie silba o canturrea. Más bien pareciera que gruñen para adentro. Y, aunque sigue siendo ilegal, a más de alguno lo imagino armado. Igual ya nadie controla. La última gran debacle, la peor desde aquella de 1873, nos golpeó a todos, y aquellos que creímos como beneficiarios del cisma también fueron cayendo poco después. Bien decían que una nueva crisis sería la vencida, más aún tan inmediata, pero hasta a los grandes conductores del destino algo se les había escapado, burlándose de sus intenciones en la conciencia de una catástrofe. Y es que el monstruo que crearon y alimentaron finalmente había logrado volverse autónomo, y ya no hicieron más falta grandes jefes ni regidores. Tampoco habían hecho falta armas ni bombas. Solo un principio detonante. Los rápidos del milenio, el hastío (mayúsculas) y todos los fanatismos (sí: incluso aquellos no religiosos) habían preparado el terreno para luego hacer lo obvio real y, vaya a saberse producto de qué o cuál combinación química espontánea, ahora la gente enfermaba sin causa conocida. Ya había sido descartado por desaliento un virus o bacteria como el causante, y esa patología, manifiesta como alguna clase de demencia abúlica, afectaba a cualquiera sin tomar en cuenta raza, credo, enfoque político o situación económica y geográfica. La vida había continuado por inercia, y así todo fuera muy diferente, seguíamos adelante, tozudos, soberbios, más sabios cuánto más necios: perfectos solipsistas post diluvianos, pre apocalípticos.

Y bautizamos a los enfermos como Suspendidos. 

Porque todo debe ser rotulado.

Llegué. La cola para almacén es lo bastante larga como para que me permita transitar un repaso sobre la última semana completa y el porvenir cercano. Pero no lo hago. En su lugar prendo un armado y me concentro en aquello que quiero comprar, o en sus posibles alternativas. También en cómo administrar mi dinero sabiamente.

La gente, al igual que siempre, esconde detrás de una máscara digna del drama griego y en caracteres del primer cine ruso, su condición de ansiedad irascible, los colmillos afilados, las garras prontas a soltarse. No cuenten conmigo. Yo sigo fiel a mi esencia eremita, y al igual que todos sé que no hay faltantes básicos, y mucho menos de aquellos productos hoy casi exclusivos de unos pocos. No pertenezco a ninguna elite pero trato de no privarme, ahorrando en esenciales no imperativos.

Entonces ¿por qué hacemos cola? Porque somos humanos y, por cierto, porque tampoco han quedado muchos centros de abastecimiento como antes, cuando teníamos un supermercado asiático a cuadra de por medio. Pero eso es un mal menor. Y sobre la nueva plaga, divina, humana, vegetal o animal: ¿Por qué preocuparse de algo que, al igual que el cáncer, es azaroso e inevitable y no se contagia?

Tácito, también respondo a eso.

Un escándalo y veo a la misma chica de hace poco que sale como alma que se lleva el diablo, trepa a su bicicleta y escapa a contramano. El chal que le cubría la cabeza ha caído y la turba se abalanza y lo deshace, como gallinas sobre una hoja de lechuga. Pregunto a mi entorno qué hizo pero nadie lo sabe, ¿importa? Allá lejos veo brillar su corto pelo rubio. Y ya no está. Una liebre volando sobre la hoja de un diario.

A mi turno compro pastas secas, tomates en conserva y vino. Ya es casi mediodía.


Cuando entro a mi departamento Gosha me saluda con su habitual miau. Está sentada en lo más alto de la biblioteca, ahí donde se atreven los libros más osados, y mira hacia abajo como solo un gato puede hacerlo. Me estiro y la acaricio y cierra los ojos. Luego se da lengüetazos por donde la toqué, después por todas partes. Dejo mi bolsa en la cocina.

Fue en un 25 de diciembre no muy lejano en que me había despertado con la boca muy seca y la heladera yerma. Había cargado mi bolso al hombro en la esperanza de encontrar algún lugar abierto y hacerme con un pack de cervezas. Ya eran las tres de la tarde pasadas y eso planteaba un problema casi insoluble. Pero la resaca es más fuerte que cualquier razón. No podía sentarme a esperar, así que salí para corroborar con bronca que aquellos lugares habituales hasta para un domingo por la siesta estaban cerrados. Y ya barrio adentro, con la esperanza de que alguna rata sin escrúpulos tuviera su localucho abierto, más lo fuera solo para estafar a tipos como yo, de la nada, un pequeño gatito negro me había salido al cruce para jugar con los cordones de mis zapatillas. Y yo no estaba con todas mis luces. Así había apoyado mi mochila contra la pared sin percatarme de su cierre abierto, y el microbio se había colado por la abertura, aparentemente encantado por el colgante de la cremallera principal. Luego, de puro inconsciente, cargué con el polizonte hasta mi casa, donde descubriría que él era una ella.

La miro mientras se acicala en las alturas y sé que no hay escena alguna del mejor director de cine que se acerque a tal belleza. Y, en el más puro silencio, no hay mejor música en el planeta que su lenguaje gutural.

Me pregunto cómo trepa hasta ahí. Aunque su lugar común es mi mochila, la que ha adoptado como canasto desde un principio. (Ya te la devuelvo. Ea.)

Bien.

La escena la completo yo.

Primero debo confesar que estoy maldito.

Pero eso es algo en lo que voy a ahondar a su debido momento.

O tal vez no.

Hasta mis treinta años fui un codiciado músico de sesión, también para presentaciones en vivo. Si debía salir de gira, fuera con quién fuera, lo hacía. Y cuanto más lejos mejor. No me importaba el tipo de música ni el desafío. Por otro lado, jamás había sido capaz de escribir una nota detrás de otra de manera decente, así que la interpretación era lo mío. Todo había ido bien hasta mi accidente. Algo que también contaré a su tiempo. O no. Solo lo estrictamente necesario.

Luego y por entonces, ante mi necesidad imperiosa de ingresos, un amigo me propuso que presentara a Jorge ––por entonces su fuente de trabajo–– alguno de mis experimentos de imagen en Premiere. Siempre son necesarios los editores, especialmente para las urgencias, que son aquellos trabajos que los más jóvenes evitan a toda costa, y esto por el hecho de que solo trabajan para pagar sus estudios y hacer experiencia. Incluso algunos ni siquiera por eso, sino solo por un poco de dinero extra. Yo, lógicamente, necesitaba el dinero para sobrevivir y pagar mis cuentas.

Ese trabajo fue mi sustento hasta esta última depresión.

Hoy, una vez más me encuentro a la caza de un bastón económico, solo que ahora todo ha girado al opuesto del diámetro: ya no hay fiestas que filmar, los casamientos son ceremonias íntimas y privadas, los chicos jugando o saliendo del colegio están celosamente vigilados y desde la más peligrosa de las paranoias… Finalmente, en una época de ratas flacas ¿quién va a malgastar su dinero en un profesional cuando algo grabado desde su teléfono ya suple sus necesidades? Y así con todo: los contenidos de tv resumidos a latas recicladas y la misma publicidad de antes del cisma. Tampoco es rentable generar programas para medios de transporte o para locales de venta al público. Solo una décima parte de los comercios ha subsistido y el transporte público es una mala imitación del tren fantasma. Todo sin vistas a una recuperación cercana. ¿Acaso yo podría sacrificar algunas de esas cosas a las que estaba habituado en orden de mantener mi zona de confort? Hace mucho que no debo rendir cuentas a nadie, pero esa entrada fija con la que contaba desde siempre se vuelve cada vez menos solvente, al tiempo que la inflación se dispara día a día a las estrellas y más allá. Así, con el horizonte en la punta de la nariz, me vi obligado a tomar decisiones con urgencia.

Me deshice primero de la televisión por cable, luego del wifi. La señal de tv era verdaderamente un sinsentido; ni siquiera cumplía una función testimonial. El wifi, si bien era una comodidad, bien podía ser suplantado con los datos móviles de mi celular (el mundo podrá perecer y las telefónicas seguirán cotizando en bolsa).

En fin…

Para mantenerme equilibrado decidí comenzar a apuntar un diario, pero llevado al terreno de historia o relato, tal vez buscando evitar con un poco disimulado interés novelesco el camino de los poetas juveniles y las colegialas del siglo XIX. La práctica se originó en eso que Mariana, junga entre lacanes, me había propuesto mientras compartíamos un cigarrillo post coital: escribir todos los sueños que pudiera recordar en su marco temporal, dejando que las imágenes involucradas hablen por sí mismas. Recuerdo haberle pedido que me analizara, pero se había negado, aduciendo como poco ético el revolcarse con un paciente. Sí, a modo de consejo, me dijo que caminar, en mi caso, podría funcionar como una terapia reveladora.

Y eso hago.

Hoy, con esas dos asignaciones, me arreglo para mantener la cordura y dentro de un marco de interés. Por las mañanas con mi onírica y, a la vuelta de mis caminatas, documentando. A veces ambas cosas se solapan e imbrican, pero no a riesgo de sabotear mi razón. De contar con el espíritu necesario y, no excluyente, algunos rudimentos básicos, bien podría embarcarme en escribir un libro. Pero, pensándolo bien, que los gerundios y ese prejuicio que juro que no comprendo, que los adverbios... dejémoslo para otro momento.

Tal vez, y por este hurgar en mi consciencia, me haya vuelto víctima de este déjà-vu cíclico, infinito. Al menos lo parece. En un principio llegué hasta temer que fuera un síntoma de esta nueva enfermedad, pero después de leer, escuchar, bucear y hacer mis cuentas, no conseguí acercarme a conclusión alguna que sustente esa sospecha. Solo confundirme aún más.

En la radio, la voz de Hugo Gomes (con ese final y sin tilde, ascendiente luso) narra con los detalles justos como un grupo de vecinos lapidó y prendió fuego a un linyera que hace tiempo vivía en la plaza de su barrio. Hugo es uno de los pocos animales de radio que subsisten y tal vez el único de mi entera confianza.


––No, mi nombre no interesa… yo lo escuché gritar y pedir clemencia. Los Suspendidos no gritan ni se quejan. Creo…


Uno de los chicos que hace la calle para Hugo ha conseguido ese testimonio anónimo.

Mientras tanto, yo revuelvo la salsa para mis pastas con la cuchara de madera, recuerdo imperecedero de viejas lecciones para mi emancipación temprana. Gosha, ya descendida de su Himalaya, y sin reparar en su mochila está sentada a mi espalda, sobre la mesa de la cocina, ronroneando alerta como siempre que huele salsa de tomate, sabiendo que, coladas las pastas y una vez que se hayan enfriado, tendrá su porción.

Dos vasos de vino son suficientes para acompañarme a esa modorra de siesta que siempre me abraza después del almuerzo. Me tiendo boca arriba y vestido, con mis tapones para los oídos.


Entro al edificio del teatro San Martín buscando un lugar donde mear. Sus baños me parecen una de las obras más piadosas de la urbanidad capitalina. Apenas pasando al hall central suena música brasileña y la toca un grupo de chicos que asemejan a una murga comercial. En mi camino esquivo a una chica espasmódica que parece haber escapado de un film de Zulawski y que ni nota mi paso a su lado. Cuando estoy llegando al baño, veo que sale James Stewart, muy elegante, ilegalmente alto, y no puedo menos que vencer mi timidez, tenderle mi mano y felicitarlo, para decirle que la película en la que me conmovió fue Vertigo. Él me guiña un ojo y me dice en su tono casi gaélico: estuve mucho mejor en Liberty Valance.


Suena la mensajería instantánea de mi teléfono. El texto dice Ring. Es mi amigo Dani, tal vez el único cercano que me queda. Siempre se presenta así a mi puerta. Muy a pesar de su cambio radical de rumbo, producto de un lavado profundo de cerebro a manos de aquellos que reniegan exageradamente de todo ––desde las vacunas hasta la física universal–– sigue siendo alguien muy caro para mí. Y sé que es un sentimiento recíproco. Respondo brevemente y bajo a abrirle.

Mientras preparo café, hablamos de sus intenciones de aislamiento, una vida en la montaña. Yo me muestro burgo-bohemio.

––Sinceramente me gustaría ver cuánto aguantan vos y Patricia sin luz eléctrica ni gas ni televisión.

––¿Acaso ahora no estamos así? Digo: falta poco para que eso sea una realidad acá mismo, y yo no quiero estar cuando se haga cierta. Igual, si ella no está lista no me cambia nada de planes.

––¿La dejarías? ––Sueno incrédulo pero sé que hoy él sería capaz de abandonarla. A menos su nuevo yo.

––Como a todo lastre. Vos no querés verlo, pero todo lo que fue el modo de vida impuesto y para el que nos programaron se está haciendo pedazos.

No está mal rumbeado, pero ese dejo de soberbia en todo lo que dice me convierte en abogado del Diablo.

––Sin embargo, seguimos usando dinero. ––Dije.

––Por ahora: vos esperá... ––Por suerte cambia de rumbo–– ¿Hay menos gente en el edificio o me parece a mí?

––En mi piso quedo yo solo; mis vecinos se fueron a vivir a sus containers de lujo en una isla del Tigre. Y te digo que hicieron bien, son jubilados, ganan lindo y parece que allá y en una isla están bastante a salvo de toda esta maroma. No sé qué pasa en otros pisos, pero me parece que mucha gente se esconde para esquivar algún riesgo posible. Y hace poco hojeé el resumen de administración y somos pocos los que cumplimos. Como viene la mano, no creo que hoy se mueva algún juicio por mora. Igual nunca se sabe…

––¿Entonces cómo dividen las expensas? Digo, ¿cómo cubren los gastos?

––En la última reunión nos pusimos de acuerdo en que el consorcio pague lo que puede. Por mí pueden meterse la iluminación de los pasillos por el culo… junto con el ascensor.

––Es un ahorro ¿Y los viejos?

––Ya no queda ninguno ––pienso mejor––; hay uno (creo,) pero en planta baja. 

––¿El loquito que siempre fumaba en la entrada? ¿Se fue?

––Hace mucho que no lo veo, pero cuando subo y paso por la puerta de su derpa siempre escucho algo… ¿Sabés que es un buen pibe? El que sea raro no dice nada, al contrario, los más normalitos son los de temer.

––Vos que no tenés obligaciones ––hago un gesto de qué te creés–– sí, no tenés hijos que mantener ni un alquiler que te apriete, deberías aprovechar y mandarte a mudar. Yo tengo que esperar a que los pibes se hagan grandes.

Entonces sí tenés prioridades. Bien.

––No creas que no lo pensé. Lo tuve proyectado. Pero tenía que vender acá y comprar en otra parte… en la costa, ponele. Y el negocio inmobiliario ya estaba kaput. Los valores se cayeron casi en un 70% pero tampoco hay puntos de referencia ¿Qué fue de ese terreno tuyo en San Marcos?

––Perdido a manos de los leguleyos de siempre. Igual no habríamos podido mantenerlo hasta construir y mudarnos.

Llevamos nuestros cafés al living. Aún tengo una mesa ratona de mis años de carpintería en el colegio industrial, y a la antigua, está rodeada de pufs que ya ruegan por clemencia.

––¿Te imaginás el horror de Dios viéndose a un espejo que lo refleje como a todos nosotros?

––¿Y vos cómo estás seguro de que lo que ves es lo cierto?

––Vamos… cortala con la retórica.

Busco un golpe controlado de timón hacia aguas menos barrosas.

––Escuché que por tu barrio Los Patrullas se están poniendo densos.

––Igual que en todas partes. Buscan tenernos a raya por el miedo. Siempre fue igual.

––Pero nunca tan descaradamente. Lo que me pone de la nuca es que cada vez más gente común se les una y que esto ya sea una deliberada caza de brujas. Parece que al fin consiguieron lo que siempre buscaron, y con la ley de su parte.

––La eliminación del diferente, el factor de alarma versus la normalidad…

Sigue hablando lo que tiene tatuado, pero también tiene su razón. Yo había convivido con esos prejuicios lesivos desde mi infancia. Y nada parecía haber cambiado. Solo que ahora era sensiblemente más riesgoso. El fin de su exposición:

––Y ahora nos quieren vender ese verso de los Suspendidos.

––No es joda viejo, es como una parálisis. Luego se pierde el control de esfínteres. Y te convertís en un símil de Darío Grandinetti… tal vez un poquitito más expresivo jajá ––entonces estallo en mi ocurrencia––: ¡hubiera cerrado perfecto para cualquier película de Bresson!

Luego de las risas, Dani agrega:

––Y vienen Los Patrullas y te llevan. Vamos, ¿vos viste a algún Suspendido?

––Por desgracia ya llevo un par.

––Sí: se habían escapado de un geriátrico; mirá, si vos querés creerles, allá vos. Yo abrí los ojos hace un tiempo y no me puedo hacer más el boludo. Todo esto está preparado para manejarnos como corderos.

––Ajá, ¿y quiénes, si se puede saber?

––Los Illuminati, los Rothschild, los masones… El Ojo en el Cielo.

––Es un disco de Alan Parsons, lo tuve… ––intento llevar otra vez la charla a un terreno más grato.

––Otro masón, igual que Kubrick.

––¿Kubrick no era illuminati?1

Luego la noche temprana del Junio tardío nos atrapa discurriendo sobre nuestros bueyes y sus destinos no tan opuestos, y los cafés, como por alquimia, ya trocaron en ginebra. Digo:

––Ahora tenés que administrarla como medicina, porque una botella cuesta casi lo que una semana de comida.

––¿Seguís con el video?

––No… ya hace un tiempo que estoy librado al viejo y querido colchón.

––Agradecé que al menos tenés eso.

Dani, sin embargo y aunque pueda sorprender, sigue trabajando para el Gobierno de la Ciudad, y sus ingresos no son algo a despreciar, especialmente siendo que ahora trabaja a distancia, desde su casa. Pero no emito juicio al respecto. Acompañando al momento, pongo un video en la PC: The Kids are Alright, film documental sobre los Who. Sé que le gusta la banda, y así la charla se encamina por lugares más amenos. Fumamos marihuana. La imagen nos muestra un primer plano de John Entwistle, en su típico gesto de escucha: pulgar bajo la pera, índice bajo los labios y dedo mayor a un costado de la nariz, mientras sonríe imperceptiblemente. Entonces pauso la escena y le pregunto:

––Bien ¿qué ves entonces?

Dani mira la escena, se ríe a borbotones de yerba.

––¿Al bajista?

––Sí ¿Y?

––Le pica la nariz… ––y otra risotada.

Lo miro de costado con gesto irónico, triunfante:

––Ese es un gesto de masón. Entwistle sí fue masón.

Lo acompaño hasta su auto y lo despido antes de que la noche se vuelva hostil, aunque ya nadie ande por la calle. De nuevo arriba, llevo tazas y vasos a la mesada y me voy al dormitorio a ver una película de mi colección. Para cuando Gosha salta a la cama ya estoy semidormido, y en la pantalla se reproduce Phase IV sin ser atendida.


**


Al instante de haber despertado me dije que hacía mucho tiempo que no me percibía tan afectado por un déjà-vu de manera tan notoria. Casi fue como si hubiese amanecido a un día ya vivido, pero conforme a que se fueron desarrollando los sucesos simples de esa jornada y el sinnúmero de regresiones se hizo cercano al infinito, llegué a pensar que en cualquier momento un espejo o vidriera a mi paso me iba a devolver el reflejo de un yo enmarcado en otro tiempo. ¿Acaso más joven? ¿O ya viejo?, y que esa otra dimensión iba a invadir mi presente.

Tal vez haya otro plano de realidad, y que ese plano oculto hoy esté cercano a pasar al frente. Pero no aún. Ya ni siquiera creo que estos flashes sean déjà-vu, más bien fotos, relámpagos de otro estadio. 

Antes dije o sugerí una vida paralela. ¿Pasada?, ¿por venir?, ¿manchas nuevas para (¿o en?) la película de mi memoria? Estoy pensando en que todo esto se debe a que pasé el límite permitido por mi naturaleza (o mi constructo) viviendo en un mismo lugar ––casi 10 años–– y ya es más que imperioso que de otro paso más, que rasgue el decorado como otras veces. No, no, nada cambió desde la última vez en que me lo dije. Solo ocurrió algo más.

Sí, las imágenes. Imágenes cada vez más claras y pesadas. Y los lugares y situaciones que asumen una nueva valía, un escalafón más alto y desafiante. Tengo muy claro de que, de ser posible, le quitaría la piel al mundo para verlo desnudo. Tal vez, así podría encontrar el pasillo a otro universo en la vidriera de un local. O en un espejo cualquiera ––de preferencia retrovisor––. Pero que quede bien claro que si se me antoja darle a todo esto la categoría de comienzo o final de algo lo hago solo para (y por) mí.

Por otro lado anoche, ya en sueños, no estuve en lugares con carácter, ubicación o toponimia definidos. Al contrario: todo se mostraba en un plano medio a corto. Y nada para destacar. Algunos personajes nuevos. Ninguno remarcable. Solo que en mi sueño había recortado cigarrillos a medio fumar para hacerme de una reserva, y dejé de fumar de atado hace ya un tiempo largo ¿Por qué hablo de esto? Porque desde pequeño tengo sueños ––entre otros muchos tipos a definir–– sobre zonas inexistentes insertas o en derredor a lugares que conozco muy bien. Estoy en una zona baja de New York que jamás visité, pero conozco cada calle, sé por dónde es seguro moverse, dónde subir y bajar del elevado; y nunca voy al centro. Así también recorro de un extremo a otro ––desde la entrada hasta un inexistente balneario–– otra ciudad que conozco solo por nombre. También una importante localidad del conurbano que visité como barrio,  pero que en la tierra de Morfeo tiene una plaza enorme y partida como la del Congreso y que está rodeada de enormes edificios de oficinas, bancos, iglesia, municipalidad. Y está esa Buenos Aires periférica casi sobre el río, anterior en tiempo al Puerto Madero urbanizado, apenas más al noreste, desde donde acaba la reserva y poco antes del club de pesca, que desde ahí bordea por dentro los muelles de alíscafos y buques hasta más allá de la estación de Retiro y los juzgados de Py; y todo ese terreno observado desde la altura por una inmensa catedral bizantina del siglo XIX que parece gobernar al paisaje desde su cúpula dorada. También un nuevo y moderno centro en mi barrio natal, en un lugar físicamente imposible, con su avenida principal flanqueada por coquetos chalets. Esto solo por dar algunos ejemplos sobre lo que más se repite, sin algún patrón. En una ocasión hice un circuito por Europa, pero no lo cuento porque una sola vez no mueve el amperímetro.

No recuerdo quién escribió “…el Espíritu del Tiempo es el Enemigo”. De ser así, debo andarme con cuidado y tomar esto como preludio a una posible invasión. No general ni masiva. Solo de mi mundo. Ergo, podría considerar todo esto como una perversa seducción del invasor para que yo le abra la puerta. Querido enemigo: si solo supiera cómo.

Llegando al mediodía, subordinado a mi situación, vuela una pincelada más: entro en una galería en la que jamás estuve y me dirijo bien al fondo atento a mi instinto, que es ciego, no habla y tampoco es telépata. Me encamino hacia un local que ni sé si existe, pero donde estoy seguro de que voy a conseguir ese cable que hace rato busco y no encuentro. Y el local está ahí. Y el objeto de mi necesidad también. Agua en Marte.

Superada mi capacidad de sorpresa al punto de no generar la más efímera emoción, mientras salgo de la galería por su otro brazo y a metros del local anterior, me encuentro con el siguiente cartel:



SE BUSCA PERSONA CON AMPLIOS CONOCIMIENTOS EN COMPUTACIÓN 

PARA EDICIÓN DE IMÁGENES 

ALMACENAMIENTO PROPIO 

TRABAJO EN DOMICILIO 

PAGOS POR  ADELANTADO



Lo primero que pienso es que seguro es otra estafa, uno de esos trabajos que nadie toma porque solo te pagan por producción, generalmente una miseria ¿Y eso a mí en qué me afecta? Cuernos: tengo todo como para hacerlo de la manera más honrosa desde mi casa. Y si me dan el crudo ya digitalizado hasta puedo ser un rayo.

No lo dudo un segundo más y toco el timbre para saber de qué se trata.


**


––¿Estás seguro? 

La voz al otro extremo de la cadena electromagnética es la de mi buena amiga Fabiana.

––Por completo: el Juan Pérez me dijo que vuelva cuanto antes con mi rígido portátil y que entonces me pagaba y que lo pase a buscar al día siguiente para empezar con el trabajo. Y todo sin dejar de chatear un segundo ––accelerato ma non tropo, vivace.

––Y volviste corriendo…

––El tiempo que me lleva caminar 30 cuadras a mi ritmo de crucero.

––¿No tenés miedo que se quede con tu rígido?

––Lo que me paga lo cubre con creces.

––Entonces… letra chica… ¿condiciones?

––Ninguna. Lo único que me pidió fue mi número de teléfono. El resto es lo que te decía: están armando un librería de imágenes en video. Tengo que redondear los archivos que me pasen, pulir las rebabas, sea, darles un principio y un fin, encadenar con fundidos o fades las tomas de una misma especie, corregir el color, empatar formatos… en fin: papita.

––¿Y si es tan sencillo por qué no lo hacen ellos?

––Quiero pensar que por una cuestión de tiempo. Supongo que serán horas y horas frente a la pantalla. Acá no hay 2x que valga.

––¿Y el banco ese de videos se supone que es para…?

––Me dijo algo así como una ONG que quiere estudiar el comportamiento de la gente en tiempos de la depresión. Me importa un pepino, sinceramente.

––Bueno. Supongo que me invitarás a chusmear un poco de eso.

––Si te bancás verme trabajando venite cuando quieras.

––Sabés que todo lo que sea imagen me interesa. Y todavía me debés una película.

––Es verdad.

Con Fabi habíamos sido compañeros en un curso de fotografía en la escuela de La Boca. Y habíamos convivido brevemente. Hoy, solo somos buenos amigos. Pero buenos de verdad.

Por la noche estoy sobreexcitado, ya quiero que sea mañana, ya quiero tener el disco duro en mis manos y comenzar a trabajar. Trato de distraerme con alguna película de mi archivo pero no consigo la concentración necesaria. Apago el televisor y me quedo a oscuras, boca arriba. Gosha ronca en su rincón escogido. No hace frío. Pero no puedo prepararme café si es que tengo la ilusión de conciliar el sueño en algún momento. Repaso entonces toda esa primera parte del día en que me encontré andando sobre pasos ya dados, pero la sensación ha desaparecido. La supongo producto de algún estrés oculto y ligado a las situaciones vividas en todo el último tiempo. Parte de la maldición me digo, y sonrío para mis adentros. Pienso en esa infancia lejana, en mis juegos, mis guiones, mis historias, mis discos, mis libros… visualizo la casa de mis abuelos, donde me crié hasta casi adolescente, los pisos de madera… doy un paso y lo encuentro firme. Más aún, reconozco la flexión y resistencia en las viejas tablas, pero no estoy ni eufórico ni inconsciente como para excusar la ausencia de un crujido. Tampoco oigo el tic-tac del reloj en la pared. Sacudo la cabeza mientras presiono mis oídos. Nada. Al rato me doy cuenta de que el reloj no marcha. La penumbra es extraña, gótica. Lentamente, comienzo a recorrer ese lugar para descubrirlo vacío. Ningún artefacto ––radio, tv, tocadiscos–– funciona. Los libros parecen estar igual, pero no puedo aseverar si lo que contienen son frases impresas o páginas simplemente rayadas. No hace falta que aclare que el lugar está deshabitado. En el pasillo abierto que lleva a la calle me descubro con sobresalto bajo un cielo gris oscuro, casi negro y sin luna ni estrellas. La puerta a la calle está cerrada (¿soldada?) y me invade tal sentimiento de ahogo y desesperación que, de un solo impulso, salto el tapial y ya estoy al otro lado y ante el mismo y desolador panorama: las hojas de los árboles, los tallos de la hierba... todo inmóvil, muerto… ¿suspendido? Al menos todo aquello que esa luz sin fuente me permite ver. No hay signo alguno de insectos u otros bichos y el silencio me acerca al vértigo. Siento mareos. El aire es denso, pesado, pastoso. Miro hacia la esquina, pero la niebla es muy densa y me hace pensar en  que solo existe el lugar donde estoy, que más allá no hay nada… ¿y esta isla es mi pasado? Me queda la esperanza de que las canillas funcionen, que el agua sea potable y encontrar comida. Pero, y tal como supuse, el agua es un líquido soso, desalinizado, desmineralizado; tampoco encuentro comida: la heladera está vacía y las fruteras llenas de flores de plástico. ¡Vieja de mierda! (Muerdo en silencio, mientras recuerdo que mi abuela las usaba como centro de mesa.) Arranco un limón del árbol del patio. Nada. Insípido. Insubstancial. Y caigo de rodillas.

Entonces:

––Ahí lo tenés: ¿ese es el maricón que estás criando como mi hijo? (la voz de mi padre).

––¡Algo debe haber hecho para estar así! (mi madre). ¡¿Qué mierda hiciste ahora!? ¡¡¡Debo haber sido una puta para parir semejante aborto!!!

(¿Qué puedo haber hecho?)

Abro los ojos y ya es de día. O sea que ya deben ser las ocho pasadas por largo. Así es. Me pregunto quién fue el que dijo solo sabemos que dormimos al despertar. No consigo recordarlo. Luego me levanto a tomar café. Lo tomo negro, con algo dulce. Y salgo a buscar mi disco duro.

––¿Sí? ––La voz de un Dalek adiposo en el intercomunicador.

––Román… Aclef ––jamás uso mi apellido real, solo el de bucanero––: vengo a buscar el rígido.

Luego un zumbido eléctrico y la puerta que cede el paso.

El lugar tiene el metraje cúbico de un tomógrafo. Me pregunto dónde estará el baño. Me contesto que no ahí.

Mi empleador hoy es otro, sin duda cortado del mismo molde. Está chateando, al igual que el otro Juan Pérez, y no despega sus ojos de la pantalla cuando me habla.

––El muchacho de ayer me dio este papel…

––No hace falta, es un control para tu seguridad.

(¿Y si no soy quién digo ser?)

––¿Cuánto tiempo de video cargaron? ¿Algún formato destacable? ¿Algo que deba saber?

––Ni idea. Nos lo dieron a primera hora de hoy. Solo somos intermediarios, ¿ok? ––y sin margen para mi repregunta––; cuando lo tengas listo lo traés. Podés borrar los originales. El margen de corte es de 5 a 10 segundos. No elimines nada por banal o azaroso que te parezca, solo los espacios sin imagen. Compresión MPEG-4; HD. No creo estar olvidando nada. Ah, tenés que crear un archivo de seguridad anti pirateo y tomar el compromiso de no usar en público alguna de las copias.

––¿Y por qué iba a hacerlo?

––¿Usás redes sociales?

––El día que canonicen a Charles Manson.

––Bien. Pero primero tenés que firmarme esta obligación de responsabilidad.

––Quiero suponer que se refiere a no publicarlo en la web, porque si hice una copia privada andá a preguntarle a Bergoglio ––trato de ser gracioso. No funciona.

––Supongo que sí.

––No uso redes sociales.

––Entendí la humorada.

Imagino que el capítulo del libro de los gestos sobre cómo sonreír nunca lo leyó. Rompo:

––¿Por qué habría de quedarme con copias?

––No lo sé. Yo solo repito lo que me indican.

––¿Y para quiénes trabajo?

––Un grupo de investigación.

––Ya lo sabía.

––Bueno.

Aturdido por una charla tan apasionante, me despido y emprendo mis 23 cuadras de regreso.


**


Las leyes de la maldición rezan que va a ser un formato incompatible y la máquina no va a poder leerlo o ni siquiera va a encender, que la licencia de Premiere está vencida, que los códecs son inválidos. O que tal vez la gata orinó sobre el teclado, por solo por nombrar algunos posibles contratiempos. El espíritu de lo inanimado es implacable. Más si anida en máquinas con presunción de vida. Algunos indígenas del hemisferio norte lo llaman Manitú.

Los archivos son AVI. El viejo, el primero, el pesado, ese ahora en desuso. Entiendo, pero el simple hecho también baja mi libido: no deben ser tan de punta. (Nadie sugirió que lo fueran.) Los registros son gruesos como el puro de un ricachón. Por seguridad los pongo a copiar para trabajarlos desde la máquina. Tal vez, más allá de su peso, no sea tanto el tiempo en minutos. Conozco ese tipo de archivos y sé que ladran más de lo que muerden. Sin embargo… operación ilegal. Abortada. Los archivos no me dejan que los pase a la PC. Por primera vez me siento algo alterado. La advertencia reza: OPERACIÓN INVÁLIDA. Suele ocurrir eso cuando los archivos exceden la capacidad del disco receptor. Pero en este caso mi unidad de destino es de 4 TB Ni hace falta que lo chequee porque sé que, al menos, medio disco está vacío. Al tercer intento desisto. Si no me deja copiar, dudo que me permita abrirlos directamente desde el disco externo. 

Sin embargo, sí. 

¡Eureka!

Veamos. Zoom normal 1:1. F9 y pantalla completa. Parece haber sido grabado con una de esas camaritas manuales pero aún de cinta, la calidad es buena, el formato 4:3. Siglo XX. Entiendo por qué pesa tanto: está digitalizado full mode, sin anestesia, jajá. Seguramente para ser reproducido en un viejo aparato de tubo y a través de una copia en DVD (¿Por qué nos llevó tanto tiempo el cambio?) ¿Desentrelazado? Venga, que lea optimizado. ¿Direct Stream Copy? Por supuesto. A mpeg-4. Crear código de protección: sasá, sasasá, sasá: ¡listo! Confieso que respiro aliviado cuando veo el proceso en marcha. Vamos a verlo antes de eliminar la copia original (y ennoblecer tan trascendental suceso).

Este primero es un plano fijo sobre lo que parece ser la entrada a una galería comercial. Parece haber sido grabado en algún momento previo a la depresión, pero no sabría aseverarlo. Llegando a los 5’35 marco con F11 una imagen que pienso que podría usar como punto de pivote: una chica que, viniendo desde el interior, se acerca hasta la puerta y levanta con ambas manos un cartel por sobre su cabeza. No alcanzo a leer qué dice pero ya está marcado, luego volveremos sobre ese particular. El plano monótono y solo rimado por el paso de colectivos (como separadores) se extiende un par de minutos más. Fiel a lo que se me había encomendado, busco un punto previo al corte final como para insertar un fundido ––algo que luego voy a decidir en qué forma hacerlo–– y vuelvo al marcador. Busco unos segundos hacia atrás y adelante, aún sabiendo que es imposible que me haya equivocado por tanto, pero no consigo encontrar a la chica con el cartel. Por otra parte siento que aquella que estoy seguro que vi en la grabación me es conocida, pero no sé de dónde.

No había olvidado conectar el sonido. Solo que al haber visto las pistas de audio vacías, supuse que la grabación era muda. Pero ahora veo pequeñísimas alteraciones en ambos ejes centrales. Exporto hacia el otro editor, el específico para audio, y efectivamente hay sonido. Solo que parece no tener relación alguna con el video. Al principio solo asemejan a ruidos que pueden generarse por alteraciones de tensión, pero al paso de varios filtros descubro lo que parece ser una lectura o un rezo gregoriano. De todas formas es algo tan imperceptible que no logro descifrarlo y, por ser sincero, lo que el espectro me muestra no sustenta mi audición. Retocarlo más puede ser nocivo, veámoslo luego. Descarto todos los cambios y salvo una copia de ese audio para mí. No me contrataron para eso.

El pájaro de los atardeceres ya se cansó de cantar su “títere, títere, títere” y parece haberse ido a dormir. En efecto: el sol cayó. No me explico cómo ese video de tan solo unos nueve minutos me sorbió toda la tarde. Salvo, extraigo, cierro. No es momento de un café, prefiero una copa de vino. Gosha me escucha en la cocina y viene a ocupar su lugar a la puerta, en mi mochila. Cambio el agua de su cuenco y lleno el otro pote con su comida. Algo de música. Sí. Es innegable que Brahms, en sus sonatas, desprende muy despacio la carne de los huesos. Sus cambios de carácter son inigualables. Recuerdo a un viejo maestro diciéndome que su Primera Sinfonía podría haber sido la Décima de Beethoven. El vino es medicinal ¿Qué puedo cenar? Pastas otra vez no. Tengo huevos, queso fresco: hagamos una omelette in memoriam de la primera mujer en mi segunda vida. Era su as en la manga para cuando nos sorprendía la noche ya crecida y no habíamos previsto la cena. Fueron buenos momentos en un tiempo de grandes cambios, pero en verdad yo todavía era demasiado joven y por entonces cometí muchos pecados por inmadurez. Por el contrario, ella muy pronto se había vuelto demasiado adulta para su edad. Quieran los dioses que esté muy bien. Abandonamos nuestro contacto hace muy mucho.

Otra vez no me siento en el humor adecuado para encarar una película, y aunque tengo una ligera cefalea ahí donde nace la nariz, decido llevarme el disco al dormitorio para ver en la pantalla del televisor algo más de su contenido. Como siempre, Gosha sube a la cama y se enrosca en su rincón.

Este es un plano en picado, fijo, mismo tipo de cámara, misma relación de aspecto. Lo apuntado es una plaza que me parece la de Almagro (pasé por ahí hace no mucho, en una de mis caminatas), y la toma está hecha desde lo que supongo será un balcón o una terraza. Tampoco parece actual, al menos post debacle. No es un plano infinito o una toma achatada por teleobjetivo. El foco está en el centro de la plaza, así que aquello que no está sobre ese trópico se va borroneando a medida que se aleja o acerca. Más que un estudio (o mirada) sobre el comportamiento de la gente parece un experimento visual de estudiante. La profundidad de campo es tan corta que en las zonas más alejadas del plano focal bien podrían aparecer elefantes, camellos, un OVNI. Me pregunto cómo, con tal apertura de diafragma, la imagen no está saturada, quemada. Me respondo que esas camaritas deben haber tenido algún control similar al ASA de las películas en celuloide. Ahora atino a ver bultos desdibujados en un movimiento cansino y perezoso. El plano se extiende por unos 5’ y se corta en ruido blanco. Pero el cue de mi televisor marca que aún faltan 4'40". Avanzo por la suma de estos totales electrostáticos y la imagen regresa enfocada sobre la vereda del fondo, donde se agolpa un grupo de personas. Otros se acercan y entran al cuerpo focal desde diferentes lugares, pero no a curiosear, sino que se involucran en aquello que está ocurriendo, que bulle. Parece una jauría de perros que se ha ensañado con algún otro pobre animal (¡cómo los odio!). Pauso la imagen, hago zoom sobre el evento y descubro que hay dos personas en el piso. Play otra vez y ya el grueso de la turba se dispersa, pero alguno de los nuevos convidados no duda en propinarle un nuevo golpe a los caídos. Entonces llega una patrulla, una como las de este nuevo tiempo. Los guardias urbanos descienden, cargan a la pareja que está en el piso y los arrojan a la caja del furgón. Al tiempo que se van, los demás recuperan la normalidad y vuelven a sus misteriosos caminos. Ruido blanco y final.

Hay algo que no me cierra; si es una situación contemporánea ¿por qué está grabada con un sistema del siglo pasado? ¿Por qué el 4:3? ¿Querrán que yo reformatee el encuadre? No recuerdo que me lo hayan pedido. En todo caso ¿habrá sido un linchamiento? Y la patrulla ¿no era acaso de esa misma fuerza que opera hoy? Como sea, es muy perturbador. Y estoy cansado. Dejemos que el tiempo ayude a un veredicto.


Pronto estoy recostado boca arriba al sol en una playa que no recuerdo pero que supongo que debo conocer. El adormecimiento me habla de una vacación largamente necesitada. Cuando ya estoy casi dormido siento que algo comienza a presionar mi nuez cada vez con más fuerza. Intento deshacerme pero no lo consigo y ya me falta el aire. En un acto desesperado tiro un golpe ciego con todas mis fuerzas y despierto. Hiperventilando.


La sensación de ahogo es tan real que me toma un tiempo volver a un ritmo cardio-respiratorio normal. No hace falta demasiado para que me desvele, pero ya sé que la noche está perdida. Enciendo la radio en mi emisora de madrugada ––que no es aquella del mediodía o de la tarde–– sabiendo que voy a aprovecharme del insomnio para adelantar trabajo. En verdad, ya querría estar en eso. No es tanto lo que me falta y, de retomar la tarea en un rato, podría tener todo listo para la tarde, aún con una hora libre para mi siesta.


––… no fue ayer, será mañana, pero no vamos a devenir en Suspendidos por los impíos de siempre, que son más de los imaginados; pero está pronta su extinción.


Al principio me sorprendo ¿Esa es la voz de Soledad? Sí…


––Así termina el manifiesto que empezó a circular, según me cuentan, hace unos días, y que amenaza a todos los que, repito, para este grupo extremista que se hace llamar El Pueblo, a todos los que atenten contra la normalidad. Una sonrisa bizarra para una nueva madrugada que no parece de invierno, la temperatura es de…


Es ella y su programa de 3 a 6 am.

¿Quiénes serán El Pueblo?

Me visto. Antes de apagar la luz, veo que Gosha se tapa la cabeza con sus manos y se comprime aun más en su ovillo.

No desayuno.

Me siento a la máquina con un café bien caliente y hago cuentas con la duración de los videos que aún me restan.


**


––Si vas a copiarlos para valorar mi trabajo, espero. No puede llevarte más de media hora. El código para desbloquear los archivos está en el txt. Ah, sobre los encuadres…

––Yo no soy quién evalúa ––este es Juan Pérez número uno––. Supongo que ya me lo harán saber. Me dijeron que pasan por el disco duro cuando yo les avise. Y me dejaron esto para cuando entregaras lo tuyo.

Esto era una paga similar a la primera, en billetes frescos.

––Ya me pagaste.

––Es para el próximo trabajo.

––¿Me pagan por lo que viene, sin ver siquiera lo que ya hice? Por mí magnífico.

––Tendrán sus razones ––sin pausa, sacando un sobre del escritorio y sin perder de vista su pantalla de chat––. Me dijeron que te diera esto si llegabas a entregar antes de las 48 hs. Pasá por tu rígido mañana después de las once.

La galería ya está a oscuras pero la puerta aún no tiene corrido el cerrojo. Decido ver ahora qué hay en el sobre para no correr riesgo alguno por distracción en la calle yerma. Es una nota impresa. Dice:


Estamos muy conformes con su dedicación al trabajo y celeridad. No es necesario que re encuadre las tomas. Sí es imperativo que nada de lo que se ve quede afuera, y felicitamos su atención por el detalle. Que usted no sea parte de las redes sociales es algo que también valoramos en extremo. Siga así. Lo esperamos mañana.


Definitivamente me siento confundido. Pero este no es un tiempo para seguir preguntándome a cada paso sobre todo.


**


––A eso se lo llama intuición. ––Fabiana, guiñándome un ojo.

––Yo, más vale, lo llamaría telepatía ¿Cómo cuernos iban a saberlo?

––Por deducción, nene. Aparte: te deben haber filmado cuando pediste el trabajo. ¿No te fijaste si había una camarita en algún lado? Estos tipos se estudian todo.

––Igual: ¿cómo saben que no soy un chanta? Me pagaron lo nuevo y recién esta mañana pasé a buscar el disco.

––Porque desbordás honestidad. 

Fabi inclina su cabeza hacia adelante y me mira por sobre sus lentes 0.25 Easy Rider.

Fabiana es morena, usa el cabello ––que lentamente va dejando ver entretejer los grises más pertinentes–– recogido en una cola de caballo, tiene un cuello que le hace honor a sus hombros perfectos, una boca apasionante y la nariz recta, dirigente. Luego de nuestra charla telefónica sobre mi nuevo tentempié y, siendo que ya llegaba el jueves, habíamos concertado para cenar. Últimamente no la veo tan seguido porque sé que está embarcada en una relación bastante seria y promisoria, así ella se empecine en banalizarla.

Me sirvo un poco más de vino blanco, que es su cepa. Ella:

––¿Y vos decís que los Juan Pérez son hermanos?

––Digo que son two of a kind.2 Y no hay un momento en el que no estén chateando por… ¿Whatsapp? Hay una versión web ¿no?

Ella arma un porro, casi distraídamente. Hay hábitos que nunca mueren, o resisten con heroísmo. Comento:

––Así que mañana habemus chongo ––cuando me lo propongo soy alarmantemente original.

––¡Más respeto señorito! Estamos hablando de un funcionario público.

––…

––Es parte de la nueva Secretaría de asuntos Ciudadanos.

––Mirá vos, che. Si me decías que ahora también te volviste devota me hubiera sonado igual de plausible.

––Bueno… mi chico también es parte de un grupo Krishna.

––Me cierra todo.

––Yo todavía no quise participar. Por ahora…

––¿En la espera de una relación consolidada?

––Es una forma de decirlo.

Prende, quema, ofrece.

––No, hoy paso.

––Vos nunca fuiste de prenderte a las fumatas. Me acuerdo que cuando íbamos a una fiesta siempre terminabas a un costado, careta.

––Nunca en patota. No a la montonera. Así como ahora es otra cosa. Es solo que en este momento no quiero. Hablando de quemar: el horno.

Voy a encender el horno. Primero pongo a calentar los zapallitos que ya guardé rellenos en la heladera. Cuando la temperatura sea óptima, entra la fuente de pejerreyes y, con un poco de fortuna, en poco tiempo voy a retirar todo a punto. En el living, Fabiana retiene a Gosha a base de mimos, pero su olfato ya le informó que hay algo rico para comer. Se libera y pasa a montar guardia a la puerta del horno. Fabiana deja su copa en la mesa y viene a la cocina.

––¿Me vas a mostrar después alguno de esos videos que te pasaron para editar?

Siempre me admiró que la marihuana no la haga reír como a una idiota. Muy por el contrario, la centra y relaja.

––No creo que algo de la primera tanda te vaya a resultar entretenido. Y de lo nuevo chusmeé algo antes de que llegaras pero es más de lo mismo… te vas a aburrir.

––¿Son todos iguales?

––Iguales no… más bien del mismo tipo.

––Como los Juan Pérez…

Saco la fuente del horno. Gosha la sigue con ojos desorbitados. Fabi me alcanza su platito de plástico y le corto un medio lomo de pejerrey con algo de salsa blanca, pero tiene que esperar a que se enfríe. Hago dos porciones para nosotros y volvemos al living. La tuca está en el cenicero.

––¿Vas a seguir con el vino?

––Cómo que no.

––Te preguntaba por el faso. Pero me olvidaba de tu cultura.

Cuando una comida sale como imaginé me siento muy afortunado. Y una virtud inalienable del pejerrey es ese sabor dócil que lo hace maridable con casi cualquier otro plato. Justo es aclarar que jamás lo mío fue la cocina, pero tengo muy buena memoria y así mis contados intentos siempre fueron exitosos. Al menos, comestibles. También hablamos con la boca llena. Dice:

––Vos no te vas a juntar nunca ¿no?

––La única chica que me interesa ya no está disponible.

––Andá a cagar ––y se ríe. Lo justo. 

Trato de ser serio:

––Vos sabés que mis intereses son poco compatibles. Y que me gusta estar solo.

––Doy fe ––pausa breve––; ¿seguís coleccionando películas? Veo que desapareció el mueble gigante ¿Y los discos?

––Digitalicé todo. Y tengo una copia de seguridad que jamás toco. Por si las moscas ¿Viste? La filmoteca de Alejandría.

––Buena idea la del celular.

Es que en este último tiempo comencé a aprovecharme de un teléfono en desuso conectado a un sistema estéreo, como almacén y reproductor de música. En una memoria extraíble de 64 Gb tengo el común de música que suelo demandar normalmente, y otras memorias más pequeñas contienen variantes por género, en caso de requerir de un humor puntual, determinado. Hoy estamos escuchando uno de sus discos preferidos: Insignificance, de O’Rourke.

––¿Nunca te pasa que sentís que algo ya lo viviste?

––Déjà-vu. Sí.

––Sí, sí; pero me refiero a algo más que un vistazo o un momento: algo que se prolonga en el tiempo.

––No, tanto no ––piensa… ––no.

––Hace un tiempito me pasa que, a veces, hasta toda una mañana o una tarde se me hacen ya vividas. Pero no porque lo que haga u ocurra ya me parezca hecho, sino porque me siento bombardeado por flashes y flashes de algo que ya sentí.

––Es lógico para una rutina.

––No, no me entendés: me refiero a sensaciones primerizas, puras.

––Si estás frente a algo nuevo…

––Así me esté lavando las manos o cepillando los dientes.

Acerca su mano y me toca la frente con el dorso.

––No, fiebre no tenés.

La miro con una sonrisa que imagino abandonada. Pero no me estoy observando. Esto es la realidad. Y soy un pésimo actor.

Retiro los platos y traigo el helado, un verdadero lujo (y milagro) para los tiempos que corren. Gosha está metida otra vez en mi mochila, y desde ahí nos mira mientras se acicala.

––¡Ah, bueno! Y esto ¿se debe a…?

––Digamos que a mi buena fortuna laboral, y a la existencia de una heladería camuflada justo acá, enfrente. Pero, si querés, puede ser tu despedida de soltera.

Su respuesta es un repasador abollado volando en dirección a mi cara.

Después de mostrarle brevemente mi copia de algún fragmento de los videos ya editados ––el de la plaza, porque recuerdo su pasión por la profundidad de campo–– y de la aniquilación ahora compartida de la tuca, llama a un remís de su confianza. Media hora después ya estoy solo. La máquina sigue encendida, la reproductora pausada sobre la imagen algo sesgada de la entrada a un templo o catedral que no consigo identificar (¿cuándo llegué ahí?), pero que se me hace conocido. Todas las iglesias son iguales, me digo equivocadísimo, y cierro el programa.

Antes de quedarme dormido hago un balance de los videos editados: planos fijos, normales, picados, algún contrapicado… nada de movimiento, ni un solo paneo, travelling o zoom ¿Habrán contratado a un camarógrafo profesional? ¿Tal vez otro trabajo como el mío? Los dos extremos. Las tomas parecen callejeras, aunque alguna pueda no haberlo sido. En fin: hasta mañana.


(El sueño más vívido de la noche elude elípticamente a mi archivo de apuntes por su lubricidad y porque involucra a mi ––hoy–– querida amiga.)


Estoy flojo de alacenas. 

Decido abastecerme, y son mis últimos y generosos ingresos los que me levan, de paso, a dar una esperada y necesaria caminata. Esto de estar sentado horas y horas frente a un monitor no es de lo más saludable. De todas formas, lo que me queda por hacer no es tanto, seguramente mañana a las 11 voy a tenerlo listo, pronto entregado. No pregunté si el sábado trabajan, pero tampoco me dijeron lo contrario. Los Juan Pérez deben turnarse 24 x 24 y de seguro vegetan chateando ahí dentro todo el tiempo. Tal vez del techo cuelgue algún arnés y duerman como murciélagos.

Hace ya un tiempito que percibo a la calle más y más gris. Dicho sin eufemismos: siento que las cosas pierden su color, y la gente se muestra más adusta, hosca. No es para menos. Por otro lado, también es algo característico del invierno. Pero ahora respiro un tufillo a gases saturados, a compresión peligrosa y a explosión retardada, como si un pistón bombeara y bombeara esperando por la chispa. Dani me había preguntado por este vecino rara avis que siempre se mostraba junto a su pucho a la puerta del edificio. Hoy volví a verlo. Siempre pareció un muchacho parco, corto de palabras y muy ensimismado. Para algunos prosaicos: el loquito del primero. Sin embargo, ahora me parece más cordial que el común del resto. Él no finge amabilidad o una sonrisa, pero tampoco es hosco o grosero, y su gesto no oculta nada. Tampoco parece que fuera a convertirse en tu juez y verdugo tras un pestañeo, que es lo que huelo en cercanía de los demás.

La avenida me tiene harto, así que elijo una paralela casi desierta. Siempre me gustó caminar barrio adentro, y siento que tiempo es lo que me sobra. Me sigue resultando gracioso que la gente observe desde atrás de las cortinas cualquier movimiento no habitual en la calle. ¿Terminarán sometiéndose al encierro? ¿Tanto miedo tienen? Es verdad que la depresión multiplicó el vandalismo y que se dan escaramuzas acá y allá, pero antes también pasaba y la gente abría sus ventanas y barría las veredas. Hoy la hojarasca lo cubre todo y las únicas ventanas abiertas son las de las plantas altas. Imagino a los barrotes de aquellas a la altura del peatón bajo planteamientos existenciales… ¡Bueno sería!

Celebración de la Santa Misa suspendida hasta próximo aviso. Y es que el miedo se huele, se hace palpable, se alimenta de las almas en que parasita a cambio de una incierta sensación de seguridad puertas adentro, aquella que todos sabemos que es falsa. Vom Himmel hoch, da komm’ ich her;3 por supuesto: es una iglesia luterana. ¡Mirá esto! Es que, apenas detrás de las rejas de la entrada, hay un chimango enorme alimentándose de carroña, tal vez una rata enferma o alguna paloma caída en desgracia a las puertas del templo. Tengo muchas ganas de documentar la escena, pero dejé el teléfono en casa.

A una cuadra de distancia cruza una mujer, y su paso es veloz y agitado, casi puedo decir que corre (¡La sopa! ¡Que se quema la sopa!) Jajá. Sin embargo, luego pasa alguien más, y después un par, y detrás un grupo más nutrido. Desde mi lugar apenas se oyen los pasos al galope, no así alguna voz, y la escena me recuerda de inmediato a una película de finales los 70s llamada Usurpadores de Cuerpos, esa con Donald Sutherland y Leonard Nimoy. Cuando llego a la esquina veo a mi derecha y allá, a cuadra y media, el grupo se desgrana, ahora en varias direcciones. Algo queda en la vereda. Y es un bulto sobre el piso, entre las hojas. No soy curioso ni comedido, pero me acerco porque presiento que algo está mal, o muy mal. Y porque soy un inconsciente. Así, cuando estoy solo a unos metros (sí, lo del suelo es un cuerpo) una patrulla dobla a mi espalda quemando caucho, bajan 4 Urbanos y la cargan al furgón. Antes de cerrar la puerta uno se detiene y me mira fijo, y su mirada es la de un gorila rabioso. Urko. Cruzo la calle pero consigo mantener el paso. Toda mi adrenalina sale disparada y me preparo para lo peor. Entonces escucho el golpe latoso de la puerta y la patrulla arranca su camino calle arriba, al solo quejido de neumáticos y motor. Ahora sí los miro, y se alejan. 

En silencio y sin alarmas su eficiencia pasa a ser notable. Hoy las sirenas solo se usan para poner distancia o intimidar. Pensándolo bien, siempre fue así. Nunca un patrullero se valió de su sirena o luces para atrapar al perpetrador de algún delito, solo para ahuyentarlo y evitarse problemas. 

Doblo en la esquina siguiente y decido que el camino de la avenida es el mejor.

Ya de regreso no consigo quitarme ese regusto de la boca, un sabor de sales, óxido y ácidos digestivos. Mientras ordeno mi compra enciendo la radio: mi vieja amiga. Los pocos medios que sobrevivieron a la depresión ahora reúnen periodistas variopintos pero afines a una sola causa: supervivencia personal. Huelga decir que, aunque somos gobernados por una coalición de mil cabezas, siguen las inútiles e insalvables diferencias, y que los sobrevivientes aún honran con creces a los desperdicios del pasado, tal como un monstruo coprófago que se alimenta de sus propias heces.

Es el momento justo para el Panorama informativo de las 14.


<<Últimos anuncios de la coalición de gobierno patrio:

Ante la situación desesperante que le toca afrontar a los emplaces más débiles de nuestra sociedad, el gobierno central ha decidido, en conjunto con los gobiernos provinciales y de la ciudad autónoma, suspender el pago obligatorio del impuesto a la circulación hasta nuevo aviso, cuando podrá regularizarse mediante una moratoria con intereses similares a los del índice de inflación brindado por el Ente Nacional de Estadísticas.

En otro orden, las unidades de transporte abandonadas por las empresas en quiebra serán confiscadas para su uso como viviendas sustitutas de las familias más carenciadas, mientras que los semi-remolques podrán ser utilizados por la policía como celdas de emergencia.

Se comunica a los partícipes del acampe en los parques Avellaneda, Saavedra y Sarmiento que, a partir de las 0 hs del lunes se dispondrá su traslado por fuerzas de la milicia al sector 8 de los bosques de Palermo, que ya ha sido acondicionado con unidades sustentables de higiene y aprovisionamiento. El predio cercado del sector no podrá ser abandonado bajo ningún concepto, so pena de reclusión en las unidades 5, 6 y 7 de recuperación de Suspendidos.>>


Asqueado, cambio a otra estación, vecina:


––Ahora ¿Quiénes son los que forman este grupo extremista que se hace llamar El Pueblo? Solo sabemos que atacan en cualquier lugar y a cualquier hora, que sus víctimas no son solo personas consideradas por la gran mayoría un lastre o un riesgo para la sociedad, sino también personas comunes que, supuestamente, han sido denunciadas en esta red social que es exclusiva de la telefonía celular llamada Ene Doble Uve O, con origen en la dark web y de distribución masiva. Cualquier mensaje de alarma con un adjunto oculto de NWO, hace que este software se instale automáticamente al primer reenvío, asociándose a recursos vitales del teléfono que impiden su eliminación. Aparentemente, estos grupos de mensajería servirían principalmente para enviar señales sobre el avisaje y la locación de estas personas “nocivas” para la sociedad, y aquellos miembros en cercanía harían justicia para El Pueblo. Se ha intentado declarar ilegal el uso de este nuevo software gratuito de mensajería no rastreable, pero la Suprema Corte ha declarado inconstitucional el veto de su manejo. Tampoco se ha creado algún programa que lo bloquee o que sea capaz de…


(NWO… ¿New World Order?)

Apago la radio. Vieja amiga ¿Qué te han hecho? Me sirvo café y voy al living. Vamos a terminar con esto. El mundo se las supo arreglar muy bien sin mí por demasiado tiempo, no me va a extrañar por un rato más.

Me siento frente al monitor, y una cámara ambulante, aparentemente al hombro (¿de cinta analógica?, ¡qué tanque de guerra!) avanza en línea recta, cabeceando, por la vereda de una avenida que se me hace conocida… sí, es Lacroze, y va a cruzar Álvarez Thomas. Hace poco hice ese recorrido, desde Chacarita hasta Barrancas; más o menos unos 25 o 30’ y en una siesta como la de este video, nublada, lloviznosa; uf, espero que no me haya copiado. La cámara panea a veces hacia el frente, otras hacia arriba, muy poco al piso; ve a ambos lados al cruzar. No se apure, bucanero, que no es ese armatoste antediluviano que usted cree. Debe haber sido una cámara bastante moderna, tal vez adosada a una gorra como esa que usted usa con frecuencia y que va a dejarlo, según palabras de su padre, calvo. ¿Por qué grabar en una unidad de cinta, entonces? Pequeños cortes aligeran la recorrida y no afectan a la continuidad. Cortar para hacer fundidos o solapados no tiene sentido alguno. Casi puedo decir que es una edición en vivo, que está bien lograda. Lenguaje post MTV. En cierta forma es interesante poder ver todo desde afuera, uno presta otro tipo de atención. Ya cruzamos Cabildo en 17’, así que aproximadamente en 15 estará completo el recorrido (si es tal como lo imagino). ¡Sep! Ya estamos en Barrancas, y la cámara se detiene en una parada de varias líneas, graba un instante más, otro empalme en vivo y ya está dentro de un bondi, por lo que aprecio, bajando por Corrientes (o eso parece). Es así, ahora toma Drago hasta parque Centenario… ¡es el 65! Corte a otra avenida, La Plata… luego será Caseros, hasta Constitución. Pero ahí se termina la cinta, también el AVI. Genial, lindo paseo, nada para hacer. Si es todo así, termino hoy antes de la cena.

(Pero es tu caminata…)

Sí, ¿y?

La siguiente es otra recorrida a pie. Esta comienza al extremo sur de Costanera y la recorre en toda su extensión (también hice ese paseo). Pero, a diferencia del anterior, este es un circuito muy común a demasiada gente. El día es diáfano y parece no haber una sola nube en el cielo. Si repite mi ruta completa ––algo desde ya imposible–– ya es demasiada coincidencia. Pero, al final del camino, toma hacia la izquierda, cruza el puente giratorio, la avenida, el parque San Martín, Arroyo (dios mío), sube por Alvear, baja en picada hasta Posadas, llega hasta el Ombú… pongo pausa: o es una broma de muy mal gusto o alguien me estuvo siguiendo. De ser así ¿por qué no me veo? ¿O esta continuación es una recorrida habitual? ¿Tan predecible soy? Quito la pausa. El cue ya marca 40’. En esta grabación no hay cortes. Cruzamos la plaza, bordeamos el cementerio, salimos a Las Heras. Ya me siento desandando mis propios pasos. Subimos hasta Coronel Díaz (sí, sí), Santa Fe, Scalabrini Ortiz, fin. Juro que no entiendo. Pero ya me asaltan nuevamente esas sobreimpresiones que casi me enloquecen hace muy, muy poco.

Paro un instante y voy por otro café. Siendo viernes y ya media tarde, podría permitirme otro tipo de bebida, pero necesito terminar con esto y decidir seriamente qué hacer luego. Ahora estoy abrumado, confundido, muy tenso.

Con el café se va la tarde. Ya pasó el día más corto del año, pero aún no se nota un retardo en la llegada de la noche. Vuelve la cefalea de hace poco y veo placas y placas de realidad sobreimpresa. Recuerdo el templo bizantino que encontré anoche a la partida de Fabiana. Volvamos ya al trabajo. Oblivion.

Entonces: 

... la iglesia o catedral parece estar ubicada sobre un terreno elevado que baja hacia una avenida. La toma está hecha desde enfrente (¿no era en diagonal?), contrapicado, tal vez desde un barranco, y la lente parece una ultra 25 mm, algo que le da un aspecto amenazante y colosal que seguramente no tiene en la realidad. También permite ver el movimiento en la avenida, que es casi nulo. Las puertas ––una enorme de dos hojas, dos más pequeñas a sus lados–– están cerradas. El día parece encontrarse al atardecer, pero bien podría ser su opuesto (el sol no baña la calle). Ahora la avenida está desierta. ¿Cómo lo sé? No hay tráfico que se interponga entre la cámara y su objetivo, luego, a pesar del contrapicado, solo un coche de fórmula y en el carril opuesto podría pasar sin ser advertido por la lente. Comienzo a ponerme ansioso, entonces duplico la velocidad de reproducción. Ya van casi 8’ de imagen. No puedo distraerme, me pagan por esto. Entonces a los 9’21” ocurre algo: una sombra cruza veloz ante la cámara. Pauso, vuelvo unos pasos y, efectivamente, es un auto que corta el plano por un instante. Se lo ve movido, borroso (¿por qué pierdo el tiempo en esto?) Busco con pasos de milisegundo un solo plano más nítido… estas cintas registraban PAL y NT, o sea que uno de esos 25 o 30 cuadros tiene que verse claro… ¡Ahí está! Y es un viejo Peugeot 504 modelo ’77 o ’78 y el que va al volante es sospechosamente parecido… ¿a mí? Capturo la pantalla y guardo la imagen en mi escritorio para un pronto estudio. Me repito que esa iglesia (¿bizantina? Comienzo a dudarlo) me resulta familiar. E insisto en llamarla catedral. Vamos a Photoshop.

Aunque la limpieza de la captura se empeñe en mostrarme esa instantánea borrosa de mí, quiero convencerme de que hay (¡tiene que haber!) un error de apreciación. Por eso, apelo a un truco viejísimo: agregar ruido a la imagen, para luego verla a distancia. Porque así funciona: si ves algo muy de cerca tal vez solo identifiques puntos. Y sé que voy a tener una sola oportunidad antes de que mi vista empiece a engañarme. Y que voy a tener que confiar en lo que mis ojos vean. Add noise, zoom out full.


Despierto vestido, transpirado, en mi cama. Gosha ronca a mis pies ¿Qué pasó? Intento recapitular sobre lo ocurrido pero no encuentro asidero para abordarlo. No sé qué hora es, pero mi celular sí, y son las 5:45 am. No sé cómo llegué a dormirme de esta forma, no tengo resaca, es inexplicable. Trato de recordar qué hice la noche anterior… tic-tac-tic-tac-tic-tac... nada de nada. Estoy en blanco. Pero, una vez más, el sueño me ha dicho adiós. Me levanto, me visto, voy al baño y luego al living. Todo está en orden, no hay señales que me indiquen haber mordido la banquina. Pero siento mucha hambre, es signo de que no cené ¿me habré descompensado? Sería la primera vez. En otro de mis automatismos, voy a encender la máquina, pero no hace falta. En el escritorio hay una nota urgente, obviamente escrita por mí ¿Quién más? El asunto reza: Vos sabrás qué hacer.


Esto no es una cefalea, no hay atisbo de dolor. Pero es una presión indescriptible que siento sobre mí. Desde que procesé esa captura en Photoshop para descubrir que el carácter al volante efectivamente soy yo, me siento un dique que está por ceder. Llegué al punto de creer que la cámara en las dos grabaciones previas estaba en mi poder, aunque eso haya sido humanamente imposible. Entonces ¿será esa cámara que instalada en mi cerebro dispara a intervalos regulares instantáneas de lo que estoy viendo en presente junto a una punzada en mis sienes? Tengo miedo. Las imágenes se embeben con el paisaje de manera tal que se produce una superposición infinitesimal de dos capas de la misma realidad, y las sensaciones se dan con tanta frecuencia que temo que algo vaya a brotar de cualquier lado ––un mueble, la ventana, la pantalla, mis tripas–– para apoderarse de este plano, y que mi yo actual vaya a quedar atrapado en una subexposición. La cefalea se derrama desde mis nervios ópticos a mis miembros en una sensación de parálisis y hormigueo, voy de un extremo del cuarto al otro con mis ojos, y al menos tres imágenes, idénticas a lo que veo pero (acá falta algo, debo haberlo borrado) se superponen; de pronto se hace la luz: esa iglesia es la de mi sueño, y en mi sueño yo pasaba por delante con el auto que había sido de mi padre… ¡Por favor!


**


A los responsables de las cintas


Lamento comunicarles que por razones estrictamente personales, no voy a continuar con la edición. Les hago llegar todo lo re codificado en estos DVD 


No sirve. No va. Remaldita sea ¿Me cagan la vida y yo encima me muestro pusilánime? A ver:


A los dueños de las cintas


Espero que se hayan divertido de lo lindo a mis expensas. Les devuelvo el valor de la entrada a mi tragicomedia, pero sepan que no habrá segundo acto


Tampoco ¡Mierda! Después de todo ¿esa guita no es bien tuya? No les des un mango de vuelta ni les mandes nada de lo que trabajaste. Borralo, eliminá definitivamente toda traza de tus discos duros (sí, ya sé, tengo el software para hacerlo limpiamente) y a otra cosa mariposa; no saben dónde vivís.

(Tienen tu número de teléfono.)

Sí ¿Y qué? Ni siquiera uso el GPS.

Es parte de la maldición. La maldición no está escrita ni observa leyes a cumplir; se reinventa a cada paso. Puedo hacer todo bien, no desviarme un solo milímetro del eje, que va a encargarse de que ese eje se desvanezca, que yo no sea capaz de verlo o, sencillamente, hacer que nunca haya existido. Puedo negarme a todo lo que haya dejado a mi alcance buscando que me descarrile y aun así, de alguna manera, va a obligarme a pisar el palito otra vez. Tal vez su facultad más envidiable sea la autoridad para hacer que todo salga a su gusto y consonancia. Invariablemente. Sus trucos son siempre nuevos, y solo se llama a bastidores para invitar a escena a mi ilusión de voluntad. Después va a inmolarla ante mí. Ahora presenta su nueva obra maestra: la realidad por superposición (de capas).

Listo: lo dije.

Definitivamente no pienso escribirles ni hacerles llegar su material. Que se busquen otra víctima. Subsistí hasta hoy sin ellos y puedo seguir haciéndolo. Además ¿qué pensabas, que iba a ser eterno? Andá a saber cuánto más te habrían dado para seguir haciendo experimentos o vaya uno a saber qué cosas. No creo que esto fuera a durar mucho más. En verdad, si hago a un lado a mi ira: es admirable que me hayan guiado, vaya uno a saber cómo, hasta su puerta; porque eso estuvo armado solo para mí, ¿no? ¿Por qué yo? ¿Qué hice para que me elijan? ¿Qué clase de investigación es esa? ¿Un estudio de conducta? Basta. Y si siguen mis paramnesias… es sábado, macho: permiso concedido para abortar misión. Cuento con un extra de dinero no habitual para los tiempos que corren, es momento de hacerlo valer. Vamos a vivir el fin de semana, et sans soucis.4


––Dale, al viejo estilo…

––Será otra vez. Hoy es la tarde de peluquería de los nenes.

––¿Y no los puede llevar Pato?

––Ya arregló una mateada con sus amigas.

––Bueno…


––¿Y? ¿Qué me decís?

––Es que estamos con Marcela…

––Sí: están toda la semana juntos ¿No se te pasó el enconche?

––Estamos empezando la tercera temporada de Máscaras de Papel.

––¡Encima me rebotás por una novela gallega!

––No es una novela, es una serie…


––… como en las buenas épocas.

––¿Sabés qué pasa? Si no ensayamos hoy mañana no engancho a nadie. Y en la semana es imposible.

––Bueno. En una de esas te llamo a la noche. Vos tenés auto.

––Es que vamos a ver a una banda amiga...

––Meta.


Nada de nada. Entre mis amigos y un erial no existe diferencia alguna. Bueno, sí: el erial desafía y jamás cuestiona. Pienso en alguna amiga, esa con la que no se finge nunca y es buena compañera. Pero es que una ya está casada y en su papel de madre, la otra en los preliminares ¿Viste?

(Qué: ¿ahora me vas a sermonear?)

En una parrilla al paso a unas 18 cuadras de casa y que aún hoy sobrevive gracias a viejos tacheros que siguen yirando en automático, devoro un sándwich de vacío con medio litro de tinto de la casa. Es hora de la siesta, pero me digo que algo debo hacer. Nunca me moví bien por compromiso. Mis caminatas siempre son espontáneas. Y por cierto, no me entusiasma entrar a un cine para ver cualquier basura de cartel rodeado de imbéciles. (Los cines de culto han desaparecido, pero no ahora, hace ya mucho tiempo. Tampoco fueron gran cosa, pero ante la oferta general...) Me vuelvo a casa silbando bajito, buscando algún almacén de barrio superviviente donde comprar algo de combustible extra. A media cuadra, entre dos cortadas, veo cajones de madera en la vereda. Me acerco y sí, es un mercadito. Pequeño, de garaje, como dios manda. Lo atiende un matrimonio joven, ahí por los cuarenta. Hago charla.

––Trabajamos para los vecinos, los que conocemos, abrir hoy es a suerte o verdad, pero algo hay que hacer.

––¿Están todo el día?

––No, no, hasta el mediodía y un par de horas por la tarde. A la siesta está todo muerto. Hoy es la excepción del sábado. Domingo solo a la mañana. Pero, como ves, pasa muy poco.

––¿Tuvieron algún problema?

––Mirá, la gente está muy rara. El otro día una vecina nos dijo que los de la cortada estaban actuando raro. La vieja duerme poco, y nos contó que a media madrugada la distrajo un movimiento en la calle, y resulta que eran los muchachos del caserón de a media cuadra, que a esa hora los pasa a buscar otra gente con palos y botellas y vaya una a saber qué más... y salen en patota. Qué hacen, ni idea. Pero no creo que sea nada bueno.

Camino de mi departamento me siento Vincent Price o Charlton Heston en sus versiones cinematográficas del libro Soy Leyenda: “En aquellos días nublados Robert Neville no podía saber cuándo se ponía el sol”. Un buen libro que dio patada libre para una media docena de películas. Y un semi-remolque de derivados. Debería hacer una lista y colgarla en la pared. 

Sí. Yo también hablo solo.

Mientras tanto, la calle transmite esa sensación de siesta de invierno en pueblo chico que parece contener la estampida de un trueno. El cielo, nublado y ciego, es la marquesina perfecta para este teatro al aire libre. Hoy una obra de actores tácitos y líneas mudas, sobreentendidas. Me detengo a medio camino entre cuatro esquinas, equidistante, al centro de la cruz. Cierro los ojos y escucho. Nada ¿Es que las casas están vacías? Hay situaciones en esta urbanidad de primer cuarto de siglo que, de solo prestarles atención, inquietan. Pienso en El Pueblo. En este momento soy una víctima perfecta para ellos, un negro en la nieve. Sin embargo sé que la maldición opera solo a domicilio y sobre formas generalmente banales. Tortura pero no mata. Tal vez sea que fui protegido por el que llamo mi Ángel Guardián ante tantas posibles fatalidades solo en orden de mantener ese delicado y misterioso equilibrio... con sus costas, por supuesto. En aquella caída por las escaleras en Caracas salvé mi vida inexplicablemente, pero perdí para siempre la motricidad en mi mano izquierda; el desplome por la ladera de esa sierra hasta el freno contra un árbol me dejó con la mandíbula en posición cero, y el auto que me arrolló en una excursión de ciclista me bendijo con quemaduras por fricción, que se harán presentes y a modo de manchas, de seguir yo vivo, cuando los años pesen. La broma no escrita es te está preparando para lo bueno. Bien. Hasta que llegue haremos equilibrio. Tal y como en este cruce. Pero no tiento a la maldición, no señor, solo estoy explorando. Y, de ser válido, a su tiempo daré testimonio. Si aún estoy a mis anchas es porque a nadie va a importarle alguien que, en alguna forma, no le sea (o no pueda llegarle a ser) útil. O un estorbo.

(¿Ves? Seguís contando.)

Por suerte, hablo y grito, pregunto, respondo e insulto apenas despegando los labios. Sé que alguien o algunos me observan desde el anonimato de una persiana semi-baja o una cortina entreabierta. No sé quiénes son ni qué piensan. Por eso, manos en los bolsillos, vuelvo a marchar.

Ahora lento, perezoso, cruzo el parque. 

No hace tanto tiempo rebalsaba de gente ejercitándose, paseando, descansando, merendando. Aceitándose.5 Hoy somos solo unos pocos, y hasta el sol se muestra desconfiado. Ahí están los viejos Dumb-O y Fido Dildo: dos viejos perros de la calle que, cansados de husmear, gruñirle a alguna bici y mear las patas de los bancos, ahora duermen. Veo a ese chico solo qu juega mientras la madre envía mensajes con su celular. Se me hace un nudo en la garganta y se me nublan los ojos. Pero de inmediato pienso en que pronto se vendrá grande, tendrá su celular, y será él quién desatienda a su entorno enfrascado en esa forma distópica de eterna conexión virtual. Luego se volverá mayor, tal vez como mi vecino de arriba, que es incapaz de hablar sin rebuznar. (Debo mirar a otro lado.) Algunos puestos de ropa usada, canjes varios y artesanías, desafían a la siesta gris en el atardecer del mundo. Un puesto del gobierno local, cedido a la Empresa Única de Servicios Eléctricos (EUSEBA) ofrece paquetes de watts con descuento de fin de semana, y un matrimonio adulto se arriesga a una sanción municipal, mientras expone a la venta sendos cajones de pollos frescos, seguramente de su granja.

El parque aún no es un pastizal, pero va a serlo. Y, de seguir cerrada, la calesita va a pasar a la categoría de chatarra en un futuro cercano. Mucho depende de nosotros. Me importa un pepino que la gente se encierre a ver señales de noticias, latas de refritos o a chatear. El instinto gregario ––si es que eso existe–– ha dado un tumbo drástico. La incapacidad de la mayoría para sobrellevar vivos y libres su sino ha hallado consuelo en esa perversión de lo útil llamada redes sociales. Solo así consiguen soportarse. Apenas. Que la seguridad sea solo anti saqueos, que Los Patrullas sean un grupo de vándalos más, que el entretenimiento sea la panacea de unos pocos y que las cercas eléctricas estén cada vez menos disimuladas, todo eso me resbala. Pero el enajenamiento, la falta de contacto incluso con el entorno, una pareja compartiendo un mismo banco y ni una palabra entre ellos, solo sus ojos fijos en las pantallas. Pero la virtualidad no es un invento de hoy, ni es privativa de un segmento etario. Vaya todo mi descrédito ante la infinita superficialidad y vana cultura de esos (¿auto?) proclamados Millenials, que solo pueden exhibir el dudoso orgullo de aparentar brillantemente desigualdad diametral con sus padres (¡qué creativos!), ignorando que muy pronto también ellos serán las nulidades que el sistema pretende que sean y que tal vez hagan la transición mucho más rápido que como lo hicimos (algunos de) nosotros. Hace muy poco, charcos y lagos y ríos de jóvenes perfectos y sabiamente moldeados, impersonales hasta el hastío, desbordaban por todas partes; creo que una pareja bien podría haber entrado a un lugar cualquiera, para luego salir ambos en compañía de algún otro, sin notarse siquiera la sustitución, ni para nosotros ni para ellos mismos. ¿Hacen sus cosas en verdad o es solo mímica? De serlo, se extiende e imita más que bien a la hoy tan deshonrada inteligencia. Aunque, y esto es así, solo puedan engañar a los que desearían ser de su clase. Y ya irá siendo la hora de asumir que el abismo es insalvable. Pienso en todo esto con mucha pena; mi ira es para con los culpables, los forjadores, los nuestros, los que hacen que todo ocurra, aunque no lo quieras, en un sitio al norte del Riachuelo y al sur de Palermo, aunque la peste se extienda más, mucho más allá. Y si lo hace es porque ha encontrado al huésped perfecto. Esa debe ser la verdadera venganza del dios remunerativo cuando se siente defraudado. Y eso ¿desde cuánto tiempo atrás? No me vengas con fábulas sobre el infierno.

La humedad casi bruma se espesa al punto de hacerse llovizna, pero aún no moja. Ahora fijo las imágenes más claramente. Los contados autos que circulan parecen caer por el tobogán de la avenida y ninguno respeta las señales de tránsito. No es necesario. Los sistemas de control automáticos han sido barridos de sus puestos, al tiempo que las obsoletas cámaras de monitoreo urbano ya no pueden contar ninguna historia. ¿Quiénes se encargaron de vandalizar la robótica de la imputación? No lo sabemos ¿Se sabe? Posiblemente. Aún siguen enviando alguno que otro inspector a la vieja usanza. Pero estos, precavidos, se mantienen todo el tiempo al margen y en el terreno de lo invisible, esperando por que finalicen sus turnos, preparados a cobrar por su abstinencia. 

Ya llego a un cruce de avenidas, y es milagroso que hoy todavía no haya ocurrido el choque nuestro de cada ¿hora? Un peu exagéré. Tampoco ocurren a intervalos regulares, pero nos encantan las estadísticas, promediar. Zanjemos en 6 a 8 accidentes diarios, contando que desde la caída a la salida del sol el tránsito es casi nulo. Es que hoy, toda esquina amplia y riesgosa que invita a la prudencia, también llama al ladrón. Como esos dos de allá, esperando que algún auto se detenga. No me preocupo, están solo por eso. Igual hace mucho que no cargo en la calle ni con mi celular, y por mis pilchas o una billetera magra nadie va a arriesgarse a que esté armado. Por cierto, no lo estoy. Pero no se lo digan a nadie.

Tres cuadras al frente la avenida hace una parábola que cambia su dirección en unos 10º al Este. La llovizna ya humedeció el pavimento. Me desvío una cuadra al norte y luego doblo en mi antigua dirección. Es que todos parecen acelerar adrede para encarar esa curva como si estuviesen clasificando en un circuito, y yo no creo que hoy calcen cubiertas slick. Una cuadra y es, nuevamente, barrio adentro, y barrio adentro pienso con más claridad.

Me viene a la mente Yayita. Yayita es mi sobrina. En realidad es hija de una prima, pero soy como un tío para ella. O lo era, ya no lo sé. Hace un tiempo que se percibe hombre. Un día me llamó solo para contármelo. Le pregunté cuál era la diferencia y me dijo que ahora podría hacer cosas que antes la avergonzaban. Le pregunté por qué antes la avergonzaban. Me respondió que porque la habían educado para que así fuera. Entonces le dije que era momento de reeducarse, y que a sus dieciocho años tenía por delante toda una vida para amigarse con su inclinación. Y buscar una chica que la quiera. Ahí me dijo es que tengo novio y voy a seguir con él porque está todo bien. Y no me gustan las chicas. Eludí hábilmente la broma sobre homosexualidad transgenérica que venía desbocada a toparme y cambié sutilmente el tema. Ahora Yayita vive sola en un mono-ambiente en la terraza de un viejo edificio de 3 pisos en Núñez. Para verla, hoy tendría que someterme a la vejación de un transporte público y, como un mal menor, viajar emulando a una res. O pagar un remís hasta lo admisible y caminar el resto. Todo eso porque pienso que fui un personaje humano en su historia. Su padre ausente se había opacado muy pronto, y mi prima… ay primita, sé que tenés buen corazón, pero a veces con eso solo no alcanza. Fue así que me gané el título de tío, siendo apenas un intruso en el sueño de otro. Hoy, cuando Yayita arma su mantel de artesanías y se expone a los chicos que la acosan y que solo la quieren llevar a la cama sé que está bien protegida, porque es sumamente precavida, derrama seguridad y está enamorada. Y es que es muy bonita, con sus rulos negros y su piel tan blanca. Como Lizzy Caplan, la actriz. Lo demás es muy secundario. Yo me autopercibo buzo, astronauta y piloto de F1.  La voy a llamar. Pronto. 

¿Mosquitos en invierno? El martes eran las hormigas. En mi departamento las polillas siguen procreando al infinito. ¿Es que mater natura también ha enloquecido?

En fin…

Tal vez ahora alcance el nivel de humor necesario para esa entrevista eternamente postergada y me reencuentre con los muchachos. Es que esa nota pendiente sobre lo que fuera Banda del Vacho (yo en mi papel de el virtuoso lisiado) nunca llegó a olerme del todo bien. Pero si Max Schmeling fue el marido de Anny Ondra y vivió más de 90 años... hagámoslo.

Saco las llaves para entrar al edificio (El hombre no nació para vivir estibado) y veo entre todas aquella pequeñita, la de mi buzón; ¿cuánto hace que no chequeo mi correspondencia? Desde los últimos vencimientos. Veamos. Hay un sobre blanco, A4, a mi nombre. Mi nombre de bucanero. Respiro hondo y remonto la escalera.


**


La caminata que termino de dar aparece registrada en el primer DVD. Desde mi punto de vista. Soy yo quien mira y graba. Solo restan mis pensamientos plasmados en la pista de audio. Pero, como en casi todos los videos, el track está en blanco. Vuelvo a la nota que había en el sobre y que dejé sobre la mesa:


No esperábamos que fuera a reaccionar de una manera tan emocional e irreflexiva. En cierta forma nos decepciona, pero es algo que figuraba en nuestra lista de posibles reacciones. Si presta cierta atención a las últimas filmaciones que le hemos enviado, tal vez pueda darse cuenta de que no somos sus enemigos y que podemos serle de mucha utilidad, tanto como usted a nosotros. Como podrá ver, nuestra obra no es altruista o desinteresada, pero, de momento, no podemos decirle nada más. Ya habrá encontrado el dinero adjunto a esta nota. Es suyo. Por supuesto que no es necesaria edición alguna: nuestro único interés es que vea las cintas. Pero suponemos que ya se habrá dado cuenta de eso.


Contamos con usted. Cuente con nosotros.


(¿Qué son? ¿Una compañía de seguros?)

La verdad es que no estoy para bromas. 

(¡Perdone usted!)

Mi primera reacción fue la de destruir todo, esfumarlo, incinerarlo, pero de inmediato tuve la seguridad de que volvería a aparecer, igual que en alguna trillada historia de Stephen King. Quedaba hacer una denuncia, pero ¿denunciar qué? ¿Y ante quiénes? Estoy atrapado. Tal vez si sigo viendo uno a uno los videos pueda descular algo, pero lo dudo.

(Cuatro ojos ven más que dos.)

Ni pienso en que es sábado a la noche ni que es la hora de la cena. Fabi, la inevitable víctima de mi llamada, nota mi turbación y me promete pasar el domingo por la tarde, luego de almorzar. Ni sé si le doy las gracias. Abro una de las botellas de vino y me instalo en mi butaca. Inserto otro DVD. Los archivos son inmensos, muy pesados. Ya no copio, solo veo. Y me siento Malcolm McDowell en La Naranja Mecánica.

Veo un plano fijo, amplio, picado sobre un ambiente a oscuras, octogonal; mismo tipo de cámara, misma relación de aspecto. A la derecha se observa un mirador de tres hojas, parece de madera, cada una de las ventanas laterales se conforma de doce cuadrados de vidrio, mientras que la frontal lo hace con 36 y ocupa tres de las caras de ese octógono asimétrico ––cuatro paredes y cuatro ochavas––. El piso al centro parece ser una depresión y lo rodean tres sillones, dejando libre la cara a la ventana. Estos sillones son algo más claros y en la oscuridad se dibuja borrosa una figura de frente a la calle, al centro de la habitación. A la izquierda, solo una vez, se abre y cierra lo que parece ser la puerta de un ascensor. Por un momento, la luz baña el cuarto con pereza; la silueta ha desaparecido o la penumbra me engañó. Corte abrupto a un paneo vertical lento del frente de un edificio. La toma baja desde un primer enfoque de lo que parece ser la ventana a la calle de esa habitación. Deduzco que la persiana baja a la izquierda corresponde a un dormitorio, y que la ventana corrediza a la derecha es la cocina. Debajo de ese piso, la estructura del edificio se muestra inacabada. Otra plataforma más, absolutamente vacía y pareciera que sin escaleras, y luego la planta baja. Una muchedumbre se agolpa frente a lo que imagino (no se ve) como la puerta de entrada. No circulan vehículos por la calle. Nuevo corte a la habitación. Ahora la silueta se hace distinguible, no así algún rasgo propio. Parece ser un hombre. Sí. Se dirige a la cámara, se alza sobre el otro sillón y la retira de su… ¿soporte? (Confieso que todo mi vello está erizado.) Ahora el plano es normal, cámara al hombro, y recorre con un paneo de 360º toda la habitación, para detenerse frente a la puerta (que, efectivamente, parece ser la de un ascensor). Esta se abre a una velocidad imposible y una luz cegadora quema la imagen. No sé por cuánto tiempo permanece congelado ese plano. Congelado no es una expresión feliz, porque ese blanco total se parece a un fragmento aislado del sol. De a poco, se van recortando muy desenfocadas una decena de siluetas… antropomorfas. Es lo que puedo decir. Cuando por fin la luz se va atenuando, la grabación se corta dando paso a ruido blanco. Es extraño, pero el cue en mi reproductor marca que aún restan más de 20'. Hago un avance rápido pero el archivo termina mucho antes de ese tiempo y sin sobresaltos. Alguna vez ya me ocurrió algo similar. Desconozco a qué se debe ese error técnico.

Aunque no haya anotado el tiempo exacto ––y precisamente porque ya no es mi tarea–– recuerdo cada segundo de ese símil cortometraje de estudiante. Y siento que es algo que ya había visto. Me pregunto si el ruido blanco es adrede. Nevermind. Termino mi primera copa de vino. El vino es terapéutico, mi ansiedad casi ha desaparecido. Por curioso, voy a mi carpeta de apuntes y busco entre mis sueños. No, pero podría haber jurado… no. Es el único AVI del DVD. Antes de cambiarlo por uno nuevo, me decido a diseccionar su contenido con el MKV merge. Este software, ideado para otra utilidad, permite ver cómo está compuesto un video, hacer su autopsia: pista de imagen, de audio, de texto, con la información al detalle de cada una. (Por ejemplo, en una película con dos idiomas, vamos a encontrarnos con dos id de audio.) Oh, oh: hay más de una pista de video. Inaudito. Las exporto de manera individual y termino con tres videos diferentes. Pero cuando los reproduzco no obtengo imagen. No entiendo, juro que no entiendo ¿Solo crean un cuadro superpuestas, algún tipo de offset? Que yo sepa es imposible, pero tampoco estudié sobre el tema, bien puede ser algo que desconozca. Solo descubro el por qué del peso inusitado de los AVI, y no es precisamente por su alcurnia.

Pongo otro disco. Ahora es una toma en movimiento y por la calle, avanza con lo que parece ser una moto. Tampoco tiene audio. Otro lugar que reconozco, de la vida real: es la avenida que me lleva al mercado. La lente vuelve a estar ubicada a lo que estimo es la altura normal de una cabeza, y se mueve con naturalidad, eventualmente a los costados, normalmente hacia el frente. De pronto afloja la marcha y se enfoca en una mujer, parada en la esquina, con los brazos colgando y sobre una mancha que asemeja a un charco. La mujer le devuelve la mirada, y cierra y abre sus ojos lentamente en lo que parece un gesto de entendimiento. Por supuesto, por detrás de la mujer pasa un muchacho de jeans, campera de cuero y botas (que soy yo), mira a la mujer, a la cámara y agacha la cabeza con gesto triste (¿así me muevo?). Ahora el foco vuelve a ser la calle, y avanza en dirección al mercado. Una vez ahí veo que una mano enguantada se desprende de la cámara y apoya una bici (luego no era una moto) que parece haber sido de competición junto a un árbol, traba el volante y ya el plano se dirige hacia adentro abriéndose paso, haciendo caso omiso de alguna protesta, algún reproche aislado. Llega hasta el puesto de carnes y apunta fijamente al carnicero. Este empuña el punzón afilador ––la chaira–– y rodea corriendo el mostrador. La cámara retrocede, gira, la imagen se hace movida (no puedo distinguir algo) hasta que cae y se petrifica, de lado. Por un instante siento una angustia atroz, pero luego comprendo que solo ha caído la cámara; eso cuando un grupo de personas pasan por encima y se abalanzan en dirección a una chica rubia y pelicorta que escapa en bicicleta. Ahí termina la secuencia. Por supuesto que yo había sido testigo de esa huída en vivo y en directo, solo que ahora descubro que en su chal había oculta una cámara que imagino de nueva generación, muy pequeña. Y un dato más para mí es la grabación remota, tal vez hecha desde algún lugar distante, o algún móvil cercano.

Siento que esta noche por más que beba no voy a conseguir levantar una pared que me separe de mis miserias, así que decido estirarme hasta que el cansancio me venza.

A mi teléfono está llamando un número desconocido. Lo veo solo por su luz, porque lo tengo seteado en No Molestar. Por supuesto, no respondo. Un momento después se anuncia un mensaje en Whatsapp. Es del mismo número y no tiene imagen de perfil:




Hola Román


El lunes tengo que alcanzarte 

otro sobre con videos


Necesito hablar con vos


No estoy más con ellos


Pero todavía no lo saben


Eli


Agendame!


 


Si algo me hacía falta para invitarme a bailar el pogo de San Vito era un personaje nuevo en esta pesadilla digna de un ingeniero en sueños. (Humano, terrestre, benigno, lyncheano.) ¿Quién es esta Eli? Es obvio que el número de mi teléfono lo sacó de los Juan Pérez… esperá, no tengo imagen porque no está en mis contactos. A ver… ahí está. Ahora ya veo la imagen de una chica muy rubia, de cabello cortísimo y con el cuello más esbelto de toda la creación. Sí, es muy bella. Al menos eso. Bueno, vamos por otro video. Vacío el sobre y sale un último disco. Lo cargo, echo otro trago y arranca. Recuerdo que en mis máquinas el autoplay siempre está desactivado, así que ningún disco puede arrancar por su cuenta... pero eso ya no me importa. Ahora la cámara apunta a una cama, desde los pies y a la altura de la cintura. Es un plano neutro. Una mujer entra en cuadro y se sienta cruzada de piernas contra el respaldar, esa posición que llamamos del Loto. No hace absolutamente nada. Solo mira a cámara. Siento que la conozco. Sí, pero… (¿no es la mina del mensaje?) Pauso la reproducción y amplío el avatar del perfil. Es ella. Y la imagen está tomada de ese mismísimo plano. Ah, no… pero algo me llama aún más la atención; la imagen está pausada (sí ¿ves?), sin embargo ya la vi parpadear dos veces… (no estás en tus trece; se volaron los patitos; te echaron algunos jugadores). Ni siquiera apago la máquina. La cierro de un manotazo (otra cosa más en suspensión), apago el celular y me voy a la cama. Sí, por supuesto, con mi botella, como corresponde.


El plano es casi el mismo, solo que acá se aprecia una silueta a un costado, muy al margen; creo que soy yo. Es un plano dorsal. Pero las dimensiones en un sueño son demasiado permisivas. Ella está en la misma posición del video que estuve viendo, pero ahora fuma. Estamos hablando. Ella se ríe. Extiendo mi mano y me pasa su pucho. En efecto: that’s me! Saca una fotografía de debajo de su almohada y me la extiende: es ella junto a su bicicleta, y en su mano hay un trofeo. "Así que sos ciclista profesional." "Llegué a competir pero nunca fuera del circuito amateur. Todos somos amateurs." Luego me pregunta si sé hacer una omelette. Le contesto que por supuesto, y también que lo aprendí de mi primera mujer. Asiente y pasea sus ojos por el lugar, dice: "Me gusta". Como sé que estoy soñando le contesto que a mí no, pero cuando miro en derredor solo veo lo que la cámara enfoca, y a mí a un costado y en penumbras, echando un vistazo. Me pregunta para qué quiero la cámara y me advierte que no se va a prestar a nada mientras esté encendida (¡Qué sueño caprichoso!) Le explico que la cámara no es mía, pero que trabajo para un grupo de investigación y que son ellos quienes me indican qué planos hacer. Entonces se proyecta hacia adelante, y erguida sobre sus rodillas, señala a la cámara ¡Apagala o me voy ya! Entonces me voy a un apagón y así me despierto.


**


Tal lo prometido, Fabiana hace sonar mi timbre no muy pasada la hora de un almuerzo de domingo. Yo estoy con otro vino abierto pero sé que no va a ofenderse. Cuanto más se volverá madraza, comprensiva. Bajo de a dos escalones por vez.

––No almorzaste.

––No me retes. Ya vas a entender.

––¿Me vas a dejar prepararte algo?

––Cero apetito.

––¡Chito la boca!

Tiene razón. Ella merece que le hagas caso, así tengas que hacer de tripas corazón. El vino te va a ayudar.

––Así está mejor ¿no? Ahora servime una copa ¿Qué es eso que taaanto te trastorna?

––Imaginate esto: que la realidad no está compuesta de una sola capa, sino que son muchos planos superpuestos o yuxtapuestos o solapados. Todos válidos, todos reales ¿Cómo saber cuál ves vos y cuál yo? Ahora, si empezamos a despegar esas capas tal vez invadamos otra realidad, una que no nos corresponde, una línea que no es la nuestra… quiero decir, sí que es nuestra, pero no es la que transcurrimos ahora...

––No te sigo…

––A ver… los dos miramos a la mesita ¿Ok?

––See ––pero no es por fastidio, me imagina borracho.

––¿Cómo puedo saber si los dos estamos viendo lo mismo?

––Eso es más viejo que mi abuela, y lo estudiamos en fotografía: vos sabés que ves lo que se te representa del objeto y no lo que es en sí... pero algo me dice que vas por otro lado. No me vas a venir con la cuántica, porque ahí yo cero.

––¿Te acordás que te dije que me parecía estar viendo imágenes superpuestas a todo lo que estaba mirando, como capas de una misma realidad?

––Sí, tu última broma.

––Vamos Fa, tomame en serio.

––Te tomo en serio, pero no puedo entender algo que hasta a vos te cuesta tanto explicar.

––Está bien, dejemos eso de lado ¿Qué te dije anoche?

––Mucho y nada. Me hiciste acordar a cuando hablabas dormido y no podía entenderte ni una frase. Pero al menos ahí eras gracioso.

––Corté con el laburo. No les avisé pero no volví a pasar. Ayer cuando llegué me encontré con un nuevo paquete de videos. Y dinero. Y no saben mi dirección… bueno, no deberían saberla.

Saco la nota de un cajón y se la extiendo a Fabiana. La lee y la baja lentamente sobre la mesa. Me mira con un gesto extraño pero muy propio, y que significa "entonces".

––Luego están esos videos Fabi: soy yo, yo recorriendo las calles de caminata, yo en algún sueño, yo visto como objetivo. Algunos no sé qué son… los sueños de otro…

––Bueno. Mostrame.

Levanto la tapa de mi notebook y autorizo. Retiro el disco de la bahía y busco algún video que pueda explicar con claridad. La última caminata. Perfecto. Lo inserto, me hago a un lado y dejo que se dispare en automático (porque sé que va a hacerlo). Noto que Fabiana se altera, pero no quita sus ojos de la pantalla. Deja la copa, me mira y, con voz nerviosa me dice:

––¿Cómo conseguiste esto? ¿Me estás jugando una pasada? ¿Quién te lo dio? Es demasiado… demasiado.

Salto al frente de la pantalla para ver qué es aquello que se reproduce: otro paseo, pero que extrañamente no recuerdo.

––Esperá, este no, dejame que te muestre uno de las caminatas que te dije…

Pero Fabiana ya está de pie y guardando sus lentes en la cartera. Me pide por favor que le abra. Mira a la puerta y me evita.

––Pero… ¿Qué te pasa? Eso no era lo que…

––Abrime por favor.

Está al borde del llanto. Nunca la vi así.

––Bueno, bueno… pero no entiendo qué corchos te pasa.

En la puerta de calle, voy a darle un beso de amigo pero me quita la cara y sale caminando rauda en dirección a la avenida. Quiero gritarle algo pero no sé qué. Ya en mi departamento abro mi mensajería para escribirle, pero me encuentro con que mi contacto ha sido bloqueado.


**


El domingo sigue su curso. El trance con Fabiana y su desenlace han eliminado de mi sistema cualquier traza de intoxicación y la lucidez me lastima, pero siento que pierdo contacto con la realidad ¿Y el mensaje de esta chica? Está ahí. Como en un sueño, cuando el evento se repite y decís ¡viste que era verdad!, hasta que despertás y desaparece. Entonces, ¿cómo es posible que ipso facto aparezca en el próximo video? Coincidencia: trabaja con ellos. No: trabajaba. ¿Vas a creerle? No me queda un solo video para ver, pero me descubro pensando y mucho en la chica ¿Acaso mi nuevo contacto es ella, la misma chica de la bicicleta? ¿Te cabe alguna duda? ¿Por eso me resulta conocida? No me arriesgaría a decir que es así... Necesito encontrar a ese carnicero de la cinta, ver cómo es, descubrir qué pasó y el por qué de su reacción. (Los domingos el mercado está abierto, funciona más a pleno, más como una feria, con muchos rubros que no son habituales a la semana, casi como antes. Por imitación.) Y cuando lo encuentre ¿qué? ¿Sacarle charla? ¿Preguntarle por la ciclista misteriosa? ¿Medio de lomo?

Sin embargo ya estoy ahí, caminando entre los puestos y sin saber bien qué voy a hacer. Lo veo y está cortando churrascos con una cuchilla que llama a la moderación, al recato.

––Buenas tardes.

––Dígame caballero. 

La elle remarcada, debe ser cuyano. (Hecho con metílico.)

––¿Qué me aconseja para hacer al horno? (Aunque ya sé que…)

––Colita de cuadril, Peceto.

––Tengo una invitada a cenar y quiero quedar bien.

––La colita bien hecha sale muy rica. Y es tierna ––sin inflexión, afilando su cuchilla.

––Bueno. Mi amiga acaba de ganar un trofeo en ciclismo y quiero agasajarla.

Es evidente que no sé lo que digo. El carnicero no responde. Tira una colita de cuadril sobre la balanza, bien esquinada para que pese algunos gramos más. Luego me dice el importe.

––Ella me aconsejó que le compre a usted. Dice que lo conoce. 

Luz roja.

Pero el gesto del carnicero es inmutable. Toma mi dinero, me da la carne.

––Veo demasiada gente por día, caballero.

Ya de regreso decido jugar mi última ficha del día.


Hola 


Ahora no puedo escribir


No podés esperar hasta mañana?


Necesito saber una sola cosa


Si?


Qué son esos videos?


Mañana paso



Y ya su perfil es de fuera de línea.


**


Estoy en la terraza de un edificio. En realidad es solo su techo, porque no hay barandas que protejan al visitante. Busco la puerta por la que accedí a ese lugar pero no encuentro abertura alguna. Me tiemblan las piernas, pero aún así me subo al tanque. La superficie es condenadamente estrecha. Ahí me acuesto boca abajo y cierro los ojos. Sé que si intento incorporarme voy a caer al vacío. Y que si me doy vuelta boca arriba voy a salir despedido al infinito.


––Entonces…

––Fuiste uno de los pocos que se presentaron. En ese momento yo estaba en el estudio de reacciones y comportamiento de los aspirantes.

––¿Dónde?

––Al otro lado de la cámara. En otro local de la misma galería.

––¿Engancharon a muchos?

––No los pretendidos. Sí como para acelerar el proceso.

––¿Qué proceso? ¿Trabajaste mucho con ellos? ¿Son los Juan Pérez o ellos son solo perejiles?

––Estuve un tiempo largo con ellos, desde el estallido de la Depresión hasta hace casi nada ––seguido––, no son ningunos perejiles, estudiaron conmigo y son unos cráneos.

––¿Entonces quiénes son los capos?

––No sé quién o quiénes están al tope, pero mi jefe me reclutó por conocerme de la cátedra de Ciencias de la Comunicación. Había sido mi profesor.

––Repito pregunta ¿Qué proceso?

––Estudiar la predisposición al sometimiento en la gente.

––Está El Pueblo por un lado ¿Ustedes cómo se llaman?

––No me incluyas: se autoproclamaron como La Résistance.

––…

––Grandilocuente.

––Pero estás involucrada.

––Creí que era otra cosa. Fui muy tiernita.

La bici está en mi living, su mochila cuelga de mi perchero. Gosha está olisqueando la corona de la pedalera, no es comestible, no le interesa.

––¿Me vas a explicar por fin qué son esas filmaciones?

Se levanta, toma la mochila, saca un paquete de Gitanes Blondes y me ofrece uno. Gosha salta a la mesita.

––Aunque, por lo que veo, no fumás ––dice.

––Solo armados. Ahora no, gracias ––le extiendo un platillo para que lo haga cenicero. Gosha se baja.

––No hay ningún video filmado.

––…

––Los AVI contienen pistas que, combinadas, emiten un pulso que dispara automáticamente algunos engramas en el subconsciente del observador. No está probado a fondo con el sonido, pero funciona más o menos igual. O debería. Pero lo cierto es que ese aspecto no lo desarrollamos. 

––Entonces…

––Una persona aislada de esa señal, con el filtro adecuado, vería una pantalla vacía, sin imagen, en una ausencia total de impulsos visuales desde ambos ejes, la nada.

––Pero hice una captura de pantalla y la trabajé en Photoshop…

––Sugestión vigil. Si querés, llamalo hipnosis. Vale igual.

––… todo lo que vi…

––No todo. Hay una línea de imágenes preestablecidas que se usa para, cómo decirte, preparar el terreno. Tal vez uno o dos videos por entrega. Pero la gran mayoría de lo que viste estaba en vos. Solo fue triggeado.

(Por eso veo lo que veo y andá a saber qué vio Fabiana. Deberías preguntarle. Ni en pedo.)

––Había cosas enteramente desconocidas para mí.

––¿Vos conocés todo lo que hay en tu inconsciente? Hay estudios que postulan que podés estar viendo pasado, futuro, otras vidas…

––Supongo que son estudios muy serios… aún no comprendo cómo investigan nuestro comportamiento.

––Es que precisamente no se analiza. Se van viendo las reacciones y perfeccionando el sistema de mensaje. Es un estudio de… cómo decirlo… fertilidad del terreno.

––Cobayos.

––Maso. Hasta que sepan a ciencia cierta cómo implantar un mensaje. O una orden. La sugestión es algo muy simple y lo subliminal… ya se hablaba de eso 2200 años atrás en Grecia.

––Aristóteles.

––Cerca: Demócrito.

––Me pregunto si estará ligado a los flashes que me bombardean. Es como si una realidad igual a la que estoy viviendo se generara superpuesta pero en otro plano. El efecto es de déjà-vu, pero yo lo llamo paramnesia, aunque no sé muy bien si la palabra aplica.

––Sí, te entiendo, al déjà-vu técnicamente se lo llama paramnesia del reconocimiento. Pero eso que vos nombrás flashes ocurre directamente en tu cerebro, pasan a tal velocidad que el ojo no podría retenerlos nunca. En realidad, de todos los planos reconocidos escapa información en forma de energía, pero el ojo es incapaz de transmitirla al cerebro. Y no se sabe cómo es posible que sean captados, es terreno de la física y ahí yo… pero no, no guarda ninguna relación con el experimento.

––Primera ley de la Termodinámica.

––Una forma de decirlo, sí.

––Y ahora…

––Una movida a gran escala. Me dicen que están estudiando cómo aplicarlo en la gente común y que cuentan con la seguridad de más de un 60% de éxito. Su idea es unir una corriente capaz de enfrentarse a El Pueblo y Las Patrullas. Pero lo que no tienen en cuenta es que ese porcentaje involucra demasiados pros y contras, no va a haber punto medio, y que podría generarse una batalla infernal: una guerra civil sin caudillos. O algo más grave, todos contra todos. Vos pensá que Las Patrullas se formaron con gente común, voluntarios como tus vecinos y los míos. El Pueblo es casi lo mismo, pero de generación espontanea. Cuentan con la legalidad que otorga la masa. Los noto tan extremistas que me resultan más peligrosos que los otros. 

––¿Cómo lo piensan hacer?

––La forma la desconozco. Por eso sigo con ellos. En teoría.

––¿Viniste a estudiarme?

––Respeto tu desconfianza. Pero, de haber venido a comprobar el progreso en vos ¿te habría explicado todo?

––Y yo tengo que dar por cierto todo lo que me dijiste.

––Vas a tener que confiar. Y ayudarme. Y yo te ayudo a vos.

––Me suena de otra parte… compañía de seguros.

Se pone de pie y vuelve a su bolso.

––Te dejo el último sobre. Tengo que hacerlo. 

Me lo extiende, cuando lo tomo aún no lo suelta.

––Tené cuidado. Todavía no se sabe, pero es muy posible que la señal provoque daños corticales. En palabras simples: muerde. Como aspecto positivo, otro riesgo no hay.

––Me recuerda a una película que vi hace mucho tiempo... ¿y para qué me lo dejás?

––Vos hacé lo que quieras: yo no puedo arriesgarme más.

––…



No quiero ver otra cinta. O que alguna imagen más se genere desde mí. Me sobra con mis sueños. No voy a negar que, sabiendo ahora de qué se trata, me siento tentado a probar esa señal como una droga, pero soy muy consciente de mi incapacidad para manejar la situación, y de la advertencia de Eli. Solo espero que ella sea real y no haber cruzado ya el límite.

Ahora recuerdo esa única pista de audio que aislé. Eli me había dicho que el sonido estaba pasos atrás en la escala de desarrollo. Tal vez haya algún aspecto que ella desconoce y que pueda ser de ayuda.

Play.

Pero solo consigo escuchar algo que es muy grave, como si hubiera sido grabado al triple o cuádruple de velocidad. Bajo 12 decibeles a las frecuencias entre 16 y 250 Hz, y acelero la reproducción de 120 a 200 bpm:


… por el infierno que merecí y por el cielo que perdí, pero mucho más me pesa…


Lo antes aparentemente gregoriano, ahora se escucha por la voz de un niño, casi en un susurro.


… antes querría haber muerto que haberos ofendido y me propongo firmemente…


¡Basta! No solo no salvo los cambios, sino que elimino el archivo, prescindiendo del undo.6

Por una razón que no sé explicar, cargo todos los discos en mi mochila y salgo a la calle. Tengo unas cincuenta cuadras a la costanera y necesito ver el río, perder la vista hasta el mar (aunque eso sea imposible) y por más que en estos últimos días la calle haya dejado de resultarme atractiva, y esa avidez que hace no demasiado me había llevado a creer que quería devorarme todo lo que veía se haya adormecido, necesito alejarme del encierro, de los videos, de mis máquinas, de mis vecinos y del edificio: de mi cáscara. 

Es un día muy pesado y las cuadras se me hacen eternas, cenagosas. Presiento que si quisiera salir corriendo no lo conseguiría. Ya en las calles de tierra me siento algo más liviano y cuando cruzo la cerca y llego al borde del río casi puedo decir que el lastre ha desaparecido. Pero el río está muerto. No hay una sola embarcación en kilómetros, las olas parecen de hule y se mueven en silencio. Tal vez sea yo, pero no recuerdo haber oído un solo pájaro en mi camino. Sí hay un pescador solitario allá en el muelle abandonado, y una pareja de garzas a unos pocos metros. No me atrevo a mirar hacia atrás porque temo ver a la catedral asomando por sobre los árboles; sé que está ahí. Me doy cuenta de que cargué con esos DVD para tirarlos al agua como un simbolismo, pero que ahora me parece fútil, presuntuoso. El pescador ha desaparecido y quedo solo, y es tal el vacío que los movimientos en la maleza se hacen más que evidentes, amenazadores. Y no sopla el viento ¿Qué otros animales habitan la reserva más que pájaros, víboras, algún lagarto? Sé que estoy muy border, pero en mi Ello se empiezan a dibujar figuras que, en mi presente condición, me sugieren poner distancia de inmediato con el lugar. 

Mientras desando el camino tengo la desequilibrada percepción de que el follaje me observa y, en pocos minutos, me encuentro a la salida, agitadísimo, transpirado, falto de aire y con mis pulsaciones desbocadas: es evidente que llegué corriendo.

Frente al primer cesto de basura que me cruzo abro mi bolsa y, mirando en todas direcciones como un delincuente amateur, tiro los dos sobres aprovechando que nadie me mira. Y es que la costanera está desierta.

Cuando llego al departamento encuentro cuatro llamadas perdidas en mi celular. El número me es desconocido y solo puedo decir que pertenece a una línea residencial. Sin pensarlo dos veces bloqueo el origen y de inmediato el teléfono vuelve a sonar. Pero este está en mi agenda.

––Dani.

––Qué hacés Rorro ¿todo bien?

––Todo es una expresión algo vasta ¿no?

––See… escuchame: me llegaron unas carpetas de la Secretaría de Asuntos Ciudadanos sobre gente bajo vigilancia.

––¿Ahora estás en Inteligencia?

––No, pelotudo, me las hizo llegar el chongo de Fabiana, que no sé cómo te conoce, pero yo me cuidaría de él. De paso ¿qué mocazo te mandaste con Fabi?

––Demasiado largo para explicar. Y no me mandé ninguna.

––Bue, para vos que todo está bien y que decís que las conspiraciones me las invento yo y que leo fantasía conspiranoica, te comento ––por si te interesa–– que es una parva de gente la que están espiando desde esas oficinas nuevas.

––Toda la vida y desde todas partes nos han espiado, mi amigo. Eso no es nada nuevo.

––Sí, sí, pero fijate que hago una búsqueda y vos figurás dentro de un grupo que está fichado como de posible afiliación extremista. Eso no es joda.

––…

––¿Estás metido en alguna?

––Vamos… ¿sos tarado o te hacés?

––Precisamente por eso te aviso. Por ahí anduviste metiendo la nariz en alguna parte, o juntándote con gente rara…

––Sí: vos.

––Por las dudas, yo me desharía de cualquier cosita que pueda resultar sospechosa.

––Gracias papá… esperá que me están entrando mensajes… te llamo luego.

––Aloha.


Dónde estás


Puedo pasar por tu departamento?


Es urgente


Hola


Recién llego


Querés pasarte a cenar?


Preparo algo para la noche


Paso cuanto antes


No vayas a salir



¿Ahora qué?

¡Qué día, diosss!

Voy a prepararme un café y enciendo la radio. Música. Es extraño, generalmente en las estaciones que tengo memorizadas siempre hay alguien desbarrando. Cuando comienza la tercera canción me toma por sorpresa, entonces cambio a la segunda memoria (solo escucho esas dos emisoras) y acá no hay música, solo estática. Es muy raro. Busco alguna otra señal de puro porfiado y recaigo en lo que parece una tanda publicitaria:


… porque no podemos resignarnos a vivir sin diversión. Así que recuerden: esta noche, 21 horas, espectacular lanzamiento, el canal que todos estábamos esperando, frecuencia 32.5 de TV Digital Aire, en SD y HD: vos no podés faltar. Patrocinado por…


Suena mi timbre. No ha pasado media hora y ya Eli está a mi puerta.

––Bajo.

Mientras subimos la escalera no quiere decirme nada. Ya en mi departamento, me obliga a cerrar la ventana. Es un día anormalmente caluroso, otro veranito de San Juan, aún así Gosha se está haciendo lugar una vez más en mi mochila. Convido a Eli con una cerveza fría pero la rechaza. Luego cierra la puerta de la cocina, con nosotros adentro.

––Es hoy. Me enteré a media tarde.

Su voz es baja, está muy alterada. Creo que también asustada. Abro una lata para mí, no es momento para un café. Pregunto:

––¿Qué es hoy?

––La transmisión. Estuvieron haciendo unas pruebas de las que ninguno de nosotros supo algo. Tampoco sabíamos que ya tenían el soporte para transmitir.

––32.5 de tv digital aire.

––¿Cómo lo sabés?

––Lo están promocionando por la radio.

––¡Qué hijos de puta! Igual van a emitir una señal de interferencia a todo aparato encendido.

––Son peces bastante gorditos… Psychrolutes Marcidus.

––¿Qué?

––No me hagas caso. Un lapsus ictiológico.

––Los que quedemos fuera vamos a ser presas fáciles. En verdad no se sabe qué va a pasar. A ellos les pica un rábano el margen de error y sus consecuencias. Son tan extremistas como El Pueblo, pero definitivamente más radicales y peligrosos.

––Voy por el palo de amasar…

––No te hagas el tarado… ––piensa unos segundos–– hacé lo que quieras. Yo no me quedo.

––¿Y qué se supone que haya que hacer?

––Desde que la depresión se hizo cotidiana y los grupos como El Pueblo empezaron a pulular, un grupo de gente del que soy parte empezamos a pensar en qué íbamos a hacer cuando esto no diera para más…

––¿Otra Résistance?

––No, no, ese fue un error mío porque creí que lo que hacían iba a ser una buena alternativa. Me equivoqué.

––…

––Bueno, ese grupo hoy está listo para escapar, partimos a las 9 en punto de acá a una cuadra, de los galpones de la papelera abandonada.

Son las 19, quedan dos horas, el olor del ozono se filtra por las ventanas. Los relámpagos iluminan la noche temprana, los truenos braman todavía con retardo y gruesos goterones empiezan a estrellarse contra el piso. Va a ser una buena Santa Rosa.

––¿Y a dónde piensan escapar? ¿A una isla privada como Marion Crane?

––¿Qué? ¿Quién? ––(Gesto de fastidio)–– ¿No vas a tomarte nada en serio después de lo que pasaste? No me importa. 

Quiero decir algo pero sé que la voy a embarrar más porque acaba de encenderse mi disparador de boludeces; por suerte ella no cae en mis trampas inocentes.

––No sabemos el destino por una cuestión de seguridad. Y el conductor tiene una ruta para el GPS que va a cargar apenas arranque el camión.

––Bárbaro, ahora decime por qué yo. No tengo intención alguna de unirme a una comunidad. Y no me quieras hacer creer que te encariñaste conmigo.

Me mira por unos instantes. Cuando creo que va a decirme algo, da media vuelta, abre la puerta de mi cocina y me reta a que abra mi puerta al pasillo, a que la deje salir. En ese preciso momento un rayo cegador estalla junto con su trueno y sacude las ventanas. 

La luz se corta.

––Esperame que busco las llaves y te alumbro la escalera con el celular.

Pero, en el silencio que sobreviene al estallido, escuchamos pasos que bajan a las corridas. A lo lejos, pero dentro del edificio, se escuchan golpes y gritos o… gruñidos. Pienso en los Muertos Vivos de George Romero, pero por Tom Savini. O Zack Snider. Eli apoya su oreja izquierda contra la puerta y me hace el gesto universal de silencio, mientras apoya su otra mano en mi hombro derecho para no me mueva.

––Puede ser un incendio… alguien que entró en pánico… ––tal vez lo digo para mí. Eli repite el gesto de silencio.

De afuera llega claramente el ruido de golpes contra una puerta y, muy ahogados, gritos de desesperación o socorro. Abro la ventana y los oigo mucho más claro. Es sobre mi bloque, varios pisos más abajo. Recuerdo a mi vecino, el rara avis. Estoy seguro de que es en su departamento. Los relámpagos siguen iluminándolo todo y la lluvia ya se ha hecho espesa. De pronto lo veo saltar hacia el patio de planta baja, y luego ayuda a que una mujer se descuelgue. Hago montoncito con mis dedos de la izquierda y Eli se encoge de hombros. Casi de inmediato otro crujido doliente y ambos sabemos que una puerta ha cedido. No lo veo en la planta baja, pero ahora saltan a ese patio dos, cuatro, muchas siluetas. Luego ruido a vidrios rotos y el chasquido de la lluvia. Eli me hace un gesto de ahora. Soy dueño de un doctorado en auto preservación, pero ni en sueños pienso dejarla salir sola. En un gesto automático agarro mi campera y la mochila. Ahora sí. Bajamos alumbrándonos con mi celular. Efectivamente, cuando pasamos por el 1º C la puerta está desquiciada y los relámpagos alumbran lo que parece ser un violento desorden. Ya en planta baja nos encontramos con la puerta del C abierta de par en par, pero ésta explotada hacia afuera. La puerta a la calle ya no existe.

––¿Adónde te esperan? ¿Y tu bici?

––El camión está acá cerca, a una cuadra, te lo dije. La bici es pasado.

––Te acompaño.

Cubro nuestras cabezas con mi campera y corremos juntos bajo la lluvia que es helada. La temperatura ha caído 10 grados en solo unos minutos. Cuando llegamos me doy cuenta del peso en mi mochila, veo a su interior y ahí está Gosha, que me devuelve la mirada con sus ojos como platos. Pero se queda ahí dentro, bien al fondo, y pestañea ante las gotas. Eli golpea el portón siguiendo un patrón rítmico. La puerta se separa apenas. Ya nos íbamos, dice quien ha abierto, (¿ya pasaron dos horas?) y continúa con su movimiento de compás. Como soy un ratón de cinemateca me imagino despidiéndome de Eli con un beso apasionado bajo la lluvia, en blanco y negro. Sin embargo, ella me dice:

––Es tu última chance.

Luego sube al camión.

Y yo salto detrás de ella.







SEGUNDA PARTE


ANTES





Es una siesta de barrio y verano y no hay mucho por hacer. Se oye el canto de un ventilador de pie, que armoniza eventualmente con el zumbido de una heladera. El niño está hipnotizado por ese cuadro en la pared del dormitorio de la abuela, que enmarca una oración. Cuando lo observamos con más detenimiento, podemos ver que se está mordiendo el labio inferior con los incisivos, y que una lágrima ya no puede contenerse y resbala cuesta abajo. Y es que no logra asimilar el concepto de la vida eterna. Mucho menos el del Infierno. A partir de ese momento, lo que resta del día va a transcurrir casi normalmente, hasta que por la noche, ante la orden de sus padres para que apague la luz, se lo oiga gritar con voz doliente:


¡No quiero dormir! ¡Si me muero durmiendo voy a ir al infierno!


No mucho tiempo atrás, el mismo chico, algo regordete y rubio, había rogado en la oscuridad y desde un extremo del enorme dormitorio a sus padres que no peleasen, que dejaran de insultarse para así él poder dormirse y soñar. Pero aún faltaba un tiempo para que le concedieran una habitación propia. Entonces luego, una tórrida siesta de domingo y durante una quema de basura en el patio, mientras su padre lo precavía sobre la segura explosión de una lata vacía de aerosol, él le había dicho quisiera un mueble viejo y un hacha para destrozarlo; su padre le había acariciado la cabeza sonriendo. Su próximo regalo iba a ser una Nº5 de cuero, con los colores del equipo familiar.

Saltando un tiempo largo hacia adelante, tan extenso cuanto pese un año en la vida de un niño, cuando lo dejan a la puerta del Jardín de Infantes, él les pide a sus padres que se vayan. Los demás chicos lloran a ríos y les aterra esa realidad desconocida, mientras él ya está adentro, y ya se ha perdido de vista.

Ahora el juego del momento y que involucra a todos los pibes de la cuadra es el fútbol, o, tal como ellos lo llaman, la pelota. Se juega en el campito que hay en el parque del barrio hasta que llegan los grandullones y los echan (o los viejos amargados de enfrente les quitan el balón). También corren carreras de bicicletas en un circuito de ese mismo lugar, pero solo cuando no hay gente, porque es una pista de patinaje. Por las noches se juntan en la casa de aquel bendecido que tiene una Sega y juegan torneos de Soccer ‘92, hasta que sus padres deciden que ya es hora de dormir.

A él le encanta guionar, crear situaciones, inventar y resolver misterios, pero los otros chicos se aburren. Entonces:

––Vamos a hacer así: vos sos… Baracus, vos Murdock y vos el viejo, Aníbal. Yo soy el fachero.

––Andá a cagar…

Por eso, en su soledad, vive las aventuras más bizarras, desde el fondo del mar a las estrellas, pasando por una pelea de bar, el robo de un banco, una persecución de autos y el infaltable tiroteo. Ahora también construye complejas estructuras en paralelepípedos de cartón o papel, que luego incinera en pocos minutos. Es que ha visto por televisión un refrito de Infierno en la Torre y aún está conmovido. También es un ávido coleccionista de autos de modelo, y en el patio de su casa enmarca con diarios viejos extensos circuitos donde los hace competir.

Todavía estamos en los años en que su padre lo lleva de paseo. Entonces apuestan en los semáforos qué auto va a picar en punta, investigan en la vieja estación abandonada buscando raros tesoros o ven correr los trenes desde un puente sobre el Sarmiento. Ya hay una cierta puja entre él y su madre, que lo lleva como compañía al cine todos los fines de semana a modo de apropiación. Entonces, un día en que él le ha fallado, yéndose a vagar:

––Ahora te voy a poner pupilo en un colegio de monjas y voy a adoptar otro chico que sea bueno.

Pero… mamá…

Su padre abandona la escena y ese riesgo desaparece. Bueno, solo si no comete el grave desatino de querer jugar a la pelota o a Circus Charlie o andar en bicicleta un sábado por la tarde.

Tal vez por eso ha dedicado su tiempo a la construcción de un mundo propio: casitas y edificios de papel y cartón y Rasti que habitan sus muñequitos o cualquier objeto al que él le otorgue una identidad. Su habitación es un entretejido cubista de carreteras, pueblos, ferrovías; también un circuito para carreras y dos estadios de fútbol. Hasta que un día un violento temporal de nombre Madre arrasa con todo su atildado desorden y la catástrofe lo marca con dureza. Pero no es tan grave. Pronto comenzará la escuela primaria.

Con la ventaja de leer y escribir ya desde antes, dedica su tiempo a tropelías, que lo llevan a pasar mucho tiempo de sus primeras semanas de clases en la dirección. Pero no se amedrenta, y de ahí en más discutirá y pateará hasta las lágrimas en defensa de lo que él embandera como su verdad.

––¡Vas a ser flor de abogado!

Y le gusta ser popular. Como no lo consigue, crea un personaje histriónico, casi un monigote, y así se sostiene boyante. Y es muy hábil con los videojuegos, pero eso no alcanza.

En otros ámbitos, ha descubierto que consigue los favores de su madre halagando a su entorno, entonces dice todo aquello que los demás quieren escuchar.

––Me gusta la escuela porque quiero llegar al nuevo siglo bien preparado.

Por supuesto que sus compañeros más despiertos no creen que pueda decir eso, y por su obsecuencia se gana varias y bien merecidas palizas.

Han pasado un largo par de años y ya no le apetece ser bufón. Para colgar definitivamente ese traje de Polichinela, adopta una pose distante, al tiempo que se vuelca hacia la soledad e intereses poco compatibles. Esto se debe también a que ya han comenzado los juegos de seducción propios de esa etapa del fin de la infancia y él ha quedado muy a la retranca. Ya lee ciencia ficción y terror, ha comenzado a tocar discos que sus compañeros tildan de rarezas y a alejarse lentamente de la vida social. Y, tal vez cueste aceptarlo, pero aún cree en Papá Noel y los Reyes Magos, porque su madre ha elegido conservarle la ilusión. Por ese motivo, y luego de discutir enceguecido con un compañerito de colegio que no consigue entender su credulidad, es él quien termina abriéndole los ojos al otro. En realidad, cerrándoselos. Bueno, solo uno. Y no es nada grave. Pero sienta un precedente.

Entonces:

––Yo no voy a retarte ni a decirte qué hacer ni nada de eso. Estoy para escuchar lo que quieras contarme.

––…

––Tenemos toda una hora para nosotros. Si no querés hablar, bueno.

Entretanto, él tiene la vista fija en la figura samurái que hay a espaldas del psiquiatra. Es inútil querer saber en qué piensa. De a poco, su foco de atención varía, y ahora se centra en el abrecartas sobre el escritorio, luego en el lapicero, en los cuadernos. De repente, la pregunta:

––¿Cuánto escribe usted por día?

Sin mostrar sorpresa alguna, la respuesta es:

––Depende del interés que me despierte lo que puedan contarme mis pacientes.

Y volvemos al silencio, un silencio que se extiende hasta que el tiempo expira. Ya fuera de su presencia, su madre:

––¿Qué piensa usted, doctor?

––Que vamos a necesitar varias sesiones. Pero no se preocupe. Mientras tanto, vaya probando con esta medicación. Fíjese bien cómo reacciona. No se preocupe, es inofensiva.

Ahora ya no hay visos de agresividad o enajenamiento. Tampoco de mostrar interés por algo en particular. Ha dejado de leer, de escuchar música, de jugar, y pasa casi todo su tiempo libre frente al televisor. Tanto que, su nueva música son los jingles que conoce hasta la última coma y emula a la perfección. Del colegio solo llueven notas de alabanza, tanto por su aplicación al estudio cuanto por su conducta. Y su madre está feliz, aunque se pregunta cuándo se hace un momento para estudiar.

Su aptitud para reproducir y decorar los temas publicitarios hace que su madre piense en que tal vez debería estudiar música. A su inquietud, él responde (al igual que con todo lo demás) que sí, entonces lo lleva a tomar clases de guitarra, porque el piano es un lujo que no se pueden permitir.

Así comienza su período de colegio secundario y, como sus estudios de música y la nueva escuela le sorben todo el tiempo, su madre decide que la terapia ya no es necesaria. Pero teme interrumpir la medicación. Él le dice que no le importa seguir tomando pastillas, así el doctor haya remarcado la conveniencia de discontinuar el tratamiento.

Finalmente la terapia es abandonada.

Ahora, este pre adolescente, ha comenzado a frecuentar la iglesia del barrio, convirtiéndose en un fervoroso católico. Su abuela lo apoya con devoción, le pasa libros de oraciones, le muestra actos piadosos, y por las noches rezan el Rosario. Él se ha alejado de la televisión, al tiempo en que se aviene un juez implacable de todos los actos de su entorno. Su madre trata de alivianar sus juicios, diciéndole que la naturaleza humana es algo que Dios les dio a todos y que por algo los hizo libres, pero él sigue severo en su condena y se sabe, cristianamente, dueño de la verdad.

El cura párroco le dice:

––Cada vez que mentís, te tocás o tenés un pensamiento impuro, estás martillando sobre los clavos de la cruz de Cristo.

Cuando su madre descubre su primera flagelación, le prohíbe que pise la iglesia, y le pide a la abuela que lo ayude a moderarse. Él dice:

––O frío o caliente; a lo tibio lo vomito.

Ante la consulta desesperada, otro médico le indica un nuevo grupo de depresores que pueden llegar a ser de ayuda, pero insiste en que el tratamiento debe ser corto y discontinuado ante los primeros visos de mejoría.

Efectivamente, se aleja del fervor religioso (y de sus estudios de música; y retrocede en el colegio), pero ahora pasa la mayor parte de su tiempo con la consola de videojuegos. Un día su padre redimido pasa a verlo y lo encuentra ensimismado ante una pantalla que muestra un césped pixelado, al tiempo que se oye rugir un motor a régimen. Tiempo después va a descubrir que eso era el pasto lindante al circuito, y se preguntaría cuánto tiempo hacía que su hijo estaba encerrado insistiendo en ese bucle, buscando la salida de un paisaje ficticio.

Entonces se produce uno de los eventos que, tal vez, hayan encaminado su futuro hacia algún puerto (y no emitimos juicio alguno de valor).

––¿Cómo querés que no me haya sorprendido? Fuiste mi mejor alumno por años… tuve miedo de que estuvieras en alguna mala racha o… vos sabés, hablamos de eso alguna vez.

Claramente se refería al camino equivocado, a alguna droga ilegal o de venta en kioscos.

––Tranquilo profe, es que estoy muy ocupado con los estudios. 

Había recuperado su capacidad para mentir sin temer al castigo eterno.

––Román, voy a proponerte algo. Si no querés, todo bien.

––Escucho.

––Está esta chica que toca el Cello, Milena, ¿la recordás?

––Por supuesto ––ni remotamente.

––Le propusieron ser parte del Concierto del Milenio, como solista…

––Ajá.

––… y ya tendría que estar preparándose.

––Sep.

––El gran problema es que con lo que le da la secretaría de cultura como viático no puede pagarle a un concertista acompañante.

––Entonces.

––Entonces yo pensé que para vos eso sería moco ‘e pavo, que podrías ganarte unos buenos pesos y apoyarla. Yo no estoy como para dejar lo mío. Al menos a esta altura del viaje. Ojalá yo hubiera empezado a trabajar así.

––…

––Bueno ¿Qué me decís?

––Dejame pensarlo, profe.

Luego, una mañana soleada de ya casi primavera, conoce a Milena. Desde ese momento sabe que lo único que quiere para con su vida es tocar (y ser) para ella. Y que ella sea su Jacqueline du Pré.7 Así que no solo se enamora perdidamente, sino que pasa a cobrar su primer sueldo, abandona el colegio y, en acuerdo con sus padres y bajo una firme y solemne promesa de trabajo a conciencia, matrimonio y nietos, abandona el hogar de su infancia y se muda con su amada.


**


––¿Vos creés que yo no siento, que todo me importa un cuerno, que no pienso en vos?

––…

Se había ausentado del departamento casi por 5 días. Milena primero lo buscó entre sus amistades comunes, luego en la familia de él. Finalmente y en conjunto, habían decidido dar parte a la policía. Así lo encuentran, junto su guitarra y tocando a la gorra en una de las estaciones de tren de Belgrano.

––Decime qué es lo que querés que haga… por favor.

––No es para tanto. Salí nada más que a hacer unos mangos ––sus emociones parecen estar suspendidas.

––¿UNOS MANGOS? ¿Durmiendo en una estación? ––Milena está legítimamente histérica.

––Es que no quiero volver a hacer la cola para un trabajo de oficina.

––Vos sabés que puedo acomodarte como ayudante en algún curso.

––No tengo el título.

––Pero rindiendo las materias que te faltan podrías… 

(Yo presiento que ni ella se lo cree).

––No estoy preparado para ese suplicio. Prefiero cadetear.

––…

Así, después de un tiempo de ausencias, vaivenes y tragicomedias, el amor reseco termina por quebrarse, y la decisión compartida es la separación.

Román, mayor legal hace muy poco, ni loco piensa en volverse con su madre y alquila un viejo departamento barrio adentro. Con el apoyo de su sueldo fijo de correveidile y eventualmente tocando como acompañante de algún tanguero empedernido, consigue un pasar decente, aunque se sienta vacío, defraudado y sin respuestas. Con su primer aguinaldo y un extra de ahorro, aprovecha la desesperación post uno a uno y default de un comerciante de instrumentos del barrio, y compra su primera guitarra eléctrica siglo XXI. También, aguijoneado por su nueva compañera Fabiana, comienza con ella un curso de fotografía (la falsa promesa de principio de milenio) en La Boca. Juntos frecuentan espacios variopintos, de los cuales él elige el de los músicos de rock y el reviente. Pronto se hace notar por su colección de elepés que aún conserva desde la infancia, y que abarcan desde las raíces hasta lo más contemporáneo, pasando por la vanguardia y el Krautrock. Se hace adepto al volumen, a la cerveza y a las camorras. Fabiana es una digna compañera que da bifes a su lado y que lo reta día tras día a borrar los límites, y sus nuevos amigos lo verán más de una vez esnifando con ella en el baño de algún bolichón perdido, zapateando en un mar de orina rancia. No tarda mucho en trascender como virtuoso, y comienzan a llegarle ofertas, las suficientes para permitirse prescindir de un sueldo fijo. Entonces, y luego de una serie de conciertos como nuevo violero de una vieja gloria ––antigua mentora de su pareja––, le llega la gran oportunidad: Banda del Vacho busca primera guitarra para su gira latinoamericana –– súper profesional –– absoluta disponibilidad; un teléfono de línea y otro número celular. Fabiana no va a cortarle el paso. Luego se separan como buenos amigos. Así llega entre otros lugares a Lima, Quito, Medellín, Caracas. Casi no lo sabe, pero lo que él llama vacío y llena con mil notas, cerveza, alcaloides y chicas, es el rebote de su desconocida e incurable dolencia. A pesar de su impronta tocando, se lo ve muy pasado y perdido. En una de las últimas notas con el periodista contratado por los managers para la gira, apenas hilvana alguna oración. Solo frasea lo imposible con su guitarra, esa parece su forma de hablar. Hasta que, una noche desafortunada, en compañía de algunas groupies, pasado de tragos y otras sustancias gratas para el esparcimiento, yerra el paso al bajar la escalera y acaba al pie, estrellado y malherido. Antes de dejarse llevar por el sueño, mira a su sangre y dice en voz baja, siseada:

¿Esto es todo? No es tan grave. Déjenme dormir.


 






TERCERA PARTE


UN TIEMPO INCIERTO




Creo que hasta acá llego, sí. 

No sé cuánto caminé, pero este es el final de la calle. Delante de mí un canal, más allá un bosquecito. Me paro al borde del terraplén y veo el agua que corre. Corre hacia mi izquierda, y hasta donde llega mi vista se extienden los árboles. Bosquecito… no fue feliz el diminutivo. Son Eucaliptos. Buenos para cortar una tormenta, traicioneros en la calma. Todo cambio en el paisaje es bienvenido. 

En alguna manera, la vista parece un espejo o, en su defecto, un televisor, que son continentes de algo mucho más grande que sus formas, tal vez una excepción en las reglas físicas, como también ocurre con una cinta grabada, una fotografía o un libro.

Los días ya son de casi trece horas. Aún es invierno aunque no por mucho, solo un mes más. El cielo saturado en púrpura llama a volver. No conté las cuadras, pero no me amedrentan, es igual que siempre y en cualquier lugar. Hubo un tiempo en que una alarma interna me indicaba el punto sin retorno, pero eso fue hace mucho. Tanto que parece otra vida.

Pasa un chico en bicicleta por la esquina, levanta su mano y me saluda. Respondo alzando mi cabeza y con una sonrisa, como si fuésemos compañeros de tribuna en una cancha de fútbol, pero acá no nos separa ninguna multitud. Me hace bien que los chicos estén donde deben estar: afuera. Para chamuscados y vigilantes estamos nosotros. No hay casi nadie en la calle, el temor está aún muy fresco. De vez en cuando alguien se tilda y volvemos a tener otro suspendido. Pero acá no hay Patrullas y los dejamos estar. Sé de personas que se encargan de ellos, que velan por sus transcursos, pero desconozco qué hacen. Días como el de hoy no me sorprendería si el cielo se abriera y una mano omnipotente agregara otra pieza al Lego que me rodea. Suelto un resoplido suave y recuerdo aquella vez en el Bajo Belgrano, cuando en una de mis caminatas me crucé con Milena, cerca de 10 años después de nuestro último momento juntos ¿Por qué no nos paramos a charlar, a preguntarnos sobre nuestros caminos? No pudo haber sido porque yo estaba felizmente casado con aquella que di en nombrar mi primera mujer, no hubiera sido razón suficiente. Presentí un reconocimiento tácito, un destello, que bastó para una mirada furtiva y plena, cargada de palabras, sensaciones y sentimientos, todos imprudentes, de un tiempo sin retorno. ¿Y eso en cuánto, 3, 4, 5 segundos? ¿O la imaginación es tan capaz de manipular la realidad a su gusto? Ah, gran moldeador de historias, cuéntame un cuento camino de mi casa (más no enturbies mi atención).


El verano estaba pleno, rechoncho, habíamos dicho que iba a ser la última pasada, pero la verdad era que estábamos tan a gusto zanganeando por ahí que íbamos a extender el tiempo hasta lo que se nos permitiera. Y a vos te gustaba el perfume de los jazmines por la noche y yo me deleitaba sintiéndote tan adulta, aun siendo más joven que yo. Ya pasaría esa temporada y volveríamos al llano.


Sin embargo, las hojas empanadas de realidad de este libro son lo que me interesa ahora. Digamos: ¿qué si estoy caminando en bucle y la vista es solo un buen diseño, el paisaje son ceros y unos, el horizonte un punto de fuga móvil? En lo que a mí respecta, si estoy ligado a un pulso que dispara desde mi inconsciente una imaginería tan precisa, me da igual. Se que hay quienes preferirían una realidad en la que todo es  lucha, oscuridad, supervivencia... ¡qué egos más desmesurados, por favor! Tal vez sí me gustaría aprender a manejarlo a gusto y placer. Sí, claro. Y no correr riesgo alguno. Entonces, puede que el momento de escribir haya llegado. Tal vez haya estado escribiendo desde siempre. Fabulando.

Me río: hay mucho para regatear cuando uno vaga solo por las calles vacías.

Las luces del alumbrado se encienden con pereza, corren varias cuadras hacia abajo y luego ascienden: es la electricidad que pervierte el cruce de caminos de Don Ata. O de Robert Johnson. Esta es la forma en que la noche cobra vida. También van apareciendo sus hermanitas menores como luciérnagas dentro de las casas ¿Por cuánto tiempo seguirán encerrados? ¿O el temor les es tan familiar que no pueden dejarlo ir? ¿Siempre fue así? (¡Sí, sí!) ¿Es que no vamos a recuperar nunca la normalidad? Yo creo que nunca seremos capaces de hacer frente a ninguna situación inesperada. 

Esos charquitos en el asfalto... me agacho y dejo que mi mano se hunda en el agua, para admirarme una vez más cuando la retiro seca.



––Entonces, ¿vas a decirme quién era?

Eli está sentada sobre un almohadón, envuelta en una de las frazadas que encontramos en el armario, y fumando uno de sus Gitanes (aquel que siempre parece el último).

––Tenía la buena data de que ese tipo, desde su remaldita carnicería, era uno de los más virulentos provocadores de El Pueblo. La NWO se hizo viral por él, aunque nunca supimos de dónde la sacó, porque un tipo tan corto no tiene posible acceso a la deep web. Ni soñar con la dark, ¿te lo imaginás con TOR y buscando sitios onion? Se lo plantó alguien. Eso es lo que me picaba. Pero bueno, muchos de los que pasaban por el mercado eran luego sus víctimas, tal vez solo por vestir o actuar de una manera determinada, o simplemente por no haberle caído en gracia. No te sorprendas de que el ataque a tu edificio se haya debido a tu pasada por la feria.

––Quiero pensar que no.

––Estás en tu derecho.

––¿Y fuiste a enfrentarlo sola? ¿Heroína?

––No seas pavote. Tenía la impresión equivocada de que al acusarlo ante todos, la gente iba a saltar en mi defensa. Otra ingenuidad.

––¿La cámara te la habían dado los de la Résistance?

––Sí. Pero solo la cámara, la grabación se hacía en otra parte.

––Me di cuenta.

––Yo yiraba y filmaba. A veces me colaba en lugares imposibles, y nada más que por ese bichito investigador. Pero no era yo sola. Estaban Nico, Pau, Gabi…

Me siento su gemelo, pero de pronto dejo de sentirme escogido y único. Pregunto:

––Entonces me viste en esa esquina.

Eli cambia de posición, ahora recoge la otra pierna.

––¿Cuál esquina?

––Donde estaba la mujer suspendida: miraste en esa dirección.

––No me acuerdo.

––Pasaste, la enfocaste, seguiste tu ruta.

––…

––¿Y cuando escapaste del mercado? ¡Yo estaba ahí! ––Ya mi solipsismo es despreciable.

––No tenía tiempo de ver a nada; ya te dije cómo te conocí.

En ese momento Gosha pasa entre nosotros con su cola a modo de mástil. Huele uno de los almohadones y lo elige como colchón. Desde nuestro arribo mi mochila no es más su cuna. Ella también ama los cambios. Eli la acaricia; yo digo:

––Es una suerte que, al menos, hayamos encontrado estos almohadones en la despensita.

––Y que vos hayas sabido coser.

Sí, de muy chico había aprendido a zurcirme las medias y algún siete en un pantalón o remera. De más grande me había amigado con las roturas y rasgones en la ropa. Luego había buscado una costurera. Eli dice:

––Me enteré por algún viejo sabedor del barrio que acá vivía un matrimonio ya mayor, sin hijos.

––¿Mayor que quiénes?

––Qué ganso…

––¿Te dijo a qué se dedicaban?

––El tipo era tapicero.

––¿Y la mujer?

Se agacha en mi dirección con el índice frente a los labios.

––Dicen que leía la fortuna en las heces del inodoro.

Sonrío. Eli me pregunta:

––¿Sabés hacer una omelette?



Otra vez pierdo la cuenta de las cuadras. Pero no es solo eso,  habremos dejado atrás el día del amigo hace… tal vez una semana, o un siglo ¿Es que acaso importa? No tengo noticias de nadie. Tampoco quise… no quiero saber sobre nada, no necesito volver atrás, no quiero molestar ni ser molestado, quiero que todo descanse en la urna, vuelto cenizas. Les rendiré culto a su debido momento, cuando sea. Desinstalé mi sistema de mensajería celular, me manejo con datos y solo conservo el chip con mi línea para un caso de necesidad extrema, o recargar. Dani me habría aplaudido de pie. De todas formas, mientras ese aparato cumplió su función como teléfono, nadie llamó. Solo algún mensaje de voz, anónimo. De mi familia soy el último y no pienso regresar a alguna de mis bases; no al menos por ahora. El tiempo me dirá qué hacer con el que fue mi departamento, aunque lo imagino vandalizado, tal vez tomado por alguna célula radical. O abandonado. A veces me pregunto qué habrá sido de todo, mis guitarras, mis pcs, mis archivos… ¿alguien disfrutará con eso? De ser así, firmo la cesión. De todas formas, el pasado inmediato me parece tan lejano como la infancia pre consciente. ¿Que si extraño algo? Mi colección de películas. Mi música. Puntualmente a Hitchcock y a Van der Graaf Generator, Peter Hammill. Mis libros, todos y cada uno. Pero ya aprendí que el artista es parte de la obra, y que la obra puede prescindir del artista. También que el volumen es independiente del peso específico.

Veo el nombre de la calle en la placa de la esquina y no es un reflejo, aunque algo me impide deletrearlo. Igual no le doy importancia y prosigo. Nado en líquido amniótico.

Mis paramnesias se han esfumado (¡aleluya!). Tal vez ya no sean necesarias, o yo haya pasado al fin del otro lado; a alguno de ellos. Con haber descargado ese peso que creí siempre necesario para ser yo mismo recuperé mi buen paso, y cualquier presión, cuestionamiento, duda, seguramente haya quedado (¿sido?) junto con la carga. Toda culpa, de ser tal, es pagada de maneras muy distintas a las que podemos aprender, concebir o imaginar, y las manos se ponen en el fuego solo si hay riesgo. De otra forma no tiene gracia.

Entonces no, no recuerdo particularmente el viaje de la huída hasta nuestro arribo. Fue la transición entre dos sueños donde, tal vez, haya ocurrido algo que en mi terquedad no quiero aceptar. Si me pedís que novele, viajamos abrazados y Gosha nos dio calor durmiendo sobre nosotros, pero eso es muy barato. Sí, tengo grabado un momento que sigue a nuestro descenso del camión, y que es tal como si los tres colores primarios que habían desaparecido por horas de grises hubieran vuelto a ensamblarse en una larga mirada. Una toma muy veloz reproducida a tempo normal. 240 cuadros en 30. Y ya todo es nuevo. Otra vez. No me quejo, al contrario, ¿quién nos garantizaba un mañana? Y henos aquí.

Oigo detonaciones. No muy lejos. Y sé que en todo sueño late una pesadilla.

Recuerdo al viejo Mel (que se llamaba Alfredo, pero yo lo había rebautizado por su parecido con Mel Brooks) en su cuartucho de Ecuador y Santa Fe. En su juventud, antes de yo haber nacido, había noviado con una de las tías de mi madre. Luego, en mi adolescencia y a pedido de esa tía que recién comenzaba con su enfermedad (que iba a llevársela demasiado rápido), yo había ido a buscarlo, y él, galantemente, había regresado a verla con flores y bombones. Más adelante, yo había tomado la costumbre de ir a visitarlo a su pensión para tomar una gaseosa acompañada de sus historias y anécdotas. Otro gran forjador de realidades. Admito que en los años de mi primer trabajo ––ahora yo también noviando–– lo dejé bastante de lado. Luego, cuando volví a pasar, el caserón ya había sido demolido, y nadie sabía algo de él.

La tía Carmen se había hundido en su dolencia y nunca algún médico supo explicar el por qué. Uno, soberbio, dijo que había sido a causa de una esclerosis múltiple e indeterminable. Otro, más romántico, que se debía a un gran dolor callado, no compartido. A mí, su muerte me golpeó duro. Y así fueron mi tristeza y su pérdida compañeros de luto por un largo tiempo. Y nunca se me ocurrió tratar de explicar los por qué.

Hoy, una realidad semejante a la del tío Mel es más palpable que en los diez o doce años precedentes. El maremoto de fin de siglo finalmente nos había arrastrado como desechos a la bancarrota, dejando un tendal de cadáveres tecnológicos que ni siquiera servirían como abono de la tierra para las generaciones futuras (todo lo contrario). Las últimas olas nos habían abandonado en la arena, boqueando como peces fuera del agua, en busca de volvernos anfibios. Cuando lo aconsejado hubiese sido no confiarse (y esto porque la gran mayoría nos habíamos vuelto semejantes sin desearlo), seguimos empecinados en perpetuar la misma regla que, complaciente y constructora del desmoronamiento, nos destetaba de manera impiadosa. Se debe salir del pozo despacio y con cautela. Luego, en el momento preciso, se da el salto. Así se corta el cable y uno sale disparado, evitando el desmoronamiento.

Pero basta de cháchara, que ya estoy frente a mi puerta.



––¿Mañana?

––Tempranito, como siempre.

Eli está viendo algo (vaya uno a saber qué) en su celular que aún es teléfono. No me mira. Dice:

––¿Querés que vaya con vos?

––Voy a salir tipo madrugada. Estoy repodrido de hacer cola. Si tenés ganas...

––Podemos ir en mi bici. No va a ser la primera vez que cargo con alguien. Y no creo que vos seas muy pesado. Físicamente, digo. Luego se ríe. 

Apenas llegados e instalados, Eli, en una primera excursión de reconocimiento, había encontrado una vieja bicicleta de paseo (y de hombre) algo herrumbrada, en un baldío. Con muy poco de mis conocimientos de colegio y mucho de su escuela deportiva, la había vuelto a la vida, restaurada.

––Entonces aprovechá que ahora no cargás con nadie y fijate si encontrás marlo por ahí ––y antes de que me pregunte devuelvo abajo, al fleje––: es el corazón seco del choclo. Lo mejor para hacer fuego. El sueño del pirómano. Ya casi no nos quedan ramitas.

De madrugada salgo a eso de las cinco, caminando, en busca de ese nuevo lugar común a nuestras vidas. Llego mucho antes de la salida del sol. En una primera aproximación, el edificio me había parecido el de una vieja escuela. Y en efecto, debió haberlo sido en su tiempo. O un Registro Civil. Ya desde el primer día supe reconocer un escudo provincial en su frente, pero no pude distinguir su pertenencia, ni tampoco alguna de las inscripciones borroneadas. Ahora es un despacho más de una nueva coalición, esta local, tal vez de gobierno, de líderes desconocidos. Pero es ley, y parece inevitable para el hombre establecer un orden. Acá venimos muchos de nosotros para ver si hay algo por hacer, aunque no registro necesidades severas. Lo siento más un rebote de otra realidad que algo imperioso. Tampoco hace mella, entonces por qué buscarle vueltas. Será por ley positiva.

Hoy por hoy, aquel que conserva dinero solo lo usa eventualmente. Hacemos canjes a suerte o verdad con personajes que parecen ligados al mercado negro pero que, para ser cierto, no sabemos de donde vienen. Si fuese una situación posiblemente atada a un supuesto poder en las tinieblas, tampoco sería lícito enjuiciarla. Enroscarse en elucubraciones, al igual que en el pasado, no nos cambiaría en nada esto que vivimos. ¿Saberlo? Para mí no difiere de tomar conciencia del funcionamiento de todos mis órganos.

Mi dinero, aquel que ni recordaba en mi morral y bajo la panza de Gosha, aún está intacto. Imagino que gracias a mi dólar de la buena suerte, ese que conservo en mi billetera.

Hoy parece que hubiera venido hasta aquí mañana tras mañana tras mañana, desde los albores de la creación.

Ya son unos cuantos los que hacen fila esperando por que abran las puertas. Luego buscaremos qué mesa nos corresponde por aptitudes e intereses y veremos qué hay ––si hay–– para cada uno. Si no, volveremos a llenar las mismas planillas que pasarán a engordar los folios apolillados en esos arcaicos ficheros, que solo volverán a ser abiertos para una nueva provisión. Desde mi arribo no recuerdo haber tomado ningún puesto, o emprendido algo que no haya sido solo para nosotros. Pero sigo viniendo aquí. Esa parece mi asignación.

Comienza a amanecer y llega Eli, pedaleando. La cola ha crecido a mis espaldas, así que se acerca solo a saludarme y se ubica a un costado, sin formar parte. 

De aquellos que siempre aparecemos conozco a unos pocos. De los que estamos hoy, a nadie. Las primeras veces no fuimos tantos y llegamos a hacer migas. Hoy ya somos una plebe. Me pregunto dónde estarán aquellos de los primeros días. Espero que contenidos. Al menos, bien. Aunque, si le doy una vuelta más, voy a reconocer que me importa un pito.

Siempre es así: lo que en un principio fue agua fresca para unos pocos ya se hizo caldo insípido para una masa. ¿No sería ya tiempo de emprenderla por otro lado? Me duele adelante, ahí debajo de mis costillas, a la izquierda... ¿el bazo? Pero ese dolor es una broma comparado con aquel que nace en el plexo y se expande a todo el torso. Decididamente, de no encontrar mi función hoy, voy a llenar la planilla por última vez y apuntar a otros rumbos. Veremos qué pasa. Creo que Eli está conforme, o contenta... aunque yo todavía no sepa nada sobre su día allá en la estación central. De paso y al oído: es un lugar que aún no conozco. Una vez quise pasar por allá, por ella, y no me dejó hacerlo. En eso fue terminante. Tal vez sea por eso que jamás camino en esa dirección. Igual, un día a la semana, ella me acompaña en mi búsqueda. No hay emociones por remarcar.

Me río para adentro. Es impensado, después de tanto tiempo (¡ya más de 15 años!), encontrarme remando en colas otra vez ¿por trabajo? Vaya pregunta. Las necesidades hoy son otras, y muy diferentes. Aquellas primeras filas de mi juventud habían sido apenas independizado de mi familia, muy escaso de recursos, después de los inesperados fracasos a dúo con Milena y antes de encauzar ––al fin–– mi carrera como músico. Igualmente, el desagrado del roce inevitable con la gente, el verme obligado a escuchar y responder las mismas preguntas de aburrido compromiso y solo por cortesía... las quejas de hoy podrían ser iguales a las de mis 18 años. Y aquello había sido justo a la mitad de mi vida. Una mitad que se irá corriendo hacia adelante con el paso del tiempo, pero siempre a medio compás. 

Para no pensar más en mí, me concentro en dos personajes que, aun separados por algún otro cuerpo, parecieran conformar una sola entidad. A ver: los dos son altos, pero ambos, respectivamente, afectan la postura de un enano y un gigante. Tienen el pelo algo cano y tupido, pero en una mirada rápida el primero parece al borde de la calvicie, mientras el segundo aparenta necesitar de un corte urgente. No están fuera de forma, no, pero uno transmite solidez mientras que el otro pareciera estar licuándose. Ambos están raspando el medio siglo ––eso parece––, pero mientras uno se muestra arcano, atávico, el otro emula a un adolescente que se ha negado a la adultez. Entonces imagino a uno como un escritor maldito y al otro… ¡sí, jajá!, un periodista. Lo extraño es que los siento imprescindibles uno para el otro. Y que, de rozarse, el equilibrio y la estructura del universo entero podrían verse seriamente comprometidos. Cuando disponga de tiempo voy a delinear un boceto sobre ellos. Lo podría llamar Un Dios Vindicativo. Sí.

Ya hace bastante que no tengo tabaco para armar. Alguna de esas mañanas de cola habría dado mis ahorros por un armado, pero ahora el tabaco ya no está a nuestro alcance, y lo que fuman los empedernidos de siempre son unas raras hierbas secas con un alto contenido de algún alcaloide similar a la nicotina, que, francamente, son espantosas.

Se abre la puerta y es el revuelo de siempre, empujones, gritos, arañazos y golpes. De pronto una mujer embarazada cae de espaldas delante de mí y ya no puedo soportarlo. Hay un grandullón que está abriéndose camino a merced de su fuerza, me acerco ciego de rabia y lo golpeo con todo lo que tengo. Retrocede algo aturdido pero no se cae, y yo creo haberme roto la mano. De pronto siento una explosión a la derecha de mi cabeza y solo veo una luz cegadora. Creo que estoy derivando hacia mi izquierda hasta que alguien me abraza. Ahí oigo la voz de Eli que me dice vámonos.

Sentado al cordón de una vereda recupero a gatas la visión. Mi oído sigue en brumas y chillando. Pregunto a Eli qué me pasó y me dice que me golpearon desde atrás con un pedazo de baldosa. Que deberíamos ir a la asistencia más cercana. Le pregunto si estoy lastimado al tiempo que tanteo mi mandíbula. Me dice que es solo una raspadura y un chichón, que seguro va a ponerse morado, pero que por dentro… ¿Y en la salita me van a hacer una tomografía? Luego ayuda a levantarme y, un brazo alrededor de mi cintura, la otra mano en la bici, salimos hacia donde pareciera que está nuestro hogar, dejando a espaldas una trifulca generalizada, de película de cowboys, de saloon.



Ahora está respondiendo mensajes desde su celular. Yo estoy sentado sobre la mesada, con una bolsa de nylon llena de hielo y envuelta en un repasador. Busco en mi antes teléfono ese maldito calendario que parece que desinstalé. Digo:

––No creo que imagines lo feliz que me siento alejado de las redes. Primero corté con las más bastas, luego abandoné hasta la mensajería.

––Sin embargo, y gracias a tus redes tan odiadas, conseguimos el televisor, nos mantenemos informados sobre cómo abastecernos, dónde puede haber otra oferta, si alguien fue atacado, o si alguno más entró en suspensión.

Tiene razón. Porque algunas cosas nunca cambian. Pero sigo pensando en que todos nuestros logros y vanaglorias nos llevaron a esto. Y no voy a dar mi alma a torcer.

A nuestro arribo, en medio de ese embotamiento, nos fueron dejando al paso por grupos, pero nunca nos dijeron qué sector nos correspondía. Luego cada célula tomó posesión de alguna de las casas abandonadas y de su contenido, y así comenzó la (nueva) vida. Ahora, entre los conocidos de una cierta confianza, se han conformado grupos de mensajería celular con los que unos a otros se mantienen alertas e informados.

––¿Algún nuevo ajusticiamiento?

––Un colgado más. Dicen que había salido a vagar ––me mira por debajo de sus lentes (que no recuerdo haber visto antes).

––Rumbo equivocado, supongo. ¿Y?

––Nada nuevo en el frente. Marchando. Son gente buena.

––Todos son iguales.

––Deberías dejar de hacer el ridículo enfrentándote al mundo entero.

Tiro el hielo en la bacha, casi con fastidio.

––¿Ahora también vos me sermoneás?

Eli baja su mano derecha junto con el celular y me toma de la barbilla con la zurda.

––No, gruñón.

(No se te van a caer los dientes por darme un beso.)



Mientras Eli hace nuestras compras, yo me subo al techo a improvisar alguna antena con un cable encontrado en la despensa y los alambres de un viejo tendedero desvencijado. Así obtengo la sintonía de algunas señales de aire en alta definición. De interés nulo, para variar. Pero vale porque eso me dice que hay una cabeza, aunque me sea invisible. Algo que, antes que tranquilizarme, me inquieta. Aunque no sepa por qué.

Entre lo poco de mobiliario que encontramos en la casa, destaqué desde un principio a la heladera a kerosén, pero por sobre todo a la cocina económica, no solo por su independencia de los combustibles fósiles y sus gases, sino también porque su calor es el equivalente de una buena estufa, y eso fue algo que en el invierno de nuestro contento agradecimos casi con aplausos. También supe que con muy poco podría revivir esa extensión de caños para obtener agua caliente, cosa que coroné improvisando una ducha en el lavadero. Igual, por ahora, calentamos agua y nos bañamos por turno parados sobre un fuentón, al frente de la económica, a resguardo y en la cocina. Me gustaría que lo hiciéramos juntos, pero hasta el momento Eli no se da por aludida.

Aparte de esos hallazgos, de los cacharros y algunos utensilios, de un colchón algo despanzurrado y sus mantas, nada más me sedujo. De haber encontrado solo una pequeña radio AM… pero en su lugar Eli consiguió un moderno televisor. Tenemos cajones por banquetas, pero el televisor es LCD y HD.

Su idea de una huerta en nuestro patio me parece más que válida. Por eso, ahora que lo recuerdo, con una lata vacía remuevo algo de tierra y veo que es humus, y del rico. Las lombrices se retuercen a rabiar y siento que debemos estar en plena Pampa Húmeda. También podría improvisar una parrillita en un costado; leña podemos conseguir sin molestarnos; carne… por qué no. Gosha ataca el montoncito removido y lo usa como baño. El sol en el medio del cielo sonríe. Yo le levanto mi pulgar. Luego me pongo firme, choco mis talones, le hago una venia. En broma. Por supuesto.



Estoy sentado en el suelo, recostado a una pared, sobre una frazada vieja que también me cubre las piernas. Estoy mirando la televisión en mute. Es un informativo, y la pantalla muestra una toma callejera que parece de la gran ciudad. Se ve parte de una plaza. Se observan corridas y gente que pelea. No se distinguen dos o más bandos, más bien parece un todos contra todos, que contradice a la regla no escrita que hace de la supervivencia del más apto un juego de jerarquías, de oficiales y soldados. Me asquea. Recorro el cuarto con la vista y vuelvo a decirme que no me gustan las paredes blancas, me resultan asépticas, estériles. Quisiera poder pintar, pero no dispongo de los materiales. Sí me gusta esa plataforma invertida en el techo que hace que la luz llene los espacios por reflexión, indirecta, agrisando en varios grados al blanco, respetando la privacidad de los rincones. Si no fuera porque es el único ambiente de la casa, habría jurado que este cuarto rectangular fue en su momento la recepción de algún consultorio médico. A la derecha del televisor se abre un pasillo que da a una cocina, despensa y lavadero, a un baño y a la puerta de entrada. Ya dije que no hay sillas ni mesa, solo cajones y estos almohadones recuperados, raídos e hilachentos. Y sobre una pared ––la derecha, la de la puerta al patio–– hay una sola foto, y es esa de una chica muy rubia y pelicorta, aura sumeria, cuello egipcio, junto a su bicicleta, con un trofeo en su mano izquierda y empilchada de ciclista. Sinceramente, Eli me gusta mucho, y el tiempo que pasamos juntos es el tiempo en que le encuentro un verdadero sentido a todo esto. Espero que no sea unilateral. Aunque ya llevamos un buen trecho juntos y nada ha pasado.

Entre los vivos, Gosha, a mi lado, bosteza y engancha una de sus manitas en la frazada. Me mira como si nada hubiera pasado. Se lengüetea la mano izquierda, luego la frota por su cara. Esa noche maldita en que los de la Résistance difundieron la señal por su nuevo canal de aire interfiriendo todos los aparatos de televisión, incluso aquellos en las marquesinas de la calle y que repiten solo publicidad en bucle, nosotros no fuimos testigos. Y no sé por qué jamás quise saber algo más sobre lo poco que me dijo Eli de quién o quiénes propiciaron nuestra huída. Tal vez me guste que ese sea su secreto. Tal vez solo sea capaz de amar (¿por qué uso esa palabra?) a una mujer con secretos (insondables). O, más acá, en nuestro terreno, que esté esperando a que ella me lo cuente por propia voluntad, tal vez como coronación de ese deseado momento glorioso en que hagamos el amor (o tengamos sexo, qué va). Volviendo: cuando pienso en que, de cierta manera, yo ayudé en el desarrollo de esa señal, me invade la náusea. Aun así, supongo que era algo de todas formas inevitable, tan ineludible como nuestra naturaleza. También me consuela el saber que la transmisión solo fue efectiva en aquellos con una cierta tendencia al prejuicio y la condena; esos que nunca habrían actuado por falsa prudencia o cobardía. También es cierto que los de El Pueblo ya habían cobrado dimensiones inesperadas… no, esa no es la expresión correcta: altamente peligrosas, y había sido preciso ponerles algún tipo de freno. Con el sacrificio de la masa se había conseguido esta lucha que estaba diezmando a la turba: El Pueblo, Las Patrullas y los ahora llamados Nuevos Dispensables, hijos dilectos de La Résistance. Voluntad y marabunta. Todos una misma especie, tan necesarios como un tiro en la cabeza. Enemigos sin necesidad de causa.

Y los generales en su búnker.

Si es que queda alguno.

Particularmente, creo que todo lo que nos ocurre ya es autónomo.

Recuerdo que hubo un primer momento ––y seguramente un día de aquellos–– en que la idea de apostarme en el techo y disparar desde ahí a toda la creación supo sobrevolar y aterrizar en mis pensamientos, y no me resultó para nada disparatada. Pero cada vez que me dejaba llevar, guionándola desde mi aburrimiento, inevitablemente terminaba con Eli asomándose al sueño y destronándome de una realidad egocéntrica. Eli desde su lugar ubicuo. Eli indicándome esa nueva dependencia, y acompañándome a mi primera cola.

Ya dije que aprovisionarse hoy no asemeja ni de lejos a como cuando había estallado la depresión, pero todavía no parece que hubiera algún riesgo de desabastecimiento, al menos por estos lares. ¿Hasta cuándo? (¿Desde cuándo?) Aún no podemos hacer nada a favor de los Suspendidos. Solo han descubierto (y esto antes del pandemónium) que esa fijación, en contados casos, puede llegar a ser transitoria. Así que muchos de los que había encarcelado La Patrulla podrían haberse salvado de no haber caído en esa reclusión salvaje que hizo que la mayoría muera por frío o hacinamiento. Autoridades sanitarias no corruptas y enfrentadas a Las Patrullas, habían descubierto por accidente a un recuperado: una niña. La encontraron llorando, acurrucada entre cuerpos inertes y casi muerta de frío. Luego, cuando habían conseguido estabilizarla, y que se calmase y hablara, esa misma niña había contado que quería regresar al juego con sus amigos, como hasta entonces, y que lloraba porque no quería volver a estar entre la gente mala. Por supuesto que esa historia se volvió mito urbano en apenas días y ya nadie se atreve a aseverar su veracidad. Luego habían logrado aislar en condiciones proto-humanas a los que aún estaban en suspensión, recuperando a algunos de ellos. Nunca se dijo a cuántos, ni en qué estado. Solo supimos que, luego, la mayoría buscó escaparse o terminar con sus vidas. Igual, esto no consiguió que la coalición al gobierno pusiera un límite a Las Patrullas, que habían seguido haciendo a placer, aprovechándose de las tropelías de El Pueblo. La gente común continuó sin reacción, escudados tras las rejas, atentos a sus televisores. Y así la transmisión, emitida desde esa seductora nueva señal, luego de explotar en todos los receptores, se había encontrado con una tropa numerosa y fértil, pronta y dispuesta a todo, sin otra meta que la eliminación del otro, del diferente.

Me suena conocido.

En el teatro de la realización humana ––la televisión––, un helicóptero o dron ahora nos muestra una batalla en la terraza de un edificio. Todos quieren hacer caer al otro, algunos lo consiguen. Me pregunto si habrá algún inocente entre ellos, uno que luche por el solo sabor de la sangre, así sea la suya.

Apago el aparato y abro mi cuaderno de sueños; hace ya mucho que no apunto alguno. Y la verdad es que no los he tenido, o se me olvidan antes de lo esperado.

Eli entra a la habitación. Trae un cuenco con ensalada. Responde a mi gesto de ¿y eso? con otro que dice es lo que hay. Se sienta a mi lado, pone el pote entre los dos y me pasa un tenedor. Mira al televisor que apagué hace un instante.

––¿Nada para ver?

––Más de lo de siempre. Refritos de cocina, manualidades, algún oficio, todo como una rueda sin fin. Cada vez extraño más mi colección de películas.

––Otra vez con lo mismo. Cerrá la puerta, hacete a la idea de que ese pasado ya no está.

––Pero yo sigo de duelo ––suspiro––: ¿la calle?

––Bastante tranquila… al menos por acá.

––¿Alguna nueva? ¿Suspendidos?

––Acá y allá… siempre alguno se atranca, pero pareciera que cada vez son menos. Lo que haya sido o sea, ya no tiene la fuerza de al principio.

Principio, fin: qué palabras más graciosas. Desde que tengo la desgracia de utilizar mi razón, de esas dos palabras solo una tiene sentido. La otra… dejame ser inconsciente.

––¿Quién lo abastece ahora a Juano? Sé que al último lo saquearon por allá, al oeste, haciendo el reparto ––acompaño con un gesto de mi mano hacia afuera.

––Sí. Pero no eran ni de El Pueblo ni NDs. Fue gente común.

––Y que no mira la tv.

––Siempre existieron y van a existir…

Me da un beso. Mejilla. Dije haber perdido la cuenta exacta del tiempo que llevamos juntos. Aunque no sea tanto, creo que ya pasamos del mes. Lungo. También podría ser toda una vida, la eternidad o el día corriente. Sigo sintiendo que Eli por momentos se evapora, o que, al menos, está en un plano donde no puedo alcanzarla. Gosha también parece parte de ese todo que me rodea pero que no consigo abrazar. Ahora está frente a la puerta a mi derecha, la que da a nuestro patiecito, y su gesto es aquel de quiero ir al baño (en el departamento tenía su cajita con arena siempre al alcance). Salgo un momento al frío y miro al cielo. El silencio es de campo. Es para valorar una noche tan tranquila. No se oyen vecinos. No recuerdo si los tenemos por acá. Volvemos adentro y ella ha encendido un pequeño objeto que proyecta formas de luz a las paredes: me encanta. Ahora los tres estamos bañados por colores. Algo más salido de su Bolso de Pandora y, nuevamente, como hace ya muchísimo tiempo, siento que no preciso nada más. Eli vuelve a la cocina, echa algo más de leña de la pila a la económica; ¿vamos a necesitar otra frazada? Creo que no.

Entonces me recuesto, y ella enciende el televisor.


Camino entre escombros. Todo lo conocido y por conocer yace ahora en ruinas. Bajo mis pies, a mis costados, alzando la vista. Estoy donde fue el cruce de dos calles y me veo desde el extremo opuesto. El interior de casas y departamentos parece las entrañas de algún animal prehistórico que aún no se ha descompuesto. Me adentro en una de esas bestias evisceradas y me encuentro frente a algo que fue mío: una PC con la pantalla hecha trizas y el teclado a medio arrancar, dos guitarras, una despanzurrada y la otra partida en dos. Entre las piezas diseminadas como residuos por el piso hay un disco duro extraíble pisoteado, estallado, y algo que brilla en un rincón resulta ser ese viejo pendrive que supo ser mi primera copia de seguridad para lo esencial. Parece intacto. Y es que resulta muy difícil destruir algo tan pequeño. Lo levanto con dos dedos y, en efecto, está sano. Entonces lo conecto a un aparato portátil que llevo en mi cintura y que es algo así como un pequeño monitor y, casi de inmediato, comienzan a reproducirse fragmentos de mi vida registrados en video, pequeñas trazas de lo que alguna vez fue, los que ya han desaparecido, alguna vieja mascota, mi biblioteca y mis discos, un concierto allá en mi adolescencia, un beso robado, otro ofrecido y rechazado, una reunión familiar, los restos destrozados de un accidente, una bacha en la que estoy quemando fotos, una botella de vodka barato… la reproducción se detiene al tiempo que oigo ruidos y golpes muy cerca. Pero no sé de dónde vienen.


Entonces despierto y descubro que los ruidos son reales y vienen de la calle. Algo más acá: están golpeando a la puerta. Gritan. Más que gritar gruñen o graznan. Sé que quieren entrar. Siento que la chapa de la puerta a la calle cede y reacciona; solo defiende lo que su condición le permite. Me incorporo y Eli está sentada, las piernas en posición de loto, dándome la espalda y mirando al televisor. En la pantalla solo hay ruido blanco, y ese ruido la enmarca y la imagen me inquieta. Mucho más porque me asumo despierto. La tomo por los hombros y la sacudo pero no obtengo respuesta. Gosha se sobresalta. Hincha el lomo, clava sus cuatro patas en el almohadón, pero es incapaz de contener un bostezo. Me mira como siempre, pero muy alerta. Creo que la puerta está cediendo. Puedo sentir como se comba hacia adentro, hacia nosotros. Sacudo a Eli por los hombros una vez más pero no me responde. Entonces salto frente a ella y la veo con los ojos abiertos, pero su foco está en algún plano que no consigo ubicar. Sé que no puedo cargarla. Auguri. Me echo encima un pullover viejo que está a mi lado y salgo al patio buscando una vía de escape. Gosha sale conmigo, salta al tapial y se pierde por los techos. Bye. Buenas cazas. Al otro lado de la pared, tres metros más abajo, comienza un descampado. Nunca salí en esa dirección. Es el momento de arriesgar mi vida en orden de salvarme. Salto al pasto y corro en dirección opuesta a los invasores. Huyo hasta que doy con otro bosque (¿es que todo este bendito lugar está rodeado de árboles?) Pero acá se puede entrar, no hay canal que haga de barrera. Ahora sí que veo casi nada, en el apuro mi celular quedó allá atrás. Me adentro en el monte para eludir la persecución aunque parezca que no me han seguido, que ni saben hacia dónde huí. De a poco mis ojos se van acostumbrando a la penumbra y ya puedo distinguir las siluetas de los árboles. Unos pocos están marcados. Parece una marca hecha por el hombre: triángulos verdes de algún acrílico reflejan alarmados la luz tenue de la luna desde algunos troncos. ¿Representan flechas? ¿Alguna observación o advertencia? Comienzo a seguir las supuestas indicaciones una a otra y viene a mi memoria un laberinto de mi infancia, señalizado de la misma manera. También recuerdo que así se indicaba la salida. Camino y camino y caigo en la cuenta de que siempre fue igual. Siempre desandando un laberinto con muy diversas encrucijadas, jamás encontrando la salida. ¿Por qué iba a hallarla ahora? En un movimiento calculado y teatral de cansancio extremo me dejo caer de rodillas y agacho la cabeza. Un último acto. La soledad me hace pensar en el derecho inalienable a una muerte digna. No sé cuánto permanezco así, pero mi cuerpo empieza a entibiarse. Entonces abro los ojos y descubro que está amaneciendo, que el bosque termina ahí, y que luego se extiende un campo de grama muy verde hasta juntarse con el cielo. Me sorprende que la luz no me haga bizquear y que la sensación sea tan pero tan confortable. Doy apenas unos pasos, me paro de frente al sol ya despuntado, dejo caer mis brazos a ambos flancos y, tan relajado como me siento, lleno de paz, me quedo mirando fijo, sin pestañear, al horizonte.


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