Cumpliendo órdenes.
Cuando suena por primera vez el irritante despertador de Claudia un sábado de Marzo a las 7 de la mañana, no llego a sobresaltarme. Ya estoy acostumbrado a despertar de lunes a viernes con ese chillido espantoso, para luego luchar entre ladridos y portazos por amigarme nuevamente con el sueño, y eso porque hace un tiempo que ya no me levanto para escribir o componer.
Hoy me siento en la cama, veo como ella se gira hacia su flanco, y con una extraña sensación de incógnita, anestesia, abulia y desintegración, comienzo con un ritual que creí por siempre enterrado.
La noche del concierto con Germán, entre viejos conocidos, me había reencontrado con Alejandro, otro ex alumno devenido amigo. Al fin de la noche compartimos unas cervezas y nuestras nuevas realidades. Luego, mientras nos acercaba a casa, Ale me hace la propuesta de trabajar para él, si es que lo necesito y tengo ganas. Me cuenta que está manejando la concesión de un buffet en GEBA (Palermo) junto a Raúl ––aquel del utilitario de Atenas, su padre––; que si mi respuesta es sí, el sábado siguiente pase por su casa a las 8 y que ese mismo día ya puedo comenzar a trabajar y cobrar la jornada al fin de mi horario que va a ser de 9 a 16, almuerzo incluido.
Acepto de inmediato, poniendo proa hacia aguas desconocidas.
El lunes siguiente por la mañana, cansado de luchar con un peinado que ya no consigo llevar con comodidad, tomo la decisión de cambiar de look; quién dice que no vaya a ser otro simbolismo en el abandono de mi viejo yo. Mis entradas ya son demasiado evidentes y no quiero cubrirlas más con ese cabello que nace cada día unos milímetros más atrás; mejor verme sin guarnición ni aderezos. Ya son años que vengo notando la progresiva debilidad y caída de mi pelo, y ninguno de los métodos adoptados, lociones, champús carísimos, y hasta ese casco masajeador posible amenaza de desprendimiento de retinas, me ha dado el más mínimo resultado. Luego, en Abril ya me estarán saludando por mis insospechados 30 años. Ergo: no pienso avergonzarme por nada.
––¿Cómo lo querés? ––dice Luis, mi ahora peluquero después de años y años de Track II, cortes personales y alla Claudia.
––Recortame y vamos viendo.
Cuando termina con esa primera pasada y veo al descubierto el estacionamiento incipiente que se expande detrás de las entradas, le digo probá dejármelo bien cortito, casi al ras.
Creo que peor de lo que me muestra el espejo ya no podrá ser.
Terminada la poda y atento con desagrado a lo que ahora tengo frente a mí, miro a Lucas y le digo rapame a cero.
Desde un tiempo a la fecha vine alternando entre barba completa, candado y cara limpia. Justo ahora me encuentro con ese recorte de chivo al frente. Una caricatura de lo que había soñado como pesadilla. Porque, y la sé una frase común a muchos, yo también había dicho allá hace tiempo cuando se me caiga el pelo me rapo.
Por suerte no me cuesta demasiado trabajo el aceptarme.
Me agrada esa imagen semi-skinhead, apenas teniendo una mera noción de esa filosofía y no compartiéndola. Pienso que de tener algo más de masa muscular me podrían inscribir como algún supremacista blanco, porque esta nueva máscara, sumada a mis inseparables botas, jeans gastados y campera de cuero, conforma un fenotipo que para el vulgo podría aparentarlo.
Nada más alejado de mí.
Igualmente es algo que desde un principio me importa un pepino, aceptando el cambio como admisible. Y quizás lo asuma en esa forma porque todo se me está antojando doloroso y desatinado, y estoy necesitando de algo que sea liviano y me resbale. Ya con ser calvo a los 30 tengo suficiente, por favor.
El mismo lunes, apenas llegado a casa, me pongo a buscar en los cajones de mi secretaire ex Castelli dos aros de color negro a presión que Claudia me había regalado quién sabe cuándo. Ella los eligió así porque ese modelo no requiere de una perforación. Luego, por comodidad, me decido a usarlos en mi oreja derecha, desconociendo todo simbolismo o mensaje o apología.
Así la espero como antaño, con el mate listo para compartir. Por la tarde nos toca comenzar una de esas materias contra natura en las que vamos a ser compañeros, Expresión Corporal (adósese un enésimo gesto de desdén), y vamos a viajar juntos con el 32 hasta el anexo de Carlos Calvo y Urquiza.
Apenas entra y ve mi nuevo tipo, abre sus ojos bien grandes, sorprendida, casi en un signo simpático de pregunta. Luego, sin dejar de sonreír, hace como que me estudia desde varios ángulos y sentencia no está mal al tiempo que me deja un beso en mi flamante pelada.
Por la tarde-noche comenzamos con el pie derecho. La clase, que a ninguno de los dos nos interesa, es una puesta a prueba real del nuevo proceso, y el balance del resultado no es tan negativo. Más bien neutro, que ya es mucho.
Al regreso, bajamos detrás del Hospital Pena, justo sobre la guardia, para desde ahí, por unas pocas y conocidas (y cada vez menos amigables) cuadras, llegar a nuestro hogar.
La pizzería-delivery al paso frente a la plaza José C. Paz nos tienta, así que nos desviamos unos metros para llevarnos una grande a casa. A la piedra, por supuesto. Con base firme, sin excepción. Lógicamente con poca muzzarella, inaceptable que chorree aceite, abundante salsa de tomates; sí, así está bien. Ah, ¡aceitunas! Bueno, ya podemos convertirlo en una nueva costumbre. ¡Buenas Noches!
Entonces me visto intentando no despertarla. Luego, sin desayunar, pero habiendo tomado tal como ya se ha hecho costumbre mi cuarto de Alplax, voy caminando hasta la parada del 188 en Monteagudo. A esa hora nuestra calle es una verdadera tumba a cielo abierto, y a pocas cuadras a mi derecha reposa implacable la Villa Zabaleta. Casi puedo escuchar lo que se cuece ahí, entonces hago oídos sordos. Creo ver unos pibes cruzando las vías, y que ellos me ven a mí, desguarnecido. Pero pasa el bondi y a las 8 estoy en lo de Alejandro. A las 8.30 estamos en GEBA, y a las nueve ya tiro cafés a mansalva para personas adineradas que rellenan su fin de semana jugando tenis y luciendo costosas ropas deportivas. Todo esto entre partido y partido. Sí, observo que no parecen fanfarronear. Luego son verdaderamente de alta posición.
Ya he asimilado y mecanizado mi parte, igualmente es muy poco lo que me dedico a examinar o estudiar la fauna que me circunda. Sé muy bien que este que me habita soy otro1.
Mi nuevo grupo de trabajo consta de tres chicas, Lucía, alta, bocona, portentosa, no bonita pero dueña de una sonrisa brillante; Luciana, una petisita que consume y transpira sexo; Vanina, la arquera de hockey sobre césped más pequeña de la historia y Florencia, la más average de todas, sin embargo, según mis compañeros, la más bonita. Para mí, cada una es linda a su manera, aún siendo unas niñas. Alejandro, el negro Carreras y Javier completan el staff.
Por supuesto está Raúl, que trabaja al lado nuestro como uno más aun siendo el jefe. Cuando se cansa ocupa la caja, pero solo unos instantes. De inmediato veo que se preocupa demasiado. Pero ya lo conozco de antes y sé que es su forma de hacer las cosas.
Finalmente, para mi sorpresa, alguno que otro día especialmente pesado aparece Germán, aportando su desidia y desparpajo al lado de Javi, un fumón incorregible.
De movida, el Negro es mi instructor, y apenas nota que soy un autómata confiable, se desliga del la máquina de café para este futuro en curso.
Javi, que en una forma muy lejana me recuerda al Pablo bajista de mi infancia, es otro indolente de la primera hora, y su novia trabaja en la hamburguesería al frente de nosotros. Llega a su turno indefectiblemente tarde, se sienta casi de inmediato entre los cajones de gaseosa, sometido por algún bajón que matará gracias a un Jorgito de chocolate, y luego de alcanzar su cometido, a los pocos minutos, ya estará saliendo a quemar otro porro detrás de la tribuna de la cancha de rugby. Lo conozco de las juntadas de mis ex alumnos en la esquina del Banco Río de avenida Caseros, y siempre me pareció un buen pibe. Años atrás solía quedarme un ratito y de pasada charlando con ellos, cuando por las tardes iba a ese supermercado que estaba frente al cuartel de Bomberos, en un espacio que hasta 1970 había sido el Cine Teatro Urquiza. E iba ahí porque una de sus cajeras me resultaba muy atractiva, y ella coqueteaba conmigo. Yo lo disfrutaba, pero sin alguna otra intención.
Ahora y desde el primer instante me fascina Lucía. Pienso que, de estar en condiciones de hacerlo hasta podría llegar a enamorarme; hoy ni soñándolo. Luciana, evidentemente, quiere probarme como imagino que ya lo habrá hecho con todos. Pero, dictum est, es solo una nube de feromonas.
Yo soy una fecundación in vitro que intenta mostrarse como el mismo de este último siempre.
El primer día y justo antes de cerrar (Raúl me ha pedido que haga la jornada completa: joya), me sorprendo junto a todos sacando cervezas y snacks varios a mansalva de heladeras y estantes, y con sumo placer descubro que, siendo la mayoría 10 años más jóvenes que yo, me aceptan en la corrida como a uno más. Claro que para ellos es solo una previa a la salida por venir.
Con el pasar de los fines de semana y ya entrado en confianza, siempre partiendo directo para casa cuando Ale me deja en la parada de mi colectivo, llego a beber tanto que me dejo llevar por los chichoneos que proponen las chicas (con excepción de Vanina que no juega con eso) y parezco un adolescente más; luego regreso a Claudia en un estado algo dudoso, pero ella, como siempre, no dice nada, tal vez porque soy un excelente maestro del disfraz. O porque no le importa. O (el etcétera a gusto). Celia sigue cocinándonos pizzas los sábados por la noche, y para cuando llego siempre hay más de media para mí en el horno. No sé si Claudia se muestra apática ante lo que no ha logrado moldear o es que finalmente ha conseguido que nada le haga mella. Luego yo supongo una vez más, livianamente, que ya tendrá un novio. O alguien que la está conteniendo. No creo que pase sus fines de semana viendo televisión (risa amarga). ¿Hasta cuándo? Vamos.
Una noche, tal vez una reescrita hace no mucho tiempo, ya bien entrada la primavera y tras una discusión por algo que ni sé qué pueda haber sido, acabo sacando de su refugio a mi viejo colchón de una plaza e, insultando por lo bajo, respetando a rajatabla el manual del borracho herido, lo hago mi cama en la habitación ahora vacía, al lado del piano. Ese piano en el que ya perdí mis esperanzas de escuchar como hace miles de años aquellas obras magníficas.
No es que mi eventual ebriedad sea algo determinante, tampoco lo repito hasta el hartazgo por esa razón. Sí, porque la mayoría de los beodos, aquellos dolientes, solemos tener momentos irreversibles de cólera por impotencia. Y en mi caso siempre esa rabia es solo en mi contra y jamás pasa por mi cabeza otra idea que no sea la de molerme a palos contra cualquier sólido inerte que esté a mi alcance, lastimándome, liberando el camino. En este caso para ella, ergo, para mí también.
Pero, estoy viajando en un agujero de gusano, demasiado rápido, antinatural; algún salto espacio-tiempo me está llevando a situaciones que aún no han ocurrido. Por consiguiente todo esto no puedo más que estar imaginándolo. Sí, debe ser otro de mis sueños, otro de esos que luego no sé si fueron realidad.
Es que en nuestro universo seguimos a comienzos del año lectivo, tomando clases, y las clases en el anexo, poco a poco, se están volviendo funestas; la profesora de Aerófonos Folclóricos mes a mes nos demanda una nueva inversión en algún instrumento autóctono, so promesa de que va a sernos de mucha utilidad en nuestro futuro como maestros; la conductora de Expresión Corporal nos somete a situaciones que podemos rotular como ejercicios de citas para amantes frustrados; la clase de Juegos Didácticos nos obliga a envolvernos en un ficticio ambiente infantil para el cual no fuimos concebidos y del que siempre buscamos escapar; y así ETCÉTERA y ETCÉTERA ad nauseam.
Solo, y en honor a la verdad y a mi juicio, puedo rescatar un acto espléndido de nuestra profesora de educación vocal, aquella clase en la que, formándonos luego de una prueba de registro, nos dice a unos pocos los hombres por este lado; luego y al resto los tenores por acá.
Bellíssimo.
Es así que en un tris las horas en el Falla se me hacen imprescindibles; ahí todo es muy diferente. Como ya dije hay dos materias que me interesan sobremanera, y que curso con un placer inmenso.
En Electroacústica, Eduardo Checchi, además de hacernos investigar el sonido, sus fuentes, derivación y evoluciones, a veces se cae con alguno de sus libros de concierto ––esto porque, básicamente, es Director de Orquesta–– y la clase se convierte en un verdadero festín al escuchar esas obras en un paseo a través de las partituras, guiados por él. Yo soy el primero en abalanzarme para disfrutar de ese docto privilegio que dudo vaya a repetirse alguna vez, al punto de casi volverme un perro faldero.
Eduardo: ¿Ven? ¡¿Ven?!: ahora el Oboe responde con el subtema.
Y así con cada instrumento, pasando las hojas de esas biblias a una velocidad difícil de seguir desde la lectura para alguien sin su entrenamiento.
Éxtasis.
Por su lado, Enrique Bellocq (¡sí, el mismo: aquel de esos conciertos electroacústicos del '86 en Recoleta y ex alumno de Pierre Schaeffer!) es nuestro maestro en Morfología. Da toda la impresión de haberse tomado un año sabático, y sus clases son largas charlas llenas de sabiduría y experiencias (y mucho, mucho parloteo), algo que hoy juzgo como mucho más útil para mí que la morfología en sí propia. Solo analizamos, en grupos de cinco, una obra a nuestra elección, y eso para nuestro primer cuatrimestre. Y muy pronto borra todo formalismo invitando a varios de nosotros a conocer su estudio de grabación, en su casa: una pequeña habitación-escritorio donde esperan por sus órdenes una vieja computadora 386, un sampler E-mu, una Súper VHS que Enrique usa en sincro para grabar en 8 pistas; es ahí que nos confiesa con orgullo que sus verdaderos instrumentos están en otra parte, en la cocina, y que son ni más ni menos que la batería de ollas y sartenes de su esposa.
Luz.
Es en una de sus clases donde, bajo mi nuevo fenotipo, vivo una experiencia inquietante, que en el momento me resulta graciosa, pero que luego bien podría tildar como perturbadora.
Una de las chicas del grupo es norteña, y sus rasgos muestran a las claras su ascendencia indígena. Desde el primer día parece haberme tomado aversión, y me mira con desconfianza, casi puedo aventurar que con incomodidad, o temor. Una clase antes del receso invernal se acerca a mí y me dice ¿Nunca viste a un Diablo? a lo que contesto sonriendo con un rotundo NO. Yo sí, me dice. Después da media vuelta y se aleja. Desde ese acontecimiento no vuelvo a verla, o sea, no regresa a clase después de vacaciones. Y desde su sentencia comienzo a suponer, no exento de humor, una posesión; algo que me viene de perillas y para lo que me pinto vendado. Así, de inmediato, me apiado de todos los ángeles y demonios víctimas de la farsa del Supremo.
Pero esta última incursión por la que fuera tierra de mis sueños más felices no puede ser solo eso, no señor.
Algo que últimamente se ha vuelto para mí pavorosamente alienante son las chicas, tal vez debido a este renacido momento de indiferencia matrimonial o a la autoconciencia del engaño consumado, y eso solo me permite pensar en otras pocas cosas de importancia, sean estas las películas sci-fi clase B, los juegos de Family Game y la bebida.
Es que no sé cómo ni cuando ni porqué hemos vuelto a ser los mismos de antes de mi regreso, y en los contadísimos momentos en que pienso en nuestra nueva vieja situación alguno de mis tres nuevos bastones se ofrece para sostenerme y evitar que me hunda en los abismos de aquello que no puedo llegar a comprender.
Es muy posible que nuestro amor haya muerto y que no lo sepamos porque convivimos con su fantasma. Pero a los fantasmas hay que dejarlos partir, porque de otra manera terminan secando a sus carceleros.
En fin, decía que supongo que para más de alguna de aquellas por las que me siento casi absorto debo estar haciendo el ridículo, pero es algo que no sé manejar, salvo fingiendo indiferencia. Y eso ya no funciona.
Mi parte animal está en la superficie y yo soy su robot.
No, soy peor que un animal, soy humano.2
Ocurre que estas féminas del Falla sí me interesan, o al menos me resultan cautivantes. Por ejemplo cuando Fiona, flautista, me comenta en el ascensor que está experimentando sonidos para su instrumento con un distorsionador y un flanger y que podríamos juntarnos a probar algo, no lo dudo ni por un segundo, aunque mi equipamiento esté enfundado y ya no tenga mis tiempos libres como antes. Luego lo hacemos y grabamos y cachondeamos. A fin de año rendimos juntos la última prueba de Morfología y sacamos 10.
Es por esa razón que las muchas coincidencias que demuestran que nuestro mundo es demasiado pequeño, hacen que algunas condiciones que posiblemente no sean tan adversas, se vuelvan espantosas. Es entonces que el otro lado, el anverso, el Anexo, me representa en sus pasillos de colegio a una mazmorra subterránea de los años de la colonia, o de la inquisición.
Ahí Claudia vive constantemente rodeada de tarados (sic) muy menores a ella y que solo se la quieren tirar. Yo los entiendo porque ella es una mina inmensamente deseable, y porque yo apenas estoy cerca y ni me preocupo en andar meando cada árbol a su paso. Por eso, para equilibrar la escena, es ahí mismo que tengo una amiga, una bluserita, una morocha pequeña, potente y muy copada, que siempre me espera en el kiosco de la esquina y ahí me hace bajar de mis borracheras con papas fritas o algún otro snack, luego, cada vez que yo me abro hacia ella, me tira con todo su arsenal. Pero mi persona es una cáscara completamente infranqueable, totalmente anestesiada, algo que es una condición sine qua non para poder cohabitar en ciertos espacios.
Acá también y de la nada suceden cosas muy bizarras, como poco extrañas, tal lo que me ocurre con esta niñita rubia y rulienta que comparte fila conmigo en Educación Vocal, y que una vez al salir de clases y viendo que nuestra ruta es la misma me dice entre risas mejor me voy sola, vos sos peligroso y yo no sé controlarme. No entiendo por qué me lo hace y así me quedo de una pieza, sin saber cómo reaccionar. Pero es que esos son mis papeles como comparsa, cuando siempre fui primer actor.
Y todo avanza de manera vertiginosa en una nueva vida que ni sé si quiero comprender. De hecho, hago todo lo posible por vivir anestesiado. Mucho de lo que me ocurre parece estar pasando dentro de alguna maqueta empírica, nada me parece real al cien por ciento, tal vez por algún efecto acumulativo del alcohol y las pastas, tal vez porque en verdad no lo es; y yo solo estoy transitando el purgatorio de mis culpas pasadas.
Hay muchos cabos que no consigo atar, muchas lagunas y hojas en blanco, demasiados espacios vacíos que ni puedo imaginar cómo fueron escritos. Sin embargo acá estoy, transitando el primer año de la tercera década de mi vida. ¿Es posible, tal como lo imaginé años atrás, que ya haya muerto? Nadie sabe cómo transcurre el tiempo ahí, si en verdad hay una unidad de medida para eso, o todo es similar a aquel espacio del que venimos al nacer.
Es por eso que, cuando el agujero ya está cerca de su otro extremo, me veo obligado a torcer el rumbo del tiempo una vez más y así poder retomar la línea, corrigiendo a tientas el desfase.
Entonces el año parece haber comenzado bien para ambos. Yo, de regreso a una rutina de trabajo que me ha vuelto otra vez solvente como 10 años atrás, y Claudia complacida. Ahora volvemos a compartir alguna que otra tarde de estudios y los viernes por la noche salimos; luego yo duermo un par de horas y a trabajar.
También Pablo Aquino ha vuelto del Sur, de General Roca. Supongo que sí o sí tiene que formar parte del cisma, crisis o cambio, así como lo hizo en un principio, llevando con holgura el rol de mi gran amigo en esos primeros años en Baires. Ha regresado junto con Mora, su novia de 18, que viene a la Capital para cursar estudios terciarios. Están instalados en Pueyrredón y Guido, y una noche bastante inmediata nos juntamos a cenar. Como es un miércoles voy solo, y disfrutamos de una charla como las de antaño, antes y bastante después de la comida, cuando nos quedamos a nuestras anchas.
Ahí Drupi me cuenta que Tito ha adquirido la licencia para explotar una franquicia de panadería-cafetería-sangüichería, y que ahora tiene su local al pie de un edificio de oficinas en Malabia y Corrientes, allá en Nueva Jerusalem.
Uno de los motivos de su comentario, además de yo conocer a su padre y haber compartido muchos momentos junto al grupo de su familia, es que Tito está buscando empleados y necesita de gente que sea de su confianza, y también porque sabe que yo no la vine pasando muy bien del bolsillo.
De inmediato le digo que cuente conmigo, y al lunes siguiente, después del agotador fin de semana en GEBA, estoy con Tito, viendo que tarea me va a encomendar.
Lógicamente, casi como un desafío entre expertos, el primer test es con la máquina de café, y para su frustración en esa materia soy imbatible, tal vez solo puedan llevarme a tablas. Eso es lo que finalmente ocurre.
Ya sé que el puesto es mío, pero quiero pelearle un par de horitas menos, porque si bien estoy en este agujero de gusano donde no puedo permitirme sentir alguna flaqueza, sé que excederme en mis fuerzas puede ser nocivo. En verdad es algo que solo presiento, y tal vez inconscientemente. Pero esa inconsciencia me lo hace saber, porque tiene sus medios para manifestarse. Luego arreglamos de lunes a viernes, de 9 a 14, veinte mangos al día.
Un chiche.
Por supuesto que mi única tarea no va a ser el café, también está el armado de sándwiches, la cocción del pan y facturas (horno eléctrico, 198°, tiempo a ojo), las empanadas (preparar y cocinar el relleno, luego armarlas) y, de ser necesario, servir alguna mesa desatendida cuando la hora pico apremie.
Entonces ahora sumo el 15 desde Almafuerte hasta Scalabrini Ortiz y Corrientes a mis rutas de trabajo.
Y no reparo en un cambio muy brusco que está operando en mí.
Y aún no pienso ni mido sus consecuencias.
Mis primeros 20 pesos se van en un Vat 69 y algunas delicatesen que no recuerdo. Llego a casa y Claudia está viendo tv. Ese día debemos compartir el 32, una clase de Expresión Corporal y luego la pizza frente a la placita. Abro la botella…
Al día siguiente me despierta su reloj a las 6.
Y el año sigue corriendo como un alud de barro.
Entonces suena una y otra vez y por las ventanas entrecerradas de mis ojos puedo ver en un borrón como el chirrido arrastra sitios y personas, sueños e ideas, escritos y canciones.
Un cuadro de situación, una alegoría o eufemismo, podría mostrarme sobre la cresta de una ola de desechos, en la pose típica de algún heroico libertador, señalando hacia el futuro y completamente dormido.
Me doy vuelta hacia el otro lado pero ya estoy despierto, y la imagen real muestra que el trabajo sin descanso sumado a mis excesos está dejando una huella notable. Me cuesta atender a ciertas reacciones de mi cuerpo como mareos, taquicardia, hormigueo en los miembros o visión alterada, y solo incremento mis dosis de Alplax y bebo para no prestar atención a esos llamados.
De cualquier manera, uno de esos domingos eternos en GEBA, cuando no deja de llover por un solo minuto pero Raúl ni sueña con cerrar el kiosco y volvernos; uno de esos días en que despacha a todo el staff cundo ya sabe que no va a aparecer nadie por el club pero se queda igual conmigo por si las moscas, le cuento mi realidad y le digo que voy a empezar a trabajar uno solo de los dos días en que estoy presente porque necesito algo de descanso, porque estoy algo tambaleante. Él me dice que no hay problema, pero que se las van a ver negras con el despacho de café.
La pura verdad es que me he vuelto codicioso. No tenía mis bolsillos llenos desde aquel comienzo optimista en el Rojas y quiero al menos conservar eso, ya que a todo lo demás lo ha barrido la avalancha. Tal vez sea el momento de enfocarme con seriedad en algo determinado de este nuevo circo, volver a elegir, y el trabajo en la franquicia es mucho menos estresante y me deja la misma cantidad de dinero que esos dos días de locura en el club.
Ocurre que la concesión que maneja Tito está situada en un lugar más que estratégico, desde donde abastecemos a todo el edificio con los malditos coffee breaks, los intermezzos en las reuniones de ejecutivos, en las salas de conferencias, los pedidos de gerentes, secretarias y pinches; todo. Y para la hora de la merienda ya estamos levantando campamento, aunque yo me siga yendo un rato antes, ahora entre las 14 y las 15.
A diferencia del caos que nos generan y generamos en el buffet de GEBA, comportándonos como una verdadera banda de adolescentes, con Tito estamos bien organizados, somos un trío de chicas jovencitas, yo, y una mujer algo mayor que nosotros pero también joven, con la voz de mando necesaria para mantenernos ordenados. Y funciona. Y sostenemos un ambiente de camaradería y nos cubrimos y salvamos uno al otro en esos momentos en que el trabajo apremia, que es solo uno y se da al mediodía.
Para quejarme de algo, anótese que suena constantemente FM Top 40; pero yo escapo llevándoles un café o almuerzo o snack a las secretarias con las que trato de flirtear de una manera en la que no lo he hecho en toda mi vida, y estoy lleno de historias y anécdotas y ocurrencias y soy un rayo para cualquier respuesta y de lo que me hablen conozco y sé, y mis sentencias normalmente las dejan boquiabiertas; es el efecto de una droga de corto plazo que tal vez me esté cegando a un descarrilamiento inminente. No es broma, es serio. No pongo excusas, pero el yugo de los 7 días a la semana más el estudio ha hecho mella en mí, y yo vivo en un estado de trance pseudo contemplativo que de espiritual solo ostenta la condición del enajenamiento. Es por eso que los domingos libres son imperiosamente necesarios.
Pero hacia afuera, ah ¡qué gran embaucador!
Un día de mucho frío me toca estar en el patio, a un costado de ese espacio enorme y con la máquina de café. Muy cerca, también está la belleza que sirve como recepcionista de la sala de convenciones. La invito con un cortado y luego le cuento mil historias que la hacen mi audiencia atenta por todo ese rato. Cuando debe volver a sus obligaciones y yo a atender los pedidos de aquellos que salen a fumar o tomar aire, veo que en una servilletita de papel me ha dejado su número de teléfono. Ese día no vuelvo a verla, luego tampoco la llamo. Mi asignación está cumplida, no tiene por qué consumarse en un telo. Porque no es momento de andar distrayéndome, y que eso que va a pasar llegue y me tome desprevenido. Por esa y otras razones, la nada misma es mi vida interior.
Algo parecido me pasa luego con Sami, aunque esto sea un poco más serio. Samanta es la última chica en llegar a trabajar con nosotros, y casi de inmediato la reclamo como ayudante para los servicios de coffee break, por su presencia, porque cae bien y porque se me canta. Desde un principio tomamos la costumbre de encerrarnos en la cocina del segundo piso donde, previo a los servicios que ahí mismo preparamos, nos comemos una buena porción de las masas; luego servimos una magistral ilusión óptica, una verdadera obra de prestidigitación. Desde un principio, desde el primer e inevitable roce, ella me cuenta que no está nada bien con su novio3, pero que aún siguen conviviendo porque alquilar por separado hoy se les hace imposible.
––¿Entonces qué hacés con él?
––Imagino que lo mismo que vos con tu mujer.
––Yo ya estoy separado.
(Si hay que ser vil, mejor serlo cuando la situación lo amerita.)
––¿Sí? ––un sí muy irónico––, ¿entonces qué hacés suelto?
––Espero el Quini 6.
––Esperalo sentado.
Está tirando el humo de su cigarrillo por la ventanita. Es muy atractiva, y me seduce sobremanera que sea más alta que yo.
––... no sirvo para estar sola.
Me acerco a ver hacia afuera y ella hace como que me tira un mordiscón, luego los dos nos reímos.
La puerta sigue cerrada con llave.
Más allá de mi nuevo yo codicioso, estoy desacostumbrado por completo a tener dinero de sobra, y no lo hago valer más que para seguir adelante con mis vicios despreocupadamente. Luego quiero darme algún gusto material, algo que justifique esos seis días continuos de yugo. Entonces me digo que es el momento de llegar a una computadora. Siempre fui partidario de lo analógico, pero como mis cosas ya están guardadas en cajas y en un rincón de una de nuestras piezas, y porque también creo estar arrancando una vida diferente para un yo no semejante a mí, pienso en que acercarme al diseño gráfico por ordenador ––algo que siempre me gustó y para lo cual me siento apto–– puede ser un buen aliciente para el futuro. Cuando lo charlo con Claudia (sí, esta línea transcurre cuando aún dialogamos), me dice que Mario, su cuñado, se dedica entre otras cosas a la electrónica. Que lo llame y seguro que me arma una PC a un costo real.
Así es que a la semana siguiente ya estoy faltando a clases para ir a comprar todos los componentes que él me ha pedido, y no reparo en ir por lo más actual y a lo grande.
¿Un disco rígido de 3.2 Gb?, ¿para qué querés tanto? Ah, el 188 MMX de Pentium entra la semana que viene, es muy nuevito...
Así una tarde, aprovechando la Feria Informática en La Rural, compro teclado, monitor y mouse, un scanner SCSI ––9600 dpi extrapolados–– y una impresora. Por el momento no necesito más para mi potrillo, que ya escucho cocear y resoplando.
Luego lo llamo a Mario para alcanzarle todos los componentes.
––Si no estás muy apurado, un domingo de estos vamos para allá y te la armo al toque. Tengo un programa nuevito que es especial para vos, el Cakewalk, ahí podés grabar en multipista y asignarle efectos diferentes a cada una. Y también tenés para grabar MIDI, datos. Es muy grosso.
––Gracias Mario, pero no quiero nada que tenga que ver con música, compré todo para que sea mi oficina de diseño gráfico.
––Ah, bueno, yo te veía por otro lado... como quieras.
Arreglamos para el tercer domingo del mes.
De paso va a darse una reunión familiar, porque Susy y las nenas van a reencontrarse con Claudia después de un tiempo, aprovechando a pasar el día juntas con Celia y Antonio como invitados.
Yo ni me doy por enterado de que es la primera vez en que una reunión de ese tipo va a darse en nuestra casa y de que nos hemos convertido en un matrimonio como Dios y el vulgo demandan.
Para el mediodía compramos pollos al espiedo, ensaladas y papas fritas en el Coto de Roca y Centenera, y para la noche ya tengo funcionando una flamante Pentium 188 MMX. Y Mario no quiere aceptar un solo peso de mi parte.
Dejémoslo correr que aún flota.
Steady as she goes.
Así, para nuestra primavera, lo que fuera opaco y lóbrego ya se ha vuelto turbio y viscoso, una ciénaga de desechos. El estado de sopor permanente ha despertado en una verdadera pesadilla y siento que en mis entrañas algo se está cociendo y que no puedo hacer nada en contra de eso; aún tengo mis dos trabajos, el recontraremaldito conservatorio y mi vida conyugal. Es que la cáscara sigue funcionando como contenedor, aunque me sienta tan vacío como una tumba recién hecha. Y eso queda demostrado porque el autómata sigue operando en sus funciones de estudiante, empleado y ocasional amante, sin objeciones. Recuerdo la sentencia de mami sobre Cacho ––es que nunca te dabas cuenta si estaba borracho––, y yo estoy pasando de la más exaltada euforia a momentos cercanos al abandono completo, y me es inevitable la certeza de que mi salvación se encuentra solo en un cambio radical que me lleve a un nuevo comienzo, algo que me permita redescubrir mi identidad.
Entonces empiezo a escribir. Y lo hago en un par de esos cuadernos A4 espiral cuadriculados de los que siempre me valí para apuntar sobre mis canciones; ahora lo hago en prosa.
Esta es una historia que va a tratar sobre un estudiante de arquitectura que boicotea sus propios trabajos, calculando adrede para que sus obras se derrumben luego de construidas, y sus engaños son tan perfectos que sus profesores lo aprueban con loas y así llega a recibirse. Entonces su proyecto de egresado es el diseño de su propio hogar.
Claro que estoy escribiendo sin conocer siquiera la existencia de los procesadores de texto. La PC pasó casi de inmediato a descansar el sueño de los olvidados, en la habitación, al lado del ropero y mis cajas, y yo sigo pasando las noches en mi colchón sobre el piso. No puedo negar que más de una vez haya esperado por que Claudia me diga, fiel a su estilo, dejate de joder y vení a la cama... aunque puede haberlo hecho y yo no haberlo registrado. Así llegamos a estar.
Ya no tengo aire.
Y sigo matando a mi asfixia tal como un heroinómano que intentara liberarse de su adicción con veneno para ratas.
Es el Punto sin Retorno.
Bien.
No voy a justificarme, pero todo ha empeorado desde un fin de semana en que, habiendo conseguido el permiso de Raúl para tomarme un sabático, lo aprovecho para viajar a ver a Cacho, que ya me había adelantado por teléfono que no estaba nada bien. Y en verdad se había quedado corto. Lo encuentro flaco y demacrado, haciéndome una de sus bromas, escondido tras la puerta. Al verlo, siento que estoy frente a su cadáver. Y regreso de ese viaje desolado, peor que si hubiese trabajado las 24hs seguidas a pelo y sin algún descanso.
Mejor.
Así llegamos a otra noche de sábado, y esta vez con una pelea de pesados por la corona que vengo esperando desde su anuncio.
En años pasados, cuando una vez al mes visitaba a mi familia, era habitual quedarnos junto a mi viejo el sábado hasta bien entrada la madrugada del domingo viendo box.
Este último tiempo ese vicio ha vuelto a despertar, y es muy raro que me pierda alguna de esas veladas normalmente llenas de paquetes, de ahí la importancia de este título.
Así que llego de GEBA cargado de cervezas y me instalo frente a Space, que ya ha iniciado la transmisión. Claudia, al poco rato de acabar su cena, se va a dormir, imagino que hastiada por mi presencia, y yo me quedo hasta la hora en que esas dos moles colisionan. Y no puedo con mi genio, y voy relatando y expresándome a medida que estos tipos se cagan a bifes, hasta que Claudia se levanta a reprocharme por el ruido. Entonces le digo de qué se queja si no tiene que madrugar el domingo.
Luego sentencio con frialdad:
––No podemos seguir así.
Eternos tres puntos. De ser esto una partitura: Calderón.
Al fin de semana siguiente Claudia me comunica que ese domingo se van a Colonia con su amiga Marta. Buen viaje. A la vuelta cae con una caja de Winstons posta, originales. Ahí tengo la certeza de que ha comenzado a engañarme. Lo huelo. Y no puedo explicarme por qué me duele. Las veo a ambas con sus amigos, viviendo un domingo perfecto, y se me retuercen las tripas. ¿Y yo? ¿Acaso no vengo haciendo de las mías? Eso no cuenta, son manotazos de ahogado. ¿Y Ana? ¿Eso no fue un engaño, así no lo hayas consumado? No puedo responder a eso. No quiero. Y es que no importa, porque ahora soy yo quien está siendo traicionado.
Quiero decirle que terminemos con la farsa, que nos divorciemos, vendamos la casa, separemos lo que es de cada uno como buenos amigos y a otra cosa.
Sin embargo rompo el papel, saco un atado de los Winstons que me ha traído, lo abro, prendo un cigarrillo y escucho como corre el agua de la ducha mientras ella se prepara un baño.
Estoy viniéndome abajo. Cacho se está muriendo. Ana ya no va a ser nunca mi pareja. Y nada de lo que estoy haciendo justifica continuar con una vida así.
Cuando salga de la ducha vamos a conversarlo, seriamente, definitivamente.
Mientras ella se baña pienso en los últimos vaivenes de mi vida sentimental y en que no es el momento para volcar energías ahí. Las pocas que me quedan (que no malgasté) deben estar bien enfocadas en la nueva fundamentación. Si no, va a ser difícil que llegue a algún puerto.
Sin embargo me dejo vagar un rato por las chicas que cohabitan mis espacios en este año, y me digo que Lucía es muy pendeja, que solo está jugando y que eso está bien para su edad, le sobra el tiempo; que me gustaría tirarme a Luciana, así fuera en el baño del buffet y sobre la letrina. Florencia... Flor es un ángel. Yo... no lo sé. Una noche me apostó un beso quemando la servilleta alrededor de una moneda sabiendo que el juego no iba a tener perdedores. Lo de Sami es más serio, porque sé que si la espoleo un poco podemos terminar juntos, y no es el momento para dar semejante salto a ciegas; para que otro tripulante caiga por la borda. Tal como hace nada empujé a Ana.
Pero Claudia ya está frente a mí. Y es aún más bella que cuando nos conocimos. Siento que no ha pasado un solo día en que no la haya deseado, y que fue lo que siempre quise, aún sin que me haya puesto alguna vez a razonarlo.
Por eso le digo
––Tenemos que divorciarnos.
Una noche, poco atrás, Claudia me había encontrado masturbándome con un video. Solo había pasado por delante de mí y no había dicho una palabra, tampoco expresado alguna emoción. No, solo había ido al baño y luego vuelto a su lecho.
Hoy tampoco parece sorprendida. Solo me mira y dice
––Bueno.
Luego se va al dormitorio y cierra la puerta.
Es ahí que me doy cuenta de que no estoy borracho, y me sobresalto. No es la primera vez que me sale de la nada esa propuesta, pero generalmente después de algún berrinche y ya bastante picoteado. Es momento de asimilar y entender que eso que había venido pidiendo por meses ahora tiene un sí frio e inmediato por respuesta. Es demasiado. No estoy listo.
Me quedo en la cocina, viendo a ese pack de 10 atados recién abierto. Mañana tengo que trabajar pero no es eso lo que ahora importa. Estoy esperando escuchar algún gemido o sollozo de la otra habitación. Pero no. En verdad escucho un suspiro, pero de inmediato sé que es mío. Seguro que mañana al levantarse ni se acuerda del tema como tantas otras veces... ¿y seguimos en la misma farsa? ¿Intercambiamos rehenes? ¿Aprendo a engañar y ser cornudo?
Sin embargo, por la mañana y mientras lava su taza de café para irse al trabajo y yo dispongo mis cuadernos para escribir un rato antes del mío:
––Yo me encargo de los papeles, vos andá a la inmobiliaria y pedí una tasación.
El tono es tan neutro que parece venir de otro lugar, no de su tórax. Si Robert Bresson aún filmara habría conseguido a la actriz de sus sueños.
El quiebre se ha dado.
Excelente.
Lo que vine pidiendo a gritos como un punk de mercería ha ocurrido. ¿O es que ella así lo había preparado? Tal vez ahora ya cuenta con el dinero suficiente como para instalarse a su gusto con la mitad que le corresponde por lo nuestro. No puedo recordar con exactitud como terminó la noche de ayer. Aunque creo que abrí la puerta de la habitación y ella dormía. Y que luego me tiré en ese colchoncito al extremo del otro cuarto, ese cuarto perdido el año pasado.
Por la tarde Claudia ya tiene a un abogado, uno que va a representarnos a los dos ante el juez en un divorcio consensuado por ambas partes.
A vuelta de página, por la módica suma de mil cuatrocientos dólares y evitando audiencias de conciliación, dejamos de ser marido y mujer.
Ahora nos enfrentamos al paso más duro. Debemos vender la casa. El tasador nos ha dicho que podemos pedir treinta mil, pero que ante una oferta menor aceptemos, que el mercado no está muy bien, que la casa es muy vieja.
Por mi parte recuerdo unos departamentos en loft que en nuestra búsqueda habíamos visitado, en aquella fábrica cerrada y reciclada de toallas Selsa, acá cerquita. Claudia había rechazado el lugar de plano pero yo, sabiendo que con mi mitad podría acceder a uno de los más pequeños, me decido por una nueva inspección. Ahí descubro fallas básicas que saltan a la vista de cualquiera, conexiones de luz y gas sin planos, pendientes para el comprador; de inmediato presiento que el lugar es una estafa lisa y llana.
Por otro lado, veo que estoy empezando a despertar, que parezco estar saliendo de un prolongado letargo.
Entonces trazo un nuevo plan. Y ese plan dice que voy a recalar en tierras conocidas.
Tengo la posibilidad de seguir trabajando a sol y sombra y convertirme una vez más en inquilino, tal vez con Sami como comparsa. Pero no, definitivamente no es eso lo que quiero. Además me sé capaz de arruinarle la vida a cualquiera en cuestión de segundos, y no siento que ella lo merezca.
Es así que los controles del destino se activan una vez más y en menos de un mes nuestro negocio está hecho. Es decir que en noviembre el boleto ya está firmado, la casa señada, y en diciembre debemos dejarla en manos de sus nuevos dueños.
Los dados de Dios han hecho poker.
Luego de firmar compro una caja de cervezas importadas. Coronas, pero de las mexicanas. Tenemos que festejar. Estamos muy contentos, radiantes, y ya decidimos cómo va a transcurrir ese último mes, esto es sin batallas ni heridos. Y le prometo que voy a aflojar con mis borracheras. Ella se ríe, toma del pico y me saca la lengua poniendo su antigua y ya casi olvidada por mí cara de loca. Entonces la abrazo, luego quiero besarla. Pero es ahí que me aparta y se pone a llorar. ¿Será por sus engaños? ¿Todo lo que nunca me dijo? ¿O porque, tal vez, en verdad me quiso? ¿Tal vez, en algún momento haya creído que aún teníamos un futuro en común? Nunca lo voy a saber. Acaso no merezca saberlo.
Perfecto.
Con la situación ya resuelta tomo tres decisiones fundamentales que van a marcar mi futuro.
Primero arreglo con mi madre mi regreso, pero al departamento interno, que finalmente no está acabado y nunca llegó a alquilarse (bien, ya tengo algo para hacer); gasto mi parte de la seña en un sintetizador, una potencia y un par de altavoces profesionales para estudio y, ante la partida inminente, renuncio a Tito y me quedo con el trabajo en GEBA. Es que así voy a poder seguir viajando los fines de semana y tener un sueldo (y ese necesario y porfiado contacto con la ciudad que me niego a abandonar por completo).
La despedida en el local de Tito es muy sentida y me hace pensar en que no estoy preparado para el verdadero desarraigo, ese que significa dejar Baires. Pero no puedo permitirme flaquezas.
Hace nada que ya cuento con un aprobado en casi todas las materias cursadas durante el año, incluso conservo la monografía sobre el estudio de ondas por ferritos con la felicitación firmada por Checchi, y pensando en ese título que a futuro me puede llegar a ser de utilidad, ahora soy yo quien hago todo mi papeleo de estudios para seguir con la carrera en mi viejo nuevo pueblo. Allá, mami se va encargando de todos esos trámites con el conservatorio local para el inicio del nuevo año de una vida diferente.
Sí, vuelvo a ser un soldado raso. Pero no uno orgulloso de haber combatido, porque fui degradado.
Y esa es la segunda gran grieta.
El barco se parte por la mitad yo me hundo con él.
Saludando. Sonriendo.
Inmejorable.
Comentarios
Publicar un comentario