Relatos Infantiles 1 - Retrato del Antihéroe I, II y III
I
Entre todos ––y excluyo a la
profesora–– conformamos un curso de aproximadamente quince chicos que rondamos
entre los veinte y treinta años. Siete nos,
igual número de ellas y Claudia.
Yo soy yo y no estoy interesado en lo más mínimo en esa forma de Expresión
Corporal que a mi entender ––vanamente autoestimado superior al del resto––
debe ser abordada de otra forma. Y no me cabe una sola duda: todos han tomado
esta materia obligada como un puente para gancho y levante, y las
actividades que hacemos son tan
superficiales que parecen estar enfocadas para que esa sea la
resultante.
Luego es lógico pensar en que mi
actitud ya amerite un reprobado en mayúsculas.
No les voy a dar el gusto.
Entonces comienzo a fingir.
Primero histriónico hasta la tragedia, después un perfecto y abandonado
contorsionista sin alma para, en la cima de mi acto, hacer un giro elíptico
hacia el carácter de un monje, dejando perplejos a todos.
No me extraña entonces el sobresaliente
conseguido de la profesora (una frustrada actriz de teatro) ni el consenso
logrado con el grupo que, de ignorarme por completo, ha pasado a incluirme sin
algún prejuicio notable.
Claudia permanece aislada en su
mundo misterioso, autosuficiente, y parece no querer ligarse con nadie. Siempre
llega tarde y para cuando estoy saliendo ya se fue.
Se está volviendo obvio que es
ella el único objeto para seguir con mi farsa. Solo debo encontrar la forma de
atravesarme en su camino y, de ser preciso, cerrarle el paso hasta obtener su
atención, pero el tiempo ya casi ha expirado y aún no encuentro el modo de
abordarla.
Es entonces que la montaña viene
a Mahoma y descorre el telón de este primer acto.
Estoy abriendo la puerta de mi
504 modelo ‘81 para huir y escucho una voz:
––¿Para qué lado vas?
Levanto la vista de la cerradura
y es ella junto a otra chica que jamás había visto.
Señalo calle arriba y le digo
“Oeste”.
––Perfecto. ¿Pasás por Primera
Junta?
Me percato de que están tomadas
de la mano.
“Sí” contesto. Y es que ese
punto, efectivamente, es la traza recta a mi destino.
Como si no tuviera la más mínima
relevancia para mí pregunto ¿Quién viene adelante? y Claudia dice a su amiga
Andá vos.
¡Mierda! Grito en mi
interior, pero abro su puerta con una sonrisa casual.
Luego me estiro y quito el
seguro de la puerta trasera a mi derecha que Claudia abre, traspasa y cierra.
––¿A la plaza o a algún punto en
particular? ––Me siento torpe e idiota.
Aquella que hace las veces de mi
copiloto se da vuelta hacia Claudia e inquiere en silencio. Claudia se inclina,
la besa y me dice que en la esquina con Rojas está perfecto.
“Perfecto”. De nuevo la maldita
palabra.
Voy lo más lento que el tránsito
me permite pero no se me ocurre qué decir y trato de mostrarme indiferente
cuando veo que Claudia está casi entre nosotros, sentada al límite de la mitad
del asiento trasero, jugando suavemente con los cabellos de su amiga. Siento
que debo obligarme a sonreírles y lo hago con una rápida vista a mi derecha.
Soy un perfecto estúpido, ya que
ambas dejan escapar una risita contenida. Ahora quiero llegar de inmediato y
escapar de esa pesadilla, me juzgo y declaro incompetente, quiero tirarme a las
dos juntas pero no pienso romper mi “voto de distancia” y descubro que solo
puedo actuar para los ciegos y que eso Claudia lo supo desde un principio.
Una cuadra antes de llegar
siento que el dedo mayor de su mano izquierda se desliza a contrapelo por mi
nuca. Luego lo retira suavemente.
––Me gusta tu corte ––dice. Y me
mira por el espejo retrovisor. Pero ya llegamos.
Se
bajan del auto, Claudia da la vuelta y me besa a través de la ventanilla baja.
Ahora sí mi sonrisa es tanto auténtica como amarga: la sonrisa del estafador
timado.
Se alejan por la cuadra de
ferias cerradas mientras yo las observo aún sin moverme un metro.
Y estoy muy muy seguro de
que esta noche, después de haberme masturbado, voy a sentirme el tipo más
infeliz del mundo.
II
El brillo del sol
nos despierta, pero ya debe haber amanecido hace un buen rato.
Claudia, bufando
sensualmente, me da a entender que soy el encargado del desayuno, luego giro a
mi izquierda y bajo de la cama.
Pasando camino a
la cocina por el living, veo a través de las cortinas del ventanal con la
persiana alzada que es un día prometedor, nublado pero brillante, y que el mar
deja escuchar su ronroneo con majestad. Pienso Qué extraño, no hay viento.
Agarro dos latas
de cerveza de la heladera y regreso a la cama.
Claudia parece
haber vuelto a dormirse, pero sé que no es así.
Acaricio
suavemente su espalda con una de las latas heladas y se da vuelta
––¿fingiendo?–– sorpresa. Así, sin el más mínimo vestigio de maquillaje, es
conmovedoramente bella. Igual no le doy tiempo a hablar:
––¿Qué esperabas
al mediodía, café con leche?
Entonces sonríe,
toma la lata de mi mano y la apoya en la mesa de luz. Se vuelve a mí,
apoyándose sobre un codo,
––Ahora no ––sus
ojos claramente hablan de otra cosa.
El solo hecho de
pensar en que apenas cruzando la ruta frente a nuestra puerta estamos en esa
costa casi solitaria me pone de un humor tan poco habitual como bien deseado. Y
la playa parece pertenecernos. Además, no nos es necesario salir de nuestro
microclima: dos cuadras hacia la derecha tenemos la proveeduría ––algo muy
parecido a un almacén de ramos generales de pueblo–– donde nos aprovisionamos
de alimentos, cigarrillos, artículos de aseo y bebidas; también hay un sector
de drugstore donde están todos esos
medicamentos de venta libre a veces tan necesarios, al igual que las
infaltables toallas íntimas, apósitos y protectores para el sol; en fin: todo
lo necesario para que nuestro mes de vacaciones sea perfecto.
Casi de una sola
empinada vacío mi lata y ya el día es aún más radiante.
Claudia ha ido al
baño a ponerse la malla dejando la puerta abierta. No puedo ni quiero
resistirme, así que la tomo por detrás y, ya que no opone ningún reparo, lo
hacemos ahí mismo, con sus manos aferradas al lavabo, mirándose extasiada al
espejo, acabando a los gritos.
Luego nos untamos
protector, cruzamos a la playa con nuestra heladera portátil, unos sándwiches y
más cervezas y nos sentamos a disfrutar del mar, hablando de las cosas más
triviales que nos vienen al cuento.
Nuestro rincón
está desolado. Recién a unos cuarenta o cincuenta metros hacia el lado del
almacén un grupo de muchachos juega al vóley.
––Nativos.
Ella
asiente.
Está usando ese
sombrero de paja y ala ancha que tanto me gusta, y es tan hermosa que siento la
necesidad de adorarla ante todos.
Ella parece leer
mis pensamientos porque se da vuelta y, riéndose, me dice: “Estás totalmente
loco”.
Un instante más,
y el tiempo que sigue siendo nuestro aliado silente.
––Voy a tomar un
helado, ¿venís?
Digo que no. Me
siento demasiado a gusto con la arena, el mar y mis cervezas, y quiero esa
frutilla del postre: verla caminar hacia la heladería (que, por supuesto,
también es parte del almacén).
Cuando el sol se
pone a nuestras espaldas decidimos regresar.
Claudia deja que
me bañe primero, y al terminar me tiro en el sillón. En segundos estoy
profundamente dormido.
Cuando despierto
ya es noche cerrada.
Claudia está
viendo una película.
Me acerco por
detrás y la beso. No se sobresalta. Por supuesto.
Miro a la
pantalla de nuestro televisor: La guerra de los mundos. La de 1955. Algo
habitual para nuestra programación veraniega de tv.
Sonrío con
aprobación y le pregunto qué hay de comer.
––Dejé tu parte
en la heladera, no quise despertarte... a pesar de tus ronquidos ––y deja
escapar esa risita que tanto amo. Quiero tenerla otra vez.
––No seas plomo,
estoy cansada...
Voy a la
heladera, tomo lo que creo es mi porción, descorcho un vino blanco helado, y
mientras en la pantalla 4:3 la verdes máquinas voladoras desintegran toda una
escuadra de blindados estadounidenses, devoro el plato como recién llegado del
frente de batalla.
Pausa comercial y
Claudia se acerca, se sirve una copa hasta el borde, hace el saludo cortesano
que ahora significa “acá me ves, la borrachina” y vuelve a su lugar.
Creo que no
imagina cuánto la amo.
Vemos el final ya
sabido de la película juntos y nos vamos a dormir.
Apenas se da
vuelta cae en un sueño profundo mientras yo la observo.
Luego decido
dormir pero no lo consigo y, conforme van pasando las horas, la angustia del
insomne me subleva y no sé qué hacer. La estación local ya no transmite y
tampoco tengo ganas de levantarme.
Empiezo a
escuchar ruidos acá y allá, todo sonido se transforma en un gemido de placer y
siento que todo el barrio lo está haciendo menos nosotros.
Me tapo la cabeza
con mi parte de almohada pero al instante me sofoco y vuelvo a mirar al techo.
Mi Dios ¿va a ser una de esas noches eternas?
Pero dios no
responde.
E iba a escribir
“solo observa”.
Pero eso tampoco
lo sé.
III
Anoche Claudia llegó a casa
demasiado tarde, casi amaneciendo, y no fue directamente a su cuarto (hace ya
un tiempo que dormimos en habitaciones separadas). Eso me desveló, pero mis
desvelos son muy fáciles de provocar.
Mientras intentaba en vano
volver a dormirme escuché que encendía mi computadora y, como era de esperarse,
comenzaba con un juego. Algún amigo o amiga debía habérselo prestado ya que
mantengo a mi máquina libre de todo aquello que no tenga que ver con mis
trabajos y obsesiones.
Eso me exasperó a tal punto que,
a pesar de que es casi imposible que pueda levantarme sin haber reposado
despierto al menos una media hora, salí catapultado hacia el escritorio, pero
un inesperado mareo hizo que desviara mi camino hacia la cocina en busca de
algo que ayudase a reinsertarme en mi normalidad.
Resiliencia.
Mientras saco mi botella de
vodka del congelador sin prestar atención a las débiles protestas de mi conciencia
veo su torso, hombros y cabeza enmarcados por el contraste entre el débil
amanecer en la ventana y el ruido y las luces del infernal ludo (un segundo… el
sistema de audio básico en mi PC siempre estuvo deshabilitado y ella jamás usó
mi equipo de monitoreo ––ese sí conectado a la placa madre de grabación–– por
el simple hecho de no saber cómo hacerlo... pero no me detengo en nimiedades).
A medida que el vodka estabiliza
a mis nervios voy dándome cuenta de lo extraño de la situación y del por qué de
mi sorpresa: Claudia estuvo fuera por varios días (no recuerdo cuantos), creo
que en un viaje de trabajo o tal vez de vacaciones. Pero eso no es algo
categórico: dada la situación incongruente en la que flotamos, hace ya un
tiempo que sus argumentos ––de haberlos–– me resultan tanto inútiles cuanto
inválidos e innecesarios.
El vodka helado y su magia me
envuelven en un estado de contemplación pasiva, llevándome a permanecer en el
vano de la puerta de la cocina un largo rato.
Entonces soy un carácter barato
en una película muy frágil que no puede decir ‘esta boca es mía’:
––¿Es necesario que juegues con
sonido?
Claudia gira su cabeza sonriendo
como siempre, como si nada estuviera pasando (toda movida de mi parte prevista
de forma que termine indefectiblemente en el rol de un niño y su rabieta).
Pausando el juego, dándose vuelta hacia mí haciendo girar mi butaca sobre su eje vertical y con su desesperante e irrisoria
expresión de pasividad, pasa a contarme que por la noche va a recibir a sus
compañeros de viaje en casa, que espera que no me incomode y me una a ellos.
Así, automáticamente, potencia
mi capacidad devastadora de explosión: una fuerza autodestructiva y conocida
que aún no puedo controlar. Entonces, como un rey Midas en eterno jaque, sigo
bebiendo. Ella regresa a su juego.
Bomba de tiempo ––pienso,
mientras tal vez inconscientemente recorro con mi mano derecha aquel que debe
ser el camino de mi colon.
En determinados momentos,
generalmente cuando es muy tarde, ya casi de día, el alcohol blanco me dota de una lucidez poco
común, algo así como el equilibrio exacto entre el reposo de mis nervios y el
orden de mis pensamientos, efecto que se desvanece en dos o tres horas; tal vez
menos. Aprovecho ese momento. Así luego no recuerde en qué forma.
Al mediodía Claudia se va (por
si dudé de sus vacaciones) y yo caigo irredento en uno de esos sueños profundos
y desprovistos de imágenes hasta ya bien entrada la tarde.
Al levantarme descubro que ella
ha abastecido la heladera, objeto que en mi sola presencia siempre muda a un
vacío níveo. Muy bien, está cumpliendo con su parte de nuestro arreglo (así no
lo haya hecho por mí).
Estoy tan hambriento que ataco
los embutidos, haciéndome compañía con uno de los vinos blancos y secos ya
fríos. También hay champán (¡miércoles!).
Saciado, regreso a los secretos del viejo congelador.
Ya antes dije que hay momentos
en los que el alcohol me hace más lúcido; eso no ocurre precisamente al
atardecer. Por lo tanto, comienzo a planear mi próxima movida. Aunque no es de
importancia para ella, Claudia sabe que por el momento yo estoy solo, sin
pareja, así que desecho de inmediato la posibilidad de irme. Y llamar a mis
amigos no es una buena idea. Posiblemente todo derivara en una batalla de
cinismos o, algo mucho peor, en algún intento de inducirnos a la reconciliación
(visto desde el lado menos lesivo). Así que me decido por la única carta que
queda en mi manga.
Enciendo la máquina y disparo en
mi programa de grabación unos viejos loops
que a su vez entrelazo, superpongo, deformo y edito hasta convertirlos en algo
digno de la reprobación del más experimental de los vanguardistas. Una sierra
eléctrica cortando hojalata haría sonidos más armónicos. Así, satisfecho, tomo
posesión del living ocupando el sofá a lo ancho. Y sigo bebiendo.
Hoy, desde este lugar y en un
tiempo que ya no puedo estimar, ni recuerdo cuándo llegaron ni cuántos eran.
Tampoco sus voces, gestos, formas, rostros.
No hace falta: sé que somos
todos monstruos.
Solo una frase aislada aún da
vueltas a mi cabeza trayendo algo de alivio en medio de esta resaca infinita:
––¿No podrías poner algo de música para todos?
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