Reparación - Iluminado

 

La experiencia de Abel fue onírica, alucinatoria. Y los sueños y alucinaciones se ovillan en una quinta dimensión. Luego, el intento de plasmar algo tan arcano en palabras será engorroso e insatisfactorio; sin licencias: imposible. Muchas de las figuras que constituyen lo que llamamos pesadilla, desvarío, visión fantástica o simple imaginación, no son más que nanosegundos de data que busca reacomodarse, clúster por clúster, a una velocidad que ninguno de nuestros sentidos es capaz de asimilar. Así Abel recibió de una vez y a una velocidad asombrosa una serie de mensajes exclusivos de su propio sistema; una millonésima parte de esa información almacenada en alguna ignota copia de seguridad, en apariencia, oculta dentro de él. Por supuesto, para que su equilibrio vital no se viera comprometido, cada uno de estos comandos debió ejecutarse con precisión micrométrica, y el único operador ––aunque imperfecto–– capaz de una acción semejante se puso a trabajar a destajo para que así fuera; de tal forma su cerebro, volcado de lleno a esa tarea, obró dejando en suspenso por algunos brevísimos instantes las demás funciones. Es por eso que durante un proceso semejante los sentidos son incapaces de cualquier registro, por el simple hecho de encontrarse necesariamente suspendidos, hibernados.

Para hacerlo comprensible, voy a contar todo este Bulk Dump junto a la secuencia onírica tal cual pude apreciarlo, con todos mis límites y en un tempo admisible para este de nuestra vigilia ahora en común.

Sea:

Abel se encontró frente a la puerta de un cuarto que reconoció de inmediato. Nada que temer. Es un cuarto familiar y por el cual siempre ha sentido atracción; una de las habitaciones de la que ha sido la casa de su infancia. Solo debe empujar apenas la puerta, para ver en el espejo, a su derecha, al origen de ese aroma que lo hechiza, a la belleza misma, absorta en su encanto, reflejándose en su superficie como una ninfa en las aguas de un lago. Sabe que es la fuente de ese perfume inconfundible, que ya huele con facilidad; ese que siempre se cuela por las hendijas y lo deja hipnotizado. Y ella también lo sabe, y parece disfrutarlo; es inocente, porque es santa. Más de una vez ha actuado desde su reino casi una rutina para él. Pero eso no es todo, también mantuvo una intimidad con su medio hermano que se extendió en largas charlas, donde se había encargado de explicarle esas cosas que aún le estaban vedadas, y del por qué de esos tabúes. Solo para él, le había hablado de ella misma, contándole qué sentía, qué buscaba, qué deseaba. También sobre su culpa, que parecía ser el haber elegido para ella un camino que los demás no admitían. El pequeño Abel ya se había dado cuenta de que la relación con sus padres era cada vez más tensa, a veces insostenible, y que después de algunos encontronazos ella solía desaparecer por varios días. Lo que no pudo notar fue que ella, sin buscarlo, lo estaba haciendo su prisionero, disfrazado de compinche. Así había sido, después de uno de esos choques cada vez más frecuentes y antes de otra huída, que ella le había confesado entre lágrimas que los padres de ambos, años atrás y después de buscar sin frutos un embarazo, la habían conseguido en adopción. También que años después, sin explicación, mamá se había embarazado de Abel, cuando nadie lo esperaba. Luego, de la nada, le pide que escape con ella, y que no tema, que puede protegerlo y sustentarlo.

Demasiado para el niño de mamá que, en rasgos toscos, recibe la primera descarga de realidad para la que no fue preparado, y que explota en su mente sin aviso, tomándose el tiempo que tarda una estrella en nacer pero, que en nuestra medida gregoriana del tiempo… tal vez haya sido menos de un segundo.

El daño está hecho.

¿Ok?

Bien.

Ahora, Abel está mirando otra vez desde la puerta entreabierta. Y nuevamente ella, de espaldas a él y de frente al espejo lo observa desde el cristal. Pero su gesto hoy es triste y agobiado.

Ahora ella baja su vista.

Entonces él se voltea, porque a sus espaldas se ha desatado un escándalo que le recuerda a esas comedias italianas que veía con su madre en las matinés del cine de su barrio. Pero en esta el director es despiadado. Ahí va un plano en picado veloz y con un ojo de pez por la escalera, donde varios policías a duras penas consiguen refrenar a una mujer presa de un ataque de nervios. Abel la reconoce. Esa mujer es su madre. Absortos en su tarea, los agentes no notan que él está a las puertas de ese mundo detenido en su marcha y esperando por su escena, el ahora ––según este guion reescrito–– cuarto prohibido.

Un destello de flash en el rabillo del ojo lo hace voltearse nuevamente pero, para su desilusión, la imagen del espejo ha desaparecido, así también ha cambiado tanto la iluminación cuanto el orden en la cómoda, que ahora parece flotar en un mar de sombras. El resplandor, al apagarse, ha dejado todo en penumbras, y él apenas ve el marco de la puerta, blanco sobre el manto de noche que sostiene en sus alas de Titanis al tocador.

Obedeciendo al susurro de acción en su cabeza, decide al fin adentrarse, llegándose hasta su marca frente al espejo que, como todos sabemos, es la entrada al infierno. Así lo corrobora cuando ahí dentro, en el reflejo, ve a su hermana desnuda, tendida en su cama y rodeada de extraños, como en una misa profana o un sacrificio, pero sobre un inmenso charco oscuro.

Sorprendido, piensa qué negra es la sangre.

Luego se dice ¡esto no es una película!

Entonces oye gritos de alerta, una fuerza que lo excede lo levanta en vilo, cargándolo y corriendo escaleras abajo, mientras allá arriba, cada vez más lejos, oye extinguiéndose los gritos desgarradores de su madre.

No, no es una película.

Finalmente encerrado en un lugar que se le antoja la mazmorra más apestosa que pueda imaginarse, hunde la mano en su pecho y va sacando uno tras otro cerrojos que van desde el candado de plástico perdido entre sus juguetes hasta una ignominiosa masa de hierro fundido que no entiende cómo puede haber guardado dentro de sí; ahí inserta la última de las llaves, que finalmente se desvanece en el aire entre un mar de chispas, iluminando ante sus ojos el departamento vacío de Laura.

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