Sin Rastro (relato muy breve)
1
Mario, frente a su portátil, repasaba una vez más ese último párrafo escrito. Volvía a quitar una coma; aquí una pausa algo más larga; ritmo, ritmo. Y comenzaba su lectura nuevamente, ahora una cadencia diferente, otra ligadura de expresión. Sentado a su escritorio ––una modesta mesa de aglomerado enchapado, de cara a la pared de la sala y en ele con el piano de Carla; ladrillos a la vista y un vaso con Vodka: toda una mise-en-scène–– no había escuchado que ella ya cerraba la puerta, cruzaba el patio y entraba al comedor, a su izquierda; las puertas abiertas.
Un paquete más de palabras desechadas, control + s e hibernación.
Se dirigió hacia la cocina y, mientras ella se descargaba, la besó detrás de la oreja. Luego el rito de la merienda: yerba en el mate, la pava al fuego; ella, como siempre, con las masas sobrantes del coffee––break. Se sentaron en silencio y compartieron. Mario pensó en voz alta:
––No es la primera vez que siento que soy yo quien debería estar en tu lugar y, a mi regreso, escucharte tocando el piano.
Cuando jóvenes, él solía quedarse extasiado escuchándola por horas con Ravel o Debussy, recostado en el sillón, los ojos cerrados.
––Sabés que hace mil años que no toco.
Carla era exactamente dos años, tres meses y veintitrés días mayor que él, y por entonces contaban 53 y 51, pero ella se veía más joven, tal vez porque él había perdido casi todo el cabello, pero seguía delgado y en forma como a sus 30, mientras que ella, que había ganado algún kilo, estaba más redonda y deseable que tiempo atrás. Vale decir que también se ejercitaba, mientras que él solo daba caminatas.
––Van a venir jerarcas de Newcastle...
Él asintió, fingiéndose asombrado.
––... y ahora todos tenemos que reforzar nuestro inglés.
––No quiero ni pensar en los que no saben una palabra.
––Algunos conocen solo el básico, por eso el primer mes va a ser igual para todos...
Mario escuchaba.
––... de lunes a jueves de 5 a 7.
––O sea que hasta las 8 no vas a volver.
––Y... no. Pero el segundo mes los más avanzados vamos a cursar menos horas.
––Así que solo vamos a desayunar y cenar juntos.
––Tengo pensado dormir acá ––dijo ella en tono de broma.
Normalmente se levantaban juntos a las 7 am. Él la acompañaba a sacar el auto del garaje y regresaba a desayunar y escribir. Carla almorzaba en el trabajo. Para esa hora, él seguramente aprovechaba a hacer las compras, pagar servicios, o simplemente salir a tomar el aire. A las 5 pm ella volvía y merendaban. Luego hacía su rutina de gimnasia mientras él se servía un trago y escuchaba algo de música. Cenaban no muy tarde; entonces ella se sometía a sus gustos, ya que eran de comer muy diferente: Mario era limitado en sabores y texturas mientras que a ella le gustaba lo elaborado, y por demás (gusto que se daba los domingos, día en que se adueñaba de la cocina y las hornallas eran su dominio). Luego ella veía sus tiras de prime time por los canales top, mientras él se iba a la habitación a ver cine de su archivo.
Esa noche, mientras él veía Blow Up, justo cuando Hemmings recorre lentamente el parque buscando ese cabo suelto, ella llegaba para acostarse. Por favor no lo apagues dijo: no me molesta, y él pensó seguro, sabés que con esto te dormís en 2 segundos. Y estaba bien. Una mujer como ella, a la que le gustaban las tiras con temáticas del momento, y galancitos, las tramas superficiales y cotidianas, aquello bien arjo, materia de charla para con su entorno… ¿por qué cuernos iba a tener que padecer con tres horas de Antonioni? Así estaba perfecto. Así había sido siempre. No bajes el volumen, Schnucki. Lo dijo casi en un susurro, pronunciando con la lengua raspando el paladar, con ese zumbido de la sch teutona. Él no recordaba cuándo ni dónde había comenzado con ese apodo para su intimidad, pero sí que su apellido materno era Zürbriggen, y que ella le había contado que, de muy chica, se escondía tras la puerta para escuchar a madre y abuela conversando en alemán. De ahí había tomado ese apodo sin traducción, pero que se usaba de modo cariñoso, al igual que Schnecke1.
**
Al principio sus ausencias le resultaron tortuosas; las tardes se volvían eternas y ella regresaba casi a las 22, porque les habían agregado una hora voluntaria de cena a modo de retribución no remunerativa. Ahora solo se veían por la mañana y después de la cena. Entonces él había dejado de lado a sus películas para estar en su compañía, así fuera frente al televisor. Pero al poco tiempo, casi transcurrido el primer mes, la falta de contacto se había hecho notoria. Mario creyó que era debido a sus tardes en soledad, que lo habían llevado a beber más de la cuenta, pero lo cierto era que Carla se mostraba cada día más apática y distante.
Un domingo por la tarde ––en el momento santo en que se dedicaban a compartir, sin música ni televisión, a veces sin hablar––, Carla había dicho:
––Schnucki: tenemos que separarnos.
Él, helado, no supo que decir. Iba a intentar balbucear algo cuando ella agregó:
––Estoy enamorada, me siento joven otra vez.
––¿Y lo nuestro? Treinta años... ––no pudo continuar.
––Sí, siento que te quiero y que sos mi mejor amigo y que no podría confiar nunca en alguien más que en vos. Pero no te amo. Hace tiempo que no te amo. Y volví a sentir algo que creí muerto para siempre. Por favor, si me querés, no me niegues la libertad. Te prometo que yo me hago cargo del papeleo, abogados, de todo; pero no me niegues el volver a ser feliz.
Mario se puso de pie y salió al patio. Había dejado de fumar a los 30, pero en ese preciso momento habría matado por un cigarrillo. Aclaró su garganta y dijo:
––No te preocupes. Mañana, cuando vuelvas, ya no voy a estar. Dejo todo en tus manos. Solo te pido mi televisor y mi equipo de audio. Con el resto hacé lo que quieras ––ella escuchaba con un nudo en la garganta, pero sin gesto alguno––. Jorge tiene muerto el monoambiente de Once. Hablo con él y mañana me mudo.
––No es necesario que...
––No puedo estar un minuto más acá.
––Podés llevarte la cama: yo también me voy y no la necesito.
––Tengo el colchoncito que usamos cuando alguien se queda a dormir.
Había conservado ese colchón de espuma de goma de sus años de estudiante. Luego agregó:
––Supongo que venderemos la casa y repartiremos su valor. El auto siempre fue tuyo.
Ella asintió. En silencio.
2
Ya era de noche y había terminado de acomodar sus trastos. El monoambiente tenía unos siete metros o más de largo, y le había permitido acomodar su colchón sobre el alfombrado de un azul oficina casi al lado de la ventana al balcón, separando lo que restaba de espacio hasta la kitchenette con el pequeño ropero de pino de dos puertas y su viejo secretaire. Se había visto obligado a dejar su querida mesa porque no contaba con espacio donde ubicarla. Ahora, su ordenador se apoyaba en una silla y él se sentaba en esos almohadones que Carla le había regalado hacía ya unos cuantos años. Estaba bebiendo vodka, y el ruido de la calle ya no era el infierno de hace unas horas, cuando los colectivos pasaban uno detrás del otro, infectando el monoambiente con armónicos del averno. Encendió el computador y en el archivo “Frases inútiles” escribió:
Las casas hablan y respiran.
Los departamentos callan y sepultan.
Luego cerró la máquina, hibernándola.
Al instante sonó su celular. Vio el nombre “Jorge” y atendió.
Sí, todo estaba perfecto, ya se juntarían pronto para ultimar detalles.
Jorge dijo Por ahora, con que pagues los impuestos está bien.
Mario respondió algo inaudible y cortó. Segundos después volvió a sonar su teléfono. Esta vez vio una foto, y era la imagen de Carla. Lo dejó llamar y no atendió. Tampoco ella volvió a insistir. Ya era tarde. Llenó su vaso y fue al balcón. Ahora era cuestión de dar con Ariel y ver si podía publicar algo urgente en el suplemento de arte del diario. Luego tendría que buscarse otro trabajo, como corrector o traductor: a los 51 y no siendo profesional pocas eran las salidas aceptables, salvo volverse chorro, cafishio, chulo o estafador. Vació ese último vaso y se tiró en el colchón. Cansado como estaba no le iba a costar mucho dormir. Sin embargo, cuando lo estaba consiguiendo, la alarma de un negocio cercano comenzó a aullar y lo despertó con un sobresalto. Y esto volvió a ocurrir tres veces en esa misma noche.
**
Luego de un par de días de falso duelo, decidió conectarse con Ariel. Este le dijo que le enviara un par de textos de no más de mil palabras para presentar al jefe de redacción. Mario, incapaz de escribir algo nuevo, eligió al azar dos relatos breves de un compilado casi actual y se los envió en formato pdf al celular. Nunca obtuvo una respuesta. Ese mismo día Carla le envió un mensaje: Firmamos papeles el viernes, ok?, y debajo había escrito la dirección del estudio y la hora pautada. Antes del viernes recibió otro mensaje: Tenemos un interesado en la casa y a muy buen precio!!! Todo le daba lo mismo, pero, al menos iba a contar con dinero. Y pensaba hacerle una oferta a Jorge por el monoambiente.
Los papeles del divorcio se firmaron tal lo pactado y la oferta por la casa fue, efectivamente, inestimable. Ya que la propiedad estaba deshabitada, desecharon el trámite del boleto, pactando una operación directa para la semana entrante, aún antes de que salieran autentificados los papeles del divorcio: venderían como marido y mujer, y si te he visto no me acuerdo.
Mario se presentó a la transacción visiblemente borracho y con su viejo morral agujereado bajo el brazo. No contó su parte del dinero y bajó las escaleras presuroso en busca de un colectivo que lo alejara de ahí. Mientras corría para subirse a uno que estaba en la parada creyó escuchar un llamado de Carla, pero no miró atrás y saltó al estribo. Una vez dentro, sacó su celular y eligió el número de ella, buscó en “opciones” y tildó la que decía “agregar número a la lista de rechazados”. Luego pasó al servicio de mensajería y marcó ese contacto como spam. Por último, bloqueó su contacto de Whatsapp. Se recostó contra uno de los caños aferrando el morral cerca del pecho y respiró aliviado.
Por la tarde tenía tres nuevos mensajes de voz, pero los borró sin escucharlos. Esa misma tarde, festejando, vio como se vaciaba su botella y salió a comprar otra. Al pié de la escalera se preguntó ¿Cerré bien la puerta? Pero cuando giró para volverse, la escalera escapó bajo sus pies. Se sentía raro, raro y cansado. Muy cansado. Tanto que se dejó caer resbalando por la pared hasta que su torso y piernas quedaron en un ángulo de 90º. También la puerta de entrada se había alejado considerablemente. Todo parecía escapar de su presencia ¿Cerré bien la puerta? Pensó en llamar a emergencias médicas pero su cuerpo no respondió y sus manos permanecieron laxas. Tal vez alguien entre o salga y me encuentre, pensó. Y decidió cerrar los ojos hasta que eso ocurriera. Pensó que estaba dormido, pero una serie de destellos eléctricos no lo dejaban descansar. Luego oyó un ajetreo, ya su cuerpo era arrastrado por algo trepidante, una sirena no cesaba de aullar pero nunca sintió ese efecto doppler que hace al alejarse. Esperen, esperen ¿Cerré bien la puerta? Más temblores, voces agitadas y, al final, la calma. Ahora podía disfrutar de la oscuridad, del silencio y de la disolución de sus pensamientos, tal como si en el cielo las estrellas se fueran apagando una a una ¿Habré… cerrado… bien…
3
El médico le dijo al practicante:
Sin dudas fue un infarto masivo. No respondió al desfibrilador y cuando lo subieron a la ambulancia ya estaba muerto. Anote la hora de defunción unos minutos antes de la llamada... no, espere, anote la hora en la que lo ingresaron al hospital, así es mejor.
Carla, cuando se descubrió bloqueada, no volvió a llamar y eliminó el contacto Schnucki.
La policía localizó a Jorge para que abra el departamento, luego incautó todo aquello de valor. Un oficial que por accidente había visto dentro del morral, se hizo impecablemente con el dinero. Todo lo demás salió a remate luego del tiempo y trámites establecidos por la ley.
**
Rober (así, sin t al final) Reimann era una rata que siempre estaba pendiente de todo remate de poca monta: compraba por nada y revendía a valor de mercado. Fue él quien se llevó por unos pesos la máquina, los discos rígidos, el televisor y el equipo de audio de Mario. Una vez en su casa encendió el ordenador buscando algo que fuera de su interés. Más y más archivos de texto. Nada interesante: boludeces, se dijo. Entonces buceó la carpeta “Música”. No había nada que él conociera, excepto aquellos que equívocamente llamó “clásicos” y de los cuales solo conocía a los más populares. Luego conectó uno de los rígidos: películas y más películas. Nada de taquilla ¡Ni siquiera porno! Quitó el disco, reinició la máquina y, en el momento preciso presionó Borrar, ingresando al setup. Luego escribió C:\format y golpeó Enter. Un cartel le preguntó “format unit C: Y/N”. Presionó la Y.
Ahora, solo le restaba borrar los discos rígidos.
Así podría venderlos como nuevos.
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