Reparación - Tercera Parte

 

Con los ojos cerrados, recostada a la izquierda de Abel pero sin rozarlo, con su voz de contralto que parece salir de su talle y que no rompe el silencio sino que lo hace más liviano, Laura sigue vagando con sus palabras a través del tiempo detenido, en una de esas experiencias milagrosas que, a veces, no llegamos a concedernos en toda una vida.

––Ya son casi dos años que no veo a mi hermano; al verdadero, a mi benjamín. La última vez que nos encontramos ya era todo un adulto. Vino recién casado (se casó al toque de recibirse) y los dos juntos parecían “el Doctor Mario y su cortesana Mata Hari”. Si mal no recuerdo se los dije mientras tomábamos algo después de la cena y no les gustó para nada. Pero ahora me acuerdo de él cuando tenía 15 años... era un nabo hecho y derecho, pero yo lo quería... lo quiero. Lógicamente él nunca pudo darse cuenta de eso porque yo misma no me hubiera permitido demostrárselo. Pero ahora siento que lo extraño, aunque extraño al benjamín y no al abogado pero... en fin, es lo que me queda de familia. La otra parte se volvió esto.

Luego un gesto al aire, circular, abarcativo.

Abel la había escuchado como a música incidental, disfrutando el tono mezzo e hiato de su voz, dejándose envolver por la textura. Al cabo de un corto silencio le pregunta por su otro yo.

––Es un filántropo disfrazado de nihilista... a fuerza de sufrimiento... un artista nato y corrosivo, mudado en...

Tres segundos de silencio; luego desde lo que parece otro punto de partida:

––Es de corazón puro, y es implacable hasta con él mismo, al punto de imponerse penitencias a faltas de las que vos ni te darías cuenta...

Otra pausa. Piensa. Las dos veces ha comenzado con decisión para apagarse envuelta en... ¿dudas? Parece no estar conforme con ninguna de sus exposiciones; hace un último intento,

––Es autodestructivo.

Punto final.

Abel trata de imaginárselo pero le es imposible, siempre acaba frente a facetas conocidas de sí.

De pronto ella se incorpora sobre un codo, mira a Abel, dice:

––¿No pensás contarme nada más de vos?

El hace que piensa, pero solo mueve sus ojos hasta que se enfocan en ella.

––Mi tía Roberta fumaba como un escuerzo. Nos cansamos de advertirla pero ella siguió y siguió hasta que se puso negra. Tan negra que absorbió toda la luz que la rodeaba, se hizo singularidad y desapareció.

Laura escupe todo el humo de su cigarrillo en una carcajada, tose; luego vuelve a recostarse, a mirar al techo.

––Sos hijo único, ¿no?

Pausa; silencio.

––Sí, estoy segura.

Laura había preguntado como un formalismo, pero también a modo de aseveración. Luego, ante la ausencia de respuesta, había vuelto a su fuerte y ya seguía exhalando esas burbujas de infinito que continuaban esparciéndose sobre ambos. Todo esto sin notar que unos segundos atrás, cuando habían despertado al tiempo sin quererlo, el otro se había vuelto impermeable.

 

 

––¿Y ahora qué... pensás ir a la policía?

El tono de Pablo ya no es el de siempre. Su habitual sarcasmo ha sido suplantado por un tono frío y tajante, de carácter imperativo. A simple vista, puede notarse que su temple se ha alterado. Y no es por esa hora inconveniente de la madrugada; queda muy claro que no gusta en lo absoluto de aquello que le toca compartir a la fuerza.

––¡Tengo la firma ¿Te parece poco?!

––Me parece nada ¿O, acaso, vos creés que con esa cartita de secundaria y sin ninguna prueba concreta vas a llegar a algo? Si hubiera algo a lo que se mereciera llegar. Estás muy errado, viejo.

––Tenemos a tu amigo y el bardo del hotel... eso ya lo justifica; si te importa tan poco lo poético en este enjambre.

Por dentro, Abel no puede dar crédito a lo que está diciendo. Pero ni sueña con detenerse.

––¿Y vos podés aseverar que el que firmó este papelito es el mismo tipo?

Eso no tiene discusión: es un hecho.

Pero, en realidad, algo le está diciendo que, tanto Laura cuanto él mismo no desean un tercero involucrado y mucho menos si este es La Policía.

(Pablo, por defecto, no cuenta.)

Es que en su fuero más íntimo es consciente de que el quid de su obsesión aún es un misterio, y que se encuentra tan desnudo como al principio.

Había llegado al departamento de Pablo bien entrada la madrugada y, momentos después de haber comido los restos de una pizza encontrada en la heladera, se había volcado al estudio de la situación, sin éxito. Sabía que ambas hojas pertenecían a la misma agenda, y las había unido como en un rompecabezas, y estaba seguro de que encerraban la respuesta a una pregunta desconocida que era vital e imprescindible encontrar para poder seguir adelante. El vértigo, en su lenguaje de terrenos blandos, le gritaba que abriese ya la puerta y viera en su interior. Pero él no tenía la llave, o bien era incapaz de usarla. Prefería continuar trastabillando por los corredores de ese castillo kafkiano, tal vez buscando un punto débil. O un pasadizo oculto.

Estaba muy lejos de darse por vencido.

Si esa droga que lo había hecho todopoderoso ya se había desvanecido, y su bajón lo llevaba a ser casi el mismo del inicio, sentía esa íntima convicción de hallarse muy cerca del punto crítico, donde se encontraría de una vez y frente a frente con aquello que necesita conocer.

––No sé, viejo, pero de alguna manera tengo que llegar al fondo de esto.

Pablo, lejos a más no poder de conmoverse y sobre el terreno firme que su amigo le ha cedido, busca que Abel comprenda lo ridículo de la situación. El fin… que sea de libre interpretación.

A punto de acostarse nuevamente, aún sentado en la cama, sentencia:

––Mirá… yo no sé qué bicho te picó ni por qué estás tan interesado en este asunto, pero te tenés que dar cuenta de que no estás actuando como un tipo adulto; cuerdo. Si me dijeras que te mandaron a investigar... o que te estás tomando unos días de joda... vaya y pase. Pero estás actuando como un alienado. Fijate que hace como cinco días que estás acá, no das signos de vida a tu mujer (que, dicho sea de paso, ayer a la tarde llamó a mi laburo y fue una suerte que yo no estuviera), te metés en un asunto que de lejos ya se ve turbio... me parece que tendrías que pensar un poco en todo eso.

Y la conclusión es un tajante “buenas noches.

Era cierto, su amigo tenía la razón, así debía ser.

Abel, en su caminata de regreso y en medio de sus elucubraciones ya lo había decidido así, pero...

 

 

***

 

 

––¿Estás asustada?

Aun recostada junto a Abel, Laura demoró en contestar; luego, midiendo la situación,

––Él tenía la llave.

Abel, buscando palabras con la dificultad de quien contiene el aliento, atina a decir:

––Más a tu favor: si hubiera querido molestarte habría entrado.

Pero su afirmación carece de seguridad. Más aún cuando eso es lo que él hubiera deseado. Algo sobre lo cual parecieran no importarle las consecuencias.

––Vos no lo conocés, no querrías encontrarte con él.

Hizo una pausa en la que aparentó estar sopesando sus palabras y viendo otra vez dentro ––y más allá–– de él. Luego volvió a su pose dorsal.

Para un Abel tan temeroso de un dios vindicativo como de cualquier nueva comparación con el otro, la espera significó una abducción. Entonces sale del paso.

––¿Conocías ese texto, el de la nota?

––Nunca leí nada de sus agendas, solo conozco eso que él me contaba en voz alta.

Claro, así él es inocente, su coartada es perfecta, está bien claro.

Laura vuelve a sus palabras para coronar tal cómo había comenzado con un vos no lo conocés.

Abel acalla la expresión de sus deseos.

¿Cómo podría llegar a sentirse esa pobre criatura si, de golpe y porrazo, se encontrara ante el vero móvil de los actos de su apoyo eventual?

Abel piensa desde su centro, pero no olvida el peso de la chica en la trama que está desatando, ni minimiza su importancia en la búsqueda de un significado.

Ahora siente que la historia, terminada su gestación, va a darse a luz; solo espera que no vaya a hacerlo desde un cuerpo sin vida.

Hablando más para sí que para ambos, deja que su pensamiento se escuche.

––De todas formas sigo pensando en que debería encontrarme con él.

Laura se incorpora una vez más y, con una mirada nueva que le hiela la sangre, sentencia:

––Si así debe ser él va a encontrarte.

 

 

Pablo, bajo el marco de entrada a su departamento, se muestra como un modelo perfecto de naturaleza muerta.

El fax de Celina, que segundos atrás empuñaba como estandarte de batalla; la violencia con la cual había abierto la puerta; todo queda ahora desplazado por el peso inmensurable de ese sobre al medio de la mesa que, tomando a Abel y todo lo que lo circunda como satélites, se ha convertido en el único centro de atención.

Axiomático.

Algo en la escena me hace recordar a aquellas entrañables películas, donde presentaban a la bomba de tiempo y al héroe enfrentados. La vida y la muerte jugadas al azar. ¿Cable rojo o azul? Pero es solo una impresión. Y es arbitraria. Vamos al presente,

Un Abel hipnotizado observa esta gruesa carta de papel madera arrugado, aún sin atreverse a abrirla. Fue entregada por su anónimo remitente ––ningún sello postal admite otra posibilidad–– a la puerta misma del departamento de su amigo, y lleva su nombre completo escrito con marcador indeleble, y por su caligrafía, a las corridas. Igual Abel ya se percató de la similitud con la tipografía manuscrita de sus dos hojas de agenda.

La noche anterior, ya de madrugada y luego de la charla con Pablo, Abel había tomado una larga ducha para quedar espabilado. Decidido a desayunar sin molestarlo, había salido temprano, mientras éste dormía. Así había emprendido una larga caminata por la costa, perdiendo el tiempo, abriendo el apetito. A su regreso al departamento ya era hora de la merienda. Y el sobre ya estaba al pie de la entrada.

Después de unos segundos de pánico, emoción y desconcierto, advirtiendo que su amigo no estaba, había corrido a recepción, para descubrir que el portero no estaba al tanto de sobre alguno, y que nadie podría haber entrado para entregarlo. No. De ninguna manera. Imposible. Una certeza razonable.

Ahora, junto a su amigo boquiabierto, representan una escena que un dios, un alienígena o el operador de una cámara oculta, observarían con impaciencia: uno a la derecha, hundido en su silla, con sus brazos colgando y viendo al sobre; el otro a la izquierda, la puerta aún abierta, brazos caídos y una expresión cercana a la subnormalidad. Seguramente, ese Gran Hermano creería que estaba viendo alguna comedia de los ’70, o una parodia caprichosa de estas a fin de siglo.

Y así debía ser. Porque solo restaba que la cámara abriera su plano y dejase ver los bordes del decorado, las luces y, tal vez, a un desesperado apuntador haciendo gestos ampulosos a estos dos actores, que parecen haber abandonado todo intento de acción.

Pero no.

Porque los dioses también cometen errores, y el error aquí descansa en quién o qué es el protagonista.

Y, como ya lo sabemos, éste es el sobre.

¿No?

Habiendo desaparecido así la presunción de una falsa cuarta pared, todo prosigue con su curso satelital preestablecido; sea esto:

Abel (levantando la vista hacia su amigo y hablando con voz casi inaudible):

––Si Mahoma no va a la montaña...

Pablo (aún en la misma pose, sin haber movido un solo músculo):

––¿Es lo que pienso?

Abel (afirmando sin un solo movimiento):

––...la montaña viene a Mahoma.

Pablo (misma pose, algo más suelto):

––Bueno ––casi un suspiro––, era lo que estabas esperando ¿No?

Abel ahora no responde.

Más bien debería decirse que todo su cuerpo lo está haciendo; que intenta hacerle comprender que, como tantas veces, cuando el objeto de una obsesión se hace presente sin aviso, honrarlo es casi utópico.

Pablo parece comprender su respuesta, dejando el fax boca arriba sobre la mesa, dirigiéndose lentamente al baño, abriendo la ducha, preparando su muda para el trabajo. Con el golpe ha recuperado la independencia, y queda claro que ya no seguirá con el juego un minuto más.

Dirigiéndose a Abel sin mirarlo, dice:

––Por si pensás en comer, la rotisería de la esquina cierra en media hora.

 

 

––No te preocupes, él no va a volver. Casi podría asegurarte que la nota que te pasó es su forma de despedirse. Conozco algo de esto aunque no soy psicólogo. Esto pinta como un final pomposo para su drama.

Abel le hablaba en un tono tranquilizante y protector.

Laura, un escalón delante de él, podía verlo casi en picado, y lo miraba con esa misma expresión que él ya le había conocido esa primera vez en el bar. A pesar de que se sostenía a unos pocos centímetros de la suya, no estaba velada por manto alguno; luego Abel entendía que ella se alejaba por condición propia, dejando en el otro el hueco de su ausencia.

Impotente ante lo inevitable, Abel la besó. Y ese beso, precedido por un involuntario “no te preocupes... voy a volver”, lo había acompañado las casi veinte cuadras de madrugada que lo separaban del departamento de Pablo, inundándolo de pensamientos que se extendían por el tiempo, desde Celina hasta Laura, sin saber dónde empezaba o terminaría su memoria.

Esto impidiéndole darse cuenta de que, unos metros detrás de él, otra figura hacía su mismo camino y encarnaba a su aflicción, pero en un mundo paralelo y muy, muy lejano.

 

 

Después de ducharse, Pablo abandona el departamento sin decir una palabra.

Hasta ese momento, en compañía del canto a dúo del agua con el raspado del calefón, Abel ha permanecido inmóvil, una pintura rupestre, y quién sabe cuánto tiempo hubiese continuado así de no ser por el portazo de su amigo. Ahora sus ojos, incómodos en la penumbra, le recuerdan que ha dormido poco y nada.

En un acto que vuelve a ser reflejo, tienta otra vez en sus bolsillos para descubrir que ya no tiene ningún pucho.

Entonces toma consciencia de dónde se encuentra, con qué fragmento de la jornada coexiste y qué es aquello que descansa frente a él. Aunque el presente del verbo sea poco feliz.

Se frota la nuca con la punta de los dedos y se pone de pie.

Tras un ligero tambaleo marcha hacia la puerta y enciende la luz.

Ahora se encuentra del lado opuesto; así el fax de Celina, que es la otra presencia en el rectángulo académico de la mesa, punto Nº 1 de la sección aurea, lo devuelve a la realidad sin escalas.

Al cabo de unos segundos ya está jadeando con su cabeza en el inodoro, escupiendo bilis y sin lograr un alivio, mientras que la comida que ha traído ya lleva una hora larga enfriándose sobre la mesada.

Como fuese, el vacío en su vientre, el mareo y ese sorprendente efecto de levitación, lo han suspendido nuevamente en un estado extático, casi místico, desprovisto de toda posesión.

Entonces vuelve a la mesa y, como corresponde, empieza su tarea por aquello que debe apartar pronto de su camino.

 

Pablo:

Si sabés algo de Abel por favor llamame.

                                                                 Celina

 

 

Bien.

Ya está limpio y libre para enfocarse en su iniciación.

Haciendo a un lado el estorbo, que planea torpemente hasta capotar bajo el sofá cama, toma el sobre con su mano izquierda y lo sostiene unos instantes frente de sí, lo suficiente para percatarse de que su pulso nada debe envidiarle al de un alcohólico a primera hora del día. Luego, con su mano libre, lo rasga por el borde y, con esa misma mano ––la diestra–– extrae un puñado de papeles manuscritos en trazos profundos que ante él se vuelven piedras talladas. Tablas de leyes.

Como primera medida, deja el manojo a su izquierda, respetando un orden que supone dispuesto por el creador. Por fin, toma aquella hoja al tope del resto, la apoya frente de sí, y, con los codos sobre la mesa y la cara entre las manos, comienza su lectura.

 

(…) penetrado en el bosque tan profundo que tus pasos ya eran piel de la espesura. El río afluente que fue tu guía era tan sólo ruido ciego, agua corriendo en balbuceos. A grandes pasos te acercaste hasta su orilla para ver, ojos en blanco, el lazo roto y su por qué. Y te inclinaste a beber, aunque el silencio fuera ausencia; arrodillado, rogaste su perdón. Pero, perdida ya tu chance, te diste al sueño y el olvido. Así dejando, al fin, de ser.

 

Y ahí termina la primera hoja.

Como no tiene encabezamiento, Abel busca superficialmente un posible predecesor, pero se da por vencido casi al instante; ¿qué es esta sentencia presuntuosa que ni está fechada ––porque no puede confiarse a la data al tope, impresa por otros motivos––, que no guarda relación alguna (salvo por su formalismo) con las dos notas que él posee, y que tampoco da indicios de algún significado oculto, entre líneas?

Una expresión de desencanto se ha instalado en sus rasgos, pero lo cierto es que se siente estafado.

Y por este fraude de unas pocas líneas, inscritas nerviosamente en la hoja de una agenda, pareciera apenas ir recobrando el control.

Pronto su estómago ha llamado; él puede sentirse hambriento una vez más.

Se levanta de su silla y va directamente a la mesada: la carne en su salsa se ha vuelto gelatinosa; prueba un bocado de la ensalada pero la zanahoria está ácida y su acritud se ha extendido a las legumbres. Entonces busca en la heladera y, con un trozo de queso fresco (esto podría ser alegórico, pero no puedo permitir que nuestro antihéroe se intoxique) y un par de hogazas de pan lacteado improvisa un welsh rabbit que así, frío, va mordisqueando mientras regresa a su lugar.

Bien, ¿qué esperabas, la fórmula de la Coca-Cola? Veamos qué más tiene para decir este muñeco.

Nuevamente sentado, haciendo que su peso recostado ponga a prueba la resistencia de la silla, toma la segunda hoja, cuyo espíritu parece haber migrado del granito a la madera balsa, y vuelve a enfrascarse, entre mordiscos, en las notas que le restan.

 

Cielo, tierra, cielo, tierra, cielo... tierra: ¿creíste, acaso, que no iba a dejar de rodar? Pero nada es eterno y hasta un vuelco, así en tu muerte, debe sí o sí alcanzar su propio fin. Puedo decirte ya que lo ocurrido es todo en vano ¿o es que ese flashback va a hacerte quien no sos? Seguís atado en esa pose ridícula y dolorida, sin embargo, no hacés nada por escapar. No hay olor a combustible, no hay fuego, sangre escapando; pero sí, querido imbécil, podés sentir que estás vivo, y es ahí donde se acuña tu dolor. Ahora ves todo inclinado, casi recto

 

No hay puntos suspensivos, tampoco uno conclusivo, ni un tachón.

Una vez más supone que continuará en la hoja siguiente. Luego, con un bufido, hace a un lado la ya leída tomando otra, según el orden que ha dado por hecho:

 

¿Nunca los habías visto?

El ángel y la gárgola a tus pies.

Si mantenés tus ojos un tiempo en la penumbra

 

Abel alza la vista del papel... ¡esto no guarda relación alguna con lo anterior!... y la próxima comienza con lo que se asemeja el esqueleto bocetado de un charla; y la siguiente, una vez más, otra mención métrica y cadenciosa a una segunda persona en otra nueva y nebulosa situación… nada tiene que ver con aquello que ha estado esperando.

Si lo que busca es una luz, o alivio, o lo que fuera, no parece que vaya a encontrarlo en esas páginas.

Una de las hojas, mayor en tamaño y particularmente extensa comparada con el resto, ostenta la voz altiva de un manifiesto:

 

Esto es un festín literario de despojos: pésimas novelas, prosa sin valor ni belleza en versos extinguidos, imbéciles sistemas filosóficos y moralina trivial; biografías harto insignificantes; libros tan pobres y vulgares que me avergüenzo no tan solo de mis pares, sino de la raza humana en su totalidad.

     Pobres idiotas: ¿no se dan cuenta que cuesta tanto trabajo escribir un libro malo como uno bueno? Ustedes que, indignados y lastimados, aturdidos al ver por mí desnudo su estilo pirotécnico, inexistente construcción, psicología falsa y melodramática trama, clavaron mis manos a la cruz del silencio, ahora esperan, como buitres, comer de mi carne.

     Pero sus almas son de inferior calidad. Sus sinceridades serán, cuando menos, expresadas de un modo falto de interés; su trabajo malgastado como el tiempo de quienes los leen: ávidos carnívoros de apetito crónico y caníbal de confidencias personales.

     La Naturaleza es monstruosamente injusta, y no existe sustituto para el talento. La industria les dará poder, pero aún no serán nada. Podrán adquirir técnica, pero no un alma.

 

Bueno... al menos algo de sangre entre tanta bagatela.

¿Célìne?

No se arriesga.

Tampoco yo.

Abel se restriega ambos ojos con los nudillos y, con su mirada fuera de foco, echa un vistazo al reloj de pared que ha seguido su camino: ya son más de las tres.

¿Cuánto tiempo habré estado con el culo pegado a la silla?

Pablo no tardará en regresar de su trabajo… a ver…

Toma al azar otra hoja del montón, y luego de un profundo bostezo, se enfoca a duras penas en su contenido, que dice algo así:

 

Sabés que te quiero desde siempre, desde antes. Si no lo habías sentido es mi falta: así la acepto. Pero el tiempo que pasamos sin nosotros es aquello que los otros llaman vida, aun sin saber que no han nacido. Por eso dije ––y ahora regreso a repetírtelo–– que el amor es solamente la palabra que ellos usan...

Otra voz se ha unido increscendo hasta asumir el rol principal, y ahora lee por él, para él.

“...para fingir que han llegado al día, pero vos y yo sabemos...”

Y la voz ya no lee sino que le habla desde un lugar ubicuo, en un ritmo que lo envuelve en su burbuja, llevándolo hacia un plano vedado, oculto.

“...que esto era inevitable...”

Y esa voz parece la de Laura y él, a su vez, es el otro, y en una fracción de la nada, ha llegado a la puerta del abismo y ya la está abriendo...

“...que no es culpa de nadie...”

...y al abrir la puerta, mil agujas como filamentos de electrones escapando por sus poros se concentran esta vez en una sola caricia que lo empuja a su destino; a despojarse de sí mismo y ver... pero esa caricia no es más que su amigo sacudiéndolo por el hombro.

––Loco, por qué no te vas a dormir como Dios manda y mañana seguís con el resto... Estabas balbuceando y babeándote.

Abel, sobresaltado, incorporándose lentamente, con voz carraspeada dice:

––Mañana me estoy volviendo, Pablito.

Después de una pausa, cargando con las palabras que se arrastran a la fuerza por su garganta, agrega:

––Te digo que no sé qué carajo me pasó pero aprovecho para pedirte disculpas por todo... si sirve de algo…

Pablo se queda viéndolo unos instantes.

Y es que por un segundo tuvo ante sí a la imagen de su amigo envejecido y derrotado; los años que no aparentaba se habían multiplicado, las pocas canas parecían haberse reproducido, y las arrugas en su rostro fueron las de un papel ajado y amarillento.

Pero eso solo por un segundo.

Un segundo en el cual podría haberse dicho que Pablo sintió algo cercano a la misericordia, o tal vez algún gramo de comprensión; un segundo de carácter excepcional, único e irrepetible.

––Bue... hacé lo que quieras, yo me voy a dormir.

Ya cerrando la puerta de su dormitorio, va diciendo a su manera que descanses y suerte, expresado como

Si te vas antes de que me levante dejale las llaves al portero.

Abel suspira toda una vida y echa otro vistazo a las hojas que ha esparcido por toda la mesa.

En su mayoría, son pequeñas y no están completas; en el más optimista de los casos, están cubiertas en sus tres cuartos. Tiene la amarga sensación de haber estado perdiendo el tiempo en algo que no se lo merece, y ahora, por un agotamiento solo comparable al del que lucha consigo mismo hasta caer vencido, desea abandonarlo todo y volver a su ritmo de vida habitual, tal vez propio.

Aún sentado, esperando por que la culpa le de fuerzas para hacer su bolso ––no le importa la hora, piensa en marcharse cuanto antes––, sigue recorriendo con sus ojos los papeles dispersos sobre la mesa.

Estos papeluchos en las manos de un editor no aguantan ni tres líneas.

Algunas hojas son pequeñas, de agendas de bolsillo, y están completas hasta los bordes; mientras que otras más grandes, avergonzadas, apenas ostentan un garabato: terrenos infértiles numerados en lotes.

Lotes...

Se detiene un momento en las fechas impresas.

Entonces los números, saliendo de su letargo, forman a las páginas en orden cronológico.

Luego éstas, por entrenamiento militar, encolumnadas cada una en su batería y por su lema, se presentan ante él en filas obedientes: Abel debe pasar revista.

Nerviosamente busca en sus bolsillos hasta que encuentra los dos pedazos que ya tenía, ahora identificados con los de su grupo de origen ––la batería Octubre/Noviembre 1992––; pronto escruta, en orden decreciente, aquellos que los preceden hasta que da con el que aparenta ser cabeza de escuadra:

 

La viste y, a tu tiempo, fuiste a ella porque así debía ser.

La dueña del destino, fue tu sino aún antes y luego; pero su leche se hizo agria en tu garganta y vos mordiste donde habías de besar.

 

Alarma.

Las tribulaciones que lo habían abandonado están regresando a los tropiezos; han olido sangre.

El segundo en la fila da su paso al frente:

 

...y vos luchaste por hacer que fueran uno pero era ella uno en sí misma y vos los dos. A su lado, en sí, al margen de ambas partes te

––un fragmento ilegible, tachado––

...así fueses quién ya no era, no habría vuelta atrás.

 

Así, uno tras otro, los apuntes desfilan frente a Abel a paso de marcha, movidos por una fuerza ajena a su control, manteniendo el paso sin moverse del lugar.

Y golpean cada vez con más fuerza; la fuerza de una, cien, mil botas martillando en su cráneo; cada palabra forzándolo a leerla en todos sus ecos para así, desprendida de su significado, hacerse comprensible para él.

 

La buscaste ciego, sordo, mudo, inválido, pero ella era sí propia más allá. Fuiste testigo de tu intensa nulidad cuando creíste que ahí estaba y era tan solo tu impericia, eras vos. Pero la sombra que dejaste al retirarte de su halo fue más grande que tu misma presunción y así, por fin ausente, fue ella quien ––ojos abiertos–– al volverse te encontró

 

Sin punto final, tachones ni rasgaduras.

Y otro más:

 

...y como no podés llegar a ella con tus formas, pateás el juego, y ahora es ella quien no entiende; pero... ya está. Y ves sus lágrimas por primera vez corriendo, y ya estás lejos y no pensás en regresar.

 

Un suspiro profundo; luego silencio.

A los dos últimos ya los conocía de memoria.

Todo está muy claro, ya no hay lugar alguno para la duda: lo que aquel loco había escrito no era ficto sino su realidad alienada, y pensaba llevarlo hasta su fin. El fin de su obra, hacerla viva, carne.

¡Eso era!

Está convencido.

Entonces sí, saliendo de su tienda de campaña (el sobre) se presenta ante él quién hubo permanecido entre las sombras. Una hoja diferente, blanca, tersa, flamante, tal vez de una agenda recién estrenada. Y desde la arrogancia que ostenta como jefe de todo el cuerpo, se dirige a Abel en estas palabras:

 

Mi estimado “editor”:

Cómo habrás notado, estos misérrimos excretos carecen por completo de peso literario. Solo los hice llegar a vos porque tu búsqueda despertó mi simpatía. Y porque ya no me son útiles.

Solo ver cómo te envilecías y degradabas por una provocación que ni en mis más descabelladas elucubraciones podría haber urdido hizo que me detuviera algo en la situación, pero no más de lo necesario para entender qué había provocado en vos. Algo que, para serte sincero, en este mismo momento vuelvo a preguntarme, y desconozco.

¿Cómo lo supe, cómo te encontré? Ah… ¡esas cosas no se preguntan!

Asumo mi egoísmo. No tengo falsas modestias.

Pero sí puedo notar tu primer y fundamental error: vos buscás algo que aún no he escrito. Tal vez esté sepultado en alguna parte, algún tiempo, o solo sea cosa de tu imaginación. O estés simplemente loco y así se responda a la pregunta; pero lo dudo.

Por eso, para no gastar pólvora en infieles y como muestra de mi infinita condescendencia, voy a darte algo que puede llegar a ayudarte, o al menos, provocar que eso en la punta de tu lengua se grite a voz en cuello.

Muy pronto, y si tenés el coraje suficiente, vas a ser testigo de la única obra que voy a considerar de mi propiedad una vez acabada.

Vamos: ¿acaso pensás negarme que las obras son huérfanas sin el bagaje personal, biográfico? Admito que alguna no; pero el bruto sí lo son. Podría pasarme la noche entera regalándote ejemplos, pero ese no es mi punto.

Así, entonces, si fui lo suficientemente hábil para comprenderte, tal vez pueda ayudarte a contestar a esa pregunta que te roe las entrañas y para la cual, querido imbécil, yo no tengo la respuesta.

 

 

Antes de que la patrulla lo encerrara y los policías lo detuviesen, Abel había corrido inconsciente unas diez o doce cuadras, salvándose por azar de ser atropellado, romperse las narices y volverse sapo bajo un camión.

Luego, cuando su actitud sonámbula fuera interpretada como desacato, había sido doblegado, puesto de cara a la pared y manoseado como un tomate de feria. Al tiempo que escupía frases sin sentido, había soportado unos minutos debatiéndose, hasta que el aire, negado a oxigenarlo, lo postrara genuflexo y babeante. Por fin desvanecido, había conseguido el raro privilegio de ser cargado por los agentes hasta una ambulancia, rodeado por la turba que, dividida en bandos, gritaba tanto en su contra como a su favor; conjeturando y sin entender nada de lo que ocurría, huelga decirlo.

Cuando despertó estaba solo e incómodo, recostado en la litera de un cuarto húmedo y gris; la cabeza le dolía desde el centro de la espalda y notaba un roce extraño en la ropa contra su piel. Su percepción entumecida apenas le permitió ver que llevaba puesto otro atuendo: ropa de fajina. Aún no se había incorporado cuando, a través de sus cien capas de dolor, oyó una voz que daba la alerta de su despertar.

Para cuando ha logrado sentarse en la litera que hiede a moho, la puerta de barrotes ya está abierta y otra voz, que le parece la de una enorme cigarra, le ha ordenado que lo acompañe, por favor.

Así llega, aterido, tembloroso, frágil y dolorido, a lo que parece ser un despacho donde un tipo de uniforme similar al de su guía lo espera inclinado sobre el teclado de su máquina.

Luego una voz, fuera de su plano focal:

––Nombre…

––S., Abel Ricardo.

––Dirección…

––Vernet-ocho-cuarenta y cinco-ocho-be-Capital.

Responde desde y a través de su tormento, pero su voz, baja y cansada, es firme y consistente.

––Fecha y lugar de nacimiento...

––Tres-cuatro-setenta-Capital.

––Estado civil...

––... casado.

Abel solo escucha el eco de una voz mecánica haciendo un cuestionario en código Morse. El que teclea, de vez en cuando levanta la vista, para escrutar al interpelado y cruzar una mirada con su superior invisible, a espaldas de Abel, junto a la puerta. Este, confrontándolas con sus notas, asiente a las respuestas.

––Profesión...

––Periodista.

El que está a sus espaldas consiente.

––Espere un momento, por favor.

Abel permanece sentado y sin mover un músculo; así lo ha hecho durante toda la formalidad.

Al cabo de unos instantes, un agente más joven ingresa con las ropas de Abel sucias y estrujadas, pero secas. Después de esperar inútilmente porque él las tomase, apoyándolas en su regazo le dice:

––Va'ser mejor que te cambiés y desacansés un rato.

Ahora Abel va despertando a preguntarse cómo y por qué está ahí.

El que había consentido a sus respuestas completa la frase:

––Después ya va a tener tiempo para explicarnos qué le anda pasando.

El mismo que le ha traído su ropa lo conduce de nuevo a la celda. Esta vez, antes de cerrar, le dice:

––Ojo, que te cambiamos las mantas pero el colchón todavía está un poco mojado; lo que pasa es que no te despertabas y nos dio miedo y te tiramos un baldazo de agua y salpicamos todo, pero tenías un viaje que ni ahí.

Luego una risita de rata. O de ardilla. Pequeña y aguda. Una cinta acelerada.

Abel, con la ropa colgando de su mano, de espaldas al otro y la cabeza apenas vuelta, lo está escuchando. Y aún parece no entender.

––Ojo, que no queremos tener que llamar a la morgue.

Dicho esto, cierra la reja otra vez. A Abel le parece que sin ponerle llave.

Ahora, viviendo su migraña en cada instante con intensidad, ha empezado a desnudarse lentamente, hallando en el frío un aliado en su lucha. Luego, dejando la otra ropa bien doblada sobre el banquito, se ha recostado en la litera buscando asilo en brazos del sueño. Para cuando cree estar consiguiendo su cometido, una presión en aumento sobre su brazo izquierdo lo trae una vez más a la consciencia.

Con los ojos aún cerrados, puede escuchar otra voz, diferente en timbre y entonación de las otras; ésta más grave: la voz de una tuba.

––Bien, bien... la presión es todavía algo baja pero el pulso está muy bien.

Luego abriéndole un ojo, sobresaltándolo,

––¡Bueno! Ya estamos conscientes…

Pausa mirando a los demás.

––¿Cómo se siente, muchacho?

Abel le responde con voz flaca, de garganta

––Me duele mucho la cabeza.

––Eso es lógico después de haber tenido 200 de pulso y 14/9 de presión... dale gracias a tus arterias. En especial a las que están en tu cabeza.

Ahora, en un tono diferente, dirigido a otro que a Abel se le antoja como un superior,

––Ya puede levantarse tranquilo, está débil pero no hay riesgo alguno.

Dicho esto, deja su banquillo ––que ya es retirado por el agente joven–– y, fuera de la celda y de la vista de Abel, conversa con alguien más en tono grave, inflexible.

––Tiene que comer algo ya, pero de a poco; está hipoglucémico, pero el análisis no dice nada raro hasta ahora (hay que esperar); y está bajo de glóbulos rojos, pero no anémico. En mi opinión es un pibe sano como un toro y loco como una cabra, ahora habría que ver por qué no...

Pero la voz se ha alejado por ese pasillo que él ya conoce, perdiéndose de a poco hasta que, después de una puerta abierta y mezclada con máquinas y radios, ha perdido su identidad.

El agente en la reja ahora abierta ––un muchacho de unos veinte años––, en una pose que no es rígida pero tampoco relajada, mira ora a Abel, luego al pasillo, como esperando alguna orden que lo saque de ahí.

Abel, aún confundido, se dirige al otro aclarándose la garganta.

––¿Qué me pasó?

Su voz se va afirmando lentamente.

––¿Cómo llegué acá?

En un tono que hubiese hecho reír a un Abel sano hasta las lágrimas, una voz trémula y aguda con pretensiones de tenor, le responde

––De eso ya va a hablar con el comisario.

Fue una pena que justo lo llamaran y, presto, haya salido casi corriendo hacia donde Abel no podía ver; unos segundos más de esa presencia le habrían devuelto su buen humor.

Pero otra vez está solo. Y empieza a recordar.

Y sus recuerdos recaen abruptamente en hojas de agenda formadas y dispuestas a marchar. Los pasos, remarcados y a la espera, semejantes a una tortura por goteo. Porque las tropas no avanzan, y la orden de avante, que Abel no ha sabido dar, se convierte en otra pieza ausente que pesa por todo el rompecabezas.

Acto seguido, otro agente le acerca una bandeja de plástico con un sándwich desproporcionado y un vaso con jugo.

––Va’ ser mejor que comás; no queremos que después se ande hablando mal de la hospitalidad de la brigada.

Abel, aún sintiéndose inapetente, hace caso no tanto al uniformado, sino al recuerdo de las palabras de la tuba.

Por fin, un oficial se presenta ante la puerta, invitándolo en un tono distinto a que lo acompañe. Esta vez el recorrido es algo más largo, pasando por la oficina ya conocida hasta desembocar en un despacho, tras de una puerta que él no había notado.

Ahí un hombre de edad mayor al resto, de civil, sentado a su escritorio y concentrado en sus papeles, lo invita sin verlo a que tome asiento.

Abel obedece, pasando por el camino que el oficial le deja libre. Sin abrir aún su boca, ya esta escritorio de por medio con quien, adolescente de insignia, demuestra una jerarquía diferente, superior.

Éste continúa hojeando sus papeles un instante; luego levanta la vista hasta enfocarla en Abel. Con el fardo aún en sus manos, le habla en tono afable.

––Cuénteme, muchacho.

Y Abel, sin omitir detalles, le narra todo lo que ha hormigueado en su persona, todo aquello que horas atrás se había puesto a su alcance y que daba por indiscutible, otorgando un papel sobrevaluado a su intuición, echando contraluces a las inquisiciones de su interlocutor, que da vistazos acá y allá a los papeles de su escritorio.

Al fin del relato, el otro se toma un tiempo, tal vez para repasar sus conjeturas, en silencio. Luego, como dirigiéndose a sí mismo:

––Parece que es así...

Y luego a Abel,

––¿Podría esperar en el pasillo unos minutos, por favor?

Después al oficial, que ya está abriendo la puerta,

––Que descanse un rato ahí nomás; y dígale a Gutiérrez que venga, por favor.

Ahora Abel se ha dejado caer sobre el primer sillón a su paso, de hierro, tapizado en cuerina y con botones asemejando el cinco en la cara de un dado. Buscando adecuarse a ese ángulo obtuso no llama la atención de los demás, muy poco interesados en algo que no fuera el partido de fútbol que están viendo en el televisor que pontifica sobre una pila de archivadores.

Abel, sentado y casi recostado, nota que aquella marcha in situ aún sigue retumbando en su cabeza, que los soldados no sólo se niegan a ceder; peor aún: cansados de esperar, se rebelan y patean las paredes del cuartel, pidiendo que se les enseñe el camino a la batalla.

Sí, ya lo sabemos, Abel lo desconoce.

Entonces uno de los amotinados, que ha permanecido al margen de los grupos rebeldes, se presenta ante él como el autor intelectual de la insurrección, y con sus demandas. Con los ojos cerrados, Abel ve a esta hoja de agenda contorsionarse y retorcerse sin comprender qué está tratando de comunicarle. Luego, sin aviso, un bolígrafo la apuñala hasta hacerla jirones, y la tinta desangrada sobre la mesa dibuja un rostro de mujer que él reconoce pero no llega a recordar. Detrás, al fondo del escenario, una puerta se hincha y abotaga y aquello que parece estar conteniendo ya está a punto de pasar al plano frontal; es imperioso que Abel tome las riendas. Pero, es que él no está ni estuvo al frente o al mando, su lugar es entre los soldados y esa puerta, y es tan pequeño que apenas se permite su existencia en ese escenario. El control lo ha tomado otra fuerza, y otros hilos dirigen los actos. Ha despertado a quién sabe qué… entidad o presencia, y lo que suceda está ahora fuera de su atribución.

Ha perdido una vez más contacto.

Luego un agente, seguramente enviado por el comisario o, quién sabe, el mismísimo Torquemada, se dirige a él en tono monocorde.

––Quiere-venir-por-favor.

El comisario, que Abel aún no conoce, se presenta formalmente. Luego, junto con un movimiento de cabeza, le indica que los acompañe.

Por favor.

Momentos después, ya se encuentra en el asiento de atrás de una patrulla que, prescindiendo de su sirena, ha ganado las calles y prosigue a otro auto disfrazado de civil. Abel busca situarse en el mapa pero no lo consigue, y a los pocos segundos ya está perdido, sin idea del punto de la tarde al cual se están dirigiendo. Por fin reconoce una esquina, luego otra y, finalmente, la cuadra que aloja al edificio donde vive Laura.

El coche gris se estaciona detrás de otra patrulla, ellos enfrente. Así permanecen un rato; esperando la orden de apearse, supone Abel. Y ve que del auto al que han seguido descienden el comisario y aquel quién horas antes había dirigido su audiencia, aún de civil. Éste último, luego de hablar con el portero, se vuelve al de uniforme que, con un gesto pronto, les indica que se acerquen.

Todos, a excepción del conductor, lo hacen. Abel, al primer paso trastabilla, y es que el viaje y el croar de la radio lo han mareado aún más. A pesar de todo, se percata de otros dos policías a la puerta y hablando con un muchachito; convirtiendo, tal cual su característica, al cuestionado en sospechoso, imagina.

Ya dentro de la recepción, el portero escolta el paso camino del ascensor.

Dos suben con Abel, el de civil y el comisario.

Frente al departamento de Laura hay otro agente con atavío de calle y un manojo de llaves, esperando la orden para abrir la puerta; el otro ascensor eructa dos policías más, y estos se acercan a reforzar la escena.

El comisario, en un gesto grave de sentencia, da la orden, y así el último obstáculo en el camino de Abel desaparece.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tercera Ola (para Bertina)

Escatón

Trazas