Tres relatos brevísimos de adolescente

 MI TIEMPO


La máquina ya estaba lista.

Pero llamar máquina a ese medio que hacía admisible una regresión en el tiempo era una expresión poco feliz, más cuando, a la vista, no había parte alguna que fuera manejable ni que pudiera aislarse de un todo adolescente de palancas, botones o costuras. Aunque bien podía decir que subjetivamente era una máquina, al simple hecho de su función.

Harto de miserias y golpes bajos había decidido retornar a aquellos días en que recodaba haber sido feliz por algún momento.

En sí, la preparación fue el momento más tedioso. Una serie de procedimientos endo/exógenos para ligarme a ese todo como una parte más e indivisible; ajuste micrométrico de parámetros que debían ser exactos (no hubiera querido abrir mis ojos dentro de un sólido, no) y, lo más complejo, perfecta y absoluta concentración: la mente limpia y concentrada en un solo objeto o imagen de mi conciencia, para luego salir del trance y descubrir que ya había transcurrido, y que eso-máquina ya no estaba conmigo. Así debía ser. Adelante entonces.


En un primer atisbo pensé que había equivocado mis cálculos, pero de inmediato me di cuenta que no. Ya podía reconocer en la penumbra los contornos de esas cosas que me eran familiares, que recordaba y que había vuelto a buscar. En un acto reflejo extiendo mi brazo y miro a mi mano, palma y dorso... ¡Todo en su sitio! ¡Y yo completo! ¡Éxito!

Pensé que debía darle tiempo a mis ojos para que se acostumbraran a esa luz tan tenue pero, los minutos pasaban y todo se veía tal como al principio. Di un paso y lo sentí firme. Más aún, reconocí la flexión y resistencia en las viejas maderas del piso, pero no estaba tan eufórico como para excusar el hecho de que no habían crujido. Tal vez la experiencia me había dejado algo sordo porque no escuchaba tampoco el tic––tac del reloj en la pared. Sacudí la cabeza presionando mis oídos. Nada. Al rato me di cuenta de que no marchaba.

Lentamente, algo perturbado, comencé a recorrer ese lugar que era la casa de mi infancia para descubrirlo en penumbras y vacío. Ningún artefacto ––radio, tv, tocadiscos–– funcionaba. Los libros parecían estar igual, pero no podría haber aseverado si lo que contenían eran frases impresas o páginas simplemente rayadas. No hace falta que aclare que el lugar estaba deshabitado.

Salí al pasillo descubierto que llevaba a la calle y me descubrí con sobresalto bajo un cielo azul oscuro, casi negro y sin estrellas.

La puerta a la calle estaba cerrada (¿soldada?) y me invadió tal sentimiento de ahogo y desesperación que, de un solo salto, pasé el tapial y ya estaba al otro lado y ante el mismo y desolador panorama: las hojas de los árboles, los tallos de la hierba... todo inmóvil, muerto. Al menos aquello que esa luz indescriptible me permitía ver. No había signo alguno de insectos u otros bichos y el silencio estaba comenzando a provocarme nauseas.

En ese preciso momento caí en la cuenta de que el aire era denso, pesado, que me sofocaba y hacía difícil mantener un ritmo normal de respiración. Por esa misma razón no me arriesgué a caminar unas cuadras, aunque esa luz espectral tampoco me asegurara con qué podía encontrarme a más de veinte metros de distancia, que era la longitud aproximada a la cual me permitía ver. Y eso si es que había algo que encontrar. Todo como un viejo museo de cera abandonado donde se hubieran conservado escenas y momentos para una visita planeada y consentida. Arriesgo también: guiada. Por quién y para quiénes… eso ya me excede por mucho.

Así que esto es el pasado... mi pasado.

Conseguí centrarme. Primero adaptándome a ese ritmo nuevo de respiración, luego pensando en una inversión del proceso que me había traído a ese mundo yermo, para encontrarme de cara a una ligera desventaja: eso––máquina había quedado en mi presente futuro. Tampoco así era exactamente, pero sería muy tediosa su explicación.

Solo me quedaba una esperanza: que las canillas funcionaran, el agua fuera potable y encontrar comida.

Y, tal como supuse, el agua era un líquido soso, desalinizado y desmineralizado, y no di con comida: las heladeras estaban vacías y las fruteras llenas de flores de plástico. ¡Vieja de mierda! Grité en silencio, recordando que mi abuela las usaba como centro de mesa.

Sin la más mínima esperanza arranqué un limón del viejo árbol del patio. Nada. Insípido. Insubstancial.

Y me envolvió tal desazón que caí de rodillas con la cara oculta por las manos y llorando.

––Ahí lo tenés: ¿ese es el maricón que estás criando como mi hijo? (la voz de mi padre).

––¡Algo debe haber hecho para estar así! (mi madre). ¡¿Qué mierda hiciste ahora!? ¡¡Debo haber sido una puta para parir semejante aborto!!

 Uh, Dios ¿qué habré hecho ahora? No sé... pero al castigo ya lo conozco. Y no va a ser la primera vez en que la ligo sin razón.


¡No por favor, otra vez no!


EL NUEVO ORDEN


Ya había tomado la decisión. Y la sentencia era tan firme que solo a costa de mi muerte sería incumplida: iba a tomar una vida por cada una de las que me habían sido arrebatadas.

Pero demos un paso atrás: está por cumplirse ––si mi noción del tiempo sigue siendo la correcta–– un año desde que los otros tomaron este lugar bajo la absoluta anuencia de todos y nosotros.

Desde un principio sus juicios habían parecido por demás acertados, dándonos ese grado de certidumbre y deslindamiento de obligaciones hipnótico e irrechazable. La plebe, prontamente seducida, les había otorgado el poder absoluto. Hasta yo mismo, sintiéndome opuesto, había aceptado el hecho como inevitable y necesario, priorizando las necesidades de los demás. Y en esa circunstancia la seguridad aparentaba haber llegado a ser digna de una jerarquía inobjetable. 

El comienzo, si bien podría haberse tildado ––al menos–– de auspicioso, ya dejaba entrever que el método de base para reencauzar nuestras leyes inválidas y corruptas (esterilización... me pregunto si es la palabra correcta: un acto desconocido por el cual aquellos supuestos sujetos de riesgo eran reprogramados como personas aptas para el nuevo sistema) no era precisamente claro. Al menos nosotros lo percibíamos así pero, suponiéndolo necesario, nos permitimos ser meros espectadores.

Por supuesto, no tuvo que pasar mucho tiempo para que descubriésemos la gravedad de nuestra inacción. Entonces yo me consolaba pensando en que mi voz o voto no habrían cambiado nada. Pero, y tal como fue desde un principio, ellos y nosotros seguíamos siendo antípodas.

Y fue así que en muy poco tiempo y ahogado en impotencia perdí a casi todos mis más preciados amigos y familia.

Aún ahora ––cansado, casi anémico, al borde del delirio–– no llego a comprender por qué yo no fui también absorbido y transformado. Y subo la escalera que me lleva a la terraza con las pocas fuerzas que me quedan.

El lugar es ideal: a través de las copas de los árboles de inmensa estatura tengo una vista privilegiada y, a la vez, descubro que es un escondite casi perfecto.

Los cartuchos están contados sin margen de error. Tal es mi confianza. Sólo sobra uno... en realidad no sobra: ése es para mí.

Me tomo un tiempo para observar, concentrarme y no cometer errores. Pero es tan sencillo que hasta un no vidente podría acertar quiénes son. Así actúen con la más absoluta normalidad, así se desenvuelvan como antes, los rodea esa aureola invisible de hueca pasividad que es su más notable rasgo. Así sus ojos no sean los de los otros sé perfectamente que son sus esclavos y juro que son felices de serlo: sus mentes y conciencias permanecen inalteradas y hacen y deshacen lo permitido a su voluntad.

Elijo mi primer blanco asumiendo que no voy a tener mucho tiempo para cumplir con mi tarea. Certeza, rapidez y precisión: no hay otra forma.

Un disparo limpio. Cae. Recargo y ya tengo a otro en la mira... pero un hecho extraño me detiene. Observo estupefacto que nadie presta atención al cuerpo que yace en la vereda y no hay alguien que mire hacia mi escondite.

Escojo a uno que pasa a su lado como si nada y vuelvo a disparar. Se desploma a pocos metros del primero. Nada. Y comienzo a pensar que tal vez esa última bala sea la única que merezca ser disparada.

Si mi mente enceguecida no me juega trucos, mis amigos y familia, a su tiempo y sin ser forzados, habían abandonado ese círculo que llamé “nosotros” ¿O habían sido absorbidos? Cero certezas ¿Tiene sentido entonces cobrar venganza?

Tiro los cartuchos a la calle y doy destino al último... pero no se dispara.

Ya está, voy a saltar. De todas maneras no me queda mucho tiempo.

Estoy parado en la cornisa cuando una mano toca sin emoción alguna mi brazo. Volteo mi cabeza aterrado.

Ella dice: ¿podés cortar con el melodrama? Me estás cansando.

Vuelvo a mirar hacia la calle. Veo como migas los cartuchos desparramados. Unos chicos al pasar los levantan, los miran, los dejan caer y reanudan su marcha. Ella sigue a mis espaldas. ¿De dónde vino? ¿Cómo apareció?

Entonces, algo que creía perdido por siempre regresa, se hace un nudo en mi garganta y se derrama por mi rostro. Y por última vez ––la despedida–– siento que estoy vivo.

Ahora sé que debo hacer. 

Qué debí haber hecho.

Es menos doloroso que esto.

Y es mi certeza final.



EL POZO EN LA TERCERA HABITACIÓN



Después de años y años de remarla contra viento y marea mis padres habían reunido la suma necesaria para comprar una vieja casa a reciclar. Tres habitaciones, cocina comedor, un living, lavadero y patio al fondo. Baño sí, por supuesto. Y a cuarenta metros de pasillo, la calle.

Mucho por hacer. Pero al fin el sueño se había hecho realidad.

Así fue que, mientras mi madre cumplía con los quehaceres domésticos de otros de la mañana a la noche y “paraba la olla”, mi padre (recién quebrado, sin trabajo) y yo (un muchachón que había dejado sus estudios por aburrimiento y devenido en canillita) poníamos manos a la obra con todo aquello que tenía que ver con la casa: una nueva instalación eléctrica (yo), revoques y pintura (padre), cielorrasos y lo más complejo, los cerámicos para los dormitorios (a dúo). El resto de los pisos, a excepción del baño que tenía una carpeta de cemento, por lo pronto conservarían una base de tierra, apisonada. A fin de cuentas habíamos vivido en esas condiciones toda una vida.

Vale destacar que el trabajo a la par de mi viejo era un placer: no dejábamos por un momento de jugarnos bromas ––algunas de riesgo cierto–– y disfrutábamos el uno del otro como un par de muchachones inconscientes.

Cuando estábamos apisonando la tierra de la última habitación para hacer el contrapiso, el centro cedió dejando un hueco de unos 60 centímetros de diámetro. Como no queríamos correr ningún riesgo de posteriores rajaduras en la carpeta y, por consiguiente, los cerámicos, nos decidimos a rellenarlo con tierra del patio del frente.

Ahí fue que notamos que no era un agujero común: su borde era de ladrillos y esa simetría cilíndrica afirmaba que era algo hecho por el hombre.

Paladas y paladas de carretillas rebosantes de tierra parecían no ser capaces de alimentar a esa boca, así que decidimos tomar su profundidad atando una piedra a la punta de una soga de unos seis metros que habíamos encontrado entre los trastos varios abandonados por los viejos dueños en el lavadero. (Agrego que con nuestra linterna no conseguíamos ver algo en su interior.)

Frustración fue lo que sentimos cuando la soga se agotó y el cascote aún no había tocado fondo.

¿Qué podría haber sido? ¿Tal vez el respiradero de un antiguo y profundo sótano? ¿Una bodega? Algo que nunca llegaríamos a saber.

Con una chapa picada e inútil improvisamos una esclusa que cubrimos con tierra y luego apisonamos, saltando a las carcajadas como un par de perfectos inconscientes, sin pensar siquiera en que podíamos vencer la resistencia de un supuesto abovedado e ir a parar a las profundidades de ese abismo.

Y llegó la noche y con ella el regreso de madre, transida y agotada.

Por suerte ya estábamos improvisado una cena con lo que teníamos a mano e iba a estar lista para cuando terminara de bañarse. Incluso ya habíamos puesto a calentar la pava gigante y yo le había llevado el fuentón y una toalla al baño.

Al poco rato ya estábamos cenando y contándonos nuestros días.

Eso sí, ni mi padre ni yo hablamos del pozo.

¿Acuerdo tácito?

¿Superstición?

Nunca nos lo preguntamos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tercera Ola (para Bertina)

Escatón

Trazas