de Brevis y para Bertina: L'Escargot

 L’ESCARGOT

a Boris Vian, a Claude Chabrol, al Cine.

y a Bertina Dulbecco.



Nota del narrador: esta historia me la contó, entre vino y vino, un caracol. Tal como todos sabemos, los caracoles se expresan en francés, idioma que manejo poco y nada. Y son bastante noveleros. Sin embargo le creí hasta la última coma. Por razones narrativas lo traje a primera persona, y espero que sepan disculpar cualquier digresión de mi parte ante aquello que debo inevitablemente solo interpretar.


Una mañana de primavera, despertando de mi hibernación, veo a mis amigas lombrices aireando la tierra y saludando con un “¡Buenos días!: parece que al fin despertamos”. Las lombrices son ciegas, sordas y mudas, por eso siempre están de buen humor y son muy sagaces en sus comentarios. Mientras me asomo a mi casa (que, contrario a lo que todos piensan, no es una copia de la sucesión de Fibonacci, ya que para 1.202 mi casta largamente había habitado esta tierra y hasta fuimos ––modestia aparte–– inspiradores del Rectángulo Áureo) (...) Perdón, decía que asomándome a mi casa, finalizado ese invierno que fue mi onceavo, y luego de devolverle el saludo a mis coterráneas con un comentario de cortesía que no viene al caso, miré al cielo y hacia todo aquello que, hibernando, había urdido entre mis sueños (Sí Señor: los caracoles soñamos): sabía que había llegado a mi madurez, y que eso sucede solo dos o tres veces ––excepcionalmente cuatro–– en una vida; por eso esta primavera, y aprovechando su humedad y musgo, iba a emprender mi escalada a la gran cumbre y luego el cruce del desierto1. No podía permitirme un año más de dilación, porque ese viejo y sabio escarabajo quién, cada vez que lo devolvíamos sobre sus patas ––porque vivía cayendo panza arriba–– nos contaba una verdad del universo, una vez había hablado de la Tierra de las Revelaciones, y esa quedaba allá a lo lejos, más allá del desierto, en un campo donde los hombres se reunían en sus máquinas móviles para ver sobre un lienzo níveo las más significativas verdades. Y que eso ocurría por las noches, cuando las estrellas eran las dueñas del cielo. (Dicho esto había vuelto a volcarse pero, al ponerlo otra vez sobre sus patas, había emprendido raudo su camino sin decir siquiera “gracias”, con esa falsa dignidad que presumen los escarabajos.)

Como no tenía músculos para desperezar, emprendí el viaje. Dos jóvenes lombrices prometieron encontrarme al otro lado, por la noche, pero harían su viaje bajo tierra. Y las envidié como solo un caracol puede hacerlo.

El ascenso no fue arduo porque mis fluidos estaban intactos y, para la siesta, yendo siempre por la pared sur, la de la sombra, ya estaba en la cumbre: allá a lo lejos, en un borrón, apenas distinguía mi destino2. Ahora cabía esperar a que el tránsito se detuviera. Y eso ocurría exactamente a las seis de la tarde, cuando los pájaros comenzaban a planear el día siguiente (sí, mes amís3, eso que ustedes llaman “canto”).

Aproveché ese tiempo para atiborrarme de todo aquello verde cerca de mí, evitando avispar a una hormiga tempranera que ya había empezado su cosecha. Todos saben que no somos buenos amigos, pero también que, como no son individuellos, a solas no son de riesgo.

Y llegó la tarde y cesó el tránsito y crucé el desierto: ese atardecer fue casi un ciento ochentavo de mi vida, pero no me importó.

Y llegué a esa Tierra casi reseco, y trepé y repté otro escarpado para apreciar el espectáculo: ante mí se extendía un telón blanco e inmenso; por debajo, el campo comenzaba a llenarse de hombres y mujeres en sus móviles de fibra; luego las luces se apagaron y un felino enorme rugió desde su marco de oro, finamente acabado por debajo en forma semejante a los bigotes del Káiser Guillermo. Luego noté que era una cinta, y con una inscripción en latín: Ars Gratia Artis. ¡Al fin iba a conocer las verdades de la vida! Tanta era mi excitación que ni noté que comenzaba a resecarme: en verdad no me importaba. Y sabía que mis amigas las lombrices estaban allá abajo, pero quejándose porque no llegaban a ver. Y eso no por su ceguera, sino por estar asomadas al ras del piso cual periscopios sin espejos.

Apareció en escena un hombre que parecía conducir un programa de preguntas y respuestas para adultos muy mayores, por suerte en mi lenguaje: de haber tenido nariz hubiese resoplado de alivio.

Al principio no comprendí por qué aquel presentado como Philippe Noiret ahora se llamaba Christian Legagneur, pero, casi de inmediato, descubrí que ese era su rol y nombre ascético. Luego, con dolor, vi lo que los hombres hacen a sus semejantes ¡A su hija! y rogué por no secarme hasta conocer la verdad.

Cuando, antes de que la imagen retrocediera mostrando un televisor siendo apagado por una mano de hombre, Christian, luego de un monólogo que hizo válido todo mi esfuerzo, mi vida entera ––e incluso permitirme insultar por no tener lacrimales––, había dicho, mirando a cámara “¡Váyanse todos a la mierda!” yo ya había visto que en ese fragmento de universo llamado “Claude Chabrol: Masques” existía la justicia.

Y, con lo poco que me quedaba de vida, pude escuchar a las lombrices aplaudir.

1 N del N: según comprendí, la Gran Cumbre es el tapial que divide su hábitat de la avenida, y ésta el Desierto.

2 N del N: no creo que haga falta aclarar que los caracoles no son ciegos, solo miopes. Es vox populi.

3 N del N: en español en su exposición original.

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