Reparación - Última Parte
––Yo nunca estuve en este departamento.
Tan pronto tuvo la seguridad de que sus palabras no
se quedaran en su garganta, con voz forzada y monocorde agregó:
––¿Pero.... no entienden que yo estaba confundido?
Y la charada vuelve a repetirse ahora, de regreso
en la estación de policía, después de un viaje en que su interpretación del autista aturdido había sido brillante.
Abel, por enésima vez, se desdice de todo su cuento y, como puede, trata de
hacer entrar en razón a aquellos policías que no llegan a comprender por qué
ahora tampoco quiere firmar su
declaración. Y se siente peligrosamente tentado a reír.
––Sí, ¡y mi
abuelita tenía un monedero! El que parece que no entiende sos vos.
El comisario ya ha perdido la paciencia, hace un
buen rato.
––Puede ser que estés más loco que una cabra pero sí o sí necesitamos de tu historia... ¿no te das cuenta?... hace más de un año
que les andamos atrás... ¡y lo único que tenemos en la mano es tu remaldita historia
de mierda!... y ahora el señor dice...
Y la frase se extingue en gestos y bufidos.
Sentado tras el escritorio, el de civil observa la
escena, impasible.
Abel, con aire de súplica, insiste,
––Pero… fue todo un malentendido... sé que es mi
culpa... es la verdad... pero no puedo comprometer a dos personas inocentes que
ni siquiera conozco por mi error... mi obsesión...
Y está
actuando su papel con una tranquilidad pasmosa. Aunque lo único que desea es
salir de ahí lo más pronto posible, trata de no mostrarse ansioso; muy por el
contrario: pausa sus respuestas mirando a un punto inexistente detrás del que
lo está interrogando y aparece enajenado; luego improvisa sus salidas
brillantemente. Por fin ha conseguido lo que tanto buscó: sacar completamente
de quicio al comisario.
––Muy-bien-muy-bien-muy-bien-muy-bien...
Dando
una vuelta sobre su eje con violencia, el comisario, con un gesto amenazador (“a ver qué decís ahora”), ha puesto
frente a la nariz de Abel un fajo de fotografías que, hasta ese momento, habían
permanecido exclusivas del escritorio y su dueño.
Se
muestran algo confusas por la distancia del objetivo, pero son lo
suficientemente nítidas como para no sólo descubrir a Laura acompañada del otro
sino que también, ¡sorpresa!, encontrarse a sí mismo retratado a la mesa de un
bar y en compañía de la chica.
Algo
turbado pero sin perder la calma, en un gesto detectivesco donde, frunciendo
con índice y pulgar su mentón, parece estar estudiando esta última foto con
especial atención, arguye:
––Sí... sí... me acuerdo de haber invitado a esa
chica a tomar algo porque estaba sola y yo andaba por ahí como bola sin manija
porque había perdido el tren.
Y luego, tal como si fuera de vital importancia
para entonces y ahora mismo:
––Pero me dejó plantado.
Y ya su gesto es el de un niño al que le han negado
el postre.
––Así que
ahora no la conocés...
El comisario hace esfuerzos supremos por
contenerse, a la vez que el otro tan solo observa la situación.
––¿Y qué me decís de éste?
Ahora
Abel tiene ante sí una fotografía algo borrosa y en blanco y negro de un tipo
de unos treinta años que, muy a pesar suyo, aprecia como a alguien a quién ya
hubiera visto antes... aunque, más bien, está preso de ese indicio que provoca
el encontrarse cara a cara con alguien que nos es conocido pero no sabemos la
razón ni el por qué de esa familiaridad.
––No puedo decir que nunca lo haya visto... me suena…
Y con una entonación que amerita un soberbio
cachetazo:
––¿Cómo se
llama?
––¡¡¡Pepito
Lachofa!!!
––No sé, por ahí también es del gremio y... (¡!)
––Bueno... bueno... bueno... bueno...
El comisario no deja que Abel acabe con su
pretexto. Haciendo un último esfuerzo para no desatar su ira le dice:
––Entonces háblenos de los papeles.
––¿Qué papeles?
El comisario enfoca su mirada al techo, mordiéndose
con tal fuerza el labio inferior que éste se vuelve lívido. Luego de clavar la
vista en su superior que aún permanece en silencio, se dirige nuevamente a
Abel, esta vez en un tono irónicamente dulce y paternal que parece encubrir una
amenaza de muerte,
––Los papeles
que, según dijiste, te hizo llegar por un truco de magia... queremos saber
qué son esos planes de asesinato de los que nos hablaste.
A pesar de que su sentido común recobrado le sigue
diciendo que no juegue más, que no es necesario tomar tantos riesgos, que la
situación puede salvarse de otro modo y sin exponerse demasiado (aún no
descarta la posibilidad de una paliza), consciente de que pudo haber confirmado
todos sus dichos sin comprometerse, se está sintiendo tan libre y liviano que
disfruta (y en forma) de la situación, al punto de seguir viéndose obligado a
ingentes esfuerzos para no reírse a las carcajadas de aquellos (y de sí, y del
mundo entero).
Poniendo cara de haber comprendido de pronto a qué papeles se había referido el
comisario, y hurgando en sus bolsillos tal como si en alguno de ellos guardase
a mismísima la piedra filosofal, con una mueca de pérdida irreparable se dirige
a su público:
––Es
que... me asusté y para sacarme ese peso de encima los prendí fuego.. tal vez
lleve alguno encima...
El vaso, finalmente, ha rebalsado.
Esta última gota ha desbordado la cólera del
comisario quien, dirigiéndose a uno de sus oficiales en tono furibundo, ordena:
––¡Encerrame a este tarado y sin frazada hasta que
recapacite... me cago en Dios y en la
Puta Leche!
Pero, cuando el agente que lo ha escoltado durante
todo el sondeo ya está saliendo con Abel del despacho, aconsejándole en voz
baja que se calle mientras éste hace un último esfuerzo por no romper en
carcajadas, el comisario, luego de una orden inaudible del otro silencioso, ha
llegado de un paso a la puerta, y con su mano derecha triturando el marco y su
índice izquierdo apuntando a la cabeza de Abel, dicta su sentencia, partiendo
en dos la sala de un rugido:
––¡Sacalo de mi vista... dale sus mierdas y que se
vaya... o lo hago bolsa!
Y el punto final es un violento
portazo.
––¿Puedo
irme...?
(12 minutos)
Así, Abel vuelve a encontrarse con la bruma y el
frío de la madrugada, sin un lugar a donde ir y sin un peso en el bolsillo. Por
un instante ha pasado por su cabeza el buscar a Laura para confesarse y pedirle
perdón, pero encuentra tan poco probable encontrarla como posible el que alguien esté listo a atraparlo con las
manos en la masa, por decirlo así.
Rescatado de esa sensación que había sido su carga
y guía, deshaciéndose del humor suicida que lo había asaltado en la comisaría,
sigue silbando bajito, atento por si alguno de paisano lo va siguiendo,
disfrutando de su liviandad como quien ha sorteado una prueba terrible, y con
éxito.
O que ha dejado atrás un monstruoso dolor de
muelas.
Sí.
Y se pregunta por qué su infancia y pubertad han
sido tan determinantes, y si de verdad esa primera nota hallada ha sido la
entrada a su calvario, o si cualquier otra excusa hubiera servido de cebo.
Pero eso ya no debe importarle.
Unos pasos atrás pensó en volver a lo de Pablo; ya
era hora de su regreso del turno noche y Abel siente que le debe una
explicación, o un relato de los hechos, pero desechó la idea sin otra excusa
que la de no molestarlo más. O tal vez fuera solo pereza.
Para mí, un pretexto insuficiente, endeble.
Ahora, con paso laxo y consciente, valiéndose de su
brújula genética y disfrutando de la ciudad y sus silencios, se encamina hacia
el mar que le sigue reclamando un encuentro con su yo real.
La coartada perfecta.
La maniobra ideal.
Como sea.
La voz del mar, milenaria e incesante, se funde con
su andar en un lenguaje compañero, cuadra a cuadra más presente, como la
reconocible entrada a un sueño.
Ya está en la avenida principal, en tobogán, y ve
el reflejo de la luna sobre la alfombra de agua despeinada, tendiéndole una
bienvenida de plata.
Al mismo tiempo está pensando en que solo en unas
pocas horas más, en la estación a sus espaldas, estará tomando el tren de
regreso a su hogar como un Abel sano y salvo que bautizará a su vida nueva al
lado de su mujer y su hijo.
Así las cuadras finalmente se extinguieron y la
arena ya se va metiendo en su calzado cuando, después de las escaleras ––de
noche más una estructura de Albert Spier que un homenaje de Bustillo a la
Riviera–– se acerca hasta el borde mismo de las olas que, junto a la luna, se
estiran para acariciar sus pies.
––Predecible como un reloj.
La voz
a sus espaldas hace que se de vuelta lentamente, sin sobresaltos; primero la
cabeza ––que ya no le duele–– y luego el cuerpo entero, para encontrarse, a un
par de metros y en contraluz con dos figuras sin rasgos pero indiscutibles.
––¿Me
equivoco? Si es así tengo que cambiar toda mi psicología.
La voz
cantante le es familiar, pero bien podría no haberla oído jamás.
––No, creo que no, quedate tranquilo.
Abel ha respondido con calma; la calma con la que
se le habla a un viejo conocido.
––¿Cómo estás? Me dejaste preocupada.
La voz, que muda de género, ahora sí es
reconocible.
––Mucho mejor ––luego un calderón y––; bien.
Ya no tiene dudas de quienes están frente a él
(creo que nunca las tuvo), y no hace falta que pueda ver sus rostros. Tampoco
lo necesita.
––Me alegro ––dice la voz del otro–– pero, ¿era
necesario completar la parodia metiendo a la policía en el medio? ¿Un
allanamiento? Eso no fue nada cortés; mucho menos inteligente; no señor.
––Tenés
razón, pero las cosas se dieron de esa forma. Y vos me habías dicho que la
respuesta la iba encontrar yo.
––En otras palabras, sí. Pero el caso es que nos
jodiste bastante, no tanto a mí, sino a ella.
Laura lo interrumpe,
––Sabés que no es algo que me quite el sueño.
Abel se apresura a esclarecer algunos puntos,
––Si sirve de algo, los tipos no pudieron encontrar
nada y quisieron usar mi anzuelo como alegato, pero yo les dije la verdad: que
me había confundido.
––¿Y qué iban a encontrar? ––la voz de Laura.
––¿Y estabas confundido? ––de nuevo la voz del
otro.
A los dos:
––Ustedes saben tanto como yo.
Una nueva elipsis de comprensión. Entonces,
––Muy bien.
Así
permanecen un rato en silencio. Pero este vacío no es tenso ni dramático, es un
espacio de reflexión, tal vez conclusivo. Luego Abel habla una vez más:
––Supongo que no querés tus apuntes, ¿no?
Por supuesto que no los había quemado: eso había
sido un acto irremediable del farsante.
Aunque sí había pensado un par de veces en hacerlos desaparecer.
El otro niega con su cabeza mientras ––y tal vez
esto es solo mi imaginación–– esboza una sonrisa.
Mientras tanto, Laura, que se ha separado de ellos
con sutileza, se aleja arrastrando caprichosamente sus pies por la arena, y ya
casi está llegando a los peldaños de la escalinata, camino del muelle.
Abel, que ha seguido cada uno de sus movimientos
como a los del espectro de un ser querido, le pregunta a su ahora prójimo, en
sus palabras, por ella.
––Entonces: ¿cuál es al fin tu obra?
El otro baja la cabeza y parece que habla para sí, asordinado, aunque en su tono se entrevé
algo de fastidio.
––Si no lo entendiste, ya no tiene por qué
preocuparte.
––Creo comprenderlo. Entonces, ¿no vas a escribir
más?
Por un instante muy efímero le parece que el que
ahora tiene frente de sí pertenece a otro mundo, uno de ideas o utopías; un
mundo en el que las cosas no pueden funcionar bajo el signo de lo humano, y que
habla un lenguaje que a Abel le es ajeno, distante; aún así, insiste,
––¿Y Laura?
El otro no responde. Aunque, seguramente, habrá
esbozado alguna mueca, o mantenido esa presunción de sonrisa que nunca llegamos
a ver.
Entonces, levantando su voz sin llegar a gritar,
Abel vocea el nombre de ella a coro con el mar.
Laura se da vuelta y, desde el segundo escalón
previo a la explanada, se dirige hacia el todo que se presenta frente de sí,
––Vamos.
Abel no se mueve y, por un momento, el otro tampoco
le da la espalda.
Después de otra eternidad ––la última en esta
comedia––, en que ambos se miraron pero sin rastros de desafío, la silueta a
contraluz se da la vuelta y comienza a alejarse lentamente.
Pero, como si la orden de un final aún no hubiese
sido dada, frena a la distancia de una decena de pasos. Permanece inmóvil unos
instantes, tal vez debatiéndose ante un dilema profundo e íntimo.
Así, hurgando a sus espaldas, ha sacado de su
cintura un objeto metálico que refleja el brillo de la luna.
Luego se ha vuelto lentamente sobre sus pisadas
hasta ocupar el mismo lugar de hace un minuto atrás.
Extendiendo su mano a la altura del pecho de Abel,
suspende a centímetros de su corazón una pistola tangible, brillante, material. La tiene tomada por el cañón.
Laura ya ha terminado su ascensión, perdiéndose por
las galerías del edificio del Casino.
El otro, sin mover tan sólo un músculo, se dirige a
Abel con voz profunda, sentenciosa:
––Los
tipos como vos piensan que nunca les va a hacer falta una. Pensalo.
Abel, mirando el arma sostenida como ofrenda,
responde:
––Otra cosa en la que posiblemente tengas la razón.
Pero gracias, no; no me van las soluciones definitivas.
––Me alegro por vos; larga vida y prosperidad, entonces.
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