Reparación - Primera Parte

      El paisaje corre indiferente detrás de la ventanilla, como esos sinfines que se usaron en cine y teatro para crear la ilusión del movimiento. Abel, encerrado en sus auriculares pero desatento a la música, ha mezclado ese ritmo con el riff de ruedas y rieles que ahora es solo una vibración metálica apenas sensible, incapaz de comunicarle algo que lo devuelva a un plano real. Está en otra parte, junto a sus pensamientos.

La imagen del otoño maduro devenida un monótono cuadro móvil, ahora es el lienzo en blanco para los íconos de su atención, ajenos a su devenir. Por caso, el teatro de sus sueños. O un nuevo paño por pintar.

Dejado atrás el conurbano y como siempre que viajó solo, el contexto visual y su imaginario se han licuado por completo con la idea que lo ocupa.

 

––¡¿Cómo?!

La expresión es aguda, elevada; apenas da crédito a lo que escucha.

––Te digo que está acá, en el hotel.

La otra voz en la línea repite la sentencia, segura, flemática. Es la voz de Pablo, que siempre demuestra el mismo aplomo y distancia, mucho más cuando ha provocado la conmoción esperada y ésta es su contento.

Abel busca ordenar su discurso:

––Pero nadie dijo una sola palabra...¿sobre un viaje?... nada... ni siquiera un indicio en su web... es más, tenía entendido que estaba en el estudio grabando un disco nuevo... no... prensa me hubiese avisado si...

Una  mínima pausa; sopesa como puede sus ideas.

––¿Alguien se avivó? ¿Llegó solo?

––Él y una minita  ––entre paréntesis interesante; argentina por cierto–– y un par de cuidas, quiero creer ––y, sin dejar margen––: ¿quién se va a avivar?, ¿quién lo conoce?

––Vos, reventado...

––Malas influencias del pasado.

Así es normalmente su trato, son amigos de larga data.

––Escuchame, aparato: tenés que darme una mano... digo, en una de esas, puedo verlo y sacarle alguna sobre el disco nuevo...una cortita y al paso… como algo casual… conectarme con él al teléfono…

––Imposible. Línea entrante bloqueada.

––¿También la comunicación interna? ¿Piden el servicio por señales de humo? ––casi bufa–– ¿Cuánto tiempo se queda?

––Supuestamente hasta el lunes, no sé ––Pablo hace una breve pausa––. Si vos decís que es tan de incógnito… en fin: haremos lo posible.

Si Pablo pluraliza para dramatizar, el otro puede cimentar sus esperanzas sobre sólido.

––De última me tiro a lo paparazzo

Y es que Abel conoce demasiado bien la capacidad truculenta de su amigo de la infancia. Recién casado, el presente de éste había sido una suite para su luna de miel, con reserva a nombre de un notable cliente de la casa, servicio vip y una decorosa salida al día siguiente por la puerta principal. ¿Quién había pagado? Probablemente nadie, con seguridad no su amigo, el conserje, siempre investido de esa autosuficiencia tan inglesa; hijo directo de españoles. Ahora lo sorprendía una vez más.

Recuerda que de chicos, vecinos de vereda, casi no tuvieron trato, porque Pablo no era parte de los picados ni de las juntadas por el kiosco. Luego, cuando un Abel curioso se había acercado a él, el otro había dicho que debía atender otros deberes (tales sus palabras). Más tarde, cuando el secundario cruzó sus rutas, su ahora compañero le confesaba que simplemente no me atraía un grupito de chiquilines (dixit). Y Abel nunca supo si esa era su forma de hacerse el bromista o si ambas afirmaciones eran verdades irrefutables.

O una pose.

O simple y llano cinismo.

––¿Se sabe por qué está ahí?

––Tal vez se sepa. Yo no lo sé. Uno no se inmiscuye en la vida de cada cliente.

Pablo juega subrayando su victoria.

Abel casi puede verlo haciendo las formalidades de registro como con cualquier otro mortal, manteniendo las distancias. Claramente no es capaz de entender que la realidad de su amigo es muy diferente de la suya.

––Salgo para allá. Tenés que hacerme la segunda. Vos podés.

––Juego de niños.

Entonces dispara una sucesión frenética de llamadas a sus contactos para evaluar viabilidad y beneficios, luego reserva pasaje y alojamiento.

No se detiene a pensar en si su entusiasmo es desmedido, tampoco en por qué lo mantiene casi despegado del suelo. Sí presiente que una vez más la presa está ante a él como antaño, cuando se sentía joven y su voluntad y constancia hacían juego con sus logros.

Celina, bebé en brazos y a sus espaldas, ha seguido la escena desde un lugar privado en su interior.

Luego él se explica vagamente mientras asfixia a su bolso, los besa y se eyecta al exterior.

 

... y ves su rostro...

 

Ya se quitó el calzado.

Ahora, recostado en una cama incómoda de un hotel barato, recorre con su mirada el cuarto apenas iluminado, repitiendo automáticamente y para sí una inesperada letanía de bienvenida, igual que un niño jugando con las palabras hasta que cobran otro significado, que a veces puede ser mágico.

En otro disco gira el mismo espíritu, aún sin ser atendido.

 

... el que tanto habías amado, descompuesto…

 

A su derecha, la única puerta de placa al pasillo, erosionada por los años, huéspedes y el descuido, lo proyecta hacia el techo impermeable al velador, nublado de humo; luego desciende por la pared al frente, enmarcada en la penumbra y encuadrando con simetría siniestra a una vieja cómoda con espejo. Desde ahí, sin verlo, y con una expresión que contraría a su desánimo, la instantánea de Celina con el bebé intenta acompañarlo. El recorrido, una vez más, termina a su izquierda, en la ventana cerrada a la calle. Es curioso ––piensa–– cómo en esa época del año el mar se hace escuchar aun estando a tantas cuadras de distancia, abriéndose paso como un dios, profetizando en su lengua, que no es la nuestra.

Tal vez solo lo engaña el viento.

O la presión del silencio.

El disco ya no gira.

 

Tu reina maquillada por la vida en la muerte...

 

Mecánicamente enciende otro cigarrillo, y de pronto, como si ya se hubiese olvidado, vuelve inquieto a la presencia de ese papel hecho un bollo, a un lado del cenicero improvisado con una tapa de aerosol.

 

…enmascarada en ese último gesto animal desesperado...

 

Apenas libre del tren, aún envuelto por un aturdimiento hipóxico, se había dirigido automáticamente hacia el hotel reservado, barato y cercano; luego, tras dejar libres sus manos, al locutorio más próximo indicado por la encargada a solo dos cuadras de distancia, sobre la avenida.

––El señor Pablo, por favor.

––Está de franco.

––¿Cuándo vuelve?

––Entra mañana, al turno de las 12. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

––Sí, por favor: dígale que me llame... ––de pronto se da cuenta de que no haber tomado nota del número del hotel––; mejor dígale que lo llamó Abel, que ya estoy en Mar del Plata... Que mañana al mediodía vuelvo a llamarlo... Gracias.

Para su sorpresa, no está hambriento. La dilación del encuentro con Pablo y el acortamiento de tiempos que esto implica ––es viernes por la noche y ya tiene pasaje de regreso para el domingo, último tren–– provoca en él un sentimiento de angustia exactamente en su plexo, un dolor profundo que se expande hacia las costillas y luego se dispersa.

Aunque acostumbra solo fumar socialmente, se ha dicho que hoy un cigarrillo podría sentarle bien. Luego, pensando a futuro, compra un atado de veinte, rubios.

Ya en el hotel, meticuloso, desempaca su equipaje: dos camisas y sendas mudas de ropa interior; desodorante, dentífrico y cepillo para dientes; su grabadora, el discman y algunos CDs. De pronto y sobresaltado frente a la foto de su esposa y el bebé se da cuenta de su olvido: no ha telefoneado a Celina a su arribo. Tal vez lo exima el tampoco haber cumplido con la ceremonia de dirigirse, como primer paso, directo hacia el mar; un rito de su adolescencia que ahora él llama devolución. Por entonces solía quedarse un largo rato contemplativo en esos lugares que frecuentaba y donde nadie podía molestarlo, hasta que la hora, el hambre o su compañía de turno, lo traían de regreso a los mortales.

––Estoy perdonado, es la primera vez que vengo a trabajar.

El cigarrillo, fumado en la calle camino del hotel, aleja con un suave vértigo el regusto metálico de su angustia. En la habitación, a modo de consuelo, ubica la fotografía sobre la cómoda frente a sí, y luego abre uno de los cajones para guardar lo que resta de sus cosas.

Dentro del último y en el rincón más lejano, se encuentra con una arrugada hoja de agenda.

 

... para siempre...

 

Así, sin intermedios, llega un nuevo día y el quejido eléctrico de un teléfono que lo despierta con un sobresalto.

Como si su cabeza fuese un enorme recipiente de agua drenando por los oídos, los sentidos van emergiendo del sueño profundo, dominados por esa sensación de vigilia que, casi siempre, entumece a los miembros. El vacío en sus oídos da paso lentamente a los ecos que, amortiguados, le llegan del exterior. En la calle algunos autos hacen su paso con ese sonido que produce el caucho sobre el pavimento mojado (seguramente ha llovido) y se puede oír el grito a voz en cuello de un vendedor de panadería. En los pasillos del hotel el silencio es absoluto.

Piensa en el teléfono ––que no volvió a escuchar–– y recuerda que no había visto alguno en el piso; el único se encontraba en la recepción y era imposible haberlo escuchado desde su cuarto. En verdad, que un timbre imaginario lo despertara no era nada nuevo, le sucedía con frecuencia, más cuando estaba ansioso. En esos trances, toda espera acarreaba paranoia, culpa y desazón, en todas sus variables sin motivos aparentes.

El malestar, despejándose, devuelve a su mente bosquejos de la noche anterior parcialmente velados por el sueño; se ve repitiendo una y otra vez una rima que ahora no recuerda, pero que sabe lo había arrastrado al desvelo y la migraña. Lógico ––se dice––, fumo cada muerte de obispo y anoche quemé medio atado con el estómago vacío.

Los párpados le pesan como las puertas del cielo y sigue algo aturdido. Cuando al fin abre bien los ojos, ve que la luz que se cuela por la persiana es la misma de la noche anterior, neón tamizado por los árboles. El reloj a su derecha marca las 7:00. Aún tiene cinco horas de espera, siempre y cuando Pablo tome su turno a horario. De todas formas, lo más conveniente va a ser montar guardia frente al hotel un cuarto de hora antes, para interceptar a su amigo justo a tiempo. De no hacerlo ––piensa–– todo podría dilatarse, porque caer en la recepción y preguntar por Pablo es meterlo en un brete (y es que su amigo ya le advirtió que en esa administración son muy estrictos respecto a la sociabilidad del personal). Luego ––sigue arguyendo–– se vería obligado a llamar nuevamente ¡y ya es sábado!; no way. Abel necesita tener claro el panorama cuanto antes.

Ha dormido el promedio de horas habitual fuera de su dominio, por lo cual, pasado un rato, ya está espabilado. La mañana clarea, él se levanta. Por la ventana ve al sol bostezando en la bruma y lo imagina como una manta dorada sobre el mar espumoso y gris, una lengua de fuego apuntando a la ciudad.

La ducha lo hace entrar en calor. Luego de afeitarse ordena todo como si estuviese en su casa, y es que en el respeto a sus costumbres afianza su predisposición, el estar listo para lo que el día decida es su leitmotivo. En un último vistazo, observando si no olvida nada (jamás sale sin su mini-grabador), se encuentra con la arrugada hoja de agenda que había atrapado su atención. Sonríe porque no recuerda qué lleva escrita. Luego hace un bollo aún más pequeño con el papel pero, a falta de un cesto, lo guarda en un bolsillo para descartarlo a su tiempo. Por precaución, también carga con el discman. Y abandona la habitación.

Como aún no son las 9 decide tomar un desayuno. Luego irá a telefonear a Celina para que así todo regrese a su orden natural. A su orden.

Al pie de la escalera, la encargada barre hacia la calle. Al pasar frente a ella Abel saluda por cortesía. Ésta, de unos cincuenta, morena y robusta, con esa desaprobación innata que algunos sienten frente a un impar, no puede evitar que su voz tenga una inflexión de interrogatorio, así no sea capcioso.

––Buenos días... ¿durmió bien?

––Profundamente. Vine por un trabajo y llegué muy cansado.

Abel se expresa de forma natural y espontánea, coloquial, y esa es una de sus virtudes más preciadas. En su camino y con esa actitud ha derrumbado muchas paredes.

––¿Trabajo acá? Pero ¡si hay una malaria!

En el blanco: la expresión en la encargada ya cambiaba rápidamente, tocada por la varita del todopoderoso trabajo.

––¿Y qué es lo que busca?

Su impertinencia es inocente; al menos, no difiere de un comentario a solas dirigido a la radio o un televisor. Abel sonríe.

––Soy periodista. Vine para hacer una nota.

––Ah... ¡seguro que por lo del puerto!, ¿no? ––y, sin margen para una respuesta–– ¿Vio que desastre?... el otro día...

Abel mantiene su sonrisa para esta mujer que ya lo ametralla con sus palabras, y que ha tornado su desconfianza en camaradería como si estuviese ahora conversando con algún vecino, en ese tono de afectación exagerada de quien solo escucha sus palabras, y que no es más que una máscara del supremo desinterés por todo aquello que suceda fuera de su terreno.

Aunque su humor es excelente, Abel no desea perder el tiempo escuchándola. Tan amable como sabe serlo, pone fin a la catarata de la mujer excusándose: debe marchar al puerto.

––¿De qué diario es usté?

Desde el umbral, con una sonrisa y mostrando el mini-grabador, Abel responde:

––Soy independiente. Hasta luego.

El aire de la mañana es la caricia de bienvenida que no había advertido la noche anterior (aunque yo creo que, sin quererlo, la había despreciado). La bruma marina oculta la cima de los edificios y el pavimento húmedo refleja los intentos del sol por hacerse sitio una vez más al tope del mundo. Pero por ahora es un pequeño disco blanco a un tercio del horizonte y en levare. En la esquina encuentra un bar con buena pinta de barrio, lo justo para desayunar. Entra y, dando los buenos días, busca un lugar cerca de la ventana, para disfrutar de sus presagios de provecho coloreando la mañana gris.

 

 

La voz excitada de su compañero la despertó con un sobresalto. Él, sentado en la cama, vocea cómo si estuviese despierto. Laura, al ver los ojos ciegos y desenfocados, fijos en lo que supone es la imaginería de sus sueños, se da cuenta de inmediato de que, otra vez, él está delirando.

Aunque en un primer momento estas situaciones le provocaron algún pavor, con el correr del tiempo fue curtiéndose, tal como sucede con la enfermera novata que va transformando lentamente el horror en una desidia muy cercana a la resignación.

Ahora, suavemente, lo toma por los hombros tal como una madre lo haría con su hijito enfermo y, a medida que las exclamaciones de este van perdiendo más inteligibilidad volviéndose casi un susurro, ella, sin decir una palabra, consigue devolverlo a su posición decúbito dorsal.

Entonces, ahora que el otro duerme, apoya su espalda al respaldar de la cama, aun sin cubrirse. La radiación de la estufa eléctrica le quema en las mejillas, pero no consigue hacer pasar desapercibido que solo lleva puesta una remera. Él bufa y se da vuelta hacia su izquierda, dándole la espalda. Su mano roza involuntariamente la pila de libros improvisada como mesa de luz y la hace oscilar; la lámpara de escritorio, manifestando su desacuerdo en actuar de velador, amenaza con caerse, y ruedan por el piso sendos tubos de pastillas. Laura los observa hasta que abandonan su vaivén. Él continúa profundamente dormido.

Como la luz que se cuela tímidamente por el pulmón tras la ventana le indica solamente si es día o noche, busca su reloj de pulsera que descansa sobre el botinero a su izquierda; aún no son las 10 de la mañana.

Se inclina hacia adelante hasta tomar la planta de sus pies con ambas manos y, apoyando la frente sobre las rodillas, con las piernas recogidas, gira su cabeza lentamente, primero a la derecha, luego al otro flanco, con los ojos cerrados. Se incorpora otra vez, pero sin llegar al punto anterior, como preparándose a dejar la cama. En la penumbra, su quietud felina ––los hombros y el busto apenas inclinados hacia el frente; los brazos rectos y ambas manos unidas en ángulo de 60º sobre la ingle; el rostro mirando por encima de la cabeza de algún fantasma allá al frente–– hace de su silueta la imagen de una estatuilla de hueso, poderosamente frágil.

Un nuevo gruñido y otro movimiento brusco. Ahora, él ha quedado de cara al techo, la boca abierta. Laura lo mira por unos segundos con gesto inescrutable, detrás de esa máscara que usa tan solo unas muecas para expresar mil sentimientos.

Luego, suavemente, se desliza fuera de la cama.

Tal como siempre, Celina y Abel habían elegido un lugar bastante apartado del centro para pasar la tarde. La saliente de piedra, pulida por la marea durante millones de años, resbalosa por el musgo y llena de charcos por las olas, es poco accesible a los turistas; solitaria tanto más por estar alejada de esos puntos que la gente suele frecuentar. Por supuesto, los lugareños siempre aprovechan la tranquilidad del peñasco, propicio para la pesca, pero tienen sus horarios, algo que Abel conocía muy bien.

El arrecife, de forma casi rectangular, hendido por la mitad de tal manera que, mirándolo desde un punto cenital debería asemejar al fantástico trasero de una diosa al sol, conecta por ambos flancos con sendas lenguas de agua que se rinden a la arena, a la distancia de un grito, moderado. Aguzando la vista, puede verse a un par de hombres armados con palas y buscando almejas en la playa. Cómicamente y de través, unos cangrejos se mueven ligeros por la arena.

Celina está sentada al borde del risco. Por cada vez que el mar la salpica, suelta un gritito de alegría infantil, instando a Abel para que se acerque. Él, un par de metros detrás, mantiene la distancia porque no confía en las suelas de su calzado.

––¡Te vas a mojar toda!

––¡Ya tengo la cola hecha sopa! ¡Mirá!

Entonces se pone de pie de un salto y, extendiendo ambos brazos, da una vuelta completa sobre su pie derecho, desafiando a la sensatez que pareciera no haberla advertido sobre el riesgo de resbalarse.

––¡Y ahora te toca a vos!

Así se abalanza sobre Abel colgándose de su cuello, aprovechando para mecerse y bascular.

––Su café con leche...

Celina siempre había sido así. De una simpleza extrema y transparente: brillando como el sol cuando se siente plena, y esa clase de momentos representaban, para ella, la saciedad.

––... y tres medialunas.

––Muy amable.

Abel no recuerda si había sucedido el otoño pasado, o el anterior, o en otra vida. Es que con el nacimiento del bebé las cosas han cambiado radicalmente.

Sí: fue dos años atrás.

Las imágenes, una tras otra atraídas por el recuerdo mientras hojeaba el diario local, se habían hecho el aliciente para proseguir el día de buen ánimo. Ahora, después del desayuno, se siente con el humor ideal para ir al encuentro de Pablo y jugar sus cartas de una vez. La empresa es difícil pero no imposible: ya entrevistó a ese personaje en otra ocasión y ahí se había descubierto ante un auténtico caballero. Pero Abel fue solo uno más entre todos los que hicieron la fila para siete minutos de preguntas, enviados por sus agencias. Entonces había pensado que tal vez su gentileza se debía a la experiencia de años vagando por Europa, cuando su origen estaba en los Estados Unidos. Pero hoy eso es el pasado, y ahora deberá sortear a los de seguridad… No, eso no. Tal vez hacerle llegar un mensaje escrito… Elegante… ¿Suplicante? ¿Falso? ¡Por Dios! ¿O hacer contacto directamente por la línea interna? ¿Bloqueada? ¡Podrá deshacerse! ¿A riesgo de ser rechazado, de…? Solo un par de preguntas precisas. Nada más. Tal vez ni necesite verlo; sin embargo, la necesidad de una fotografía se le presenta imperiosa, ¿cómo entonces? Cruzárselo como uno más, pedirle una instantánea... ¿Pablo aún tendrá su vieja Polaroid? Olvidó preguntarle; tal vez grabarlo de incógnito, o… bah, todo eso ya será resuelto. Por algo hizo el gasto de viaje y estadía. Lo merece. Sí señor. Y no le está permitido de ninguna manera el echarse atrás ni dudar por un segundo. No señor.

Por supuesto que da por descontada la mano que Pablo va a echarle. Por algo el otro lo ha llamado. ¿Qué?, ¿para alardear? De ninguna manera… bueno, un poco, tal vez… ¡pero, si es mi amigo! No podría jamás jugarme una trastada. Ni en un millón de años.

Su inocencia a veces me conmueve.

Son las diez de la mañana: aún sin apuro, estará a la puerta del hotel en veinte minutos. Como es sábado, Celina seguramente habrá salido de compras, tal su costumbre; ergo no es el momento de llamarla. Se decide por un camino alternativo.

Está a tres cuadras de Colón; si trepa por la avenida hasta su fin y regresa por la costa, forma el dibujo de tiempo necesario para llegar a la hora propuesta. La bruma, vencida por el sol, desaparece llevándose algunos grados de temperatura ambiente. Con el cuello de su campera en alto, Abel remonta la cuesta más rápido de lo querido, tal vez picado por el frío. Ya en la cima, con el mar frente a él, la agitación le resta el aire como si hubiese subido corriendo una escalera. Pero ha entrado en calor.

De regreso primero el Torreón, y luego una laxa y prolongada curva en el sentido de las agujas del reloj, desembocando en el casino, aún sobrándole el tiempo. Es solo media cuadra más. Noroeste.

Recuerda que Pablo acostumbraba a estacionar su auto frente al hotel, un predio destechado de forma casi triangular ––un escaleno acostado, cateto mayor sobre Buenos Aires, con su ángulo más agudo y amputado por un paso peatonal que señala al muelle de pescadores––, rodeado en su totalidad por parachoques. Desde ahí, sentado de espaldas al mar, ahora espera la llegada de su amigo.

Exactamente a las 11:45, Pablo aterriza su viejo Taunus ’83 color té con leche a una velocidad poco conveniente para los espacios que lo circundan. Con su habitual e inseparable gesto de ¿por qué debo yo pasar por esto?, después de recibir su ticket del encargado de playa, se encamina hacia Abel, tendiéndole la mano.

––Todavía no se pudo hacer nada.

Se muestra algo fastidiado, pero esto no implica descortesía. Es su yo real.

––¿Y vos pudiste? ––Pero de inmediato nota que esa sutileza funciona en una sola dirección; corrige––: ¿Qué tenés pensado hacer?

––No sé. Primero tengo que verlo otra vez. Conectarme. Seducirlo con mi magnetismo. ¡Hipnotizarlo!

Pablo hace un gesto esotérico con ambas manos, agitando sus diez dedos ante los ojos de Abel.

––¡¿Qué?!... ¿No lo volviste a ver?... ¿Te pareció accesible?... Te habrás dado cuenta de que es un tipo de perfil bajo... ––ya cruzan la calle, en dirección al hotel.

––Tranquilo: no es Michelle Pfeiffer...

(Si supieras…)

Se detienen en el umbral de la entrada de empleados.

––Escuchame, Pablito, ponete las pilas... quiero ver si puedo llevarme la nota armada... o pasarla mañana desde acá.

De inmediato piensa en que dejó su Laptop en Buenos Aires porque, cuando él no está, Celina la usaba como Family Game, pero imagina que contará con las seguras bondades de algún locutorio bien equipado. O la máquina de su amigo.

––Vos andá, comete algo y dormite una siesta, que yo, cualquier novedad, te llamo. ¿Dónde estás parando?

––En “El Ancla”.

Una vez más, olvidó anotar el teléfono del hotel.

––Yo te llamo. No te borrés porque puede ser cuestión de segundos.

––Estoy acá nomás… seis cuadras.

––Ya lo sé ––Pablo sonríe por primera vez––, uno es del gremio. Y, a modo de despedida:

––Yo te llamo.

“Uno” que posiblemente no iba a hacer nada, por la sencilla razón que “uno” es impersonal, inasible.

Abel se queda masticando mentalmente su decepción a un costado de la puerta de servicio, sopesando el cambio de ánimo que, por el solo incumplimiento inmediato de sus expectativas, se ha obrado en él.

Así, nuevamente, toda clase de presagios comienzan a desfilar ante sus ojos, como una caravana compuesta por los fantasmas de sus reveses, contando a través de sus máscaras sin expresión la historia que parece estar llevándolo a la sima sin remedio, donde, como el limo que en un puñado de millones de años podrá ser combustible, yacen las ilusiones de lo que hubiese podido ser...

Lo que no puede ser es que después de tantas luchas me desanime tan fácil: al carajo con el existencialismo ––se dice, mientras guarda sus manos en los bolsillos de la campera y echa a andar, con su consciencia en blanco, en dirección de su hotel.

 

 

El ascensor se detiene bruscamente y Laura, con su mano libre, se ve obligada a una maniobra compleja para descorrer la puerta de hierro. Ya afuera, deja en el piso la carga del supermercado y cierra con fuerza, provocando un chasquido metálico que se extiende a todo el palier, perdiéndose arriba y abajo, por las escaleras y el tubo.

Al entrar al departamento ––un mono-ambiente austero, amable tal vez por obra y gracia de ella–– ve la cama vacía y desecha. La puerta del baño está cerrada, pero de su interior no llega un solo ruido. Apoya las bolsas sobre la mesada y, después de un momento, se decide por golpear. Pero no hay respuesta, tampoco sonido alguno en su interior y el departamento es demasiado pequeño para que alguien juegue a las escondidas.

Fuera de temporada el edificio es un páramo, habitado únicamente por ella y un muchacho, en apariencia solitario, que acostumbra a pasar ahí algún tiempo en los inviernos, cuando su departamento no está alquilado. El chico se había presentado ante ella en el kiosco de abajo:

––Sos del 5to, ¿no?... Hola, me llamo Ariel etc.

Laura, reservada, ha conversado con él muy casualmente, no más de un par de veces. Tal vez lo ve muy joven, o él a Laura muy vieja, vaya uno a saber. Sí conocemos que el chico ha terminado su secundaria poco tiempo atrás, y por eso está instalado ahí desde el Marzo pasado. Aunque Laura nunca le preguntó sobre sus ingresos, él no aparenta ser el típico hijo consentido de padres pudientes. Más bien parece un adolescente común en busca de un lugar apropiado; con buena estrella, eso sí. Y como estudiás o trabajás es una expresión inexistente en el vocabulario de Laura, tampoco sabremos a qué dedica su tiempo este muchacho.

El portero y su familia completan la escena.

El silencio y la torre son el escenario.

La ciudad y el mar el contexto.

Sin lugar a dudas, el espacio ideal para que Laura lleve adelante su proyecto.

Justamente, esta clase de aislamiento urbano, al que se suma el vivir cerca del mar, habían sido determinantes para que Laura, saliendo de una tormenta de excesos, pérdidas y duelo, hiciese la gran movida. A la venta de la casa de sus padres y cansada de deslizarse a la deriva, su premisa se había hecho abandonar de una vez el frenesí sin rumbo. Así en su nuevo lugar se entregó a un hambre muy profunda, un buceo inconsciente, que matiza con largos paseos y escribiendo, buscando hallar eso que no ha encontrado en otras experiencias y que juzga esencial, pero que desconoce. Y cree firmemente que este es su camino. Esa es su esperanza.

Sin embargo, se había topado otra vez con ese demonio que le gritaba que sería la misma siempre, en todo lugar. Lo hacía en sus pesadillas, y se burlaba de su paraíso privado, por propicio que ella lo sintiese. De momento, sus expectativas están adormecidas, y de su compañero solo consigue un contacto que es a veces distante y superficial, pero que ella siente que la abrasa, que tal vez sea vital.

Sin quererlo, se descubre pensando en él en curso de alguna de sus desapariciones, y sabe que en su aura se encuentra plena, o cercana a una respuesta. ¿Amor? ¿Quién sabe qué es eso? ¿Tiene que ver con el afecto? ¿Es un proceso químico? ¿O un rótulo más de tantos que ponemos a aquello que nunca vamos a ver, como a un átomo? ¿Alguien vio alguna vez un átomo? ¿Un electrón? ¿Tienen esa forma y hacen lo que nos cuentan?

Podemos ver sus efectos.

Déjenla dudar. No lo hace por pereza. Todo lo contrario.

Mecánicamente, empieza a guardar en la heladera ––esa enana bajo la mesada, que seguramente ha nacido junto al departamento y promete acabar junto a él–– todo aquello que debe mantenerse refrigerado. Ha comprado también unas cervezas, porque está cansada de las bebidas blancas de su compañero.

De pronto, abandonando su tarea, hace los tres pasos que la separan del baño y abre la puerta.

Como si hubiese esperado lo peor, suspira con alivio al encontrarlo vacío.

Se sienta en la cama, regulando su respiración y a cada latido en su tempo, mirando sin ver.

Como una imagen profana a las que ocupan motu proprio su consciencia, descubre que él ha dejado una nota pegada al espejo, garrapateada sobre una hoja que, fiel a sus costumbres, ha arrancado de alguna de sus agendas.

 

Cuando el mal ha sido hecho, y el autor es uno mismo ¿cómo discernir qué parte cercenar, y a que costo? El yo que habita en mis cavernas más profundas habla más de mí que aquel superfluo... ¿Vas alguna vez a exorcizarlo? Mi tiempo...

 

Y el resto está tachado con tal violencia que el papel se ha rasgado.

Laura, que quitó la nota del espejo y ha leído de pie, vuelve a sentarse en la cama, permaneciendo inmóvil unos momentos.

Luego, aún con la hoja en su mano, regresa a la heladera todavía abierta, para terminar lo que había comenzado. El vidrio húmedo de una de las botellas, al contacto con el papel, hace que esta resbale de su mano, cayendo y rompiéndose, esparciendo por el piso el líquido espumoso, hediondo al igual que un pecado inconfeso. La página acuatiza planeando suavemente, cambiando su color al contacto con el líquido, borroneando las palabras. Laura, con un trapo de piso y hojas de diario, agachándose, se vuelca nerviosamente a la limpieza hasta que, en un gesto de indescriptible agotamiento, se deja caer de rodillas sobre el suelo todavía húmedo.

Entonces la respetamos.

Y hacemos un punto y aparte.

 

 

––¡Hola! ¿Por qué no me llamaste anoche?

Es la voz ansiosa y juvenil de Celina, sonando tal cual él esperaba escucharla. Toda vez que no están juntos, así él solo estuviese en la redacción, es lo mismo. Y hace un tiempo que ha empezado a dudar sobre si eso lo anima o fastidia.

Hoy no tiene por qué ser distinto.

Cuando estudiantes ella había sido primero su novia, luego su pareja; apenas recibidos se habían juntado y, a vuelta de hoja, ya estaban casados y eran padres. De manera consensuada, ella había dejado de lado la fotografía profesional para volverse madre a tiempo completo, mientras que Abel se involucraba más y más profundo en su cometido. De naturaleza simple, sin dobleces, pronto se había permitido sentir cada logro de Abel como suyo propio, haciéndose orgullosa, experimentando sus emociones por simpatía, así comprenderlas estuviera fuera de su alcance.

––Hola, mi amor. ¿Cómo estás?

––Esperándote... ¿Conseguiste la nota?

De labios de Celina, la pregunta no tiene segunda interpretación, pero él, por el sentimiento que lo embarga, la siente sarcástica, lesiva, el dedo que hurga en la llaga. De inmediato levanta sus escudos, pero no para protegerse de ella, sino de su conciencia, que por alguna razón lo pone en falta.

––Vengo de hablar con Pablo. Todavía no hay nada. Espero engancharlo hoy porque mañana va a ser un bardo. Según me dijo, la reserva es por el fin de semana y yo ya saqué el pasaje de vuelta para el domingo a la noche.

No quiere que ella note su turbación, pero tampoco puede evitarlo. Habla apresuradamente, saltando de frase en frase como sobre brasas. Ha recordado que debía llamarla por casualidad, al pasar camino de su hotel frente al locutorio. Buscando evadirse de su preocupación pregunta:

––¿Y el corderito?

––Berreando... jugando con todo lo que tiene a mano, ¿ya comiste?

¿Ves? Ella no te reprocha nada. Tal cual siempre.

Algo afianzado, pero aún sobre tierras blandas, responde con la lógica del hombre responsable:

––No. Tendría que aprovechar ahora, porque después tengo que fumarme toda la tarde adentro por si Pablo me llama. ¿Qué tenés pensado hacer?

––Nada. Hace un frío bárbaro. En una de esas viene Lorena; hablamos hace un rato.

Él piensa en que el credo de Celina no contempla la vida en otros mundos.

––Bueno, bicha, tengo que cortar. Cualquier novedad te llamo.

––¿Querés que te llame yo?

––No tengo el tubo del hotel encima ––lo cual es cierto–– de todas formas, si pasa algo yo te aviso.

––Bueno... Chau... Te extraño.

Abel sabe que la distancia distorsiona el tono y la dimensión de los actos, pero ha cortado algo molesto por una mezcla de pesar, resentimiento, cólera y vergüenza. También de autocompasión; un sentir que, sin preaviso, lo ha asaltado durante la charla. Ahora cree que todo lo dicho, debido a un elemento hipócrita aún velado, fue un engaño encubierto, mucho peor que las mentiras francas. Como si prefiriese no haber llamado, inesperadamente regresa a esa sensación afín a sus últimas horas, una emoción aún sin nombre.

Pienso que toda alteración debería ser bienvenida. O valorada. Aún en este caso. Pero es mi forma de ver.

Abel, cuatro años atrás becado por su ensayo El Periodismo para el Nuevo Siglo, había comenzado como colaborador en un semanario cultural con cierto tinte político, facturando como FreeLancer. Desde su paternidad había notado que el esfuerzo no lo retribuía con los resultados e ingresos que él esperaba. Menos aun daba razones a su tiempo en la redacción, siendo un devenir que signaba todo lo opuesto a las ideas premiadas en su monografía. Poco a poco, el buceo físico, metódico y apasionado ––su fuerte–– había sido relegado a la redacción de artículos superficiales e intrascendentes por los que cobraba monedas; todo amenazándolo con volverse una novela triste, cotidiana y reescrita, en un clima de inestabilidad creciente proporcional a la inmediatez del nuevo milenio.

Todo esto hizo que su búsqueda ya no tuviese un solo blanco; bien podría decir que estaba sobre esa línea delgada que hace que alguien se suba a cualquier bondi en la esperanza de que el nuevo destino sea el indicado.

Pero no me hagan caso.

 

 

Al amanecer, una jovencita rubia y pecosa de grandes ojos verdes, estoica en su resaca y enojada con el mundo, se hundía en el asiento trasero de un coche que volaba igual que un vampiro enloquecido escapando de la luz. Fingiendo oídos sordos a la ira de su padre y despreciando la mesura de su madre, solo deseaba que ese momento terminase cuanto antes. No, ni sueña con discutirlo luego; solo quiere encerrarse y desaparecer.

La misma niña hecha mujer, conservando aún rasgos de su adolescencia casi como una negación, no mucho tiempo atrás había visto a ese mismo vampiro––el que la había mudado de una celda a otra–– convertido en una masa de hierros retorcidos, como si se hubiese expuesto con impertinencia al sol. Y no había derramado una sola lágrima por las víctimas de tal irreflexión.

Ahora, en el presente, recibe del espejo el reverbero de sus bellos ojos tristes, irritados por el llanto que ha arreciado con furia, dejando atrás un cambio apreciable en el paisaje.

Laura no sabe el por qué de la resurrección de sus recuerdos justo en el momento en que necesita de toda su fuerza; ella ha hecho su duelo.

Pero los nubarrones van desvaneciéndose y el lago vuelve a su reposo; el torbellino es absorbido por la calma y todas las víctimas inician la reconstrucción, por aquello que aún tiene rescate.

Entonces, ahora el maquillaje, raras veces valorado, es el concreto de unos nuevos cimientos que deberán soportar la presión; esa blusa de seda que aún no ha usado, comprada hace ya un tiempo… los zapatos, que siempre evita por su estatura: los hierros para equiparar la torsión.

Es que nunca salimos.

Luego cierra la puerta con doble llave y llama al ascensor.

 

 

––Bueno, macho, ¡cambiá esa cara!

Llevan ya varios minutos sentados en la Deutsche Biere, y Abel aún no ha tomado un trago ni emitido palabra.

––Me hacés sentir culpable, viejo... Te dije que la estadía era hasta el domingo... ¿Qué querés, que te flete un chárter a Córdoba?

Pablo intenta con su ironía levantar el ánimo de Abel. Pero es inútil. El peso de una tarde encerrado y, como remate, la mala nueva, lo han vuelto hermético, inaccesible.

Poco antes y aún sin hambre, se había decidido a almorzar, sabiendo que luego debería permanecer alerta y atento. La comida, literalmente devorada, no le había sentado nada bien, saboteando una siesta que le hubiese sido de ayuda. Luego, por cada vez que el sueño lo abrazaba, un timbre imaginario lo había arrancado de su sopor, aumentando el malestar en su estómago, llevándolo a encender un cigarrillo más. Había sopesado la idea de escaparse hasta el mar, pero su temor a no estar en el momento preciso y en el lugar indicado había hecho que, ya listo, desechase la opción.

Cuando las horas habían dejado de correr y sus nervios parecían tocar el límite, la encargada golpeaba a su puerta: tenía un llamado.

––¿Qué querés que haga, viejo?

––Poneles una bomba.

––Y el sueldo me lo garpás vos.

Está bien, no gano nada echando más leña al fuego; digamos que visito a un amigo que no veo hace mucho, mañana lo dedico a mis lugares y el lunes estoy con Celi y el cachorro.

Echa unos tragos y esa cerveza le da algo de ánimos; además, no va a ser esta la primera vez en que un globo se le pincha. Los hechos deberán seguir su curso y no hay nada que él pueda hacer.

Y ya que es sábado, atardeciendo, y aún tiene un día completo por delante, como tomando un atajo ante el malhumor, pregunta a su amigo:

––¿Qué se puede hacer de bueno esta noche?

 

 

Es posible que, después de una noche de desmadre, la mañana nos regañe nuestros excesos. También que nos embargue la vergüenza, aunque los motivos sean solo flechas de culpa a nuestro juicio. Lo que en verdad ocurre es que volvemos al cauce después de haber descendido los rápidos sobreexcitados, y nuestros químicos se reajustan para funcionar otra vez en este plano. Más que suficiente para turbarnos. Algo penoso.

También puede ocurrir que, en el esfuerzo por disimular un posible mal paso, el subconsciente nos bombardee con visiones, olores y sonidos extravagantes, dejándonos el sabor de la incertidumbre entre la realidad y lo que recordamos.

Pero la mayoría de las veces no es más que una simple resaca.

Luego, la forma de hacer a los remordimientos indoloros es la contrición.

La confesión de Abel comienza en un limbo de sudor y taquicardia. Entonces, el living estaba saturado de gente. El pequeño Abel había logrado escabullirse entre los gigantes de azul oscuro y trepaba la escalera, gelatinosa, infinita, como si recorriese un túnel de viento. Más allá las voces, que hablaban en un idioma desconocido, seguían con su murmullo sofocado. Para su sorpresa, el pasillo de planta alta estaba desierto: ahora las voces provenían del cuarto. Cuando se vio frente a la puerta, y ésta comenzaba a abrirse, un frío indescriptible atravesó sus poros escapando en un millón de agujas congeladas.

Más tarde pensaría en eso como la fuga del alma. O la muerte.

No cabía duda: la escena se había desarrollado en la casa de su infancia.

Desde ese tiempo, el recuerdo de situaciones embarazosas e irreparables siempre le había provocado estados de angustia muy profundos; primero reaccionaba de forma física ––un grito, un golpe, un gesto––; luego se aislaba para expiar los pecados que desconocía. Se había convencido de que toda falta era por incompetencia, y que merecía el flagelo. Pero pronto descubriría que eso no bastaba, que no era la solución. Obligado a desarrollar otro sistema, había empezado a eviscerar, amputar y momificar cada situación, haciendo la autopsia de cada momento un millón de veces, siempre en frío. Así, con el tiempo, ya no supo cual recuerdo era real, ni su tenor. Sus frustraciones, reveses, errores y contratiempos, licuados con sus logros, venturas, aciertos y buena fortuna, eran las piezas sin contorno de un rompecabezas abstruso e insoluble; la excusa ideal para eternizar su terapia de dos días a la semana. Además, así obtenía el permiso para deshacerse de eso que arbitrariamente decidía desconocer. O bien pasar por alto.

Ergo: eso solo había sido un sueño, la manifestación de quién sabe cual deseo; tal vez la entrevista frustrada.

¿Bien?

Bien.

En una forma solo admisible para ese espacio entre el sueño y la vigilia, velados por la borrachera aún persistente, ahora resurgen entrelazados fragmentos de la noche anterior, acentuando el regusto sediento en su paladar. La molestia se acentúa por el hecho de haber dormido muy por debajo de su media; aún no son las nueve y cree haberse acostado pasadas las cinco. Recuerda a una banda tocando y su juicio sobre los estereotipos; no así el tenor de su exposición. Sí que había intentado hacer comprender a quienes lo rodeaban (extras, quiero creer) la diferencia entre la impostación y lo visceral; entre la técnica y el alma. Entre los escombros, también reverbera el mote de porteño de mierda, pero desconoce su reacción ––se incorpora, se ve al espejo, vuelve a acostarse, muy lentamente––; no, no muestra signos de pelea... ¿Pablo habría estado cerca? ¿Tal vez intervenido? Bufa y busca ponerse de lado, pero un fuerte mareo lo devuelve decúbito dorsal.

Como un mal de bonificación descubre que, al igual que una melodía fastidiosa, ya vuelve a su mente la frase escrita en aquel papel que ahora late con torpeza en la mesa de luz: algo más de todo aquello por momificar.

Se decide a permanecer echado, esperando a que la resaca desaparezca, pero hace tanto tiempo que no se emborracha que ha perdido la costumbre. El mareo que acompasa persistente el ritmo de su oración ya derrota a su estómago, y a pesar de sus trucos en vano (ej. mirar hacia un punto fijo con un solo ojo; acompasar respiración y pulso), la convulsión se hace inevitable, acelerando sus latidos y respiración.

Luego el peso de su cuerpo hace que el golpe de sus pies contra el piso retumbe hasta la recepción; también sus gemidos y jadeos cuando el vómito, interminable, es ya tan solo pequeñas convulsiones en una cueva vacía. (Más adelante la encargada, en otra incontinencia, le preguntará si había estado haciendo ejercicios.)

Y piensa, avergonzado de sí, frente a esa máscara mefistofélica que le devuelve el espejo, en Celina, el viaje y la frustración, la extraña nota y su semi vigil sueño, sintiéndose inmaduro y triste.

Sí, comprendo: yo también me pregunté por su bebé; y tampoco sé su nombre. Pero no me atrevo a jerarquizar su lugar.

Atribulado, vuelve a acostarse.

Y esta vez sí, concilia un sueño vacío.

 

 

Laura se ha aburrido demasiado pronto. Y es que una nueva muda inesperada en su humor la ha dejado fuera de tiempo y lugar. Un proceso lento, silencioso, pero implacable. Ya no sabe qué la ha llevado ahí ni qué esperaba de su movida; tampoco encuentra un solo pretexto para emborracharse como cuando más joven. Los chicos, al verla sola se le acercan, pero ella declina toda compañía con excusas blancas, cortésmente. Y es que tiene la impresión de estar mostrando algo falso, que no debe ser compartido con nadie.

La multitud, que apenas supera el medio centenar, la ha llevado rápidamente a la impaciencia. Y su inquietud se ha vuelto de repente tensión al escuchar con claridad y en medio del ruido la voz del otro en uno de sus accesos de ira etílica. Aunque, por instinto, se vuelve en su dirección, no llega a verlo. Pero sabe que es él. ¿Quién más?

Entonces, igual a una compuerta cerrándose, su cabeza hace el giro suficiente para enfocar la salida.

Ya en el taxi, la manifestación fantasmal de su compañero se obstina en reprocharle el haber regresado a su idiosincrasia; condición sobre la cual ella comienza a dudar.

Es que no solo se había abandonado a su presencia, poniendo en pausa sus proyectos, haciendo a un lado sus inquietudes; parecía que él funcionaba como la excusa perfecta para no enfrentarse a sus demonios ahora, en su tierra prometida; un paisaje sobreimpreso al horizonte; un mejor lugar para seguir siendo infeliz.

Pero todo argumento y su objeción se hacen palabras sueltas cuando, al entrar, lo encuentra sentado a la mesa, garabateando en una de las tantas agendas que él tiene y que usa de continente para sus momentos de inspiración. O catarsis. U obligación.

Entonces recuerda que no mucho tiempo atrás le había regalado un grabador de bolsillo, que luego no volvió a ver. Pero eso ahora no importa.

El otro no reacciona de inmediato. Pero cuando, en apariencia, renuncia a su esfuerzo por encontrar esa palabra, mientras ella se va quitando las ropas decidida a acostarse como si él no estuviese ahí, se da vuelta, y con una sonrisa casual le dice: ¿Cómo te fue?

Inútil indagar por segundas intenciones.

Laura no contesta. Se queda contemplando esa imagen que ya no sabe dónde se aloja. Pero solo ahí halla un espacio donde perderse en algo más vasto, descansando de sí, acercándose a su contento.

––Me gusta tu nuevo avatar.

Laura descarta de inmediato todo sarcasmo. También nota extrañada que parece estar sobrio, a pesar de que su botella (infaltable; esta vez vodka) descansa a su izquierda, junto a un vaso. Sus ojos claros se muestran descansados, y la miran con tranquilidad; los mismos ojos que le daban ese aire impenetrable cuando se había sentido atraída, no mucho tiempo atrás, cuando creyó haber empezado a comprenderlo. Ahora velan por ella, liberándola de sus tormentos.

––Así sos menos amenazante.

Laura lo había conocido en un taller literario, recién establecida en su nuevo lugar. Él había mantenido una durísima discusión con el profe (un escritor novel, de muy buena estrella y ya bien encumbrado) y, en su enojo, había destrozado frase a frase, con furia y propiedad, la obra más reciente de aquel, descarnando cada hilo y costura, dejando a la marioneta indefensa y la luz; un libro que se vendía como pan caliente y ya estaba siendo llevado a guion para cine. Para finalizar, había abandonado la escena con un solemne portazo.

––Nunca creí representar una amenaza para nadie.

Un rato después lo encontraba en la parada, aún esperando por su colectivo.

––Yo no sería tan tajante, me parece que exageraste.

Él se mostraba calmo, como si nada hubiera pasado.

––Mirá: si a la gente le alcanza con papilla pre digerida, historias con caracteres que seducen por vacíos y que siempre salen bien parados… lo incorrectamente correcto y la simplificación; eso no es cosa mía. Pero me pone loco que alguien se ufane por eso, porque no está haciendo menos que fomentar la pereza intelectual. Y, encima, que cobre por ese engaño ––de a poco volvía a alterarse––; ¿sabés que todo se dirige al resumen y a la mínima expresión? No es podar por buen gusto o por elipsis o para esquivarle a los barroquismos… yo diría romanticismos pero bueno, eso es otra cosa. Esto es porque nadie se va a tomar el trabajo de entrarle de verdad a un texto: dámelo regurgitado que no quiero masticar ––hace un gesto de fastidio, pero se guarda–– me parece simple y llana pornografía. Y de esa que ni siquiera excita ––mira a ninguna parte––: ¿por qué no editan audio libros?

Un suspiro que es casi un gruñido, la vista que se pierde atravesando calles y paredes; luego vuelve a verla, directo a sus ojos.

––¿Te gusta la música, el rock… el rock de verdad? ¿Tenés cable?

Laura parece divertida.

––Sí a la uno, de momento no a la dos.

––Film & Arts está pasando un documental sobre los Who, es como una película, deberías verla… ––y antes que ella le responda––; en un momento Townshend está hablando en un programa de tv frente a un grupo de chicos que le preguntan sobre la calidad musical de la banda, y el tipo les dice que ellos (por la banda) buscan mantenerse a una distancia prudente de la calidad, porque eso es lo que vale, ¿entendés qué significa?

Laura lo había seguido palabra por palabra, luego coincidía con él. Pero tal vez solo por su intensidad, por su pasión.

––Creo que sí… aunque no veo la relación entre… ––ve a un colectivo que se acerca por la avenida––; ese es el mío.

El coche ya arrimaba a la vereda; él había dicho:

––Voy para allá, ¿te molesta?

Ella hace un gesto gracioso, un ¿por qué habría de molestarme?

––Es que me quedé sin tarjeta para viajar y no hay kioscos acá cerca.

Ahora, en el presente de ambos, los ojos de Laura se cierran cansados, sonriendo hacia adentro.

––No el tipo de amenaza que vos imaginás ––sentencia él.

Luego hace silencio, la contempla por un instante y vuelve a enfrascarse en sus papeles.

 

 

––¿Ya terminó con su trabajo?

Podría haber sido una ironía, pero no. Que Abel recién se levantara y ya fuera la tarde se justificaba con el domingo; aún más, el sarcasmo o el reproche no parecían ser bienes de intercambio para la encargada. Y ya durante el sábado había notado que lo trataba con una cierta solicitud, como si tal vez hubiese decidido que no tenía nada por lo cual protegerse de él.

Entonces, y sin segundas lecturas:

––¡Cómo fuma usté!... esto parece un nayclú...

Abel sonríe ante su tono y una palabra que no oía desde su infancia, desde las historietas de Isidoro Cañones.

––Ya tuve un problema con el que estaba en esa pieza antes que usté, pero ese era un degenerado...

Alarma. ¿Habría sido el autor de esa imagen escrita? ¿Acaso lo conocía? Entonces era un hombre. Adverso a las indiscreciones, se llama a modo investigación.

––Esa persona, el huésped anterior, ¿quién era?

Y se sorprende por lo directo de su pregunta, casi fuera de lugar.

La encargada, por su parte, no demuestra desconcierto; el sujeto de la conversación parece ser lo que menos le importa; ya está en su salsa.

––Yo acá hago recibo nomás... vio... porque acá viene gente decente... pero a ese lo tendría que haber fichado, de un día para el otro me dejó la habitación hecha un desastre y no lo vi más... aparte el batifondo que hizo... con esa mosquita muerta... ese andaba en algo raro.

Luego, en tono de ignominia:

Para mí que ese andaba en la droga.

Y una breve pausa para remarcar:

Usté vio que este es un lugar decente.

Abel pregunta por su aspecto.

––Qué sé yo... tenía una de esas caras que cuando usté las ve ya desconfía... ––lo mira a Abel, descarta una comparación–– más bien bajo, aunque no... casi como usté... usté no es bajo ––él se esfuerza por contener a su impaciencia y formarse una imagen––, y se vestía como un linyera... aunque acá viene gente decente...

Tercera vez, misma palabra. Hasta cree escuchar el siseo de una ese en lugar de la ce.

Comienza a ganarlo la ansiedad; la mujer no puede ser elocuente y respetar a su vez un orden; le pregunta si, además de los recibos, lleva un registro de huéspedes; y nota que su urgencia le ha jugado una mala pasada. Entonces se corrige de inmediato, adoptando una pose campechana, digna de su confianza.

––Usted sabe cómo somos los periodistas.

Su sonrisa hace el resto.

La mujer se sincera.

––Mire... ¿vio?... en ésta época del año no se saca ni para ir tirando... si yo registro a cada uno que pasa unos días por acá, después cae la D.G.I. y se lleva lo poco que una gana. Cuando mi marido vivía...

¿Habría estado hospedado solo de paso? Tal vez no fuera de la ciudad... ¿Acaso la mosquita muerta fuera el carácter del escrito?

En ese momento, su reloj somático le hace ver hacia aquel en la recepción que ya casi marca las 21; en poco más de dos horas su tren partirá y él no disfruta de los apurones, lo ponen enfermo.

Así se excusa con la encargada porque debe armar su bolso, paga la diferencia y vuelve a su cuarto.

Involuntariamente, regresa a la vaga descripción que había hecho la mujer, y el rostro extraño, en negativo, se le aparece como el suyo propio; esas palabras que había deseado borrar de su cabeza se repiten otra vez, ahora con macabra musicalidad, junto a la sensación de que ese papel ha estado esperándolo ahí solo a él, y que es su obligación descubrir el por qué.

 

 

––Hola.

Laura besa a su compañero en la mejilla, algo que, en ese momento, le parece de lo más natural. Luego se sienta frente a él que, para su sorpresa, aún no ha ordenado bebida alguna. Instantáneamente nota que todo lo que sintió en la noche anterior ha desaparecido; arena en un reloj sin fondo. Su expresión es muy diferente de aquella que la había acunado; y hasta sus rasgos parecen los de otra persona... o se han envilecido: surcos pronunciados nacen en su entrecejo y se proyectan como una erupción en líneas rojas hacia su frente; alambres sosteniendo esa expresión de martirio que es su gesto.

Apoyado en ambos codos, alzando la frente que hasta recién apoyaba sobre sus puños y mirándola fijamente, con una expresión que la hace estremecer, él dice:

––Si yo fuera rey vos serías mi reina; ahora no somos nada.

Laura, en quien el temor y la tristeza pueden fundirse en un híbrido, le responde con un automatismo que él, tácitamente, le ha enseñado a utilizar:

––Pero yo no quiero ser reina... ¿reina de qué? No empieces con tus…

Pero se detiene porque ve que él se ha puesto rojo, algo que siempre le sucede cuando no encuentra las palabras para lo que desea expresar, para darle cuerpo a una idea. Laura ya no teme a estos accesos de ira, porque ahora solo ve fuegos de artificio. Siente deseos de decirle que lo quiere, y que eso debería ser suficiente, pero calla. Ese extraño frente a ella vuelve estéril todo esfuerzo y tal vez ya no estaría diciendo la verdad.

El mozo, a quien Laura le había pedido dos cervezas, pudo haber sido un atenuante a la tormenta, pero solo logra retrasarla unos segundos, como una luna menguante a un temporal.

Golpeando la mesa (la gente ya comienza a mirarlos), él dice:

––Lo único que te pido… que necesito… es que seas lo que tenés que ser... así no puedo darte nada más...

Y está muy alterado. Parece no haber dormido en mucho tiempo (Laura recuerda que junto a ella no lo hizo) y que su vigilia ha sido muy tensa, o bien artificial.

––No me hables más como si esto fuera una novela... estamos vivos...

––Tanto como lo están todos estos idiotas.

Las miradas de los demás ya están juzgando y son severas. Laura, lentamente, va encerrándose en una concha de fibras enmarañadas; su viejo truco. En un último esfuerzo, trata de tomarle la mano, pero su gesto, que ella misma nota sin convicción, no hace más que acelerar el desenlace.

Con los puños apretados, sobre los cuales se apoya una mano de ella, como si hablase consigo mismo, él dice:

––Este es el final del camino.

 

 

Las luces de la avenida se escurren hacia atrás, a un pasado minuto a minuto más lejano, menos accesible, proyectadas dentro del colectivo hacia adelante, como flechas señalando al futuro sin brindar algún indicio tangible. Movimiento uniformemente balanceado. El camino de Abel.

Tres cuartos de hora lo separan de la de partida del tren, pero su ansiedad lo ha hecho marchar con tiempo de sobra, enmascarando su angustia existencial con aquella anterior a cada partida, esa visible, en la superficie. Las imágenes, empalmadas por algún ignoto pero experto montajista, se encadenan indivisibles, construyendo una trama aún desconocida pero evidente entre la iconografía real y su imaginería interna, superpuestas, imbricadas, esbozando esos rostros que él bosqueja para dotarlos de entidad.

Me pregunto quiénes... ah, claro.

Rozando con sus dedos el papel nunca descartado, ahora a duras penas alisado y en su bolsillo, se da cuenta de que ya no piensa en un individuo. El carácter en esas líneas, la reina atrapada, comienza a fundirse en la escena que, se le antoja, refiere a alguien más, tal como si fuese una parábola bíblica. ¿Por qué no pudo haber sido escrito por una mujer? Descarta la idea de inmediato, aferrándose a la vaguedad de su predecesor en el cuarto. ¿Y por qué debía a ser él su autor? ¿Alguna relación con los poetas malditos del siglo pasado? No lo sabe. Ahora se imagina a esa chica ––de la cual no tiene ni una descripción al voleo–– actuando su papel ––aquello que estaba escrito y en cierta forma le pertenece––, en la misma cama donde él había pasado los últimos días y bajo el mismo sino. ¿Cama?... Recitó otra vez las palabras buscando una descripción del escenario: nada que haga alguna referencia, por supuesto; sin embargo, aparecía en su sueño… ¿Sueño?

De pronto, y en la misma forma en la que un fusible se corta para proteger a un sistema, la conexión entre su cuerpo y mente se fundió. Ahora solo escucha, muy a lo lejos, voces agitadas, y le parece estar descendiendo a un pasado muy lejano, como llevado por algo o alguien; un pasado en el cual él no es más Abel, o al menos, el Abel que él conoce y recuerda.

Está en fuga. No lo dudo. No importa. Vamos a puentear esos circuitos una vez más. Así; bien.

Abre los ojos, y un señor de edad mayor, acuclillado frente a él, está sosteniendo su muñeca izquierda mientras cuenta en silencio; luego le dice al pasaje que se ha formado en semicírculo, en derredor:

––No es nada, se le bajó la presión, nada más.

Y dirigiéndose a él:

––¿Quiere que lo llevemos al hospital, muchacho?

Abel, que se siente débil pero recupera velozmente la conciencia, contesta que debe llegar a la estación de inmediato para tomar el tren.

––¿El tren a Buenos Aires?

La gente ya regresa a ocupar sus asientos en el colectivo que los espera con el motor en marcha, frente al banco donde ahora él está sentado. El conductor, aún junto al otro hombre, mira a su reloj.

––Ya no llegamos... si se toma un taxi, en una de esas...

––Este pibe necesita comer algo salado. Venga, muchacho, yo lo acompaño, el bar de la otra cuadra está abierto.

Ahora estamos frente a un Abel atónito, que sabe de sus malestares crónicos pre-viaje, pero al que nunca le ha ocurrido desmayarse. Instintivamente, busca su bolso, con la mirada aún algo ida, recuperando el dominio de sí. El conductor ya lo deposita a su lado, sobre el banco; el motor diesel espera ronroneando al ritmo del inyector y la bomba de pique.

––Tómese un taxi, le quedan cinco minutos...

El hombre mayor espera una respuesta de Abel mientras el chofer, desde el estribo, anuncia al pasaje el final del espectáculo. Luego, un Abel repuesto se pone de pie y le da la mano al hombre, que tiene apoyada la suya en su hombro.

––Voy a seguir su consejo, pero no se moleste, siga viaje... gracias. En serio.

El viejo sube al colectivo y Abel los ve partir en una dirección que entonces le parece el sentido contrario al que los había llevado hasta ahí.

 

 

Fin primera parte

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