Reparación - Segunda Parte

 El colectivo se pierde avenida arriba.

Abel cruza la calle hasta la parada del que va hacia el centro. Ahora, viendo a la plaza, reencuentra a su norte que un momento atrás había cambiado la polaridad. Aunque no en la superficie, sabe que el hotel aún debería estar abierto. O, al menos, la encargada estará despierta. Pero no es algo que esté considerando a conciencia.

Solo y abismado, esperando al colectivo, recuerda la luna de miel con Celina, no lejos de ahí, hace unos pocos años. Había escrito a su gusto el cómo debía ser todo. Y había fallado. Ese, tal vez, haya sido el primer disparador para un tiempo largo y tortuoso de desavenencias; hasta que el bebé los remodelara con su llegada.

Un taxi pasa apurado por el carril opuesto. “Otro que pierde el tren”, piensa en broma, y esa chanza le dibuja una sonrisa. Aún se siente algo débil, pero relajado, como si sus problemas hubiesen corrido autónomos tras de ese auto. Ahora tiene hambre y sed. ¡Bienvenidos!

Busca en sus bolsillos y expone el pasaje a la luz; ¿podría canjearlo? Hace un bollo y lo arroja a su espalda diciéndose ahora pida tres deseos.

El colectivo, luego de un buen rato, por fin se deja ver en la garganta de la avenida. Mientras marca su tarjeta de cartón, observa que el coche está vacío y supone que será el último servicio. Un toque de suerte, piensa, y se ubica en el último asiento individual, a babor.

El coche se detiene en la primera esquina ante la orden del semáforo. Desde su lugar, Abel descubre el bar que el viejo le había nombrado, y donde ahora uno gesticula, golpea una mesa y sale a la calle, dejando en suspenso la hoja de la puerta; abandonando a su compañera de mesa en soledad.

Ese mismo uno ahora está cruzando la avenida, sin hacer caso de las luces que el colectivero, ya en verde, le dispara en ráfaga. Así, bajo los flashes, Abel tiene una impresión estroboscópica del fantasma descrito por la encargada. Puede jurarlo. Llamen a sesión.

Bajo la lluvia de maldiciones del conductor, Abel sigue como hipnotizado a la figura que ya se pierde por la esquina a su izquierda; y en una fracción de segundo ––la necesaria para limpiar la retina–– ya está viendo dentro del bar, donde, con precisión holográfica, el perfil de una chica se ensambla con las demás capas de la imagen que componen el escenario que ha ido conformando en su consciencia.

Autor y personaje. Obra y rito. Proceso y celebración. Purificación.

Ah… no

Encandilado, se abalanza sobre la puerta, presionando el pulsador varias veces.

––¡Ya va, ya va! ¿Te punguearon? ¿Perdiste algo?

El colectivo se detiene en pocos metros y Abel salta disparado, sin pensar con claridad, en dirección a la esquina por donde ha doblado el uno, con ese maldito papel ondeando en su mano, blandiéndolo como un cartero demente.

Pronto, cuando se encuentra frente a un erial, aminora su carrera; la calle, ensombrecida por la fronda, solo le deja ver la inmovilidad de aquellos charcos de luz cremosa que, de tres en tres, se pierden en línea recta hacia el aeroparque allá a lo lejos.

¿Qué había pensado decirle? ¿Qué iba a hacer?

No lo sabe.

Permanece estático unos momentos, con la hoja de papel en su mano y, como notará poco después, afortunadamente con el bolso al hombro.

Pero no, no hay suspiro de alivio.

Después de un minuto de parálisis, voltea camino de la avenida. La respiración es pesada, los pasos penosos; pero su marcha se acelera conforme la imagen de la chica se recrea en él; él que acaba de volverla intérprete de ese papel que ha estado guionando en su inconsciencia y que ahora necesita desesperadamente certificar.

Hipótesis, tesis, demostración.

Su paso ha ido acelerándose, y a su llegada al bar ya está jadeante.

Para no presentarse así, se detiene antes de llegar a la puerta y respira profundo. Un elefante saltando en una rama; dos elefantes saltando en una rama; tres… para el sexto elefante su ritmo ya es casi normal. Cuando pasa frente a la ventana ve que la chica sigue sola. Ni se le ocurre racionalizar su acto; el sólo pensar que entre esta persona, el extraño en fuga y su obsesión incomprensible hubiese conexión alguna podría llevarlo a repensar su acción y evaluar sus consecuencias. Sin embargo, y para nuestra conveniencia ––o de la historia––, Abel no está siendo racional, así que sus conclusiones son irrefutables, a la vez de que se imagina muy equilibrado, en su centro.

Tal vez ese posible desatino sea de gran utilidad para ayudarnos a responder otra pregunta que aún ni hemos formulado. En fin, él ya está ahí.

Juicio, sentencia, ejecución.

Veamos.

Incapaz de disfrazarse, marcha directamente hacia la mesa que ella ocupa, abstraída, dibujando con una uña el garabato de sus pensamientos. O la estría de un recuerdo. Su jarra de cerveza sigue casi llena, seguramente tibia.

––¿Puedo sentarme?

Ella se sobresalta. En un movimiento que a Abel le parece reflejo, ase la trencilla de su cartera, pero él la detiene antes de que se ponga de pie.

––¿Dos cervezas y sola? Me educaron para compartir... eso no está bien.

La ha tomado por un brazo, y su presión es suave pero firme. Aun temiendo lastimarla, no la suelta. Sin quitar su mirada de los ojos de él, Laura deja su cartera, con gesto cansado. El sobresalto ha pasado y no demuestra sorpresa.

Muy convenientemente, nadie en el bar hace caso de ellos.

Otra vez sentada, Laura vuelve a sus pensamientos y se recluye dentro de sí. O eso aparenta.

––Perdoname. Yo no hago estas cosas, pero vi como te dejaron...

Un disparo a ciegas, en la noche.

Con su inventario de pretextos a mano, busca tomar las riendas de la escena.

––¿Sabés?, acabo de perder mi tren y estoy... cómo decirte... en blanco––pero ella tampoco ha prestado atención a su bolso de viaje.

Abel, como mínimo, debería sentirse ridículo, porque ella bien puede decirle que también hay una terminal de colectivos, ¿no es cierto?

Adivinaron: no. Es incapaz. Siente que está obrando de manera natural.

Enfrente tiene a esta criatura que no emite queja ni sonido, a quién parece haber paralizado. Sin aventurar su edad, piensa que se muestra tan cansada como una vela encendida al viento, haciendo de ese momento algo trivial, un espacio más entre tantos, indigno de atención.

Entre veinticinco y treintaicinco años, estima Abel.

Así se deben de aburrir los dioses, piensa Abel.

Luego borra la pizarra.

El cabello lacio, de un rubio brumoso, le cae a desgano por los hombros, ocultando el busto, dejando ver por el centro un pullover tejido en colores gastados, orlado por un manojo de collares de ferias hippies. Más arriba el cuello, frágil y esbelto es la columna de un rostro pálido, algo pecoso, no muy delgado. No podría decir que no es atractiva, pero hay algo en ella que niebla su belleza; y son sus ojos de un verde-gris apaleado los que le dan ese carácter milenario de agotamiento; ha cambiado sabiduría por esplendor.

Así lo aprecia Abel.

Laura, permitiendo que el peso de su cuerpo haga el trabajo, se echa atrás en su silla, aceptando la partida.

Abel, trebejos blancos:

––No creo que te guste la cerveza caliente.

Su bebida sigue ahí, sin ser atendida. Algunas burbujas se aventuran aún, en columnas microscópicas, a buscar su libertad. A Laura le parece que, en lugar de dirigirse a un nuevo medio, intentan comunicarse. Sin levantar la vista contesta:

––No tengo sed.

––Que yo sepa, tomar cerveza tiene poco que ver con hidratarse.

Frase brillante, pero ahora inválida; peón bloqueado.

Aunque es solo el principio de la partida.

Sin acusar recibo, Abel opta ahora por mostrarse despreocupado.

––El asunto es que yo sí... ––dice.

Y de inmediato, con un gesto al mozo, aparta la otra pinta.

––Vamos a hacer lo siguiente: yo pido dos más, y si cuando haya terminado la mía vos no tocaste la tuya, te prometo fondo blanco y sin respirar, al menos va a ser gracioso, ¿hecho?

No hay un gesto amable o ameno o empático o solícito, pero sí notamos que ella omite mover sus alfiles.

Un gesto alentador.

Ahora, detrás de los cabellos peinados hacia ambos lados, que por su inclinación la cubren en parte, ella sonríe. Tal vez solo para sí.

De pronto, yergue su torso, los cabellos vuelven a ocupar el marco del gesto, y mirándolo a los ojos dice en un tono casi burlón:

––Para ser un policía sos bastante simpático.

Esto dicho de una forma que elimina cualquier nota al margen.

Pero inmediatamente percibe por la expresión de él que ha equivocado su movida. Luego la sonrisa se esfuma dando paso a una mueca (otra de las pocas) que puede entenderse como desaliento; pero éste uno profundo, que abarca todos esos puntos ajenos al extraño; a veces también al dueño.

Abel, entre instintivo y consciente, algo confuso, se queda sin habla. ¿Qué ha hecho él para que ella piense algo semejante? ¿Y por qué policía? Algo la preocupa, es evidente ¿qué? ¿Tan jugados están? No, no se expondrían en público. Entonces… ¡¿En qué cuernos estoy pensando?!

Como un ángel salvador, el mozo se presenta ante él, esperando la orden.

Después de hacer su pedido, aun preso del desconcierto, atina a decir:

––Después de tu frase, si el mozo me hubiera puesto la mano en el hombro y me hubiera dicho que yo era su hijo, no me habría asombrado: ¿qué te hizo pensar que podría ser un policía? ¿Tengo pinta de cana?

Entonces Laura vuelve a bajar la vista.

Y Abel continúa con su defensa, a medias legítima. Solo a medias.

––Te digo que, como cumplido, no es muy agradable que digamos...

Su turbación ahora descansa en el por qué de esa aseveración, el supuesto vero. Pero ya ha conjeturado en vano y no puede preguntarle al respecto, sería aún más sospechoso.

La noche es aún muy joven, chiquillo.

––Hagamos de cuenta que no dijiste nada... ¿en qué estábamos?... ¡Ah! Si vos no tocás tu cerveza...

Pero el lazo ya se ha roto.

Laura levanta la vista intentando una disculpa, pero encuentra una muralla que se ha interpuesto, tal vez para protegerla o protegerlos; luego se aleja a una velocidad inalcanzable para Abel, una velocidad metafísica. Sus ojos, que parecían ver más allá de él, o a su interior, a sus pensamientos e intenciones, ya están dentro de otra realidad. Repite el gesto del principio, ahora poniéndose de pié.

Abel pone a su reina de señuelo.

––No me vas a hacer lo mismo que te hicieron...

Pésimo.

Ahora es aplastado por uno de los caballos de Laura que, lejos de caer en la trampa, echan a trotar ante él, devorando a su reina y dejándolo en mate.

Tira unos billetes sobre la mesa y sale corriendo tras ella. La alcanza al doblar la esquina, donde ya se detiene un taxi.

––Decime, al menos, si puedo volver a verte... ¿sí?

Pero Laura, que no atiende a la llamada, cierra la puerta y le indica al conductor, con palabras que Abel no escucha, hacia dónde dirigirse.

Y cuando el taxi se aleja, él quiere ver que se vuelve para mirarlo, pero no es así. Su poder de auto convencimiento está anulado, al igual que su lógica, su raciocinio, su inteligencia y su cordura; también su instinto de conservación.

Digamos que opera a modo de fallos, por buscar un eufemismo de esta era de ordenadores.

Tal vez por eso es inútil que nos preguntemos si en algún momento llegó a tener conciencia de lo ridículo de la situación; en realidad de lo insubstancial de los motivos que lo empujaron a ese escenario y de qué pudo haber sentido ella, ajena por completo a la obra imprecisa de su mente torturada.

Materia de terapia.

Así, pasado el rato, descubre que desde el bar lo miran entre extrañados y sorprendidos. Lentamente cae en la cuenta de que ya es tarde para volver al hotel, y, ya casi despierto, de que ha dejado su bolso bajo la mesa.

Más adelante, no podría recordar cómo había conseguido que su noche no hubiese terminado peor.

Nosotros sí podemos entrever que el hotel estaba cerrado y a oscuras, y que Abel, bolso en mano, los bolsillos casi vacíos y muy cansado, había vagado hasta el amanecer, sin hallar otro lugar al alcance de sus posibilidades.

Al fin, amaneciendo y de regreso en el cuarto, entumecido por el frío y el sueño, se había obligado a tomar consciencia de sus actos, pero sin éxito.

Que su obsesión lo hubiera traído de regreso no era un cargo suficiente; que Celina lo estuviera aguardando, tampoco. No tenía excusas ni las necesitaba. Llegado el momento ya inventaría las apropiadas.

Vencido entonces, ha excluido toda responsabilidad de su conciencia. Así, la intención de telefonear a Celina cuanto antes se diluye con sus sueños.

Al despertar, y luego de hurgar en su bolso, el reloj le dice con franqueza suiza que el sol ya transpuso su momento más cercano al cenit, el mediodía.

Entonces decide poner rumbo una vez más hacia tierras seguras.

––¿Qué querés que te diga, Pablito...?

Esto dicho con su sonrisa de batalla, que ahora le da el aspecto de estar actuando una inmadura escena de escapismo.

Pablo, sin embargo, se mantiene ajeno, imperturbable. No se ha molestado en colocar en un lugar apropiado el bolso de su amigo, pero deja asentado que no le niega hospedaje; todo con actitud impertérrita.

––En media hora salgo para el laburo(sepamos que ya son casi las diez de la noche). Ahí tenés un juego de llaves por si se incendia el edificio y todavía pensás en morirte de viejo.

––A lo sumo saldría a tomar algo... si no fuera por tu hospitalidad (su ironía intenta mostrarlo despreocupado) debería decir que esto se pareció en muy poco a una cena de amigos.

Sobre la mesa yacían los restos de una picada, improvisada con lo poco que Pablo guardaba en su heladera.

Levantándose de la mesa, su amigo le responde sin mirarlo:

––Vos sabrás qué estás haciendo.

 

 

Cuelga el teléfono con enfado.

Que Celina acepte sus excusas ––y más aún siendo éstas, en su mayoría, simples embustes–– no le alcanza. ¿Es que acaso él, que jamás ha dado un paso en falso en su relación de cinco años, tiene que gastar el poco efectivo que le queda en llamadas de larga distancia para justificarse ante su mujer, o para que ésta no tema lo peor? ¿Quién es? ¿Su madre sobreprotectora?

Así Abel masticaba su enojo mientras, bolso al hombro, marchaba al departamento de Pablo, con la idea de pedirle hospedaje por unos días. A medida que desandaba las cuadras bajo el sol ventoso de la siesta, la certeza de haber estado la noche anterior muy cerca de una pista válida capaz de darle algún indicio sobre el por qué sus angustias lo había recargado de fuerzas, volviéndolo inflexible. Por supuesto que no se preguntó a qué costo. Solo está seguro de que, de un momento a otro, le será revelada la más cruda e ineludible verdad. Ni se te ocurra preguntarle cuál es, porque no lo sabe.

Por supuesto que no le da importancia al hecho de que desconoce el paradero de la chica, y que las probabilidades de volver a encontrársela por casualidad son casi nulas. Salvo que los dioses lo hagan parte de otra broma demostrándole que el mundo es un pañuelo, Abel sabe que la historia toca tierra en otra pista.

Por ejemplo: en ese momento, su atención se centró inútilmente en descubrir si sería capaz de reconocerlo ipso facto al uno en soledad, sin su compañera. Sintiendo delirante y vaga, casi paranormal, su experiencia de la noche anterior: ¿qué había hecho que saltara del colectivo para perseguir a ese espectro? ¿Qué le había dicho que esa sombra en la calle era parte de su misterio? ¿Por qué se había dirigido a la chica? ¿Era ella un personaje de la obra? ¿Una clave, como él deducía en las líneas del papel? Luego: ¿la llave para qué misterio?

Lo que no puede cuestionar era que la descripción vaga del extraño y su compañera que le había dado la encargada, sumada ahora a su vivencia personal, convierte a los dos en una entidad indivisible de conocimiento, de apariencia fenotípica.

Por eso mismo ha pergeñado una búsqueda: guiado por su amigo (que esa semana cubre el turno de la noche) tiene pensado recorrer todo hotel y tugurio que le parezca un posible lugar de paso para la pareja. Ahora puede, al menos, contar con esa instantánea inviolable de ella que, a cada momento, se sobreimprime a su realidad.

Eso sí: si en algún momento se cruzó por su cabeza que la chica y el extraño no fuesen más que un par de actores de reparto en una broma que le estuviera jugando su psique, se dijo que eso era por completo inadmisible. Descartado.

Ya ha pensado en cuál va a ser el móvil de su investigación; uno acorde para no despertar la sospecha de algún propietario perspicaz y que no se aleja demasiado del aparente vero:

Es escritor y hace un tiempo nos envió un manuscrito inconcluso que quisiéramos editar.”

¿Poco creíble?... quizás, pero es el argumento más potable que le ha venido en mente y, por otra parte, encaja perfectamente en el marco de bohemia que parece encuadrar a la pareja.

De pronto se siente hambriento.

Pero éste es un hambre omnívoro, casi teórico, neutro.

Él, un natural afecto a la chatarra, siente intensamente que, en ese mismo momento, podría devorarse todo comestible que se ponga a su alcance. Luego se sienta a una de las mesas sobre la acera del primer bar que se cruzó en su camino y reclama por un bife y medio litro de vino de la casa. Dos chicas casi adolescentes, cerca de él, mechan miradas en su dirección con su charla confidente; y Abel se siente fuerte como una barra de acero envuelta en concreto.

Pero las chicas pronto son nubladas por la omnipresencia de otros ojos, de un profundo e insondable verde-gris cansado que, poco a poco, se van convirtiendo en parte indivisible del todo de sus pensamientos.

Ya no va a hacerse más preguntas.

Termina su plato y, absuelto, parte en dirección del departamento de Pablo, sin volver la vista atrás.

 

 

50... 51... 59... ruido blanco y estática... 02... 03... un rebaño de obedientes ovejas que, después de haber sido censadas, vuelven a pasar con docilidad ante los ojos de su dueño, ahora sin ser atendidas.

22... 23... intervalos simétricos de tiempo.

El televisor de Laura responde obedientemente a la presión de su pulgar sobre un botón flechado en su inmediato superior, el control remoto. Ha pasado toda la tarde así, echada en la cama, sin otra señal de voluntad más que ese movimiento casi imperceptible en su mano derecha.

En un primer gesto, que para un ángel de la guarda distraído hubiese causado sobresalto, voltea su cabeza hacia la ventana, esperando inútil y pacientemente que ésta, a través de la persiana aún abierta, le diga que fracción del día coexiste ahí afuera, donde el tiempo aún transcurre. Pero el pulmón responde con la misma pereza que ella impone a su pregunta.

Como un acto fuera de libreto, el dedo se desplaza unos milímetros a la derecha y oprime el botón on/off, dejando la habitación casi a oscuras y en silencio.

Y esperamos que desde algún sitio virtual, emplazado teológicamente fuera del escenario, atruene un enérgico “¡Corten!”

Pero no.

Poco a poco la luz tenue, sin dueño, difuminada detrás de la ventana por algún algoritmo de Gauss, comienza a borronear el contorno de los objetos que habitan el departamento, dejándose acompañar por la música incidental en Si bemol––sin carácter, con muchos armónicos, justa––que, de un primer forte súbito al actual mezzo piano, andante, la heladera enana ejecuta con mecánica perfección. Más allá de la ausencia de las agendas y la aparición en su lugar de un mini-grabador, nada ha cambiado. Todo se encuentra en el mismo estado de la noche anterior, antes de su salida al bar, después de su retorno. Un pacto de no agresión entre concierto y anarquía.

A su regreso, Laura había hecho que el taxista se detuviese a la vuelta de la esquina, una cuadra antes de llegar. Y podríamos pensar en que, por algún oscuro motivo a desvelar, ella intenta ocultar su paradero. Pero no es así. La verdad es que tal es su costumbre. Asimismo defiende con recelo su privacidad. Luego de ese obligatorio rito irreligioso de llaves y cerrojos, cierres y aperturas, ascenso y descenso, había tomado un té, para luego sumirse en la más vacía de las abulias.

A su entrada el velador seguía encendido, tal como lo había dejado antes de partir; la cama extendida... todo en su lugar. Sin embargo, la atmósfera del departamento no era la misma: la ventana, que él siempre cerraba para disfrutar de su aislamiento permanecía entreabierta, y no hallaba indicio alguno de que él hubiese vuelto por allí  después de su escena en el bar.

Todo, déjenme expresarlo así, es muy teatral.

Luego de un lapso de tiempo ajeno a nuestras convenciones, abatida, Laura se había entregado al sueño sin cuestionarlo; un sueño que, debido a su desasosiego, la había tenido dando vueltas y vueltas en la cama hasta que una patada sin destino descargó toda su estática y así su cuerpo se fue flotando hacia el vacío de un sueño sin dimensiones; un viaje con boleto de regreso a la muerte.

Y el descanso fue reparador. El agua de la ducha, como los últimos goterones de una lluvia de verano, dio paso a un cielo claro y despejado, volviendo todo lo sucedido sombras en el poniente. Sus sentimientos, diluyéndose con las gotas, humedecían la arena de su espíritu, y fue entonces que ella se volvió extática, casi inhumana, casi sagrada.

Así, en suspensión, fue incapaz de notar que, más allá de la cortina semitransparente y el vano del baño, otra puerta se había abierto en silencio y alguien, ahora profano, había retirado de la mesa sus pertenencias, dejando en su lugar, como quién se quita una alianza, un grabador portátil, ajeno a su mundo. El mismo mundo donde, con el sigilo con que había salido por un breve instante, volvía a penetrar para internarse en lo más oscuro y profundo de su bosque.

 

 

––¡¿Qué carajo te pasa?!

Abel nunca ha escuchado que su amigo lo increpe en esa forma, pero no parece importarle que recién sean las ocho y el otro no haya regresado hace mucho de su turno; luego pasa por alto la vehemencia de su reacción para dar rienda suelta a aquello que le interesa y es su móvil.

––Dale, viejo, levantate que tenemos un día de cosas que hacer.

Pablo, recobrando algo de su habitual carácter, pero aún visiblemente irritado, cerrando los ojos, dice como para sí mismo es mi culpa y nada más que mi culpa...

Pero Abel deriva sin control por los mares de su juicio naufragante. Sacudiendo el hombro de su amigo, que ya se ha vuelto otra vez de cara a la pared, insiste:

––Dale, hermano... ¿me vas a decir que un par de horas no te son suficientes?... ¿O es que, acaso, nos ponemos viejos?

La parábola que describieron los movimientos de Pablo, desde un giro aparatoso de 180 grados hasta quedar sentado al borde de su cama (seguramente suspendido por alguna fuerza superior) habrían hecho retroceder con presteza a cualquier ser normal dotado con la mínima e indispensable sensatez. Pero Abel permanece al lado de la cama, a escasos centímetros de su amigo, con esa sonrisa antes seductora y ahora semi-lunática, que ha desempolvado del arcón de los gestos perdidos.

Tal vez su falta de juicio o prudencia sea algo a lo cual, por estas alturas, debamos acostumbrarnos.

––¿Ahora querés también que te prepare el desayuno?

El pretendido tono irónico de Pablo, mezclado con el silabeo propio de quién habla saliendo de un sueño, desata una carcajada histérica en Abel, que acaba por espabilar al otro. Aún sentado al borde de la cama, y comenzando a sentir el frío, mientras busca a tientas su ropa, Pablo se dirige a su huésped en un tono ahora más claro y desprovisto de cólera, tal vez resignado:

––Serví para algo y preparate unos mates...

Y como para sí mismo, dirigiéndose a una audiencia impersonal:

Los amigos deberían hacerse de material descartable.

––No vas a cambiar nunca... nos vemos cada muerte de obispo y, una vez que estoy de paso, se te ocurre dormir.

––Por si no estás al tanto, es una de las necesidades básicas del ser humano.

––Sí, pero hay otras no tan básicas tanto o más importantes.

Abel ya ha superado su acceso histérico y habla con mucha más frialdad. Parece estar bajo el poder de un químico muy refinado por quién sabe cuál mecanismo de autodefensa o contención, y por primera vez ve en los ojos de su amigo un muy velado pero indiscutible asombro; entonces aprovecha para volver a la carga con su idea, ahora de manera histriónica: gesto teatral, ampuloso; voz una quinta más grave, alla Orson Welles.

––¡Te voy a hacer partícipe de algo que va a cambiar a la humanidad tal como la conocemos!

Luego una carcajada, ahora Vincent Price.

––¿Sabés que estoy empezando a dudar seriamente de tu cordura... qué tomaste anoche?

Vuelto a su yo natural,

––Qué comí, querrás decir: ¿probaste los mariscos a la crema de Chichilo?

––Por supuesto, son parte de mi menú…

Abel no hace caso a su sarcasmo, o bien es incapaz de percibir algo fuera de su isla y la tormenta oceánica que la rodea, aún sin tocarla.

––…pero muy de vez en cuando, en ocasiones muy especiales, para que no se me haga costumbre ¿No era que no te quedaba guita?

––Pravda Pablito, pero traje tickets de comida y, si la cosa se pone fiera, tengo la tarjeta.

La misma que ha quedado en Buenos Aires, en manos de Celina, que odia manejarse con efectivo. Prosigue,

––Después anduve pateando por ahí, viendo si pasaba algo.

––Y cuando yo llegué del laburo dormías la murra como un tronco...

––Error, Pablito, error ¿o querés que te describa paso a paso qué hiciste antes de acostarte?

––Así que ahora tampoco dormís... ¿puedo saber la fórmula?... digo... me sería de bastante utilidad.

––Es que estuve maquinando el plan perfecto toda la noche, imposible dormirme ––y sin un solo espacio entre frases–– ¿para qué te creés que vine?

––Me parece recordar algo sobre un tipo con nombre de higo.

––Pasado, viejo, pasado: ahora soy aquel que va a encontrar la respuesta al misterio… ––pero la frase se apaga antes de tiempo, como si por primera vez los hechos se presentaran ante Abel con claridad y él pensara qué es lo que está haciendo. Luego salta ese vacío sin dudarlo y ya está de regreso; ahora ambos amigos comparten el mate y bromean.

Pablo ya está un poco despejado ––incluso ha llegado a sonreír, algo poco frecuente en él, espléndido síntoma––, y Abel, a pesar de su embriaguez, se siente plenamente consciente de sus actos (si se me permite la figura). Ahora Pablo ha sacado de la heladera dos latas de cerveza. Las colecciona, así que su huésped de ocasión siempre puede disfrutar de un brew diferente, seguramente nuevo a su paladar. Mientras le alcanza una a su amigo, dice:

––Bueno, ahora me vas a contar en qué andás metido.

 

 

Laura ya ve claramente en la penumbra. La luz del pasillo, por un breve lapso, ha hecho que la botella sobre la mesa la hostigue con un destello cóncavo y acusador. Ella, sin embargo, no cierra los ojos. Desde el mismo instante en que apagó la tv algo en su interior comenzó a sublevarse, y lo hace contra ese sentimiento de culpa que se empeña en no dejarla en paz, más allá de sus intentos por ignorarlo. Es la rebelión que empieza a cobrar sus víctimas y ella, en medio de la contienda, a despertar de su letargo.

Entonces se levanta de la cama y, como una enfermera frente el lecho de su paciente fallecido, comienza a ordenar la habitación evitando esas pocas cosas de su compañero que, por otra parte, nunca ha llevado hasta allí mucho más que su presencia.

Pero la lucha aún no quiere saber de vencedores.

Y como la contienda necesita de un líder, aquello que queda de él es de inmediato recogido y almacenado en perfecto orden.

Primero la botella, que aloja en el bajo mesada junto a las demás vacías; luego los libros, que vuelven a ocupar su espacio en la pequeña biblioteca, esa rinconera desde la ventana hasta el ángulo con la cocina. Con el regreso de la lámpara a la mesa, ésta, con su modesta pilcha de fórmica, recobra ese aire presumido de escritorio sobre el cual destaca, ahora aún con más fuerza, la presencia del grabador de bolsillo.

La simple sustitución le habla con voz fuerte y clara: él ya no volverá.

 

 

Su hambre física está saciada.

Tan solo un rato antes ––minutos después de la marcha de Pablo al trabajo–– se había sentido asfixiado por las paredes, al mismo tiempo que lo asaltaba una necesidad imperiosa de escapar al exterior; ya fuera, se decidió por cenar, buscando en la comida un catalizador para su angustia. Pero ese cosquilleo en su pecho hizo que, repleto y con su botella de Chardonnay casi vacía, aún siguiese deseando más.

La última media hora la había dedicado a observar con insistencia todos y cada uno de los movimientos de esa mujer en la vereda, detrás de los cristales y algo alejada hacia la esquina, que parecía, distraídamente, no percatarse tanto del tiempo cuanto de los automovilistas que, de tanto en tanto, se detenían buscando su compañía. Es que tan solo uno había sido digno de su atención: un brillante y apuesto Mercedes que, aún así, había partido sin ella. Abel no distinguía bien sus rasgos entre las sombras de los árboles, pero sí le era perceptible su figura; atlética, pensó.

Apuró el resto de vino en su copa y ya se dirigía hacia afuera cuando, un arrogante y persuasivo Pagoda se detenía frente a ella y, abriendo su puerta derecha, parecía decidido a hacerla su pasajera. Abel, algo chispeado por la bebida, pisando la vereda hizo escuchar su ¡Ey!... ¡Hola!, desprovisto de emoción, pero fuerte y claro. Después de un mínimo instante de estupor en los otros ––la chica a centímetros de la puerta y el conductor aún sentado adentro–– el auto se despidió quemando caucho mientras que la joven, en quien Abel ya podía distinguir un rostro, miraba en ambas direcciones, como buscando una puerta en el espacio, casi petrificada, viendo al extraño acercándose.

––No te asustes, no soy policía.

Es su subconsciente negándose ante las palabras de Laura.

Ya está a escasos pasos de ella, que ha metido la mano en su bolso.

Se detiene a una distancia que considera prudente ––si creemos que es capaz de pensar en eso–– y comienza a hablarle:

––Te estaba observando desde el restaurante y me preguntaba cómo te verías representando una escena diferente... quiero decir, cómo actuarías si esto que estás haciendo, por ejemplo, fuera una parte de alguna película y vos estuvieses repitiendo lo que otro escribió... por ejemplo...

Sus ojos, que se han acostumbrado a las sombras, ya pueden ver con claridad los rasgos de la otra cara, que no son bastos pero sí carecen de delicadeza. Sin dejarse ganar por la desaprobación, se fija en su pelo, al que adjetiva de un castaño torpe y ensortijado. Y su boca se le antoja demasiado pequeña, enmarcada en ese rostro que ahora sabe moreno: algo habrá que hacer. Solo una muestra en su carácter, una cualidad animal, lo impele a seguir adelante.

A pesar de la distancia que los separa, la chica puede sentir su proximidad asfixiante, y empieza a sofocarse. Aún así, permanece inmóvil, tiesa, con su mano derecha asiendo quién sabe qué herramienta oculta en su cartera, esperando una brecha en la red para darse a la fuga; o al menos intentarlo.

Él, abstracto, sigue escupiendo frases sin aparente significación.

––Supongamos que yo fuese tu director y que ahora nos tocara rodar otra secuencia, en una habitación...

La chica, de pronto en un terreno más familiar, intenta un movimiento para escapar del acoso al que está siendo sometida, balbuceando un si lo que buscás es... pero es inútil. Abel no la escucha.

––No, no... ¡NO!

Dicho en el tono del reto a una mascota; luego, menos enérgico; persuasivo:

––Escuchame... supongamos que tenés que rodar en una habitación y... lógicamente, tendrías que usar una peluca rubia...

Abel parece estar sufriendo al fin los efectos de una borrachera devastadora.

Luego un movimiento insignificante, pero suficiente para que la otra de un salto hacia atrás, tal como un gato mesmerizado y listo para defenderse. Ahora ha sacado su mano de la cartera con algo que Abel no distingue ni se esfuerza por ver.

––Esperá, estoy haciéndote parte de la escena retórica… de una película... un hecho real...

La chica va retrocediendo fuera del charco de luz.

––Vos tenés que actuar... una peluca… y el maquillaje adecuado... el vestuario... por supuesto... la habitación... la cama...

La voz se va perdiendo en un extraño fadeout a la vez que el gesto en su cara parece estar licuándose (o es solo lo que sugiere la penumbra).

Ella se detiene. No sabe si este tipo casi babeante que ahora balbucea es un loco de atar o un simple borracho.

También ella se da cuenta de que se ha ido produciendo un notorio cambio en sus rasgos, y que sus gestos ya ni le parecen humanos.

Pero no hay tiempo para averiguarlo.

En un súbito gesto de desconexión, los ojos de Abel han dejado de verla, es decir, miran hacia ella, pero el foco se sitúa en algún otro punto, vaya uno a saber dónde. A su lapso de mutismo lo han seguido un balbuceo incomprensible, luego un giro tambaleante. Y así, como aturdido, confundido o poseso, abandona el plateau que su imaginación ha montado y derruido en cuestión de segundos.

Si creemos en la objetividad, ya sin su presencia todo continua por su rumbo como hasta entonces.

 

 

––¿Vos no te das cuenta de que la mayoría de estas personas me conocen?

Me importa un pito piensa Abel, sin embargo dice:

––Mucho mejor ––y sonríe para su amigo.

Es que ya ha tomado nota del particular: el saludo frecuente en cada uno de los hoteles y pensiones como un reconocimiento entre el otro y los demás; también que esta reciprocidad no raya en lo fraterno, que es más bien una especie de camaradería consentida.

––No se me ocurre cómo hubiésemos salido parados ante completos desconocidos.

Abel había esperado que la correspondencia entre Pablo y los de su entorno fuese mucho más confidente y fluida, pero se encontró ante un trato muy distinto al presumido, apenas espontáneo y por demás formal, aún en aquellos que parecían conocerlo algo más que el resto. Luego pensó que ese trato podría atribuírsele a la modalidad de atención a que se hallaban acostumbrados, y no tanto al de una cofradía o hermandad.

Ahora entran en el enésimo hotelucho mientras que, a sus espaldas, el sol de otoño traza el horizonte de los techos, enmarcando ambas figuras a contraluz, dotando a la escena de un carácter teatral, onírico y fantástico. Aunque vistos desde la calle solo son dos tipos comunes entrando a un hotel.

Desde un principio ––apenas pasado el mediodía y con Pablo en estado de sonambulismo–– Abel tomaba la palabra y el otro, en algunos casos, cruzaba algunas frases brillantemente actuadas con el eventual conocido; en su vocabulario uno del gremio (sí: todos los Jueves nos reunimos en el casino de conserjes a jugar billar).

Este último no debería ser la excepción.

Sin embargo este muchacho, al voltearse con sobresalto ante el saludo de Abel, ha petrificado su gesto, tallando en sus facciones la mueca de una máscara pálida y temerosa. La luz que da de plano en sus pupilas ––que no responden aún contrayéndose– le impide ver con claridad las facciones de los dos, mientras que ellos, uno algo asombrado y el otro inconmovible, observan a este muchachito de no más de 20 años desencajado y, al parecer, al borde de un ataque de pánico.

Pablo busca perforar la campana que asfixia a su colega.

––¿Qué se cuenta, Josi?

El muchacho, al reconocer la voz, parece recobrar algo de su compostura, pero solo apenas.

––¿Pol?

El tono inseguro en su expresión impele al asentimiento.

––Qué hacés, viejo; ¿te sentís bien?

Pablo, por primera vez, se adelanta un paso a Abel, mostrándose algo más confidente que en las visitas anteriores.

El muchacho, haciéndose visera con una mano, aún trata de escrutar ambos rostros.

Enciende una luz.

Luego de observar a Abel unos segundos se dirige a éste en un tono menos trágico, aún con un resabio de vibratto:

––Uh, loco... me diste el susto del año...

Abel recibe el reproche con indiferencia; tal vez ni se esté dando por aludido.

Pablo, ya no solo confuso sino asombrado profundamente, vuelve al esqueleto coloquial que, entre los tres, lucha por ensamblarse.

––Así que esta es la nueva técnica para agarrar clientes... mirá vos, che.

A pesar del desconcierto, Pablo obra con su habitual brillantez.

––Te presento a Abel, un amigo de Buenos Aires: Abel; José Luis.

––Cómo te va...

La voz del chico va recobrando poco a poco su tono.

––Disculpame por lo de recién, pero me asusté… en serio, es que ayer me comí una apurada de un tipo igualito a vos y...

Entonces hace una pausa, buscando reencontrarse y evitar una mala jugada. Pablo le echa una mano.

––La gente común se volvió peligrosa, Josi. Hoy te queda elegir entre violentos e innecesarios; y andá a que tengas tiempo para hacerlo.

El chico asiente sin convicción, luego hace un gesto de convite.

––Che... pasen y siéntense que voy a preparar unos mates.

Cuando desaparece por un pasillo estrecho camino de lo que parece ser la cocina, Pablo, sentándose a la derecha de su amigo y mirando fijo a su perfil, lo interpela con voz forzada,

––Viejo... ¿me vas a decir de una vez por todas qué es lo que pasa?

Por fuera Pablo conserva su aplomo, pero en su frase sin comas y remarcando el copulativo podía notarse que su paciencia tiene un límite.

Abel, con la cabeza inclinada hacia delante, parece buscar el punto de fuga del cuarto.

––A esta altura vos sabés tanto como yo.

––No me jodas. Yo no ando cazando fantasmas.

Abel no responde.

Por defecto debería estar fascinado, pero la verdad es que se ha sumergido en sí al tiempo que recuerda una de las expresiones de la encargada,

Casi como usté... pero no...

Ahora, la escena del joven y su alegato han precipitado y la solución le sabe a un gusto conocido, pero que no puede identificar.

El muchacho ya regresa, termo y mate en mano.

Como Abel aún no consiguió alcanzarla unión de sus paralelas en el infinito, Pablo toma las riendas.

––¿Cuándo hay partido, Josi?

––Como siempre, el jueves a las 11. Noche, por supuesto.

––¡Que mala, loco! Tengo ese turno toda la semana.

––Eso te pasa por ser de la crema. Igual para vos siempre hay suplente.

––¿Vas a llevar a tu novio?

––Callate, enfermo.

Abel, que parece no estarlos escuchando, interrumpe la charla.

––Contame que te pasó con este tipo parecido a mí.

El muchacho, en atención a la pregunta, mira a Pablo, que aparta la vista en un gesto característico, cansado, que reza hablá tranquilo, está loco pero no es peligroso.

José, pasando el mate a Abel, comienza con su relato:

––Mirá... lo de parecido fue nada más que...

Huérfano de palabras, se entrega a su historia:

"Este tipo llegó acá hace unos veinte días y pidió precio por una quincena. Para la época eso ya es algo bastante raro. El viejo ––mi viejo–– lo aceptó al toque porque fuera de temporada no hay nada de movimiento. Qué sé yo... todo venía bien hasta que ayer a la madrugada se agarró a boleos con todo lo que había en la pieza y cuando yo subí a ver qué pasaba me puso un fierro en la cabeza y me dijo que me fuera a dormir... ¡que me fuera a dormir! ––hizo una pausa para tomar aire y rematar–– y al toque mientras yo me había escondido en la pieza de al lado mi viejo escuchó el portazo y el chabón ya había desaparecido... y yo tratando de parar al viejo que lo quería correr..."

Todo esto dicho sin signos de puntuación (los puntos suspensivos son maquillaje tibio; burbujas).

Abel, que no ha tomado del mate pero lo tiene entre sus manos, ha escuchado atento, con gesto inmóvil e inescrutable. Aprovechando el descanso, pasando por alto aquellos detalles irrelevantes para él ––tales como si había habido robo o lesiones–– pregunta:

––¿Mientras estuvo alojado supiste a qué se dedicaba, o te fijaste en qué hacía?

––Mirá, estaba todo el día encerrado ––entre paréntesis–– no me acuerdo de haberlo visto salir a comer alguna vez ––tono más bajo, confidencial––: dicen que la merca te saca el hambre, ¿no?; a la tardecita o noche se iba y casi siempre volvía cuando estábamos durmiendo… o por la mañana.

––¿Y durante el día?

––Mirá... ¡qué sé yo!...a veces tenía la luz prendida, pero vos no sabías si estaba durmiendo o qué carajo... aparte, nos había pedido que no entráramos a la pieza y, vos viste, la necesidad tiene cara de hereje...

Abel, tamizando, trata de contrapesar el colado junto a lo que intuye ya saber y ese resto a dilucidar.

––¿Hiciste la denuncia?

––¿Y cómo?... pagó por adelantado y no lo fichamos... además...

Abel se apresta a disparar otra pregunta, pero en un gesto que podría adjetivarse como prudente, se detiene. Imagino que tiene que ver con algo ligado a algún mecanismo íntimo de relojería, con funciones vitales y desconocidas.

––Ese mismo día, a la nochecita, vino una chica que dijo que era la hermana y que el tipo se había ido de la casa y los viejos lo querían de vuelta y que estaban dispuestos a perdonarlo y a pagarnos a nosotros todos los gastos... hasta nos dejó unos mangos que llevaba encima...

Amén.

La chica volvía a instalarse en su pensamiento para componer a la entidad.

En solo unos segundos ametralló al muchacho con una andanada de preguntas; éste, que había dejado de cebar, echó un chorro de agua tibia sobre la yerba lavada y, tomándose por fin su tiempo, se preparó a resumir.

––No era la primera vez que (la chica) venía ––coma–– pero nosotros no sabíamos que era la hermana ––punto––. Cuando le dijimos lo que había pasado y que lo íbamos a denunciar y que lo teníamos fichado primero se quedó fría como una estatua y después nos dijo lo que ya te dije ––breve pausa––. Si tanto te interesa ––otra mirada a Pablo–– nos dejó una dirección ––abre paréntesis–– parece que no tiene teléfono ––cierra–– por si sabíamos algo del hermano. Igual, si no aparecen en una semana vamos a ir nosotros ––tono de amenaza muy poco convencido––.

––Por favor…

Abel, ante la mirada incrédula del muchacho, saca su grabador del bolsillo de la campera y pausa su marcha.

––Ya te la traigo.

Pablo, involucrado de prepo en algo que ni siquiera le interesa, ha escuchado y observado a ambos en sus roles de fiscal y víctima-testigo, tratando de comprender lo que no entiende, el por qué de aquello y, más importante aún, sus posibles consecuencias. Aprovechando que su colega ha salido en busca de la dirección requerida, dice a su amigo

––Supongo que ahora empieza la persecución.

Pero Abel no responde.

Cuando el muchacho le entrega un pedazo de papel y al tiempo que enciende una vez más su grabador, le dirige una última pregunta en un tono solemne que deja en suspenso hasta al mismísimo Pablo:

––Ahora decime exactamente en qué se parece ese tipo a mí.

 

 

Ciertos hechos que hacen a la dinámica del mundo como creación y a su naturaleza de carácter taxativo como su propiedad más notable, se muestran por sí apáticos ante el transcurrir de los individuos y sus historias, como si estos, en su conjunto, no tuviesen la menor injerencia en el recorrido de una ruta universal. Más: estos hechos, por ineludibles, suceden sin que nada pueda variar su comportamiento; aquello que es, ni más ni menos, su tarea.

Así, igual que para los trabajadores del puerto que, entre fogatas casi extintas y al son de aislados estruendos, llegan al final de otro día de reclamos; al tiempo que algunos comerciantes cierran sus negocios mientras otros comienzan su labor y Pablo toma una ducha en tanto que su amigo naufraga en una meditación vigil, la noche ha caído también para Laura.

Otros incidentes, por naturaleza autárquicos ante los dictámenes de los elementos pero harto ligados a la esencia del individuo, son tan inevitables como cotidianos los antes citados, y el mero hecho del desarrollo ordinario de su curso autodeterminante puede, en algunos casos, ser tan universal ––homoteísticamente hablando–– como la intrincada y mecánica tracción del cosmos.

O sea: lo que tenga que pasar va a pasar. (Guiño)

La noche, el imperativo categórico de Laura, ovilla en su madeja los filamentos que tejen esa red difusa que, intangible, hace de continente para todos los hechos íntimamente absolutos que, a su vez, son las partes de un todo divisible en múltiples eternidades superpuestas en un plano finito.

Llamémoslo conciencia.

Ergo, aquí, su consciencia.

Nada puede evitar que esa cinta en espiral que pasa a través de su plexo la atraiga hacia un plano desconocido, cargando con el peso a liberar. Aún lejos del vórtice puede sentir como esa fuerza que la amenaza va cobrando más y más energía, buscando aislarla de cualquier otra entidad en el todo. Pero, quizás, sea tan solo ese movimiento inevitable y perpetuo que, en contadas ocasiones, requiere de algún ajuste, y se vale para ello de una de las tantas líneas que conforman el desarrollo de las fuerzas individuales para redirigir así su resultante y mantener en equilibrio a la creación.

O tal vez sea solo angustia, o se siente confusa.

Y en la singularidad de esa íntima percepción empieza a ver pasado, presente y futuro conjugándose en un solo momento, velado por su inseguridad para hacerse cargo de tan magna revelación.

O es que tan solo no desea revivir nada de lo ocurrido.

Así, marginándose de aquel lugar al cual no teme pero al que es reticente, sólo le queda para sí esa nueva y extraña sensación de ser partícipe de un todo, siendo ella, a su vez, otro igual.

 

El universo tiene infinitos centros.

 

La frase de su compañero, que en su momento y sin razones le había provocado inquietud, ahora le dice algo que no es capaz de asir pero sí comprende a la perfección: la antes espiral es ahora una elipse que, tan semejante como asimétrica de otras, gira en torno a un centro multidimensional conformado por los puntos en que parecen conjugarse todos los diámetros, en perpetua fricción y a una temperatura inadmisible.

 

Es la caldera del cosmos.

 

Así siguen viniendo a ella las frases que una vez la habían hecho su creyente, ahora desprovistas de esa carga ególatra que, pensaba, había impedido que conjugaran en el fruto que siempre había esperado de él.

Entonces recuerda que él se ha llevado todos sus papeles.

 

Como la euritmia de las palabras en brazos del viento.

 

No eran más que eso. Las palabras tenían vida sólo ahora, en el instante preciso en que podía hacerlas suyas, partes del todo.

Había pasado por una experiencia similar cuando ese personaje extraño se presentó ante ella en el bar, como un carácter habitual salido del libreto de sus días.

Policía.

Al fin un mote poco feliz.

Ahora se pregunta el por qué de su proximidad, la misma cara de una moneda falsa, duplicada, que trataba de llevarla con hechizos a un paralelo que prefería desconocer.

Luego, como por magia, ya no hay más zozobra.

Así como ha caído la noche, el orden superlativo, en sí mismo el imperativo categórico, hace que el sueño la tome en sus brazos ofrendándole ese descanso que a gritos ha pedido por tanto tiempo y sin éxito.

Por ¿siempre? desatendido.

 

 

––Mirá, no es que el tipo se parezca a vos... no, en lo más mínimo... hay algo... ¡qué sé yo!... no se me ocurre la forma de decírtelo... por ahí la forma de hablar... pero no... tampoco... es algo que… no sé... como si fuera el rollo de las fotos… ¿viste? antes de hacer la copia... el negativo... pero no es que el tipo sea negro... nada que ver... es... no sé; dejalo ahí.

 

 

––¿Sí?

––Hola, te traigo noticias sobre tu hermano.

La razón nos debería llevar a pensar en que Abel, después de haber hablado al interfono tan simple y directamente, afincado en su verdad, debe haber sentido, al menos, alguna clase de remordimiento o inquietud, pero a esta altura ya estamos bien al tanto de que su lógica no es la nuestra.

La impresión más acertada es que, para este momento, le está escrito cada paso a ser dado con tal precisión que la duda y la sorpresa y quién sabe cuántas emociones más no tienen lugar en su historia, y que han pasado ––¿tal vez desde un principio?–– a la propiedad de sus comparsas.

Entonces el personaje de turno ––Laura–– contesta valiéndose de uno de esos preciosos regalos que él ahora deja para los otros, para el reparto:

––Ya bajo.

Y si presumimos que la reacción inmediata de ella ante algo que le debería haber resultado, como mínimo, inesperado, podría haber liberado en Abel un íntimo regusto de victoria, nos encontramos con que tampoco es así.

Luego llegamos a la conclusión ––y esto es un hecho–– de que se está dejando llevar por la cadencia como un instrumento que, descansando en la disciplina de su ejecutante, aguarda para dar lo mejor de sí.

––Te espero.

Y las emociones ––acciones implícitas en la vaguedad de un verbo–– vuelven a escena conforme con la partitura, llamadas por la pluma de un eximio compositor, pero sin ser rozadas; ahora un largo y sostenido Mi bemol grave, una vez más sin carácter (solo cuartas y quintas y su ciclo de armónicos) se descompone trágicamente con una tercera menor pianísimo dos octavas más alta; es la expresión de Laura al encontrarse, cristal de por medio e inescrutable, nuevamente con Abel.

Y la ahora tríada, a un tempo que es consecuencia de una ecuación compleja, se va adormeciendo hasta volverse muda cuando, en un acto difícil de comprender, ella abre la puerta parándose frente a Abel.

Entonces, ahora sí creemos que él siente que una incógnita al fin está pronta a despejarse, y se conmueve ante su posible resolución.

Pero nos equivocamos otra vez.

Su día, transcurrido en uno de esos lugares distantes en la costa donde tantas veces se había sabido relajar, lo ha llevado a una postura extática y contemplativa. El ayuno espontáneo, sumado a su falta de sueño (apenas ha dormido un par de horas) han obrado con firmeza en su disposición hacia lo externo, volviéndolo impermeable.

Así, entonces, las emociones del presente pertenecen al compositor y no a su instrumento; y Abel sólo responde al ejecutante como un complejo y obediente sistema mecánico.

¿Quién está tocando? ¿Qué partitura? ¿Quién es su autor? También me lo pregunto. Pero sé que ahora eso no importa.

––Pasá.

Laura, sin verlo a los ojos, le indica el camino del ascensor haciéndose a un lado. Luego Abel avanza contando con sus pasos los compases de silencio en su línea, hasta encontrarse de pie dentro de un pequeño departamento que, desde su posición, no juzga en manera alguna.

Ella se sienta en la cama y, ahora sí, viéndolo desde su lugar aparentemente infranqueable, rompe el silencio.

––Sabía que ibas a volver... bueno... supe que lo de la otra noche no había sido casualidad.

Abel está tentado a decirle que sí lo fue, pero por lo visto, su línea continúa adornada por silencios ya que no emite palabra. Solo la está viendo como si esta fuera la primera vez, y su gesto no es de impertinencia.

Laura, con una mueca casi imperceptible, le indica que se siente y él obedece, ocupando una de las dos banquetas que, a distancia prudente, escoltan a la mesita-escritorio.

Inesperadamente, ladeando algo su cabeza, Laura le sonríe,

––¿Qué pasó con la locuacidad de mi policía simpático?

Y entonces el maestro ataca con ambas manos su parte: el Solo, y Abel, como un instrumento en el período más fructífero de su sonoridad y prestancia, se deja llevar por aquellas manos que, poco a poco, se han ido adueñando de él.

Su alocución se extiende por 9 minutos y 20 segundos.

Sabemos sobre qué trata.

Luego

––Ni una palabra de lo que acabo de decirte es falsa.

Abel, habiendo concluido, padece la necesidad de afirmar una bandera imaginaria en ese sitio propio de ella; pero el terreno aún está lejos de su alcance.

Laura, que nunca ha dejado de verlo, rompe su silencio.

––Pero me mentiste.

––No.

––Ah, ah: dijiste que traías noticias sobre mi hermano.

––Y los dos sabemos que no lo es.

Un perfecto blanco a ciegas. Aunque Abel no descartase por completo la posibilidad de un hermanazgo.

Si en este momento un director de escena estuviese al frente de ambos, se pondría de pie de un salto y, tirándose de los cabellos, les  imploraría que expresasen alguna emoción. Pero esta es una perfecta escena de cine mudo ruso en la cual el peso del drama no se apoya en las emociones sino en la atmósfera, el contexto, la fotografía y los tiempos: el clima.

––Pero mentiste.

––¿Después de todo lo que te dije eso es lo que te importa?

Abel siente que una vez más que ha dado en el blanco, y también sabe que eso no significa nada. Además, le parece que un peso externo está intentando desestabilizar la armonía que han alcanzado sin proponérselo. Asimismo, siente que también algo está a su vez haciendo de contrapeso, permitiéndole a la historia seguir con su desarrollo. Por supuesto, no se formula ninguna pregunta.

Laura no responde, y por un instante parece haberse distraído hurgando en su cartera. Toma de ahí un atado y le ofrece un cigarrillo.

Abel, que en sus últimas 24 horas ha olvidado a su yo fumador, lo acepta de buen agrado al tiempo que, en un acto torpe y pasivo, descubre que sus fósforos se han esfumado hace ya un buen tiempo.

Laura, sin levantarse de la cama, estira su brazo izquierdo y ladeando apenas su tronco le alcanza el encendedor.

Después de prender su cigarrillo, él se vuelve sobre el lienzo.

––No se vos, pero yo necesito un trago.

La aseveración en modo de súplica no modifica en nada la actitud de ella.

En un movimiento muy consciente, felino y admirable, se dirige al bajo mesada y regresa con una botella a medias de Vodka y dos vasos, los apoya sobre la mesita y sirve la bebida sin preguntar, tal vez buscando un punto de distorsión o un chispazo. Obviamente no cuenta con que este Abel no se encuentra facultado para prestar atención al carácter de una bebida.

Laura toma uno de los vasos y vuelve a ocupar su lugar en el cuadro, tal como si ambos estuviesen posando.

Abel bebe con torpeza y carraspea con una mueca apenas perceptible. Al cabo de unos segundos y ante la prodigiosa pasividad de Laura, por fin dice:

––Un hecho es que ambos queremos encontrarlo.

Laura ahora mira su vaso, que se muestra aún a la medida en que ella lo ha servido. Por un instante Abel cree percibir que va a decir algo, tal vez a preguntarle por qué busca al otro. Pero es solo eso: un instante en el reposo del momento.

Al tiempo que Laura bebe un sorbo, él continúa:

––De no ser así, ¿por qué volviste a la pensión?

––No todo se puede explicar con palabras.

Luego ya había estado ahí con él…

Pero si nadie ha dicho lo contrario!)

––De acuerdo... bien: algo te llevó a correr atrás de él, y a eso yo lo llamaría interés; vos ponele el apelativo adecuado.

––¿Y vos? ¿Cuál es tu móvil?

––Necesito responder a una pregunta que desconozco.

Laura vuelve a su mutismo.

Ahora mira el vaso entre sus manos como buscando el reflejo de alguna verdad y su explicación. La partitura aún no ha concluido (creo), pero está amenazando con estancarse en un Largo que, poco felizmente, el compositor parece empeñado en sostener, tal vez a la espera de ese estruendo que sucede a tanta tensión.

Abel, después de un tiempo inmensurable, tal como si se hubiese preparado toda una vida para pronunciar su nueva línea, dice:

––De una u otra forma, yo voy a encontrarlo.

¡!

Al unísono, todos los instrumentos atacan con precisión y toda su fuerza el último acorde de la partitura, y para cuando ese clúster se va apagando en sus últimas vibraciones, las luces del teatro se encienden para que ambos, Laura y Abel, se descubran frente a un lienzo omnipresente que, en equilibrio aprobador y en una lengua muy conocida, está gritando a voz en cuello

¡Bravo!

Tan sólo por eso, por un acto de una obra que debían o deben representar.

Y cuanta importancia, porque a partir de este soplo todo mudará de posición; al menos en apariencia.

Las emociones, como si hubiesen permanecido encerradas a más no poder, ahora fluyen como un río desbordado; y lo hacen por Abel, rompiendo en Laura; ella, una pradera deseosa de lluvias; él, la tormenta incontenible.

Por eso, el relato de lo que aquí sucede es tan obvio como innecesario.

(No, no cronometré el acto, soy muy respetuoso.)

Tampoco nos hace falta volver sobre los pasos de ambos para comprobar que este peso acumulado impelía a ser depuesto. Al menos por un momento.

Sí nos es imperioso recalar en el después ya que, como dije, nada volverá a ser igual entre los dos, y las consecuencias necesarias van a evadir toda liviandad por su carácter de eventos radicales.

Entonces, cuando ya es luego: ninguno de los dos se muestra confundido o contrito. Ambos son adultos y bien pueden hacerse cargo de sus actos, pero sus semblantes han vuelto a ser los de poco tiempo atrás.

Ella, que desde la noche anterior había sido una parte de esa fuerza que atravesaba su universo, ahora parece adormecida por aquel peso que, abandonado unos instantes, impele a ser cargado nuevamente.

Sísifo.

Abel parece haber recordado quién era y qué estaba haciendo. El estado febril que lo ha venido arrastrado hasta acá lo abandona ahora a sí mismo y, aunque su apariencia no es de remordimiento, en su interior se está volviendo serio y adusto, como si estuviese sopesando su vida entera en estos instantes.

Tal vez solo la última semana.

No me atrevo a arriesgar.

Ella… tampoco lo sabemos.

Después de un último beso ––el que exime de palabras y pensamientos––, dejan descansar por un instante sus miradas el uno en el otro antes de echarse boca arriba, cada cual a su lado, hablando de ellos mismos, presentándose de una vez. Así permanecen largo rato girando sobre sus ejes, sin rozarse y en la perfecta armonía de los cuerpos en reposo.

Luego, lentamente, ese espacio de vacío que los contuvo junto con sus aflicciones se hace tiempo real, y el ascensor, pasivo, es llamado a cumplir con su parte, regresando para detenerse en su piso. Ahora el eco del pasillo da entidad a unos pasos haciendo el recorrido hasta el frente exacto del departamento donde una sombra dual, sin mostrar respeto alguno por su privacidad, se cuela por debajo de la puerta a la manera de dos columnas señalando a uno y otro, amonestando, amenazando con algún castigo insospechado.

El tiempo puede contarse por los latidos de ambos corazones, hasta que el silencio de muerte es por fin roto por el sonido de un papel deslizado al interior.

Abel debe haber hecho un movimiento imperceptible porque Laura, con la velocidad de un gato, ha puesto su mano sobre un brazo de él, obligándolo a permanecer echado.

En ese lapso, tal como habían llegado, los pasos se fueron alejando hacia el ascensor para desvanecerse tras sus puertas, y ahora, el pasillo ha vuelto a su primera oscuridad y el silencio lo devora todo para volver a hacerse amo y señor.

Recién entonces Laura, devolviendo a Abel su voluntad, permite que éste salte de la cama y, aún a oscuras, tome del piso una hoja de agenda que le recuerda que el presente es inexcusable.

Luego enciende la luz de la cocina y despliega la nota ante sus ojos:

 

...y descubrís su inmanencia en vos, omnipresente; lo finito hecho a tu tiempo en la prisión de tu derrota para ––al fin y de hoy en más–– perderte y encontrarla en su terreno que ahora es tuyo y que será, así te pese, tu dolor mientras despiertes.

 

El punto aquí es conclusivo.

Y esto no debe atribuirse a una decisión artística.

Esta vez no hay tachón.

La letra semi-manuscrita ha hendido el papel con fiereza, substituyendo el supuesto infeliz censurado en la primera parte de lo que ahora, para Abel, pasa a constituirse en la parte final una pieza única.

Llamémoslo microrrelato, ya que hoy se han puesto tan en boga.

Una elipsis que, a su pie, ostenta un complejo garabato.

Uno de esos dibujos que, en algunos casos, no sólo son el espíritu de nuestros nombres sino también el inconsciente de nuestras almas y a los cuales, por mera formalidad, llamamos firma.

 

 

Fin segunda parte

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