TRAZAS, SEGUNDA PARTE
SEGUNDA
PARTE
ANTES
Es una
siesta de barrio y verano y no hay mucho por hacer. Se oye el canto de un
ventilador de pie, que armoniza eventualmente con el zumbido de una heladera.
El niño está hipnotizado por ese cuadro en la pared del dormitorio de la
abuela, que enmarca una oración. Cuando lo observamos con más detenimiento,
podemos ver que se está mordiendo el labio inferior con los incisivos, y que
una lágrima ya no puede contenerse y resbala cuesta abajo. Y es que no logra
asimilar el concepto de la vida eterna. Mucho menos el del Infierno. A partir
de ese momento, lo que resta del día va a transcurrir casi normalmente, hasta
que por la noche, ante la orden de sus padres para que apague la luz, se lo
oiga gritar con voz doliente:
¡No quiero dormir! ¡Si me muero durmiendo voy a ir al infierno!
No
mucho tiempo atrás, el mismo chico, algo regordete y rubio, había rogado en la
oscuridad y desde un extremo del enorme dormitorio a sus padres que no
peleasen, que dejaran de insultarse para así él poder dormirse y soñar. Pero
aún faltaba un tiempo para que le concedieran una habitación propia. Entonces
luego, una tórrida siesta de domingo y durante una quema de basura en el patio,
mientras su padre lo precavía sobre la segura explosión de una lata vacía de
aerosol, él le había dicho quisiera un
mueble viejo y un hacha para destrozarlo; su padre le había acariciado la
cabeza sonriendo. Su próximo regalo iba a ser una Nº5 de cuero, con los colores
del equipo familiar.
Saltando
un tiempo largo hacia adelante, tan extenso cuanto pese un año en la vida de un
niño, cuando lo dejan a la puerta del Jardín de Infantes, él les pide a sus padres
que se vayan. Los demás chicos lloran a ríos y les aterra esa realidad
desconocida, mientras él ya está adentro, y ya se ha perdido de vista.
Ahora
el juego del momento y que involucra a todos los pibes de la cuadra es el
fútbol, o, tal como ellos lo llaman, la
pelota. Se juega en el campito que hay en el parque del barrio hasta que
llegan los grandullones y los echan (o los viejos amargados de enfrente les
quitan el balón). También corren carreras de bicicletas en un circuito de ese
mismo lugar, pero solo cuando no hay gente, porque es una pista de patinaje.
Por las noches se juntan en la casa de aquel bendecido que tiene una Sega y juegan
torneos de Soccer ‘92, hasta que sus
padres deciden que ya es hora de dormir.
A él
le encanta guionar, crear situaciones, inventar y resolver misterios, pero los
otros chicos se aburren. Entonces:
––Vamos
a hacer así: vos sos… Baracus, vos Murdock y vos el viejo, Aníbal. Yo soy el fachero.
––Andá a cagar…
Por
eso, en su soledad, vive las aventuras más bizarras, desde el fondo del mar a
las estrellas, pasando por una pelea de bar, el robo de un banco, una
persecución de autos y el infaltable tiroteo. Ahora también construye complejas
estructuras en paralelepípedos de cartón o papel, que luego incinera en pocos
minutos. Es que ha visto por televisión un refrito de Infierno en la Torre y
aún está conmovido. También es un ávido coleccionista de autos de modelo, y en
el patio de su casa enmarca con diarios viejos extensos circuitos donde los
hace competir.
Todavía
estamos en los años en que su padre lo lleva de paseo. Entonces apuestan en los
semáforos qué auto va a picar en punta, investigan en la vieja estación
abandonada buscando raros tesoros o ven correr los trenes desde un puente sobre
el Sarmiento. Ya hay una cierta puja entre él y su madre, que lo lleva como
compañía al cine todos los fines de semana a modo de apropiación. Entonces, un
día en que él le ha fallado, yéndose a vagar:
––Ahora
te voy a poner pupilo en un colegio de monjas y voy a adoptar otro chico que
sea bueno.
Pero… mamá…
Su
padre abandona la escena y ese riesgo desaparece. Bueno, solo si no comete el
grave desatino de querer jugar a la pelota o a Circus Charlie o
andar en bicicleta un sábado por la tarde.
Tal
vez por eso ha dedicado su tiempo a la construcción de un mundo propio: casitas
y edificios de papel y cartón y Rasti que habitan sus muñequitos o cualquier
objeto al que él le otorgue una identidad.
Su habitación es un entretejido cubista de carreteras, pueblos, ferrovías;
también un circuito para carreras y dos estadios de fútbol. Hasta que un día un
violento temporal de nombre Madre arrasa con todo su atildado desorden y
la catástrofe lo marca con dureza. Pero no es tan grave.Pronto comenzará la
escuela primaria.
Con la
ventaja de leer y escribir ya desde antes, dedica su tiempo a tropelías, que lo
llevan a pasar mucho tiempo de sus primeras semanas de clases en la dirección.
Pero no se amedrenta, y de ahí en más discutirá y pateará hasta las lágrimas en
defensa de lo que él embandera como su verdad.
––¡Vas
a ser flor de abogado!
Y le
gusta ser popular. Como no lo consigue, crea un personaje histriónico, casi un
monigote, y así se sostiene boyante. Y es muy hábil con los videojuegos, pero eso no alcanza.
En
otros ámbitos, ha descubierto que consigue los favores de su madre halagando a
su entorno, entonces dice todo aquello que los demás quieren escuchar.
––Me
gusta la escuela porque quiero llegar al nuevo siglo bien preparado.
Por
supuesto que sus compañeros más despiertos no creen que pueda decir eso, y por
su obsecuencia se gana varias y bien merecidas palizas.
Han
pasado un largo par de años y ya no le apetece ser bufón. Para colgar
definitivamente ese traje de Polichinela, adopta una pose distante, al tiempo
que se vuelca hacia la soledad e intereses poco compatibles. Esto se debe
también a que ya han comenzado los juegos de seducción propios de esa etapa del
fin de la infancia y él ha quedado muy a la retranca. Ya lee ciencia ficción y
terror, ha comenzado a tocar discos que sus compañeros tildan de rarezas y a
alejarse lentamente de la vida social. Y, tal vez cueste aceptarlo, pero aún
cree en Papá Noel y los Reyes Magos, porque su madre ha elegido conservarle la ilusión. Por ese motivo,
y luego de discutir enceguecido con un compañerito de colegio que no consigue
entender su credulidad, es él quien termina abriéndole los ojos al otro. En
realidad, cerrándoselos. Bueno, solo uno. Y no es nada grave. Pero sienta un
precedente.
Entonces:
––Yo
no voy a retarte ni a decirte qué hacer ni nada de eso. Estoy para escuchar lo
que quieras contarme.
––…
––Tenemos
toda una hora para nosotros. Si no querés hablar, bueno.
Entretanto,
él tiene la vista fija en la figura samurái que hay a espaldas del psiquiatra.
Es inútil querer saber en qué piensa. De a poco, su foco de atención varía, y
ahora se centra en el abrecartas sobre el escritorio, luego en el lapicero, en
los cuadernos. De repente, la pregunta:
––¿Cuánto
escribe usted por día?
Sin
mostrar sorpresa alguna, la respuesta es:
––Depende
del interés que me despierte lo que puedan contarme mis pacientes.
Y
volvemos al silencio, un silencio que se extiende hasta que el tiempo expira.
Ya fuera de su presencia, su madre:
––¿Qué
piensa usted, doctor?
––Que
vamos a necesitar varias sesiones. Pero no se preocupe. Mientras tanto, vaya
probando con esta medicación. Fíjese bien cómo reacciona. No se preocupe, es
inofensiva.
Ahora
ya no hay visos de agresividad o enajenamiento. Tampoco de mostrar interés por
algo en particular. Ha dejado de leer, de escuchar música, de jugar, y pasa
casi todo su tiempo libre frente al televisor. Tanto que, su nueva música son
los jingles que conoce hasta la última coma y emula a la perfección. Del
colegio solo llueven notas de alabanza, tanto por su aplicación al estudio
cuanto por su conducta. Y su madre está feliz, aunque se pregunta cuándo se
hace un momento para estudiar.
Su
aptitud para reproducir y decorar los temas publicitarios hace que su madre
piense en que tal vez debería estudiar música. A su inquietud, él responde (al
igual que con todo lo demás) que sí, entonces lo lleva a tomar clases de
guitarra, porque el piano es un lujo que no se pueden permitir.
Así
comienza su período de colegio secundario y, como sus estudios de música y la nueva
escuela le sorben todo el tiempo, su madre decide que la terapia ya no es
necesaria. Pero teme interrumpir la medicación. Él le dice que no le importa
seguir tomando pastillas, así el doctor haya remarcado la conveniencia de
discontinuar el tratamiento.
Finalmente
la terapia es abandonada.
Ahora,
este pre adolescente, ha comenzado a frecuentar la iglesia del barrio,
convirtiéndose en un fervoroso católico. Su abuela lo apoya con devoción, le
pasa libros de oraciones, le muestra actos piadosos, y por las noches rezan el
Rosario. Él se ha alejado de la televisión, al tiempo en que se aviene un juez
implacable de todos los actos de su entorno. Su madre trata de alivianar sus
juicios, diciéndole que la naturaleza humana es algo que Dios les dio a todos y
que por algo los hizo libres, pero él sigue severo en su condena y se sabe, cristianamente, dueño de la verdad.
El
cura párroco le dice:
––Cada
vez que mentís, te tocás o tenés un pensamiento impuro, estás martillando sobre
los clavos de la cruz de Cristo.
Cuando
su madre descubre su primera flagelación, le prohíbe que pise la iglesia, y le
pide a la abuela que lo ayude a moderarse. Él dice:
––O
frío o caliente; a lo tibio lo vomito.
Ante
la consulta desesperada, otro médico le indica un nuevo grupo de depresores que
pueden llegar a ser de ayuda, pero insiste en que el tratamiento debe ser corto
y discontinuado ante los primeros visos de mejoría.
Efectivamente,
se aleja del fervor religioso (y de sus estudios de música; y retrocede en el
colegio), pero ahora pasa la mayor parte de su tiempo con la consola de
videojuegos. Un día su padre redimido pasa a verlo y lo encuentra ensimismado
ante una pantalla que muestra un césped pixelado, al tiempo que se oye rugir un
motor a régimen. Tiempo después va a
descubrir que eso era el pasto lindante al circuito, y se preguntaría cuánto
tiempo hacía que su hijo estaba encerrado insistiendo en ese bucle, buscando la
salida de un paisaje ficticio.
Entonces
se produce uno de los eventos que, tal vez, hayan encaminado su futuro hacia
algún puerto (y no emitimos juicio alguno de valor).
––¿Cómo
querés que no me haya sorprendido? Fuiste mi mejor alumno por años… tuve miedo
de que estuvieras en alguna mala racha o… vos sabés, hablamos de eso alguna vez.
Claramente
se refería al camino equivocado, a alguna droga ilegal o de venta en kioscos.
––Tranquilo
profe, es que estoy muy ocupado con los estudios.
Había
recuperado su capacidad para mentir sin temer al castigo eterno.
––Román,
voy a proponerte algo. Si no querés, todo
bien.
––Escucho.
––Está
esta chica que toca el Cello, Milena, ¿la recordás?
––Por
supuesto ––ni remotamente.
––Le
propusieron ser parte del Concierto del Milenio, como solista…
––Ajá.
––… y
ya tendría que estar preparándose.
––Sep.
––El
gran problema es que con lo que le da la secretaría de cultura como viático no
puede pagarle a un concertista acompañante.
––Entonces.
––Entonces
yo pensé que para vos eso sería moco ‘e
pavo, que podrías ganarte unos buenos pesos y apoyarla. Yo no estoy como
para dejar lo mío. Al menos a esta altura del viaje. Ojalá yo hubiera empezado
a trabajar así.
––…
––Bueno
¿Qué me decís?
––Dejame
pensarlo, profe.
Luego,
una mañana soleada de ya casi primavera, conoce a Milena. Desde ese momento
sabe que lo único que quiere para con su vida es tocar (y ser) para ella. Y que
ella sea su Jacqueline du Pré.[1] Así
que no solo se enamora perdidamente, sino que pasa a cobrar su primer sueldo,
abandona el colegio y, en acuerdo con sus padres y bajo una firme y solemne
promesa de trabajo a conciencia, matrimonio y nietos, abandona el hogar de su
infancia y se muda con su amada.
**
––¿Vos
creés que yo no siento, que todo me importa un cuerno, que no pienso en vos?
––…
Se
había ausentado del departamento casi por 5 días. Milena primero lo buscó entre
sus amistades comunes, luego en la familia de él.Finalmente y en conjunto,
habían decidido dar parte a la policía. Así lo encuentran, junto su guitarra y
tocando a la gorra en una de las estaciones de tren de Belgrano.
––Decime
qué es lo que querés que haga… por favor.
––No
es para tanto. Salí nada más que a hacer unos mangos ––sus emociones parecen
estar suspendidas.
––¿UNOS
MANGOS? ¿Durmiendo en una estación? ––Milena está legítimamente histérica.
––Es
que no quiero volver a hacer la cola para un trabajo de oficina.
––Vos
sabés que puedo acomodarte como ayudante en algún curso.
––No
tengo el título.
––Pero
rindiendo las materias que te faltan podrías…
(Yo presiento que ni ella se lo cree).
––No
estoy preparado para ese suplicio. Prefiero cadetear.
––…
Así,
después de un tiempo de ausencias, vaivenes y tragicomedias, el amor reseco
termina por quebrarse, y la decisión compartida es la separación.
Román,
mayor legal hace muy poco, ni loco piensa
en volverse con su madre y alquila un viejo departamento barrio adentro. Con el
apoyo de su sueldo fijo de correveidile
y eventualmente tocando como acompañante de algún tanguero empedernido,
consigue un pasar decente, aunque se sienta vacío, defraudado y sin respuestas.
Con su primer aguinaldo y un extra de ahorro, aprovecha la desesperación post uno a uno y default de un comerciante de
instrumentos del barrio, y compra su primera guitarra eléctrica siglo XXI.
También, aguijoneado por su nueva compañera Fabiana, comienza con ella un curso
de fotografía (la falsa promesa de principio de milenio) en La Boca. Juntos
frecuentan espacios variopintos, de los cuales él elige el de los músicos de
rock y el reviente. Pronto se hace
notar por su colección de elepés que aún conserva desde la infancia, y que
abarcan desde las raíces hasta lo más contemporáneo, pasando por la vanguardia
y el Krautrock. Se hace adepto al volumen, a la cerveza y a las camorras.
Fabiana es una digna compañera que da
bifes a su lado y que lo reta día tras día a borrar los límites, y sus
nuevos amigos lo verán más de una vez esnifando con ella en el baño de algún
bolichón perdido, zapateando en un mar de orina rancia. No tarda mucho en
trascender como virtuoso, y comienzan a llegarle ofertas, las suficientes para
permitirse prescindir de un sueldo fijo. Entonces, y luego de una serie de
conciertos como nuevo violero de una vieja gloria ––antigua mentora de su
pareja––, le llega la gran oportunidad: Banda del Vacho busca primera guitarra para su gira latinoamericana –– súper profesional –– absoluta disponibilidad; un teléfono de
línea y otro número celular. Fabiana no va a cortarle el paso. Luego se separan
como buenos amigos. Así llega entre otros lugares a Lima, Quito, Medellín,
Caracas. Casi no lo sabe, pero lo que él llama vacío y llena con mil notas,
cerveza, alcaloides y chicas, es el rebote de su desconocida e incurable
dolencia. A pesar de su impronta tocando, se lo ve muy pasado y perdido. En una
de las últimas notas con el periodista contratado por los managers para la
gira, apenas hilvana alguna oración. Solo frasea lo imposible con su guitarra,
esa parece su forma de hablar. Hasta que, una noche desafortunada, en compañía
de algunas groupies, pasado de tragos y otras sustancias gratas para el
esparcimiento, yerra el paso al bajar la escalera y acaba al pie, estrellado y
malherido. Antes de dejarse llevar por el sueño, mira a su sangre y dice en voz baja, siseada:
¿Esto es todo? No es tan grave. Déjenme dormir.
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