Reparación - Tercera Parte
Con los ojos cerrados, recostada a la izquierda de
Abel pero sin rozarlo, con su voz de contralto que parece salir de su talle y
que no rompe el silencio sino que lo hace más liviano, Laura sigue vagando con
sus palabras a través del tiempo detenido, en una de esas experiencias milagrosas
que, a veces, no llegamos a concedernos en toda una vida.
––Ya son casi dos años que no veo a mi hermano; al
verdadero, a mi benjamín. La última vez que nos encontramos ya era todo un adulto. Vino recién casado (se casó al toque de recibirse) y los dos juntos
parecían “el Doctor Mario y su cortesana Mata Hari”. Si mal no recuerdo se los
dije mientras tomábamos algo después de la cena y no les gustó para nada. Pero
ahora me acuerdo de él cuando tenía 15 años... era un nabo hecho y derecho,
pero yo lo quería... lo quiero. Lógicamente él nunca pudo darse cuenta de eso
porque yo misma no me hubiera permitido demostrárselo. Pero ahora siento que lo
extraño, aunque extraño al benjamín y no al abogado pero... en fin, es lo que
me queda de familia. La otra parte se volvió esto.
Luego un gesto al aire, circular, abarcativo.
Abel la había escuchado como a música incidental,
disfrutando el tono mezzo e hiato de su voz, dejándose envolver por la textura.
Al cabo de un corto silencio le pregunta por su otro yo.
––Es un filántropo disfrazado de nihilista... a
fuerza de sufrimiento... un artista nato y corrosivo, mudado en...
Tres segundos de silencio; luego desde lo que
parece otro punto de partida:
––Es de corazón puro, y es implacable hasta con él
mismo, al punto de imponerse penitencias a faltas de las que vos ni te darías
cuenta...
Otra pausa. Piensa. Las dos veces ha comenzado con
decisión para apagarse envuelta en... ¿dudas? Parece no estar conforme con
ninguna de sus exposiciones; hace un último intento,
––Es autodestructivo.
Punto final.
Abel trata de imaginárselo pero le es imposible,
siempre acaba frente a facetas conocidas de sí.
De pronto ella se incorpora sobre un codo, mira a
Abel, dice:
––¿No pensás contarme nada más de vos?
El hace que piensa, pero solo mueve sus ojos hasta
que se enfocan en ella.
––Mi tía Roberta fumaba como un escuerzo. Nos
cansamos de advertirla pero ella siguió y siguió hasta que se puso negra. Tan
negra que absorbió toda la luz que la rodeaba, se hizo singularidad y
desapareció.
Laura escupe todo el humo de su cigarrillo en una
carcajada, tose; luego vuelve a recostarse, a mirar al techo.
––Sos hijo único, ¿no?
Pausa; silencio.
––Sí, estoy segura.
Laura había preguntado como un formalismo, pero
también a modo de aseveración. Luego, ante la ausencia de respuesta, había
vuelto a su fuerte y ya seguía exhalando esas burbujas de infinito que
continuaban esparciéndose sobre ambos. Todo esto sin notar que unos segundos
atrás, cuando habían despertado al tiempo sin quererlo, el otro se había vuelto
impermeable.
…
––¿Y ahora qué... pensás ir a la policía?
El tono de Pablo ya no es el de siempre. Su
habitual sarcasmo ha sido suplantado por un tono frío y tajante, de carácter
imperativo. A simple vista, puede notarse que su temple se ha alterado. Y no es
por esa hora inconveniente de la madrugada; queda muy claro que no gusta en lo
absoluto de aquello que le toca compartir a la fuerza.
––¡Tengo la firma
¿Te parece poco?!
––Me parece nada
¿O, acaso, vos creés que con esa cartita de secundaria y sin ninguna prueba
concreta vas a llegar a algo? Si hubiera algo a lo que se mereciera llegar. Estás muy errado, viejo.
––Tenemos a tu amigo y el bardo del hotel... eso ya
lo justifica; si te importa tan poco lo poético en este enjambre.
Por dentro, Abel no puede dar crédito a lo que está
diciendo. Pero ni sueña con detenerse.
––¿Y vos podés aseverar que el que firmó este
papelito es el mismo tipo?
Eso no tiene discusión: es un hecho.
Pero, en realidad, algo le está diciendo que, tanto
Laura cuanto él mismo no desean un tercero involucrado y mucho menos si este es
La Policía.
(Pablo, por
defecto, no cuenta.)
Es que en su fuero más íntimo es consciente de que
el quid de su obsesión aún es un
misterio, y que se encuentra tan desnudo como al principio.
Había llegado al departamento de Pablo bien entrada
la madrugada y, momentos después de haber comido los restos de una pizza
encontrada en la heladera, se había volcado al estudio de la situación, sin
éxito. Sabía que ambas hojas pertenecían a la misma agenda, y las había unido
como en un rompecabezas, y estaba seguro de que encerraban la respuesta a una
pregunta desconocida que era vital e imprescindible encontrar para poder seguir
adelante. El vértigo, en su lenguaje de terrenos blandos, le gritaba que
abriese ya la puerta y viera en su
interior. Pero él no tenía la llave, o bien era incapaz de usarla. Prefería
continuar trastabillando por los corredores de ese castillo kafkiano, tal vez
buscando un punto débil. O un pasadizo oculto.
Estaba muy lejos de darse por vencido.
Si esa droga que lo había hecho todopoderoso ya se
había desvanecido, y su bajón lo llevaba a ser casi el mismo del inicio, sentía
esa íntima convicción de hallarse muy cerca del punto crítico, donde se
encontraría de una vez y frente a frente con aquello que necesita conocer.
––No sé, viejo, pero de alguna manera tengo que
llegar al fondo de esto.
Pablo, lejos a más no poder de conmoverse y sobre
el terreno firme que su amigo le ha cedido, busca que Abel comprenda lo
ridículo de la situación. El fin… que sea de libre interpretación.
A punto de acostarse nuevamente, aún sentado en la
cama, sentencia:
––Mirá… yo no sé qué bicho te picó ni por qué estás
tan interesado en este asunto, pero te
tenés que dar cuenta de que no estás actuando como un tipo adulto; cuerdo.
Si me dijeras que te mandaron a investigar... o que te estás tomando unos días
de joda... vaya y pase. Pero estás actuando como un alienado. Fijate que hace
como cinco días que estás acá, no das signos de vida a tu mujer (que, dicho sea
de paso, ayer a la tarde llamó a mi
laburo y fue una suerte que yo no estuviera), te metés en un asunto que de
lejos ya se ve turbio... me parece que tendrías que pensar un poco en todo eso.
Y la conclusión es un tajante “buenas noches”.
Era cierto, su amigo tenía la razón, así debía ser.
Abel, en su caminata de regreso y en medio de sus
elucubraciones ya lo había decidido así, pero...
***
––¿Estás asustada?
Aun recostada junto a Abel, Laura demoró en
contestar; luego, midiendo la situación,
––Él tenía la
llave.
Abel, buscando palabras con la dificultad de quien
contiene el aliento, atina a decir:
––Más a tu favor: si hubiera querido molestarte
habría entrado.
Pero su afirmación carece de seguridad. Más aún
cuando eso es lo que él hubiera deseado. Algo sobre lo cual parecieran no
importarle las consecuencias.
––Vos no lo conocés, no querrías encontrarte con él.
Hizo una pausa en la que aparentó estar sopesando
sus palabras y viendo otra vez dentro ––y más allá–– de él. Luego volvió a su
pose dorsal.
Para un Abel tan temeroso de un dios vindicativo
como de cualquier nueva comparación con el otro, la espera significó una
abducción. Entonces sale del paso.
––¿Conocías ese texto, el de la nota?
––Nunca leí nada de sus agendas, solo conozco eso
que él me contaba en voz alta.
Claro, así él
es inocente, su coartada es perfecta, está bien claro.
Laura vuelve a sus palabras para coronar tal cómo
había comenzado con un vos no lo conocés.
Abel acalla la expresión de sus deseos.
¿Cómo podría llegar a sentirse esa pobre criatura
si, de golpe y porrazo, se encontrara ante el vero móvil de los actos de su
apoyo eventual?
Abel piensa desde su centro, pero no olvida el peso
de la chica en la trama que está desatando, ni minimiza su importancia en la
búsqueda de un significado.
Ahora siente que la historia, terminada su
gestación, va a darse a luz; solo espera que no vaya a hacerlo desde un cuerpo
sin vida.
Hablando más para sí que para ambos, deja que su
pensamiento se escuche.
––De todas formas sigo pensando en que debería
encontrarme con él.
Laura se incorpora una vez más y, con una mirada
nueva que le hiela la sangre, sentencia:
––Si así debe
ser él va a encontrarte.
…
Pablo, bajo el marco de entrada a su departamento,
se muestra como un modelo perfecto de naturaleza muerta.
El fax de Celina, que segundos atrás empuñaba como
estandarte de batalla; la violencia con la cual había abierto la puerta; todo
queda ahora desplazado por el peso inmensurable de ese sobre al medio de la
mesa que, tomando a Abel y todo lo que lo circunda como satélites, se ha
convertido en el único centro de atención.
Axiomático.
Algo en la escena me hace recordar a aquellas
entrañables películas, donde presentaban a la bomba de tiempo y al héroe
enfrentados. La vida y la muerte jugadas al azar. ¿Cable rojo o azul? Pero es
solo una impresión. Y es arbitraria. Vamos al presente,
Un Abel hipnotizado observa esta gruesa carta de
papel madera arrugado, aún sin atreverse a abrirla. Fue entregada por su
anónimo remitente ––ningún sello postal admite otra posibilidad–– a la puerta
misma del departamento de su amigo, y lleva su nombre completo escrito con marcador indeleble, y por su caligrafía, a las
corridas. Igual Abel ya se percató de la similitud con la tipografía manuscrita
de sus dos hojas de agenda.
La noche anterior, ya de madrugada y luego de la
charla con Pablo, Abel había tomado una larga ducha para quedar espabilado.
Decidido a desayunar sin molestarlo, había salido temprano, mientras éste
dormía. Así había emprendido una larga caminata por la costa, perdiendo el tiempo,
abriendo el apetito. A su regreso al departamento ya era hora de la merienda. Y
el sobre ya estaba al pie de la entrada.
Después de unos segundos de pánico, emoción y
desconcierto, advirtiendo que su amigo no estaba, había corrido a recepción,
para descubrir que el portero no estaba al tanto de sobre alguno, y que nadie podría haber entrado para entregarlo.
No. De ninguna manera. Imposible. Una certeza razonable.
Ahora, junto a su amigo boquiabierto, representan
una escena que un dios, un alienígena o el operador de una cámara oculta,
observarían con impaciencia: uno a la derecha, hundido en su silla, con sus
brazos colgando y viendo al sobre; el otro a la izquierda, la puerta aún
abierta, brazos caídos y una expresión cercana a la subnormalidad. Seguramente,
ese Gran Hermano creería que estaba viendo alguna comedia de los ’70, o una
parodia caprichosa de estas a fin de siglo.
Y así debía ser. Porque solo restaba que la cámara
abriera su plano y dejase ver los bordes del decorado, las luces y, tal vez, a
un desesperado apuntador haciendo gestos ampulosos a estos dos actores, que
parecen haber abandonado todo intento de acción.
Pero no.
Porque los dioses también cometen errores, y el
error aquí descansa en quién o qué es el protagonista.
Y, como ya lo sabemos, éste es el sobre.
¿No?
Habiendo desaparecido así la presunción de una
falsa cuarta pared, todo prosigue con su curso satelital preestablecido; sea
esto:
Abel (levantando la vista hacia su amigo y hablando con
voz casi inaudible):
––Si Mahoma no va a la montaña...
Pablo (aún en la misma pose, sin haber movido un solo
músculo):
––¿Es lo que pienso?
Abel (afirmando sin un solo movimiento):
––...la montaña viene a Mahoma.
Pablo
(misma
pose, algo más suelto):
––Bueno ––casi
un suspiro––, era lo que estabas esperando ¿No?
Abel ahora no responde.
Más bien debería decirse que todo su cuerpo lo está
haciendo; que intenta hacerle comprender que, como tantas veces, cuando el
objeto de una obsesión se hace presente sin aviso, honrarlo es casi utópico.
Pablo parece comprender su respuesta, dejando el
fax boca arriba sobre la mesa, dirigiéndose lentamente al baño, abriendo la
ducha, preparando su muda para el trabajo. Con el golpe ha recuperado la
independencia, y queda claro que ya no seguirá con el juego un minuto más.
Dirigiéndose a Abel sin mirarlo, dice:
––Por si pensás en comer, la rotisería de la
esquina cierra en media hora.
…
––No te preocupes, él no va a volver. Casi podría
asegurarte que la nota que te pasó es su forma de despedirse. Conozco algo de esto
aunque no soy psicólogo. Esto pinta
como un final pomposo para su drama.
Abel le hablaba en un tono tranquilizante y
protector.
Laura, un escalón delante de él, podía verlo casi
en picado, y lo miraba con esa misma expresión que él ya le había conocido esa
primera vez en el bar. A pesar de que se sostenía a unos pocos centímetros de
la suya, no estaba velada por manto alguno; luego Abel entendía que ella se
alejaba por condición propia, dejando en el otro el hueco de su ausencia.
Impotente ante lo inevitable, Abel la besó. Y ese
beso, precedido por un involuntario “no
te preocupes... voy a volver”, lo había acompañado las casi veinte cuadras
de madrugada que lo separaban del departamento de Pablo, inundándolo de
pensamientos que se extendían por el tiempo, desde Celina hasta Laura, sin
saber dónde empezaba o terminaría su memoria.
Esto impidiéndole darse cuenta de que, unos metros
detrás de él, otra figura hacía su mismo camino y encarnaba a su aflicción,
pero en un mundo paralelo y muy, muy lejano.
…
Después de ducharse, Pablo abandona el departamento
sin decir una palabra.
Hasta ese momento, en compañía del canto a dúo del
agua con el raspado del calefón, Abel ha permanecido inmóvil, una pintura
rupestre, y quién sabe cuánto tiempo hubiese continuado así de no ser por el
portazo de su amigo. Ahora sus ojos, incómodos en la penumbra, le recuerdan que
ha dormido poco y nada.
En un acto que vuelve a ser reflejo, tienta otra
vez en sus bolsillos para descubrir que ya no tiene ningún pucho.
Entonces toma consciencia de dónde se encuentra,
con qué fragmento de la jornada coexiste y qué es aquello que descansa frente a
él. Aunque el presente del verbo sea poco feliz.
Se frota la nuca con la punta de los dedos y se
pone de pie.
Tras un ligero tambaleo marcha hacia la puerta y
enciende la luz.
Ahora se encuentra del lado opuesto; así el fax de
Celina, que es la otra presencia en el rectángulo académico de la mesa, punto
Nº 1 de la sección aurea, lo devuelve a la realidad sin escalas.
Al cabo de unos segundos ya está jadeando con su
cabeza en el inodoro, escupiendo bilis y sin lograr un alivio, mientras que la
comida que ha traído ya lleva una hora larga enfriándose sobre la mesada.
Como fuese, el vacío en su vientre, el mareo y ese
sorprendente efecto de levitación, lo han suspendido nuevamente en un estado
extático, casi místico, desprovisto de toda posesión.
Entonces vuelve a la mesa y, como corresponde,
empieza su tarea por aquello que debe apartar pronto de su camino.
Pablo:
Si sabés algo de Abel
por favor llamame.
Celina
Bien.
Ya
está limpio y libre para enfocarse en su iniciación.
Haciendo
a un lado el estorbo, que planea torpemente hasta capotar bajo el sofá cama,
toma el sobre con su mano izquierda y lo sostiene unos instantes frente de sí,
lo suficiente para percatarse de que su pulso nada debe envidiarle al de un
alcohólico a primera hora del día. Luego, con su mano libre, lo rasga por el
borde y, con esa misma mano ––la diestra–– extrae un puñado de papeles
manuscritos en trazos profundos que ante él se vuelven piedras talladas. Tablas
de leyes.
Como primera medida, deja el manojo a su izquierda,
respetando un orden que supone dispuesto por el creador. Por fin, toma aquella
hoja al tope del resto, la apoya frente de sí, y, con los codos sobre la mesa y
la cara entre las manos, comienza su lectura.
(…) penetrado
en el bosque tan profundo que tus pasos ya eran piel de la espesura. El río
afluente que fue tu guía era tan sólo ruido ciego, agua corriendo en balbuceos.
A grandes pasos te acercaste hasta su orilla para ver, ojos en blanco, el lazo
roto y su por qué. Y te inclinaste a beber, aunque el silencio fuera ausencia;
arrodillado, rogaste su perdón. Pero, perdida ya tu chance, te diste al sueño y
el olvido. Así dejando, al fin, de ser.
Y ahí termina la primera hoja.
Como no tiene encabezamiento, Abel busca
superficialmente un posible predecesor, pero se da por vencido casi al
instante; ¿qué es esta sentencia presuntuosa que ni está fechada ––porque no
puede confiarse a la data al tope, impresa por otros motivos––, que no guarda
relación alguna (salvo por su formalismo) con las dos notas que él posee, y que
tampoco da indicios de algún significado oculto, entre líneas?
Una
expresión de desencanto se ha instalado en sus rasgos, pero lo cierto es que se
siente estafado.
Y por
este fraude de unas pocas líneas, inscritas nerviosamente en la hoja de una
agenda, pareciera apenas ir recobrando el control.
Pronto
su estómago ha llamado; él puede sentirse hambriento una vez más.
Se levanta de su silla y va directamente a la
mesada: la carne en su salsa se ha vuelto gelatinosa; prueba un bocado de la
ensalada pero la zanahoria está ácida y su acritud se ha extendido a las
legumbres. Entonces busca en la heladera y, con un trozo de queso fresco (esto
podría ser alegórico, pero no puedo permitir que nuestro antihéroe se
intoxique) y un par de hogazas de pan lacteado improvisa un welsh
rabbit que así, frío, va mordisqueando
mientras regresa a su lugar.
Bien, ¿qué
esperabas, la fórmula de la Coca-Cola? Veamos qué más tiene para decir este
muñeco.
Nuevamente sentado, haciendo que su peso recostado
ponga a prueba la resistencia de la silla, toma la segunda hoja, cuyo espíritu
parece haber migrado del granito a la madera balsa, y vuelve a enfrascarse,
entre mordiscos, en las notas que le restan.
Cielo,
tierra, cielo, tierra, cielo... tierra: ¿creíste, acaso, que no iba a dejar de
rodar? Pero nada es eterno y hasta un vuelco, así en tu muerte, debe sí o sí
alcanzar su propio fin. Puedo decirte ya que lo ocurrido es todo en vano ¿o es
que ese flashback va a hacerte quien no sos? Seguís atado en esa pose ridícula
y dolorida, sin embargo, no hacés nada por escapar. No hay olor a combustible,
no hay fuego, sangre escapando; pero sí, querido imbécil, podés sentir que
estás vivo, y es ahí donde se acuña tu dolor. Ahora ves todo inclinado, casi
recto
No hay puntos suspensivos, tampoco uno conclusivo,
ni un tachón.
Una vez más supone que continuará en la hoja
siguiente. Luego, con un bufido, hace a un lado la ya leída tomando otra, según
el orden que ha dado por hecho:
¿Nunca
los habías visto?
El ángel y la
gárgola a tus pies.
Si mantenés
tus ojos un tiempo en la penumbra
Abel
alza la vista del papel... ¡esto no guarda relación alguna con lo anterior!...
y la próxima comienza con lo que se asemeja el esqueleto bocetado de un charla;
y la siguiente, una vez más, otra mención métrica y cadenciosa a una segunda
persona en otra nueva y nebulosa situación… nada tiene que ver con aquello que
ha estado esperando.
Si lo
que busca es una luz, o alivio, o lo que fuera, no parece que vaya a
encontrarlo en esas páginas.
Una de
las hojas, mayor en tamaño y particularmente extensa comparada con el resto,
ostenta la voz altiva de un manifiesto:
Esto es un
festín literario de despojos: pésimas novelas, prosa sin valor ni belleza en
versos extinguidos, imbéciles sistemas filosóficos y moralina trivial;
biografías harto insignificantes; libros tan pobres y vulgares que me
avergüenzo no tan solo de mis pares, sino de la raza humana en su totalidad.
Pobres
idiotas: ¿no se dan cuenta que cuesta tanto trabajo escribir un libro malo como
uno bueno? Ustedes que,
indignados y lastimados, aturdidos al ver por mí desnudo su estilo pirotécnico,
inexistente construcción, psicología falsa y melodramática trama, clavaron mis
manos a la cruz del silencio, ahora esperan, como buitres, comer de mi carne.
Pero sus almas son de inferior calidad. Sus
sinceridades serán, cuando menos, expresadas de un modo falto de interés; su
trabajo malgastado como el tiempo de quienes los leen: ávidos carnívoros de
apetito crónico y caníbal de confidencias personales.
La
Naturaleza es monstruosamente injusta, y no existe sustituto para el talento.
La industria les dará poder, pero aún no serán nada. Podrán adquirir técnica,
pero no un alma.
Bueno...
al menos algo de sangre entre tanta bagatela.
¿Célìne?
No se
arriesga.
Tampoco
yo.
Abel
se restriega ambos ojos con los nudillos y, con su mirada fuera de foco, echa
un vistazo al reloj de pared que ha seguido su camino: ya son más de las tres.
¿Cuánto
tiempo habré estado con el culo pegado a la silla?
Pablo
no tardará en regresar de su trabajo… a ver…
Toma
al azar otra hoja del montón, y luego de un profundo bostezo, se enfoca a duras
penas en su contenido, que dice algo así:
Sabés
que te quiero desde siempre, desde antes. Si no lo habías sentido es mi falta:
así la acepto. Pero el tiempo que pasamos sin nosotros es aquello que los otros
llaman vida, aun sin saber que no han nacido. Por eso dije ––y ahora regreso a
repetírtelo–– que el amor es solamente la palabra que
ellos usan...
Otra
voz se ha unido increscendo hasta
asumir el rol principal, y ahora lee por él, para él.
“...para
fingir que han llegado al día, pero vos y yo sabemos...”
Y la
voz ya no lee sino que le habla desde un lugar ubicuo, en un ritmo que lo
envuelve en su burbuja, llevándolo hacia un plano vedado, oculto.
“...que
esto era inevitable...”
Y esa
voz parece la de Laura y él, a su vez, es el otro, y en una fracción de la nada, ha llegado a la puerta del abismo
y ya la está abriendo...
“...que
no es culpa de nadie...”
...y
al abrir la puerta, mil agujas como filamentos de electrones escapando por sus
poros se concentran esta vez en una sola caricia que lo empuja a su destino; a
despojarse de sí mismo y ver... pero esa caricia no es más que su amigo
sacudiéndolo por el hombro.
––Loco,
por qué no te vas a dormir como Dios manda y mañana seguís con el resto...
Estabas balbuceando y babeándote.
Abel, sobresaltado, incorporándose lentamente, con
voz carraspeada dice:
––Mañana me estoy volviendo, Pablito.
Después de una pausa, cargando con las palabras que
se arrastran a la fuerza por su garganta, agrega:
––Te digo que no sé qué carajo me pasó pero
aprovecho para pedirte disculpas por todo... si sirve de algo…
Pablo se queda viéndolo unos instantes.
Y es que por un segundo tuvo ante sí a la imagen de
su amigo envejecido y derrotado; los años que no aparentaba se habían
multiplicado, las pocas canas parecían haberse reproducido, y las arrugas en su
rostro fueron las de un papel ajado y amarillento.
Pero eso solo por un segundo.
Un segundo en el cual podría haberse dicho que
Pablo sintió algo cercano a la misericordia, o tal vez algún gramo de
comprensión; un segundo de carácter excepcional, único e irrepetible.
––Bue...
hacé lo que quieras, yo me voy a dormir.
Ya cerrando la puerta de su dormitorio, va diciendo
a su manera que descanses y suerte, expresado
como
Si te vas
antes de que me levante dejale las llaves al portero.
Abel suspira toda una vida y echa otro vistazo a
las hojas que ha esparcido por toda la mesa.
En su mayoría, son pequeñas y no están completas;
en el más optimista de los casos, están cubiertas en sus tres cuartos. Tiene la
amarga sensación de haber estado perdiendo el tiempo en algo que no se lo
merece, y ahora, por un agotamiento solo comparable al del que lucha consigo
mismo hasta caer vencido, desea abandonarlo todo y volver a su ritmo de vida
habitual, tal vez propio.
Aún sentado, esperando por que la culpa le de
fuerzas para hacer su bolso ––no le importa la hora, piensa en marcharse cuanto
antes––, sigue recorriendo con sus ojos los papeles dispersos sobre la mesa.
Estos
papeluchos en las manos de un editor no aguantan ni tres líneas.
Algunas hojas son pequeñas, de agendas de bolsillo,
y están completas hasta los bordes; mientras que otras más grandes,
avergonzadas, apenas ostentan un garabato: terrenos infértiles numerados en
lotes.
Lotes...
Se detiene un momento en las fechas impresas.
Entonces los números, saliendo de su letargo,
forman a las páginas en orden cronológico.
Luego éstas, por entrenamiento militar,
encolumnadas cada una en su batería y por su lema, se presentan ante él en
filas obedientes: Abel debe pasar revista.
Nerviosamente busca en sus bolsillos hasta que
encuentra los dos pedazos que ya tenía, ahora identificados con los de su grupo
de origen ––la batería Octubre/Noviembre 1992––; pronto escruta, en orden
decreciente, aquellos que los preceden hasta que da con el que aparenta ser
cabeza de escuadra:
La viste y, a
tu tiempo, fuiste a ella porque así debía ser.
La
dueña del destino, fue tu sino aún antes y luego; pero su leche se hizo agria
en tu garganta y vos mordiste donde habías de besar.
Alarma.
Las tribulaciones que lo habían abandonado están
regresando a los tropiezos; han olido sangre.
El segundo en la fila da su paso al frente:
...y vos
luchaste por hacer que fueran uno pero era ella uno en sí misma y vos los dos.
A su lado, en sí, al margen de ambas partes te
––un fragmento ilegible, tachado––
...así fueses
quién ya no era, no habría vuelta atrás.
Así, uno tras otro, los apuntes desfilan frente a
Abel a paso de marcha, movidos por una fuerza ajena a su control, manteniendo
el paso sin moverse del lugar.
Y golpean cada vez con más fuerza; la fuerza de
una, cien, mil botas martillando en su cráneo; cada palabra forzándolo a leerla
en todos sus ecos para así, desprendida de su significado, hacerse comprensible
para él.
La
buscaste ciego, sordo, mudo, inválido, pero ella era sí propia más allá. Fuiste
testigo de tu intensa nulidad cuando creíste que ahí estaba y era tan solo tu
impericia, eras vos. Pero la sombra que dejaste al retirarte de su halo fue más
grande que tu misma presunción y así, por fin ausente, fue ella quien ––ojos
abiertos–– al volverse te encontró
Sin punto final, tachones ni rasgaduras.
Y otro más:
...y como no
podés llegar a ella con tus formas, pateás el juego, y ahora es ella quien no
entiende; pero... ya está. Y ves sus lágrimas por primera vez corriendo, y ya
estás lejos y no pensás en regresar.
Un suspiro profundo; luego silencio.
A los dos últimos ya los conocía de memoria.
Todo está muy claro, ya no hay lugar alguno para la
duda: lo que aquel loco había escrito no era ficto sino su realidad alienada, y
pensaba llevarlo hasta su fin. El fin de su
obra, hacerla viva, carne.
¡Eso era!
Está convencido.
Entonces sí, saliendo de su tienda de campaña (el
sobre) se presenta ante él quién hubo permanecido entre las sombras. Una hoja
diferente, blanca, tersa, flamante, tal vez de una agenda recién estrenada. Y
desde la arrogancia que ostenta como jefe de todo el cuerpo, se dirige a Abel
en estas palabras:
Mi estimado
“editor”:
Cómo habrás
notado, estos misérrimos excretos carecen por completo de peso literario. Solo
los hice llegar a vos porque tu búsqueda despertó mi simpatía. Y porque ya no
me son útiles.
Solo ver
cómo te envilecías y degradabas por una provocación que ni en mis más
descabelladas elucubraciones podría haber urdido hizo que me detuviera algo en
la situación, pero no más de lo necesario para entender qué había provocado en
vos. Algo que, para serte sincero, en este mismo momento vuelvo a preguntarme,
y desconozco.
¿Cómo lo
supe, cómo te encontré? Ah… ¡esas cosas no se preguntan!
Asumo
mi egoísmo. No tengo falsas modestias.
Pero
sí puedo notar tu primer y fundamental error: vos buscás algo que aún no he
escrito. Tal vez esté sepultado en alguna parte, algún tiempo, o solo sea cosa
de tu imaginación. O estés simplemente loco y así se responda a la pregunta;
pero lo dudo.
Por
eso, para no gastar pólvora en infieles y como muestra de mi infinita
condescendencia, voy a darte algo que puede llegar a ayudarte, o al menos,
provocar que eso en la punta de tu lengua se grite a voz en cuello.
Muy
pronto, y si tenés el coraje suficiente, vas a ser testigo de la única obra que
voy a considerar de mi propiedad una vez acabada.
Vamos: ¿acaso
pensás negarme que las obras son huérfanas sin el bagaje personal, biográfico?
Admito que alguna no; pero el bruto sí lo son. Podría pasarme la noche entera
regalándote ejemplos, pero ese no es mi punto.
Así,
entonces, si fui lo suficientemente hábil para comprenderte, tal vez pueda
ayudarte a contestar a esa pregunta que te roe las entrañas y para la cual,
querido imbécil, yo no tengo la respuesta.
…
Antes de que la patrulla lo encerrara y los policías lo
detuviesen, Abel había corrido inconsciente unas diez o doce cuadras,
salvándose por azar de ser atropellado, romperse las narices y volverse sapo
bajo un camión.
Luego, cuando su actitud sonámbula fuera interpretada como
desacato, había sido doblegado, puesto de cara a la pared y manoseado como un
tomate de feria. Al tiempo que escupía frases sin sentido, había soportado unos
minutos debatiéndose, hasta que el aire, negado a oxigenarlo, lo postrara
genuflexo y babeante. Por fin desvanecido, había conseguido el raro privilegio
de ser cargado por los agentes hasta una ambulancia, rodeado por la turba que,
dividida en bandos, gritaba tanto en su contra como a su favor; conjeturando y
sin entender nada de lo que ocurría, huelga decirlo.
Cuando despertó estaba solo e incómodo, recostado en la
litera de un cuarto húmedo y gris; la cabeza le dolía desde el centro de la
espalda y notaba un roce extraño en la ropa contra su piel. Su percepción
entumecida apenas le permitió ver que llevaba puesto otro atuendo: ropa de
fajina. Aún no se había incorporado cuando, a través de sus cien capas de
dolor, oyó una voz que daba la alerta de su despertar.
Para cuando ha logrado sentarse en la litera que hiede a
moho, la puerta de barrotes ya está abierta y otra voz, que le parece la de una
enorme cigarra, le ha ordenado que lo acompañe, por favor.
Así llega, aterido, tembloroso, frágil y dolorido, a lo
que parece ser un despacho donde un tipo de uniforme similar al de su guía lo
espera inclinado sobre el teclado de su máquina.
Luego una voz, fuera de su plano focal:
––Nombre…
––S., Abel Ricardo.
––Dirección…
––Vernet-ocho-cuarenta y cinco-ocho-be-Capital.
Responde desde y a través de su tormento, pero su voz,
baja y cansada, es firme y consistente.
––Fecha y lugar de
nacimiento...
––Tres-cuatro-setenta-Capital.
––Estado civil...
––... casado.
Abel solo escucha el eco de una voz mecánica haciendo un
cuestionario en código Morse. El que teclea, de vez en cuando levanta la vista,
para escrutar al interpelado y cruzar una mirada con su superior invisible, a
espaldas de Abel, junto a la puerta. Este, confrontándolas con sus notas,
asiente a las respuestas.
––Profesión...
––Periodista.
El que está a sus espaldas consiente.
––Espere un momento, por favor.
Abel permanece sentado y sin mover un músculo; así lo ha
hecho durante toda la formalidad.
Al cabo de unos instantes, un agente más joven ingresa con
las ropas de Abel sucias y estrujadas, pero secas. Después de esperar
inútilmente porque él las tomase, apoyándolas en su regazo le dice:
––Va'ser mejor que te cambiés
y desacansés un rato.
Ahora Abel va despertando a preguntarse cómo y por qué
está ahí.
El que había consentido a sus respuestas completa la
frase:
––Después ya va a tener tiempo para explicarnos qué le anda
pasando.
El mismo que le ha traído su ropa lo conduce de nuevo a la
celda. Esta vez, antes de cerrar, le dice:
––Ojo, que te cambiamos las mantas pero el colchón todavía
está un poco mojado; lo que pasa es que no te despertabas y nos dio miedo y te
tiramos un baldazo de agua y salpicamos todo, pero tenías un viaje que ni ahí.
Luego una risita de rata. O de ardilla. Pequeña y aguda.
Una cinta acelerada.
Abel, con la ropa colgando de su mano, de espaldas al otro
y la cabeza apenas vuelta, lo está escuchando. Y aún parece no entender.
––Ojo, que no queremos tener que llamar a la morgue.
Dicho esto, cierra la reja otra vez. A Abel le parece que
sin ponerle llave.
Ahora, viviendo su migraña en cada instante con
intensidad, ha empezado a desnudarse lentamente, hallando en el frío un aliado
en su lucha. Luego, dejando la otra ropa bien doblada sobre el banquito, se ha
recostado en la litera buscando asilo en brazos del sueño. Para cuando cree
estar consiguiendo su cometido, una presión en aumento sobre su brazo izquierdo
lo trae una vez más a la consciencia.
Con los ojos aún cerrados, puede escuchar otra voz,
diferente en timbre y entonación de las otras; ésta más grave: la voz de una
tuba.
––Bien, bien... la presión es todavía algo baja pero el
pulso está muy bien.
Luego abriéndole un ojo, sobresaltándolo,
––¡Bueno! Ya estamos conscientes…
Pausa mirando a los demás.
––¿Cómo se siente, muchacho?
Abel le responde con voz flaca, de garganta
––Me duele mucho la cabeza.
––Eso es lógico después de haber tenido 200 de pulso y
14/9 de presión... dale gracias a tus arterias. En especial a las que están en
tu cabeza.
Ahora, en un tono diferente, dirigido a otro que a Abel se
le antoja como un superior,
––Ya puede levantarse tranquilo, está débil pero no hay
riesgo alguno.
Dicho esto, deja su banquillo ––que ya es retirado por el
agente joven–– y, fuera de la celda y de la vista de Abel, conversa con alguien
más en tono grave, inflexible.
––Tiene que comer algo ya,
pero de a poco; está hipoglucémico, pero el análisis no dice nada raro hasta
ahora (hay que esperar); y está bajo de glóbulos rojos, pero no anémico. En mi
opinión es un pibe sano como un toro y loco como una cabra, ahora habría que
ver por qué no...
Pero la voz se ha alejado por ese pasillo que él ya
conoce, perdiéndose de a poco hasta que, después de una puerta abierta y
mezclada con máquinas y radios, ha perdido su identidad.
El agente en la reja ahora abierta ––un muchacho de unos
veinte años––, en una pose que no es rígida pero tampoco relajada, mira ora a
Abel, luego al pasillo, como esperando alguna orden que lo saque de ahí.
Abel, aún confundido, se dirige al otro aclarándose la
garganta.
––¿Qué me pasó?
Su voz se va afirmando lentamente.
––¿Cómo llegué acá?
En un tono que hubiese hecho reír a un Abel sano hasta las
lágrimas, una voz trémula y aguda con pretensiones de tenor, le responde
––De eso ya va a hablar con el comisario.
Fue una pena que justo lo llamaran y, presto, haya salido
casi corriendo hacia donde Abel no podía ver; unos segundos más de esa presencia
le habrían devuelto su buen humor.
Pero otra vez está solo. Y empieza a recordar.
Y sus recuerdos recaen abruptamente en hojas de agenda
formadas y dispuestas a marchar. Los pasos, remarcados y a la espera,
semejantes a una tortura por goteo. Porque las tropas no avanzan, y la orden de
avante, que Abel no ha sabido dar, se
convierte en otra pieza ausente que pesa por todo el rompecabezas.
Acto seguido, otro agente le acerca una bandeja de
plástico con un sándwich desproporcionado y un vaso con jugo.
––Va’ ser mejor que comás;
no queremos que después se ande hablando mal de la hospitalidad de la brigada.
Abel, aún sintiéndose inapetente, hace caso no tanto al
uniformado, sino al recuerdo de las palabras de la tuba.
Por fin, un oficial se presenta ante la puerta,
invitándolo en un tono distinto a que lo acompañe. Esta vez el recorrido es
algo más largo, pasando por la oficina ya conocida hasta desembocar en un
despacho, tras de una puerta que él no había notado.
Ahí un hombre de edad mayor al resto, de civil, sentado a
su escritorio y concentrado en sus papeles, lo invita sin verlo a que tome
asiento.
Abel obedece, pasando por el camino que el oficial le deja
libre. Sin abrir aún su boca, ya esta escritorio de por medio con quien,
adolescente de insignia, demuestra una jerarquía diferente, superior.
Éste continúa hojeando sus papeles un instante; luego
levanta la vista hasta enfocarla en Abel. Con el fardo aún en sus manos, le
habla en tono afable.
––Cuénteme, muchacho.
Y Abel, sin omitir detalles, le narra todo lo que ha
hormigueado en su persona, todo aquello que horas atrás se había puesto a su
alcance y que daba por indiscutible, otorgando un papel sobrevaluado a su
intuición, echando contraluces a las inquisiciones de su interlocutor, que da
vistazos acá y allá a los papeles de su escritorio.
Al fin del relato, el otro se toma un tiempo, tal vez para
repasar sus conjeturas, en silencio. Luego, como dirigiéndose a sí mismo:
––Parece que es así...
Y luego a Abel,
––¿Podría esperar en el pasillo unos minutos, por favor?
Después al oficial, que ya está abriendo la puerta,
––Que descanse un rato ahí nomás; y dígale a Gutiérrez que
venga, por favor.
Ahora Abel se ha dejado caer sobre el primer sillón a su
paso, de hierro, tapizado en cuerina y con botones asemejando el cinco en la
cara de un dado. Buscando adecuarse a ese ángulo obtuso no llama la atención de
los demás, muy poco interesados en algo que no fuera el partido de fútbol que
están viendo en el televisor que pontifica sobre una pila de archivadores.
Abel, sentado y casi recostado,
nota que aquella marcha in situ aún sigue
retumbando en su cabeza, que
los soldados no sólo se niegan a ceder; peor aún: cansados de esperar, se
rebelan y patean las paredes del cuartel, pidiendo que se les enseñe el camino a
la batalla.
Sí, ya lo sabemos, Abel lo
desconoce.
Entonces uno de los amotinados, que ha permanecido al margen de
los grupos rebeldes, se presenta ante él como el autor intelectual de la
insurrección, y con sus demandas. Con los ojos cerrados, Abel ve a esta hoja de
agenda contorsionarse y retorcerse sin comprender qué está tratando de
comunicarle. Luego, sin aviso, un bolígrafo la apuñala hasta hacerla jirones, y
la tinta desangrada sobre la mesa dibuja un rostro de mujer que él reconoce
pero no llega a recordar. Detrás, al fondo del escenario, una puerta se hincha
y abotaga y aquello que parece estar conteniendo ya está a punto de pasar al
plano frontal; es imperioso que Abel tome las riendas. Pero, es que él no está
ni estuvo al frente o al mando, su lugar es entre los soldados y esa puerta, y
es tan pequeño que apenas se permite su existencia en ese escenario. El control
lo ha tomado otra fuerza, y otros hilos dirigen los actos. Ha despertado a
quién sabe qué… entidad o presencia, y lo que suceda está ahora fuera de su
atribución.
Ha perdido una vez más contacto.
Luego un agente, seguramente enviado por el comisario o,
quién sabe, el mismísimo Torquemada, se dirige a él en tono monocorde.
––Quiere-venir-por-favor.
El comisario, que Abel aún no conoce, se presenta
formalmente. Luego, junto con un movimiento de cabeza, le indica que los
acompañe.
Por favor.
Momentos después, ya se encuentra en el asiento de atrás
de una patrulla que, prescindiendo de su sirena, ha ganado las calles y
prosigue a otro auto disfrazado de civil. Abel busca situarse en el mapa pero
no lo consigue, y a los pocos segundos ya está perdido, sin idea del punto de
la tarde al cual se están dirigiendo. Por fin reconoce una esquina, luego otra
y, finalmente, la cuadra que aloja al edificio donde vive Laura.
El coche gris se estaciona detrás de otra patrulla, ellos
enfrente. Así permanecen un rato; esperando la orden de apearse, supone Abel. Y
ve que del auto al que han seguido descienden el comisario y aquel quién horas
antes había dirigido su audiencia, aún de civil. Éste último, luego de hablar
con el portero, se vuelve al de uniforme que, con un gesto pronto, les indica
que se acerquen.
Todos, a excepción del conductor, lo hacen. Abel, al
primer paso trastabilla, y es que el viaje y el croar de la radio lo han
mareado aún más. A pesar de todo, se percata de otros dos policías a la puerta
y hablando con un muchachito; convirtiendo, tal cual su característica, al
cuestionado en sospechoso, imagina.
Ya dentro de la recepción, el portero escolta el paso
camino del ascensor.
Dos suben con Abel, el de civil y el comisario.
Frente al departamento de Laura hay otro agente con atavío
de calle y un manojo de llaves, esperando la orden para abrir la puerta; el
otro ascensor eructa dos policías más, y estos se acercan a reforzar la escena.
El comisario, en un gesto grave de sentencia, da la orden,
y así el último obstáculo en el camino de Abel desaparece.
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